martes, 1 de diciembre de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 18 . EL TANQUE, ICOD DE LOS VINOS Y GARACHICO, UNA "FAMILIA" MUY PECULIAR.

       


El capítulo que iniciamos con estas líneas estará dedicado a algunos miembros de la familia de los Daute, que como el lector seguramente conocerá, siempre ha sido la de mayor relevancia de todas las que  se asientan en el sector noroccidental de Nivaria.

Nuestros protagonistas desarrollan su existencia en las tierras de los antiguos menceyatos de Daute e Icod; precisamente en otro capítulo  precedente  hemos hecho referencia, aunque someramente,  a alguno de sus parientes, como cuando abordamos la biografía de Guía de Isora y Santiago del Teide.

Lo cierto es que los orígenes de la familia Daute son un poco oscuros, en buena medida porque ellos mismos se encargaron,  durante bastante tiempo,  de mantenerlos en este estado. Es sabido que una rama de sus antepasados procedía de los conquistadores castellanos, pero otra, la femenina,  parece ser que pertenecía a la familia de Romen, último mencey de Daute,  que junto a otros notables  se había rendido a los castellanos en el acto de sumisión conocido como Paz de Los Realejos. Se cuenta que sus descendientes  se avergonzaban de  la sangre aborigen que corría por sus venas y que en cierto modo, en aquellos tiempos donde “la limpieza de sangre” tenía tanto valor, los minusvaloraba en relación a otras familias aristocráticas de Achinech.

Centraremos el inicio de nuestro relato en dos hermanos de dicha familia, el primogénito, San Pedro de Daute, que heredó el Mayorazgo  y el menor, El Tanque, que como segundón de familia aristocrática desde pequeño estuvo destinado a la vida religiosa.

San Pedro de Daute residía en la hacienda familiar, en un altozano que dominaba la “Caleta del Genovés” y que desde el comienzo de la colonización se había convertido, por sus extraordinarias ventajas, en el embarcadero de toda la comarca. Desde su residencia administraba tierras y aguas que su familia había recibido tiempo atrás de don Alonso y que cubrían buena parte de la Isla Baja, el macizo de Teno e incluso algunos sectores del valle de Santiago.

    Parece ser que en el momento que iniciamos este capítulo las cosas no iban demasiado bien. Los ingenios que se habían establecido tiempo atrás ya no rendían lo suficiente ante la competencia de los azúcares antillanos y brasileños, y la economía familiar se resentía. En estos momentos todas sus esperanzas estaban puestas en la sustitución de los cañaverales por las viñas, dada la creciente demanda de caldos, tanto en las colonias como en el norte de Europa.

San Pedro, a pesar de ser la persona de mayor relevancia social en aquella parte de Nivaria, por el simple hecho de ostentar el Mayorazgo de los Daute, en el fondo era un pusilánime a quien el título le venía grande. Poseía un carácter apocado desde muy niño, todo lo contrario que su hermano menor. Sus padres y el resto de la familia eran conscientes de esta situación y estaban convencidos de que El Tanque, por sus capacidades y aptitudes, podría ocupar con mayor solvencia el lugar que tenía destinado su hermano; sin embargo, en aquellos tiempos las normas sociales eran muy estrictas y nadie ponía en cuestión el “derecho de primogenitura”.

Lo paradójico de la situación es que lo que realmente le atraía era  la vida religiosa, a diferencia de su hermano, que tuvo que tomar los hábitos “a cachetones”, hablando metafóricamente. La hacienda de los Daute se había construido justo al lado de la primitiva ermita de la comarca, que  ya en 1515 se había convertido en parroquia; inicialmente su jurisdicción (o beneficio) abarcaba  lo que había sido el menceyato de Daute y parte del actual término de Garachico, extendiéndose además por la vertiente sur de la isla, por tierras de Adeje y Abona.

Como cabeza de la casa de Daute ejercía además el patronazgo de la parroquia. San Pedro estuvo siempre más inclinado a las lecturas religiosas y actividades relacionadas con el beneficio que a la gestión de su hacienda; eran una serie de administradores de su total confianza los encargados de tal labor. Consideraba totalmente “prosaicas” y de poco interés las cuestiones económicas y desviaba gran cantidad de fondos para el mantenimiento del beneficio. Así destinó una elevada suma a la creación de un convento dominico, junto a la iglesia,  que tuvo una vida muy corta, pues años más tarde se trasladó a la zona costera cerca del puerto, pero este es un tema que abordaremos más adelante.

