El
capítulo que iniciamos con estas líneas estará dedicado a algunos miembros de
la familia de los Daute, que como el lector seguramente conocerá, siempre ha
sido la de mayor relevancia de todas las que
se asientan en el sector noroccidental de Nivaria.
Nuestros
protagonistas desarrollan su existencia en las tierras de los antiguos
menceyatos de Daute e Icod; precisamente en otro capítulo precedente hemos hecho referencia, aunque someramente, a alguno de sus parientes, como cuando
abordamos la biografía de Guía de Isora y Santiago del Teide.
Lo cierto
es que los orígenes de la familia Daute son un poco oscuros, en buena medida
porque ellos mismos se encargaron, durante bastante tiempo, de mantenerlos en este estado. Es sabido que
una rama de sus antepasados procedía de los conquistadores castellanos, pero
otra, la femenina, parece ser que pertenecía
a la familia de Romen, último mencey de Daute,
que junto a otros notables se
había rendido a los castellanos en el acto de sumisión conocido como Paz de Los
Realejos. Se cuenta que sus descendientes
se avergonzaban de la sangre
aborigen que corría por sus venas y que en cierto modo, en aquellos tiempos donde
“la limpieza de sangre” tenía tanto valor, los minusvaloraba en relación a
otras familias aristocráticas de Achinech.
Centraremos
el inicio de nuestro relato en dos hermanos de dicha familia, el primogénito,
San Pedro de Daute, que heredó el Mayorazgo
y el menor, El Tanque, que como segundón de familia aristocrática desde
pequeño estuvo destinado a la vida religiosa.
San Pedro
de Daute residía en la hacienda familiar, en un altozano que dominaba la
“Caleta del Genovés” y que desde el comienzo de la colonización se había
convertido, por sus extraordinarias ventajas, en el embarcadero de toda la
comarca. Desde su residencia administraba tierras y aguas que su familia había
recibido tiempo atrás de don Alonso y que cubrían buena parte de la Isla Baja,
el macizo de Teno e incluso algunos sectores del valle de Santiago.
Parece ser que en el momento que iniciamos este capítulo las cosas no iban demasiado bien. Los ingenios que se habían establecido tiempo atrás ya no rendían lo suficiente ante la competencia de los azúcares antillanos y brasileños, y la economía familiar se resentía. En estos momentos todas sus esperanzas estaban puestas en la sustitución de los cañaverales por las viñas, dada la creciente demanda de caldos, tanto en las colonias como en el norte de Europa.
San
Pedro, a pesar de ser la persona de mayor relevancia social en aquella parte de
Nivaria, por el simple hecho de ostentar el Mayorazgo de los Daute, en el fondo
era un pusilánime a quien el título le venía grande. Poseía un carácter apocado
desde muy niño, todo lo contrario que su hermano menor. Sus padres y el resto
de la familia eran conscientes de esta situación y estaban convencidos de que
El Tanque, por sus capacidades y aptitudes, podría ocupar con mayor solvencia
el lugar que tenía destinado su hermano; sin embargo, en aquellos tiempos las
normas sociales eran muy estrictas y nadie ponía en cuestión el “derecho de
primogenitura”.
Lo
paradójico de la situación es que lo que realmente le atraía era la vida religiosa, a diferencia de su
hermano, que tuvo que tomar los hábitos “a cachetones”, hablando
metafóricamente. La hacienda de los Daute se había construido justo al lado de
la primitiva ermita de la comarca, que
ya en 1515 se había convertido en parroquia; inicialmente su
jurisdicción (o beneficio) abarcaba lo
que había sido el menceyato de Daute y parte del actual término de Garachico,
extendiéndose además por la vertiente sur de la isla, por tierras de Adeje y
Abona.
Como
cabeza de la casa de Daute ejercía además el patronazgo de la parroquia. San
Pedro estuvo siempre más inclinado a las lecturas religiosas y actividades
relacionadas con el beneficio que a la gestión de su hacienda; eran una serie
de administradores de su total confianza los encargados de tal labor.
Consideraba totalmente “prosaicas” y de poco interés las cuestiones económicas
y desviaba gran cantidad de fondos para el mantenimiento del beneficio. Así
destinó una elevada suma a la creación de un convento dominico, junto a la
iglesia, que tuvo una vida muy corta,
pues años más tarde se trasladó a la zona costera cerca del puerto, pero este
es un tema que abordaremos más adelante.
Dado que
transcurrían los años y nuestro protagonista no daba paso alguno a fin de tener
un heredero a quien transmitir el Mayorazgo, sus familiares más directos
tomaron cartas en el asunto. Sin informarle previamente concertaron un
matrimonio, por qué no decirlo, de conveniencia, con una joven de la buena
sociedad de Aguere.
San Pedro
no pudo objeciones porque dado su carácter,
le venía muy bien que le presentasen todo hecho. A decir verdad, era una
excelente persona, pero no el tipo de esposo que esperaba la joven. Las malas
lenguas dicen que costó mucho convencerla para que no huyera despavorida,
cuando tras la boda, entrados ya en confianza, lo vio por primera vez paseando
por las estancias privadas con un hábito dominico. La servidumbre estaba
acostumbrada a estas situaciones, pero para la recién casada fue un duro golpe.
No
obstante, era un joven bienintencionado en grado extremo y a la chica le costó
muy poco acostumbrarse a su compañía, que era lo mínimo que se le pedía. Parece
ser que con el transcurso de los años ambos forjaron una relación muy estrecha,
no sabemos de qué tipo exactamente, pero que duró hasta el final de sus días.
De esa unión nació poco después una niña, Buenavista, a la que ya hemos aludido
y sobre la que volveremos en el próximo capítulo de nuestro relato.
El
problema radica en que su único descendiente era una mujer y no podía sucederle
en el Mayorazgo. Como pasaban los años y el ansiado “heredero” no llegaba, San Pedro,
con el apoyo del resto de la familia, decidió adoptar legalmente a uno de sus
sobrinos ilegítimos, como ya veremos. La ausencia de un padre “legal” facilitó
mucho la adopción, por lo que nadie tuvo que renunciar a nada, mientras que el
“título” se mantenía dentro de la familia.
De
Buenavista, como hemos señalado, hablaremos más adelante largo y tendido.
Cabría únicamente señalar que fue una niña muy especial y que contrajo
matrimonio a muy temprana edad. Junto a su esposo se estableció al extremo más
occidental de la Isla Baja, muy cerca de la montaña de Taco y en el camino que
se dirigía a la punta de Teno.
El
benjamín de los hermanos Daute, como ya dijimos, poseía un carácter completamente
diferente al de su hermano. Desde muy pequeño destacaba por su vivacidad,
simpatía y una fina inteligencia. En cualquier aspecto que se comparasen, y a
pesar de ser menor, siempre hacía sombra a su hermano. A aquél tampoco le
importaba demasiado, no quería llamar la atención y mientras ésta se desviase hacia
El Tanque, ya estaba tranquilo.
Era
evidente que hubiera desempeñado la jefatura del Mayorazgo de una manera
brillante, pero la primogenitura es la primogenitura. Así que desde muy niño,
como ya dijimos, se le orientó hacia la carrera religiosa. Dadas sus
capacidades y la familia a la que pertenecía, era evidente que no estaba
destinado a convertirse en un simple
párroco o como mucho abad de cualquier convento de Nivaria. Los hijos de
familias poderosas que se orientaban por la
religión (en la mayor parte de los casos, a la fuerza) acababan formando
parte de las élites eclesiásticas de la isla, e incluso podían dar el salto a
la Península o las colonias.
Desde
pequeño se trasladó a Aguere, donde permaneció interno en el seminario durante
varios años. Allí destacó si no por su vocación, al menos por su personalidad
arrolladora y por una inteligencia fuera de lo normal. Su facilidad para el
estudio y el debate despertaba expectación. Allí coincidió con Arico con quien
hizo muy buenas migas, ya que ambos
tenían un carácter muy parecido y la misma ausencia de vocación. Sin embargo
existía alguna diferencia entre ambos,
tanto desde el punto de vista intelectual, como en su modo de comportarse.
En el seminario,
El Tanque era una figura brillante que
ensombrecía a cualquiera de sus condiscípulos. Arico, en cambio, por aquellos años no era precisamente una
“lumbrera” y destacaba únicamente por ser hijo de “la ilustre dama”; como ya sabemos, aquella se había
empeñado en que el muchacho siguiera la carrera eclesiástica más que por el
interés del muchacho, como medio para aumentar su prestigio personal,
entiéndase, el de su progenitora.
Por otra parte, Arico no tenía vocación
alguna; le interesaba especialmente la
fiesta y el “parrandeo” y no lo ocultaba. Su juventud le hacía
sentirse en una posición muy cómoda,
como único hijo varón y “ojito derecho” de la localidad, perdón quise decir la dama,
de más prestigio en Nivaria. Por el contrario, El Tanque, persona reflexiva
donde las haya, se había propuesto la carrera eclesiástica simplemente como un
modo de vida y cuanto más alto llegase, mejor sería esta; por lo tanto, no
podía permitirse desliz alguno, así que siempre procuraba mantener las formas.
Eran frecuentes las visitas a casa de su
amigo Arico, en la mayor parte de las ocasiones para ayudarle con sus tareas y
de paso aprovechar alguna de aquellas afamadas meriendas, que siempre acababan
en tertulia. En estas reuniones La Laguna comenzó a darse cuenta lo mal que le
caía aquel chico, que enseguida se convertía en el foco de atención, mientras
que su hijo pasaba desapercibido. Dicen que las comparaciones son odiosas, y en
este caso, desencadenaron un odio irracional.
La Laguna no perdía ocasión en demostrarle al
muchacho lo poco que lo soportaba y éste, que lo notaba, procuraba no darse por
enterado. En su afán de humillarlo, las alusiones al origen de su familia eran
frecuentes y directas, especialmente cuando había público, pero el chico
mantenía las formas mientras que el resto de los presentes soportaba como podía
aquella incómoda situación, hasta que un día su paciencia llegó al límite y
estalló.
En efecto, una tarde, al final de un debate
sobre la conquista de la isla, donde El Tanque como siempre, había mostrado sus
amplios conocimientos acerca de la
historia de Nivaria, se produjo el desastre. La “ilustre dama” le preguntó por
enésima vez por el origen de sus antepasadas, y este le respondió que el mismo
que su señora madre, Aguere, con la diferencia que la suya era hija del mencey
Romen, mientras que de Aguere no se sabe a ciencia cierta si estaba emparentada
con la aristocracia aborigen.
La Laguna enmudeció, jamás nadie se había
atrevido a atacarla tan directamente. Inmediatamente se dio cuenta que el
muchacho podía tener razón; siempre se había hablado del origen “noble” de su
madre, pero el asunto no estaba muy claro. Enseguida comprendió que sus ataques
se habían vuelto contra ella, y además con público. Soberbia y orgullosa era,
pero también diplomática, o mejor dicho hipócrita. Así que respondió
simplemente con una sonrisa y continuó la conversación como si nada hubiera
pasado, mientras que todos los presentes sabían que por dentro se la llevaban
los demonios.
A partir de aquel día cesaron las visitas de
El Tanque a casa de su amigo y en cierto modo su amistad, porque la Laguna le
prohibió terminantemente que se acercase
al chico de los Daute. A partir de ese momento la vida de ambos siguió caminos
diferentes: Arico dejó el seminario y se trasladó a Cádiz a estudiar Medicina,
mientras que El Tanque inició sus estudios de Teología y Derecho Canónico en la
universidad que los agustinos habían creado recientemente en Aguere.
El paso de El Tanque por la universidad fue
muy fructífero y con resultados brillantísimos. Gozaba de una elocuencia fuera
de lo habitual, por lo que muy pronto sus sermones comenzaron a alcanzar gran
fama y participaba en todo tipo de actos organizado por el obispado. Continuó
en la universidad, ahora como profesor, actividad que simultaneaba con
actividades en el obispado, convirtiéndose en la mano derecha del por aquel
entonces prelado. Este le encomendaba todo tipo de tareas a lo largo y ancho de
la diócesis nivariense. El Tanque era consciente de su valía y solo esperaba el
momento para dar el salto a empresas de mayor envergadura, quizás el obispado,
un cargo de prestigio en la Corte o bien en las colonias.
Su fama era directamente proporcional al
rencor que sentía por él la “ilustre dama” que jamás le había perdonado lo que
ella consideraba un insulto como nunca antes había sufrido. El Tanque, como
sabemos, poseía una mente muy lúcida y era consciente que los triunfos
despertaban envidias y rencores, especialmente en el ámbito eclesiástico. Así,
para contrarrestar esta imagen y dar muestras de humildad, se retiraba
temporalmente a Taganana donde realizaba actividades de simple párroco.
Esta pequeña localidad era por aquellos años
uno los caseríos más aislados de Nivaria, a pesar de su escasa distancia a
Aguere. El camino de Las Vueltas en
invierno era casi impracticable y para todos, sus estancias en aquel lugar eran
consideradas un verdadero “autocastigo” que engrandecía aún más su personalidad. La parroquia de Las Nieves era de las más antiguas de la
isla, de comienzos del siglo XVI, pero la feligresía, pobre y escasa. Para El
Tanque, consciente de lo que era y representaba, era un trago amargo, pero
necesario, así que se lo tomaba como los ”purgantes” que le administraban las
criadas cuando niño, simplemente tapándose la nariz y tragando.
Como es conocido, habitualmente alguna mujer
de la familia acompañaba a los párrocos en sus destinos para atenderlos en lo
necesario: su madre, una hermana o sobrina soltera, etc. y cuando esto no era
posible, alguna mujer de cierta edad, especialmente viuda. Esta costumbre tenía
su razón de ser, ya que se evitaban habladurías y sobre todo tentaciones. Sin
embargo, en este caso y no sabemos por qué motivo, no se cumplió la norma. En
sus estancias intermitentes en aquel pago se encargaba de atenderlo una joven y
aparentemente no hubo problema alguno.
Pero El Tanque, además de sacerdote (a la
fuerza) era un hombre y joven, por lo que ocurrió lo que tenía que ocurrir. La
chica quedó embarazada en dos ocasiones y nacieron dos niños, a los que su
propio padre bautizó, precisamente con los nombres de dos localidades próximas
a la de su nacimiento: Garachico e Icod. Estas situaciones eran frecuentes y se
resolvían con un traslado inmediato del párroco o de la implicada a otro lugar,
lo suficientemente alejado como para que no se repitiese el caso y en poco
tiempo cesaban las habladurías. Además, nunca se esperaba al nacimiento de la
criatura para poner tierra por medio, sino que la medida se tomaba ante los
primeros indicios del embarazo.