Dado que transcurrían los años y nuestro protagonista no daba paso alguno a fin de tener un heredero a quien transmitir el Mayorazgo, sus familiares más directos tomaron cartas en el asunto. Sin informarle previamente concertaron un matrimonio, por qué no decirlo, de conveniencia, con una joven de la buena sociedad de Aguere.

San Pedro no pudo objeciones  porque dado su carácter, le venía muy bien que le presentasen todo hecho. A decir verdad, era una excelente persona, pero no el tipo de esposo que esperaba la joven. Las malas lenguas dicen que costó mucho convencerla para que no huyera despavorida, cuando tras la boda, entrados ya en confianza, lo vio por primera vez paseando por las estancias privadas con un hábito dominico. La servidumbre estaba acostumbrada a estas situaciones, pero para la recién casada fue un duro golpe.

No obstante, era un joven bienintencionado en grado extremo y a la chica le costó muy poco acostumbrarse a su compañía, que era lo mínimo que se le pedía. Parece ser que con el transcurso de los años ambos forjaron una relación muy estrecha, no sabemos de qué tipo exactamente, pero que duró hasta el final de sus días. De esa unión nació poco después una niña, Buenavista, a la que ya hemos aludido y sobre la que volveremos en el próximo capítulo de nuestro relato.

El problema radica en que su único descendiente era una mujer y no podía sucederle en el Mayorazgo. Como pasaban los años y el ansiado “heredero” no llegaba, San Pedro, con el apoyo del resto de la familia, decidió adoptar legalmente a uno de sus sobrinos ilegítimos, como ya veremos. La ausencia de un padre “legal” facilitó mucho la adopción, por lo que nadie tuvo que renunciar a nada, mientras que el “título” se mantenía dentro de la familia.



De Buenavista, como hemos señalado, hablaremos más adelante largo y tendido. Cabría únicamente señalar que fue una niña muy especial y que contrajo matrimonio a muy temprana edad. Junto a su esposo se estableció al extremo más occidental de la Isla Baja, muy cerca de la montaña de Taco y en el camino que se dirigía a la punta de Teno.

El benjamín de los hermanos Daute, como ya dijimos, poseía un carácter completamente diferente al de su hermano. Desde muy pequeño destacaba por su vivacidad, simpatía y una fina inteligencia. En cualquier aspecto que se comparasen, y a pesar de ser menor, siempre hacía sombra a su hermano. A aquél tampoco le importaba demasiado, no quería llamar la atención y mientras ésta se desviase hacia El Tanque, ya estaba tranquilo.

Era evidente que hubiera desempeñado la jefatura del Mayorazgo de una manera brillante, pero la primogenitura es la primogenitura. Así que desde muy niño, como ya dijimos, se le orientó hacia la carrera religiosa. Dadas sus capacidades y la familia a la que pertenecía, era evidente que no estaba destinado a convertirse en un  simple párroco o como mucho abad de cualquier convento de Nivaria. Los hijos de familias poderosas que se orientaban por la  religión (en la mayor parte de los casos, a la fuerza) acababan formando parte de las élites eclesiásticas de la isla, e incluso podían dar el salto a la Península o las colonias.

Desde pequeño se trasladó a Aguere, donde permaneció interno en el seminario durante varios años. Allí destacó si no por su vocación, al menos por su personalidad arrolladora y por una inteligencia fuera de lo normal. Su facilidad para el estudio y el debate despertaba expectación. Allí coincidió con Arico con quien hizo muy buenas migas, ya que  ambos tenían un carácter muy parecido y la misma ausencia de vocación. Sin embargo existía alguna diferencia entre ambos,  tanto desde el punto de vista intelectual, como en su modo de comportarse.

En el seminario, El Tanque era una figura  brillante que ensombrecía a cualquiera de sus condiscípulos. Arico, en cambio,  por aquellos años no era precisamente una “lumbrera” y destacaba únicamente por ser hijo de “la ilustre dama”; como ya sabemos, aquella se había empeñado en que el muchacho siguiera la carrera eclesiástica más que por el interés del muchacho, como medio para aumentar su prestigio personal, entiéndase, el de su progenitora.

Por otra parte, Arico no tenía vocación alguna; le interesaba especialmente la  fiesta y el “parrandeo” y no lo ocultaba. Su juventud le hacía sentirse  en una posición muy cómoda, como único hijo varón y “ojito derecho” de la localidad, perdón quise decir la dama, de más prestigio en Nivaria. Por el contrario, El Tanque, persona reflexiva donde las haya, se había propuesto la carrera eclesiástica simplemente como un modo de vida y cuanto más alto llegase, mejor sería esta; por lo tanto, no podía permitirse desliz alguno, así que siempre procuraba mantener las formas.