El Tanque pecó, además de lujuria, como diría
cualquier hijo de vecino, de exceso de confianza. En aquel paraje aislado se
sentía a salvo de habladurías que pudieran afectarle. Pero no contaba con que
La Laguna, que como sabemos se la tenía jurada desde tiempo atrás, tenía ojos y
oídos en todas partes. Su tía Taganana había residido toda su vida en aquellos
parajes de Anaga y en vista de los problemas que había tenido con ella, en un
intento de congraciarse le contó las aventuras de aquel joven párroco, como
simple chismorreo; por desgracia para El Tanque, la anciana no imaginaba la
trascendencia que tales comentarios iban a tener para su futuro.
En cuanto aquel regresó a Aguere, sin
imaginar siquiera lo que le esperaba, se presentó en su despacho del obispado
la “ilustre dama”, tan sonriente que por un momento llegó a pensar que le había
perdonado el desplante de tiempo atrás y venía a pedirle algún favor, como
tantas otras damas de la ciudad. No sabemos con exactitud el contenido de
aquella conversación, aunque conociendo a La Laguna nos lo podemos imaginar.
Según parece amenazó al joven con montar el mayor escándalo que se había
conocido en Nivaria y que salpicaría no solo a sus familiares, sino también a
todos los que con él tenían trato: amistades, profesores y alumnos de la
universidad, miembros del obispado, etc. Le exigió que desapareciese de Aguere
lo antes posible sin dejar el menor rastro y que abandonase cualquier idea de
ocupar algún cargo de relevancia, pues aunque fuera lejos de la isla, se
arrepentiría.
El Tanque comprendió que su vida, tal como la
concebía, sus prebendas, la admiración
de quienes le rodeaban, sus expectativas de un futuro casi “triunfal”, etc.,
aun plegándose a las amenazas de su ”enemiga”, había acabado. Como hombre
reflexivo que era, más que un castigo divino, comprendió que se trataba de una
“cura de humildad” para aquel orgullo y soberbia desmedidos que le hacían
sentir casi intocable.
Días después, abandonó Aguere y todo lo que
con ella le unía: la universidad y el obispado, y se trasladó a Daute,
excusándose con un problema de crisis vocacional y la necesidad de un retiro
espiritual. Consiguió de su hermano la creación de una parroquia dedicada a San
Antonio de Padua, en un pequeño caserío situado en los altos de la “Caleta del
Genovés”, denominado Tanque Bajo y allí se estableció como simple párroco.
El Tanque se impuso como “autocastigo” dejar
atrás toda su vida pasada, lo que incluía sus libros, sus escritos, sus
amistades, y como no, sus proyectos. Desde entonces su principal objetivo ha
sido pasar desapercibido y hacerse notar lo menos posible; la discreción ha
sido su norma de vida desde entonces; esto explica que durante siglos haya sido
posiblemente el municipio, mejor dicho el personaje, menos conocido de Nivaria.
Pero consideraba que aún le quedaba algo por
hacer para completar su penitencia, y era precisamente despejar el futuro de
los inocentes que se habían visto involucrados en toda aquella historia,
motivada, con seguridad, por su soberbia. A la madre de sus hijos le consiguió,
por medio de sus contactos, un puesto como “dama de compañía” de la viuda de un
mercader inglés de Añazo; consideraba
que no era justo que la muchacha, después del daño experimentado y de
desprenderse de sus hijos sin la menor exigencia, acabase como la mayoría de
las jóvenes campesinas que se trasladaban a las localidades más importantes de
Nivaria, es decir, como simples
sirvientas.
A los niños los llevó a vivir al Tanque Bajo,
al cuidado de una familia sin hijos que residía cerca de la casa parroquial. Se
justificó comentando que sus padres habían fallecido en la última de las
epidemias que solían asolar intermitentemente la isla, explicación bastante
creíble, y que como los había apadrinado
en el momento de su bautizo se había propuesto hacerse cargo de ellos; en efecto,
para Icod y Garachico, El Tanque fue siempre su padrino.
Los chicos se criaron en un ambiente sano y
relajado observando desde los altos de
La Culata el océano por donde entraban a la “Caleta del Genovés” las naves
cargadas de mercancías y partían con las bodegas llenas de barricas de vino. Como
otros muchachos de cierta posición en Daute realizaron sus estudios secundarios
en el colegio religioso de la Villa, pero ninguno quiso continuar su formación
en la universidad, por lo que desde muy jóvenes no les quedó otro remedio que
empezar a lo que suele denominarse “buscarse la vida”.
No
obstante, primero tocaba
realizar la instrucción militar, que era obligatoria, aunque por una cantidad
no excesiva podían haberse librado de ella. Pero El Tanque, que había aprendido la lección,
consideró que era más adecuado que los chicos se enfrentasen a todos los
inconvenientes de la vida para forjar su carácter. Con todo, a través de su
hermano movió los hilos necesarios para que esta se llevase a cabo en el
Castillo de San Cristóbal de Añazo, la principal fortaleza de la isla.
La estancia en aquella pequeña ciudad
portuaria fue muy diferente para ambos hermanos. Icod era poco disciplinado,
tenía un carácter indómito, acostumbrado a correr libre por aquellas peñas y
pinares, poco apropiado para la disciplina militar. Garachico, por el
contrario, como su padre, perdón, quería decir su padrino, era muy reflexivo y
estaba dotado de una fina inteligencia, lo que le permitió adaptarse sin
problemas a situación; digamos claramente que estaba movido por los mismos
principios de El Tanque,en su juventud: “el fin justifica los medios”.
Ambos regresaron a Daute con experiencias muy
diferentes: Icod consideró su regreso a
casa una salvación, Garachico, por el contrario, volvió con muchas ideas bullendo en su cabeza; éstas
giraban en torno a los trabajos portuarios
y a la actividad de las milicias que había conocido de primera mano.
Garachico se asentó en el caserío que se
estaba formando en el entorno de la “Caleta del Genovés”. Parece ser que casi inmediatamente después de la conquista,
cuando se instalaron los primeros colonizadores en Daute, se había convertido
en el embarcadero y posteriormente, en el puerto de toda la comarca.
No hay que olvidar que se considera fundador
del lugar al mercader genovés Cristóbal de Ponte, que obtuvo del Adelantado
tierras y aguas en el antiguo menceyato de Daute, hacia 1496. Junto a este
también recibieron tierras otros comerciantes italianos como Mateo Viña y
Agustín Italiano o de Interián. Todos ellos entraron muy pronto en el negocio
del azúcar, que unas décadas más tarde
fracasó, como en otros lugares de Nivaria, ante la competencia de los azúcares
antillanos y brasileños. A partir de entonces, los cañaverales fueron sustituidos
por los viñedos y se inició la exportación de caldos isleños a las colonias y
al norte de Europa.