Eran frecuentes las visitas a casa de su amigo Arico, en la mayor parte de las ocasiones para ayudarle con sus tareas y de paso aprovechar alguna de aquellas afamadas meriendas, que siempre acababan en tertulia. En estas reuniones La Laguna comenzó a darse cuenta lo mal que le caía aquel chico, que enseguida se convertía en el foco de atención, mientras que su hijo pasaba desapercibido. Dicen que las comparaciones son odiosas, y en este caso, desencadenaron un odio irracional.

La Laguna no perdía ocasión en demostrarle al muchacho lo poco que lo soportaba y éste, que lo notaba, procuraba no darse por enterado. En su afán de humillarlo, las alusiones al origen de su familia eran frecuentes y directas, especialmente cuando había público, pero el chico mantenía las formas mientras que el resto de los presentes soportaba como podía aquella incómoda situación, hasta que un día su paciencia llegó al límite y estalló.

En efecto, una tarde, al final de un debate sobre la conquista de la isla, donde El Tanque como siempre, había mostrado sus amplios conocimientos  acerca de la historia de Nivaria, se produjo el desastre. La “ilustre dama” le preguntó por enésima vez por el origen de sus antepasadas, y este le respondió que el mismo que su señora madre, Aguere, con la diferencia que la suya era hija del mencey Romen, mientras que de Aguere no se sabe a ciencia cierta si estaba emparentada con la aristocracia aborigen.

La Laguna enmudeció, jamás nadie se había atrevido a atacarla tan directamente. Inmediatamente se dio cuenta que el muchacho podía tener razón; siempre se había hablado del origen “noble” de su madre, pero el asunto no estaba muy claro. Enseguida comprendió que sus ataques se habían vuelto contra ella, y además con público. Soberbia y orgullosa era, pero también diplomática, o mejor dicho hipócrita. Así que respondió simplemente con una sonrisa y continuó la conversación como si nada hubiera pasado, mientras que todos los presentes sabían que por dentro se la llevaban los demonios.




A partir de aquel día cesaron las visitas de El Tanque a casa de su amigo y en cierto modo su amistad, porque la Laguna le prohibió terminantemente  que se acercase al chico de los Daute. A partir de ese momento la vida de ambos siguió caminos diferentes: Arico dejó el seminario y se trasladó a Cádiz a estudiar Medicina, mientras que El Tanque inició sus estudios de Teología y Derecho Canónico en la universidad que los agustinos habían creado recientemente en Aguere.

El paso de El Tanque por la universidad fue muy fructífero y con resultados brillantísimos. Gozaba de una elocuencia fuera de lo habitual, por lo que muy pronto sus sermones comenzaron a alcanzar gran fama y participaba en todo tipo de actos organizado por el obispado. Continuó en la universidad, ahora como profesor, actividad que simultaneaba con actividades en el obispado, convirtiéndose en la mano derecha del por aquel entonces prelado. Este le encomendaba todo tipo de tareas a lo largo y ancho de la diócesis nivariense. El Tanque era  consciente de su valía y solo esperaba el momento para dar el salto a empresas de mayor envergadura, quizás el obispado, un cargo de prestigio en la Corte o bien en las colonias.

Su fama era directamente proporcional al rencor que sentía por él la “ilustre dama” que jamás le había perdonado lo que ella consideraba un insulto como nunca antes había sufrido. El Tanque, como sabemos, poseía una mente muy lúcida y era consciente que los triunfos despertaban envidias y rencores, especialmente en el ámbito eclesiástico. Así, para contrarrestar esta imagen y dar muestras de humildad, se retiraba temporalmente a Taganana donde realizaba actividades de simple párroco.

Esta pequeña localidad era por aquellos años uno los caseríos más aislados de Nivaria, a pesar de su escasa distancia a Aguere. El camino de Las Vueltas  en invierno era casi impracticable y para todos, sus estancias en aquel lugar eran consideradas un verdadero “autocastigo” que engrandecía aún más su personalidad.  La parroquia  de Las Nieves era de las más antiguas de la isla, de comienzos del siglo XVI, pero la feligresía, pobre y escasa. Para El Tanque, consciente de lo que era y representaba, era un trago amargo, pero necesario, así que se lo tomaba como los ”purgantes” que le administraban las criadas cuando niño, simplemente tapándose la nariz y tragando.