Esta actividad mercantil determinó que la “Caleta
del Genovés”, que posiblemente aludía al
mercader Ponte, se convirtiese durante más de un siglo en el principal puerto
de Nivaria. Paralelamente, el caserío fue creciendo en torno al puerto y a la
iglesia de Santa Ana, mientras San Pedro de Daute languidecía. Aunque sus
fundadores tuvieran origen italiano, el grueso del poblamiento, sobre todo en
sus inicios, procedía de Portugal. En poco tiempo la localidad alcanzó la
preeminencia económica y demográfica del noroeste insular, la cual mantuvo casi
hasta la erupción de 1703.
Convendría hacer referencia, antes de
continuar nuestro relato, al topónimo Garachico, que da nombre a uno de
nuestros protagonistas. En realidad no hay acuerdo sobre su origen, aunque son
dos las hipótesis más defendidas; una sostiene que el roque le recordó a Ponte
un promontorio en el mar de Liguria denominado Gara, y que éste le dio el mismo
nombre aunque añadiéndole “chico” por sus menores dimensiones. Otros, por el
contrario, consideran que Gara es una voz aborigen que significa “roque”.
Lo cierto es que dadas sus aptitudes y las
ganas de “comerse el mundo” con las que regresó de Añazo, Garachico prosperó, o
como se decía en aquellos momentos, “medró” con una rapidez que asombró a
familiares y convecinos. Participó en todo tipo de negocios, especialmente en
el de vinos y de la noche a la mañana se
convirtió en una figura de gran relevancia en el lugar. Hay que decir que había
aprendido bastante sobre tráfico de mercancías simplemente observando hacia el
muelle de Santa Cruz, mientras hacía guardia en las almenas del castillo
principal y eso que aquel pequeño embarcadero nada tenía que ver la que aún se
denominaba “Caleta del Genovés”.
El puerto era la razón de ser de Garachico;
ya Torriani lo había calificado como “el puerto principal” de Tenerife. Se
trataba de una ensenada que nada tenía que ver con la que podemos observar en
la actualidad, puesto que fue cegada por la erupción de 1706, como ya veremos.
Tenía una anchura de casi un kilómetro, un largo de unos 500 metros con una
bocana de una longitud similar. Un puerto de tal importancia tenía que
despertar la codicia de los piratas y por tanto, exigía unas defensas
adecuadas. Prácticamente desde sus orígenes existía un sencillo baluarte, pero
Garachico comprendió que era necesaria una protección de mayor envergadura,
similar a la que existía en Añazo y que conocía de primera mano. Así que con su
dinero y patrocinio se erigió el castillo de San Miguel que aún sigue en pie, a
pesar de las erupciones volcánicas y los embates del mar.
Como dijimos, la experiencia militar, aunque
breve, dejó una profunda huella en el muchacho, que en cuanto tuvo ocasión
propició el establecimiento de una tenencia general de milicias en el lugar.
Casi un siglo después de la erupción que acabó definitivamente con la
prosperidad del puerto y de la localidad, las milicias de Garachico jugaron un
papel destacado en la defensa de Santa Cruz cuando el desembarco de Nelson.
Aportaremos ahora algunas pinceladas más
personales sobre nuestro protagonista. Aunque no faltaban muchachas “casaderas”
hijas de mercaderes, militares de carrera y funcionarios públicos en la
localidad, Garachico acabó casándose con una amiga de juegos de la infancia, La
Montañeta. Su padre era un rentista que había hecho fortuna en las colonias y a
su vuelta la invirtió en tierras en todos los rincones de Daute. Formaron una
familia muy prolífica, como la mayoría de las de la época, todo hay que
decirlo. Los hijos mayores, Genovés y San Juan del Reparo, se establecieron en
la zona alta, en las proximidades de los acantilados de La Culata, mientras los
menores fijaron su residencia muy cerca de su padre, en la zona costera: El
Guincho, Las Cruces y la benjamina, La Caleta. Casi todos ellos vivieron la
experiencia de la emigración a América, y más concretamente a Venezuela, tras
el desastre de 1706, aunque con el tiempo regresaron a Daute.
Anteriormente citamos, de pasada, la adopción
que llevó a cabo San Pedro de Daute con el fin de que el Mayorazgo lo heredase alguien conocido. Lo que no
aclaramos es que en el momento de la adopción, San Pedro ya conocía el origen
del muchacho y los lazos familiares que los unían. En efecto, cuando se
encontraba con su hermano solía comentarle sus problemas e inquietudes y la
idea de adoptar a Garachico, al que consideraba casi de la familia ya que había
demostrado en muy poco tiempo su valía personal. El Tanque le confesó
brevemente su historia, con lo que como dijimos, a falta de un padre “legal” de
cara a la sociedad y con la certeza que todo quedaba en familia, la adopción se
llevó a cabo en las mejores condiciones.
Los tres interesados quedaban satisfechos;
por una parte, San Pedro resolvía una cuestión muy seria y que le provocaba grandes preocupaciones, y
además en las mejores condiciones, ya que sin ni siquiera imaginarlo, todo quedaba en familia. El Tanque veía con
satisfacción como su hijo, por méritos propios, obtenía algo que muchas veces pensó que en justicia a él le
correspondía, y ya que no podía cumplir sus deseos, quién mejor que su
descendiente. Y por último, Garachico, quien jamás supo que su padrino era en
realidad su padre, recibiría, llegado el momento, el mejor regalo que jamás
pudo imaginar: la preeminencia institucional en Daute, que complementaba a la
económica que ya disfrutaba.
El lector se preguntará que ocurría a todas
estas con Icod, que en cierto modo podría haberse sentido despreciado por la
decisión adoptada. Pues bien, habría que aclarar que una vez regresaron de
Añazo, mientras Garachico despuntaba en todos los órdenes, su hermano pasó un
periodo en el que se encontraba, como suele decirse, “como vaca sin cencerro”,
es decir, totalmente desorientado y sin saber qué hacer con su vida. Temiendo
que esta situación degenerase en problemas serios, su padrino le recomendó que
pusiera tierra por medio, o como ya hemos repetido en alguna ocasión en
capítulos anteriores, “agua por medio” y probase fortuna en América como
tantos otros paisanos. Al chico no le
pareció mal la propuesta y en cuanto tuvo ocasión se trasladó a las colonias.
De esta aventura americana hablaremos
más adelante, aunque hemos hecho referencia a la misma para explicar que
durante las conversaciones y acuerdos relativos a la adopción de su hermano,
Icod se encontraba a muchos kilómetros de distancia y ajeno a todo ello.
Como dijimos anteriormente, El Tanque había
convencido a su “ahijado” Icod que se trasladase a las colonias para probar
fortuna, y el lugar elegido fue Venezuela, como no podía ser de otro modo. En
efecto, una corriente migratoria
persistente desde el noroeste de Nivaria había constituido una numerosa colonia
en la denominada entonces provincia de Venezuela, especialmente concentrados en
el Valle de Caracas. Los lazos entre
vecinos y familiares hacían que estos
monopolizaran buena parte del pequeño comercio de la región. Icod fue acogido
por unos parientes pero duró muy poco con ellos, ya que no estaba hecho para
pasar las horas detrás de un mostrador.
El hecho de ser “casi” familia del señor de
Daute le abrió muchas puertas y poco a poco se fue introduciendo en el cultivo
del cacao. Más tarde contrajo matrimonio con una joven criolla, hija de un rico
hacendado natural de Taoro y llamado El Amparo, que llevaba toda su vida en
aquellas tierras. Parece ser que al fin descubrió Icod qué era lo que realmente
le gustaba hacer en la vida.
Poco después de su matrimonio y a pesar de su
escasa experiencia, su suegro delegó en el joven la gestión de todas sus
tierras. Muy pronto aprendió la tarea encomendada y con la vitalidad que lo
caracterizaba se pasaba el día de un lugar a otro de las tierras de su padre
político, sin abandonar tampoco las pequeñas propiedades que había adquirido.
Desde el momento que montaba a caballo y se desplazaba por aquellas llanuras,
que nada tenían que ver con su lugar de nacimiento, se sentía verdaderamente feliz.
Icod se dio cuenta que el cultivo del cacao
estaba en franca decadencia, no solo por el cambio de gustos en Europa, sino
porque su exportación era poco rentable, ya que el producto tenía dificultades
de conservación; en efecto, su almacenamiento no podía exceder de unos meses
sin que el producto se estropease, y dada la lentitud de los transportes en la
época este hecho constituía un problema serio. Sin embargo, el café permitía un
margen de almacenamiento mucho mayor y era un producto que cada vez adquiría
más interés en el continente europeo. Así que convenció a su suegro de llevar a
cabo un cambio de cultivos, tal como él había iniciado en sus propiedades, todo
hay que decirlo, con unos resultados
excelentes.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que,
gracias a su iniciativa, sus tierras y la hacienda de El Amparo se
revalorizasen enormemente y otros propietarios vecinos los imitasen. Se le
considera el iniciador de este producto, al menos en gran escala, en el valle
de Caracas, que a partir de entonces quedó cubierto de cafetales. Al mismo
tiempo, introdujo otros cultivos, de los
que obtuvo grandes beneficios; nos referimos a las distintas plantas que
producían el añil, fundamental para la fabricación de tintes.
Su prestigio como gestor de grandes haciendas
aumentó enormemente y llegó a oídos del Gobernador de la provincia que residía
en Caracas. Allí se estaba gestando un plan para la colonización sistemática de
la Guayana venezolana, un enorme territorio escasamente poblado y en el que el
papel de la metrópoli se limitaba a unas pocas misiones religiosas. El arco del
Orinoco separaba estas tierras del resto de la provincia y constituía un
obstáculo para su colonización. Ante la presión de potencias extranjeras (ingleses,
holandeses, etc.) como hemos dicho, se estaba planificando una colonización en
toda regla. Se consideraba, dada la experiencia que existía en la colonia, que
nadie mejor que familias canarias para participar en dicho plan.
Por su origen isleño y su prestigio entre
este colectivo de inmigrantes, las autoridades estimaban que nadie mejor que
Icod para dirigir el citado proceso colonizador. La idea era atraer inmigrantes
desde las islas en un futuro, pero dada la premura por ocupar el territorio, se
decidió que inicialmente fuesen isleños ya establecidos en la provincia los que
participasen en el proyecto.
A Icod se le ofrecieron no solo una cantidad
de tierras como jamás habría imaginado, sino además una serie de poderes, al
menos temporalmente, para facilitar la puesta en marcha del proyecto. Icod
aceptó sin pensarlo y poco le costó convencer a un buen número de pequeños
propietarios y jornaleros para que le acompañasen
con sus familias a los nuevos territorios. A los colonos se les ofrecían además
de los costes del traslado, exenciones
fiscales durante veinte años igual que del servicio militar para sus hijos, y
de manera gratuita una cantidad de fanegadas de tierra que pudieran cultivar.
Aunque pueda parecer excesivo, las autoridades venezolanas tenían un elevado
concepto laboral de los isleños; los consideraban honrados, laboriosos,
perfectos conocedores de la tecnología agraria y ya adaptados a las condiciones
climáticas del país.
No vamos a alargarnos en este periodo de la
vida de Icod, excepto para referirnos a algunas cuestiones de cierta
relevancia. La mayor parte de las familias isleñas se distribuyó por un amplio
territorio agrupándose en pequeñas comunidades. Icod recibió tierras que
duplicaban y triplicaban en superficie a las del antiguo menceyato de Daute y
que dedicó en su mayor parte a la ganadería extensiva. El comercio de cuero que
partía del puerto de Angostura y a lo largo del Orinoco llegaba al Atlántico le
produjo unos beneficios colosales. Pasados unos años hizo traer a su esposa y se estableció en
Angostura (actual ciudad Bolívar) un lugar más adecuado para ella que la
hacienda. Poco después nació una niña que le colmó de alegría y le ayudó a
superar el amargo trance de perder a su esposa en el parto. La criatura era
rubia y pesó casi cinco quilos al nacer, algo poco habitual, por lo que con
esas características y recordando algunas lecturas sobre la fisonomía de los
antiguos aborígenes de Nivaria, decidió bautizarla como La Guancha.
Muy pronto se dio cuenta que con sus
compromisos no podía hacerse cargo de la criatura; pensó en enviarla con su
abuelo a las proximidades de Caracas, un lugar más adecuado para su futuro,
pero al final decidió que había llegado el momento de retornar a Nivaria. A
diferencia de la mayoría de los indianos retornados, Icod no liquidó sus
propiedades, al menos las de la Guayana, sino que las dejó a cargo de personas
de confianza, con lo que anualmente se garantizaba importantes remesas
monetarias, a la par que seguía manteniendo el título de propiedad. Las que sí
vendió fueron las del valle de Caracas; su suegro, no teniendo ya nada que le
atase a aquellas tierras donde había pasado la mayor parte de su vida, decidió
también volver a Nivaria y pasar allí los años que le restaban. Éste sí que
enajenó su hacienda, asegurándose una vejez holgada en su tierra natal.
Convendría comentar un episodio acaecido en
la Guayana y que marcó mucho a nuestro protagonista. Cuando se encontraba
vadeando a caballo un pequeño arroyo con algunos capataces, fue atacado por un
grupo de caimanes y a punto estuvo de perecer en sus fauces; por fortuna
consiguió salvarse matando a uno de ellos; hizo embalsamar su cuerpo como
recuerdo y éste fue una de las cosas que
portó a su vuelta a las Islas.
En el viaje de regreso a Nivaria se produjo
una tempestad terrible; Icod, hombre poco religioso, que apenas pisaba la
iglesia, temiendo por su hija se encomendó a la Virgen y le ofreció, como
exvoto, el tesoro más preciado que portaba, además de la niña, que era
precisamente el cuerpo de aquel caimán.
El reencuentro entre ambos hermanos se
produjo precisamente en el puerto de Garachico, adonde este había acudido con
toda su familia para recibirlo. Icod, la niña y El Amparo residieron una breve
temporada en casa de su hermano, hasta que por fin se establecieron en el lugar
que habían escogido.
Como no podía ser de otro modo, Icod adquirió
gran cantidad de terreno en la localidad que le había dado nombre, muy próxima
a Garachico, pues reales no le faltaban. Aunque éste era el núcleo económico
indiscutible de la comarca noroeste de Tenerife, merced a su puerto, Icod no le
andaba a la zaga. En efecto, con posterioridad a la conquista, el Adelantado
había establecido en el lugar un ingenio azucarero y dedicado al cultivo de la
caña un amplio territorio. Como en otros lugares de Nivaria, más tarde, el
cultivo de la vid sustituyó a la caña. El denominado “valle Icod”, amplio y
suave talud que desciende suavemente desde los extensos pinares de la cumbre,
hasta la costa, contaba con mejores aptitudes agrícolas que el resto de la
comarca y ello determinó su pujanza económica.
Icod se estableció junto a su hija en el
mismo centro del caserío, entre la antigua ermita de San Marcos Evangelista,
ahora parroquia y un enorme drago. Ese magnífico ejemplar de Dracaena draco, al que se añade el
calificativo de “milenario”, puede que solo tenga 500 o 600 años de vida, pero
desde los tiempos que siguieron a la conquista se convirtió en el símbolo
distintivo de la localidad y fue declarado Monumento Nacional en 1917.
Para
nuestro protagonista, después de la aventura americana, se iniciaba una etapa
de serenidad que siempre había necesitado y que como solían decir quienes le
conocían de niño, centró definitivamente su carácter.
Dada la buena coyuntura, extendió por sus
tierras el cultivo de la vid que ya había dado fama y prosperidad a la
localidad desde tiempo atrás. A partir de entonces y por obra suya, se
consolidó por todos los rincones el calificativo “de los Vinos” que acompañará
para siempre a este rincón de Nivaria, incluso cuando la actividad vitícola sea
solo una sombra de la que llegó a ser. Los caldos, como había ocurrido antes
con el azúcar, se exportaban por el puerto de Garachico (anteriormente Caleta
del Genovés).
Con relación al calificativo “de los Vinos”
que se aplica a Icod, convendría señalar que existe en Nivaria otro Icod, al
que durante mucho tiempo se le denominó “de los Trigos” dado su carácter
cerealista y para diferenciarlo del anterior. Ya hemos hablado de este en un
capítulo anterior, como recordará de lector; se trata de Icod el Alto, cuñado y
eterno enamorado, en secreto, de La Guancha.
A su vuelta de Venezuela se le pasó en más de
una ocasión convertir en puerto la pequeña cala de San Marcos, que desde
tiempos de la conquista era usado
ocasionalmente como fondeadero, dadas sus excelentes condiciones de abrigo.
Dinero no le faltaba para emprender las obras y las posibilidades de recuperar
la inversión eran seguras; sin embargo, todos los ingenieros a los que acudió
para iniciar el proyecto lo desaconsejaron, dada la escasa profundidad de los
fondos. Volvió a retomar la idea tras la destrucción del puerto de Garachico
por el volcán, pero ya era demasiado tarde; el auge del Puerto de La Orotava y
posteriormente el de Añazo, que centralizaba todo el tráfico exterior,
condenaba al proyecto a convertirse en un simple embarcadero de cabotaje, sin
posibilidades de futuro. El lado positivo de todos estos inconvenientes, como
el lector comprenderá, es que Icod pudo conservar la playa que reunía mejores condiciones para
el baño de todo el litoral norte de Nivaria.
Nos queda por el momento un tema pendiente
relativo al viaje de vuelta de nuestro protagonista desde Venezuela. Nos
referimos a la promesa que hizo de entregar su caimán como exvoto si el viaje
tenía un final feliz. A pesar de que cuando se instaló en la localidad, esta
contaba con varios conventos, ermitas y especialmente la parroquia de San
Marcos Evangelista, una de las más antiguas y de mayor importancia de toda la
vertiente septentrional de la isla, Icod escogió la pequeña ermita de Las
Angustias para ofrendar su preciado caimán. El edificio se encontraba a pocos metros
de su residencia y como curiosidad, habría que decir que la imagen de la virgen
es una talla barroca elaborada en
México. Por tanto, los elementos más significativos del edifico, la imagen y el
caimán, tienen un origen americano.
Hablando de edificios religiosos y
curiosidades, convendría mencionar una
muy interesante y que supuso el único
desencuentro serio entre Icod y su “padrino”. Como hemos dicho, la localidad
contaba con varios conventos, entre ellos el franciscano del Espíritu Santo.
Pues bien, en el patio conventual se encontraba desde tiempo atrás y junto a
una fuente, una escultura del dios
Neptuno; su desnudo, aunque evidente, se disimula con una corta túnica. Resulta
que en una de las visitas de El Tanque a su “ahijado” pasó por el convento y
quedó estupefacto ante aquel espectáculo.
El Tanque, como sabemos, fue una persona de
mente abierta en su juventud, no hay
sino que pensar en las consecuencias que tuvo para él tal “apertura”. Sin
embargo, con los años, se había vuelto bastante tradicional, algo fácil de
entender en el ambiente en que se desarrollaba su vida. No dijo nada a los
frailes, sino que formuló su reclamación a su ahijado: ¡cómo era posible que la
imagen de un dios pagano presidiera el claustro de un convento!
Icod, que ni siquiera se había percatado de
su existencia, recabó información y según parece, la escultura fue un regalo al
convento en compensación por el socorro que los frailes habían prestado a un
navegante italiano, cuya nave había embarrancado en la playa de San
Marcos. Fuese o no cierta la historia,
para los frailes la figura fue siempre vista como un exvoto más, aunque de
cierto valor artístico, sin entrar en otro tipo de consideraciones. Después de
cierto tiempo de desencuentro, Icod logró convencer a su “padrino” que aquella
escultura tenía el mismo significado que su caimán, es decir, una muestra de
agradecimiento a Dios y a la Iglesia. Por ese motivo y aclarada la cuestión,
pasados los siglos “el Neptuno” continúa presidiendo el claustro del otrora convento.
Hemos centrado los últimos párrafos en Icod, pero corresponde ahora dedicar unas
líneas a su suegro, El Amparo. Aunque en un primer momento estaba previsto que
residiese con su yerno y su nieta, al
final decidió establecerse a cierta distancia de la localidad, en el espacio
comprendido entre Lomo Blanco y la ladera de Cerrogordo. Allí compró tierras y se dedicó a organizar
su explotación, más por entretenimiento que por necesidad. Para ello contó con
la ayuda de diferentes medianeras oriundas de la comarca: La Vega, y sus hijas
Las Canalitas, Santa Bárbara y la Fuente de la Vega.
Pasaba gran parte de su tiempo paseando por
aquellos lugares y visitando a las medianeras, a las que consideraba casi como
familiares. En una de estas visitas llegó a sus oídos la existencia de una
cueva, que por lo que se contaba, llegaba casi hasta el mar. En realidad todos
hablaban de oídas, porque nadie sabía con exactitud donde se encontraba su
entrada. A El Amparo le picó la curiosidad y llegaron a su mente los recuerdos
de Venezuela. Resulta que cuando residía
en aquellas tierras, se presentó en su
casa un extranjero portando cartas de recomendación de amigos y familiares de
Taoro. Se trataba de un naturalista alemán, apellidado Humboldt, que unos meses
atrás había pasado unos días en Nivaria. Tuvo la suerte de acompañarlo en
alguna de sus expediciones por la región y estuvo presente en el descubrimiento
de la denominada “Cueva del Guácharo”, de casi diez kilómetros de longitud.
El Amparo había quedado tan impresionado por
aquel descubrimiento, especialmente por la majestuosidad de su entrada, que
enseguida reclutó a un grupo de campesinos para que se encargasen de encontrar
la entrada de aquella misteriosa cueva. Las exploraciones dieron buenos resultados
en poco tiempo y al final se encontró lo que parecía ser la entrada o una de
las entradas de la misma. Podrá entender el lector la decepción de El Amparo, que
esperaba una abertura enorme de algunas decenas de metros y se encontró con una
pequeña grieta. Desconocía aquel que se trataba de terrenos geológicos
completamente diferentes y lo que acababa de encontrar era un tubo volcánico.
Además, apenas pudo adentrarse en él un centenar de menos y enseguida perdió el
interés. Mandó a clausurar la boca de entrada y gracias a esta medida se
mantuvo durante mucho tiempo en perfectas condiciones. La denominada Cueva del
Viento es uno de los tubos volcánicos de mayor longitud del planeta, con unos
17 km. y según parece el de mayor complejidad, por la existencia de varios
niveles y pasadizos.
Cuando Icod tuvo conocimiento del chasco que
se había llevado su suegro con el asunto de la gruta y conocedor de la
existencia de otra, en las proximidades de la playa de San Marcos, decidió
darle una sorpresa y realizar una visita a la misma. Los habitantes de los
alrededores la denominaban “Cueva de los guanches” dado que en su interior se
habían encontrado restos de enterramientos aborígenes. Poseía dos bocas de
entrada a distintos niveles y separadas por unos 200 m. de distancia.
Icod organizó la primera visita registrada
que se conoce de la cueva, que como el lector imaginará se trata de un tubo
volcánico, aunque mucho más accesible que el citado anteriormente. En ésta
participaron además de Icod y su suegro, tres personajes bastante conocidos en
la sociedad tinerfeña de la época y muy interesados en el tema: José de
Bethencourt de Castro y Molina, José de
Monteverde y Molina y Cristóbal Afonso. Su intención era recorrer el interior
de la cueva y llegar hasta el Teide, propósito que lógicamente no alcanzaron,
pero El Amparo pudo satisfacer su curiosidad al recorrer un buen tramo de la
misma. Este tubo volcánico en la actualidad se conoce como “Cueva de San
Marcos” y posee un enorme interés espeleológico.
Como el lector habrá intuido, El Amparo era
una persona que a pesar de su edad mantenía una gran curiosidad e interés por
todo lo que le rodeaba y dado que disponía de recursos suficientes, y sobre
todo de mucho tiempo libre, apoyó decididamente las tradiciones y fiestas que
celebraban sus convecinos, entre ellas podemos citar “Los hachitos” y la
“Romería del poleo”.
La celebración de “Los hachitos” parece ser
que se remonta a la época aborigen y se
relaciona con el solsticio de verano. Los guanches usaban hachos o antorchas de
tea para alumbrarse por la noche. Los “hachos” de El Amparo son una especie de
candelabros de madera de gran tamaño, adornados con ramas, flores y cintas.
Durante la noche se encienden y se lleva a cabo una especie de desfile desde La
Vega hasta El Amparo, acompañado con música de tajaraste. También se colocan
hachitos en las lomas e incluso otros se lanzan montaña abajo simulando el
descenso de la lava.
La Romería del poleo se desarrolla en agosto,
cuando cientos de romeros acuden al monte para recolectar ramas de poleo,
mientras bailan y cantan al son de la “Orquesta del poleo”. Con estas ramas se
engalanarán las calles de la localidad durante las fiestas.
Su yerno también promovió algunos festejos
entre sus convecinos, entre los que destaca especialmente el conocido como “Las
tablas de San Andrés”, en el que los lugareños se lanzan en unas tablas por las calles más empinadas
alcanzando gran velocidad. Dada la orientación vitícola que siempre tuvo la
localidad, que quedó plasmada en su denominación, esta celebración coincide con
el estreno del vino nuevo. Aunque se celebra en otros lugares de la comarca,
aquí alcanzan mayor renombre; según parece, a pesar de su denominación no es
una fiesta religiosa, sino que estaría relacionada con el traslado de la madera
desde los montes hasta la costa, para la confección y mantenimiento de
barricas, barcas, etc.
A pesar de que en su juventud Icod se
comportaba como un auténtico “tarambana”, no es menos cierto que tras su
experiencia venezolana, especialmente marcada por su paternidad, se transformó
en una persona sensata y responsable. De otra manera, sería impensable que
hubiese alcanzado el prestigio y preeminencia que gozó en la comarca y en toda
Nivaria. De su vida privada poco se sabe, aunque parece ser que fue bastante
tranquila. Durante la niñez de La Guancha se dedicó por completo a su hija,
aunque con la ayuda de su suegro y de una vecina de la zona en la que depositó
toda su confianza para el cuidado de la niña. Se trataba de la joven viuda de
un pescador, Las Cañas, que tenía un hijo pequeño, casi de la misma edad de La
Guancha, llamado San Marcos.
Durante los primeros años de la niña, Las
Cañas y su hijo residieron en la hacienda de Icod, y este hecho dio lugar a
ciertos comentarios, pero la realidad es que se trató de simples habladurías.
Los niños crecieron juntos, casi como hermanos, compartiendo juegos y
confidencias. Cuando La Guancha se trasladaba por algún motivo a casa de su tío
Garachico o del “padrino” de su progenitor, El Tanque, siempre la acompañaba.
La chica realizó sus estudios elementales en
casa, a cargo de una profesora lagunera que su padre había contratado y
compartió clases con San Marcos. Cuando inició el bachillerato se trasladó a la
Villa, donde residió interna durante algunos años en el colegio de religiosas
que allí existía. En ese centro coincidió, aunque en cursos diferentes, con
muchos personajes femeninos que hemos conocido en capítulos anteriores y
también con sus primas La Caleta y Las Cruces.
Durante las vacaciones y muchos fines de
semana regresaba al hogar familiar, pero ante la ausencia de su padre, dedicado
a sus menesteres, se trasladaba bien a casa de sus primas, en Garachico, o a la
de Las Cañas, a la que consideraba como una madre. Precisamente esta situación
generó bastantes quebraderos de cabeza a Icod. La antes niña se había
convertido ya en una bella muchacha a la que rodeaban continuamente infinidad
de pretendientes, pero ella no les hacía ni caso, mientras pasaba “demasiado”
tiempo, según su padre, con San Marcos.
Para La Guancha era como un hermano y le
encantaba pasar el tiempo ayudándolo con las redes o pintando su barca. Éste
había optado por dedicarse a la actividad de su padre, a pesar de que Las Cañas
siempre se había mostrado contraria; ya había perdido un marido en aquel mar
endemoniado y no quería perder a su hijo. Pero como suele decirse, la genética
es la genética. Icod llegó a pensar en proponerle un traslado a sus tierras
venezolanas, para labrarse un futuro mejor, ya que temía que aquella relación
“fraternal” desembocase en otra muy diferente, y él tenía otras expectativas
para su unigénita. Por suerte o por desgracia, desconocía que en realidad no
tenía nada que temer, como muy pronto tendremos ocasión de comprobar.
San Marcos tenía una barca en la playa de su
nombre con la que salía a faenar cuando el tiempo y el mar lo permitían, con
eso se ganaba la vida y la de su madre,
ya que esta se encargaba de vender el pescado en Icod y otros caseríos vecinos.
El Guincho, primo de su “media” hermana, también tenía un par de barcas en
aquella playa, con lo que poco a poco establecieron una buena amistad, al
tiempo que se estableció entre ambos cierto compromiso laboral. Lo que todos
ignoraban es que aquella relación amistoso-laboral con el tiempo desembocó en
algo diferente, que dada la mentalidad de la época se mantuvo en el más
absoluto de los silencios. Únicamente Las Cañas y la familia del Guincho, con
el tiempo, tuvieron conocimiento de la situación y pese a sus opiniones, dada
la discreción de los amigos, no pusieron objeción alguna. La Guancha nunca
conoció la realidad de esta relación tan “estrecha” dado que como ya comentamos
en otro capítulo, muy joven aún se casó con San Juan de la Rambla y se trasladó
a su nueva residencia.
Convendría abordar ahora una cuestión que
durante mucho tiempo afectó a las relaciones familiares y de vecindad entre
ambos hermanos; posiblemente el término “afectó” resulta algo suave, porque
para muchos, con seguridad debería haber usado
la palabra “envenenó”. Del mismo modo,
estrechamente relacionado con la misma estaría la terrible calamidad que
aquejó a la comarca a comienzos del siglo XVIII.
Como ya hemos visto, a medida que se acentuaba el desarrollo agrícola
de Icod, Garachico iba experimentando una pérdida cada vez más acusada de su
pujanza económica. La actividad portuaria llevaba tiempo en franca decadencia
debido al ascenso de otras localidades, como el Puerto de la Cruz y
posteriormente Santa Cruz. La erupción de 1706, que como veremos provocó
infinidad de estragos, además cegó el puerto, que era la razón de ser de la
localidad, prácticamente desde su nacimiento.
La actividad volcánica se localizó en las
proximidades de Montaña Bermeja, a unos
1.300 m. de altitud. Debido a la extraordinaria pendiente, las coladas arrasaron
todo a su paso, llegando al mar el mismo día. Las lavas destruyeron
parcialmente la localidad (conventos, casas, calles, plazas) y uno de los
puertos naturales más importantes de la isla. El Tanque, San Pedro de Daute y
el resto de los miembros de la familia también sufrieron la pérdida de
importantes áreas de cultivo.
Esta calamidad fue el punto y final de la
preeminencia de Garachico en la comarca. Todos sus familiares prestaron ayuda en
los primeros momentos, tanto a él como a sus hijos, no solo Icod, sino también San Pedro de Daute, Buenavista,
incluso su “padrino” El Tanque. Ante tal desgracia, Garachico llegó a pensar
que no levantaría jamás cabeza y se vería abocado, como otras tantas veces
había ocurrido en Nivaria, a la válvula de escape de la emigración a las
colonias. Sin embargo, su amor propio se lo impidió, se sobrepuso e inició un
lento proceso reconstructivo que apenas palió aquel desastre.
A sus hijos, por el contrario, no les quedó
otro remedio, ya que sus tierras se vieron muy castigadas por la erupción y el
futuro, al menos inmediato, se presentaba muy negro para la comarca. Hay que
decir que recibieron todo el apoyo de su tío Icod y no tuvieron que lanzarse a
la aventura americana a ciegas. Aquel les ofreció amplias parcelas en la
hacienda que poseía en la Guayana venezolana; allí, con mucho empeño y esfuerzo,
lograron recuperarse después de algunas décadas y regresar a Daute como solía
decirse, con la vida resuelta. Únicamente los chicos (Genovés, San Juan del
Reparo y El Guincho) marcharon a ultramar, mientras que las muchachas aún
solteras y como decía su madre, “casaderas”,
permanecieron en Daute.
Como es natural, Icod ofreció su ayuda,
presuntamente desinteresada, también a su hermano, pero éste no la aceptó.
Desde hacía algún tiempo existía una cierta tirantez entre ambos motivada por
la idea de la “capitalidad” de los antiguos menceyatos de Icod y Daute. Hasta
el momento Garachico había mantenido, aunque no oficialmente, dicho título; no
obstante, éste se veía cada vez más amenazado por el auge creciente de Icod en
todos los órdenes, aunque su hermano aún disponía del puerto. No soportaba la
arrogancia de Icod, esa que da el poder del dinero, especialmente si ha sido
amasado en poco tiempo. Lo consideraba más que un indiano, un “nuevo rico”,
casi un patán. Él poseía ya el mayorazgo de Daute, pero este título, sin un
respaldo económico sólido, era algo sin valor real, simplemente prestigio sin
dinero.
Tras aquella calamidad, dejando pasar un
tiempo prudencial, Icod consideró que había llegado el momento de litigar, si
fuese necesario, para conseguir la añorada capitalidad, eso sí, de un modo
oficial. Y comenzaron los desencuentros, ahora a cara descubierta, entre ambas
localidades, perdón, quise decir hermanos. Estuvieron pleiteando durante
décadas, y desde el primer momento se
vislumbraba que Garachico llevaba las de perder, ya que no conseguía levantar
cabeza, sin el valor que le proporcionaba el arruinado puerto. La creación de
los ayuntamientos constitucionales, a comienzos del XIX, acentuó aún más las
rivalidades. La capitalidad “oficial” correspondería a la sede del partido
judicial: en 1813 se estableció en Icod; siete años más tarde se trasladó a
Garachico, pero ya en 1833 se fijó de nuevo, aunque ya de manera definitiva, en
Icod.
Ligado al establecimiento del partido
judicial (que abarcaba aproximadamente los territorios de los antiguos
menceyatos de Icod y Daute) y con ello a la “oficiosa” capitalidad comarcal,
estaría la cuestión de los títulos que ostentaban ambas localidades. Incluso en
ésta, podríamos decir que Garachico tuvo mala suerte, aunque más exactamente
podríamos hablar de dejadez administrativa. La categoría de villa le fue concedida a Garachico en 1828, pero
según parece no se abonaron los derechos correspondientes y quedó en suspenso
durante casi un siglo, hasta que fue refrendada en 1916. Curiosamente, como
dice el refrán, “a perro flaco, todo son pulgas”, una vez establecido el
ayuntamiento de Garachico, los vecinos de San Pedro de Daute, que formaban
parte de aquél, elevaron peticiones a la Diputación provincial en 1823 para que
se les concediera el derecho a elegir Ayuntamiento; sin embargo, esta petición
fue desestimada.
El
lugar de Icod, sin embargo, disfrutó ya de los privilegios anejos al villazgo
desde 1867. La importancia de la localidad como capital comarcal, que
ostentaba desde hacía casi un siglo, se
vio ratificada con la concesión del título de ciudad, otorgado en 1919.
Hace ya mucho tiempo que las aguas volvieron
a su cauce y la vida de todos estos personajes se desarrolla como una familia
bien avenida, que es lo que son en realidad, especialmente desde que cada uno
de ellos asumió el lugar que ocupa y le corresponde.
Garachico, después de más de tres siglos
reclamando la construcción de un nuevo puerto, al fin consiguió su objetivo. No
tiene nada que ver con la antigua “Caleta del Genovés” por lo que no ha
conseguido devolverle el esplendor de antaño, pero a partir de su creación, la localidad,
perdón, nuestro protagonista, puede ostentar con orgullo su denominación de
“Villa y puerto de Garachico”.
José Solórzano Sánchez ©
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