Como es conocido, habitualmente alguna mujer de la familia acompañaba a los párrocos en sus destinos para atenderlos en lo necesario: su madre, una hermana o sobrina soltera, etc. y cuando esto no era posible, alguna mujer de cierta edad, especialmente viuda. Esta costumbre tenía su razón de ser, ya que se evitaban habladurías y sobre todo tentaciones. Sin embargo, en este caso y no sabemos por qué motivo, no se cumplió la norma. En sus estancias intermitentes en aquel pago se encargaba de atenderlo una joven y aparentemente no hubo problema alguno.

Pero El Tanque, además de sacerdote (a la fuerza) era un hombre y joven, por lo que ocurrió lo que tenía que ocurrir. La chica quedó embarazada en dos ocasiones y nacieron dos niños, a los que su propio padre bautizó, precisamente con los nombres de dos localidades próximas a la de su nacimiento: Garachico e Icod. Estas situaciones eran frecuentes y se resolvían con un traslado inmediato del párroco o de la implicada a otro lugar, lo suficientemente alejado como para que no se repitiese el caso y en poco tiempo cesaban las habladurías. Además, nunca se esperaba al nacimiento de la criatura para poner tierra por medio, sino que la medida se tomaba ante los primeros indicios del embarazo.

El Tanque pecó, además de lujuria, como diría cualquier hijo de vecino, de exceso de confianza. En aquel paraje aislado se sentía a salvo de habladurías que pudieran afectarle. Pero no contaba con que La Laguna, que como sabemos se la tenía jurada desde tiempo atrás, tenía ojos y oídos en todas partes. Su tía Taganana había residido toda su vida en aquellos parajes de Anaga y en vista de los problemas que había tenido con ella, en un intento de congraciarse le contó las aventuras de aquel joven párroco, como simple chismorreo; por desgracia para El Tanque, la anciana no imaginaba la trascendencia que tales comentarios iban a tener para su futuro.

En cuanto aquel regresó a Aguere, sin imaginar siquiera lo que le esperaba, se presentó en su despacho del obispado la “ilustre dama”, tan sonriente que por un momento llegó a pensar que le había perdonado el desplante de tiempo atrás y venía a pedirle algún favor, como tantas otras damas de la ciudad. No sabemos con exactitud el contenido de aquella conversación, aunque conociendo a La Laguna nos lo podemos imaginar. Según parece amenazó al joven con montar el mayor escándalo que se había conocido en Nivaria y que salpicaría no solo a sus familiares, sino también a todos los que con él tenían trato: amistades, profesores y alumnos de la universidad, miembros del obispado, etc. Le exigió que desapareciese de Aguere lo antes posible sin dejar el menor rastro y que abandonase cualquier idea de ocupar algún cargo de relevancia, pues aunque fuera lejos de la isla, se arrepentiría.

El Tanque comprendió que su vida, tal como la concebía,  sus prebendas, la admiración de quienes le rodeaban, sus expectativas de un futuro casi “triunfal”, etc., aun plegándose a las amenazas de su ”enemiga”, había acabado. Como hombre reflexivo que era, más que un castigo divino, comprendió que se trataba de una “cura de humildad” para aquel orgullo y soberbia desmedidos que le hacían sentir casi intocable.

Días después, abandonó Aguere y todo lo que con ella le unía: la universidad y el obispado, y se trasladó a Daute, excusándose con un problema de crisis vocacional y la necesidad de un retiro espiritual. Consiguió de su hermano la creación de una parroquia dedicada a San Antonio de Padua, en un pequeño caserío situado en los altos de la “Caleta del Genovés”, denominado Tanque Bajo y allí se estableció como simple párroco.

El Tanque se impuso como “autocastigo” dejar atrás toda su vida pasada, lo que incluía sus libros, sus escritos, sus amistades, y como no, sus proyectos. Desde entonces su principal objetivo ha sido pasar desapercibido y hacerse notar lo menos posible; la discreción ha sido su norma de vida desde entonces; esto explica que durante siglos haya sido posiblemente el municipio, mejor dicho el personaje,  menos conocido de Nivaria.




Pero consideraba que aún le quedaba algo por hacer para completar su penitencia, y era precisamente despejar el futuro de los inocentes que se habían visto involucrados en toda aquella historia, motivada, con seguridad, por su soberbia. A la madre de sus hijos le consiguió, por medio de sus contactos, un puesto como “dama de compañía” de la viuda de un mercader  inglés de Añazo; consideraba que no era justo que la muchacha, después del daño experimentado y de desprenderse de sus hijos sin la menor exigencia, acabase como la mayoría de las jóvenes campesinas que se trasladaban a las localidades más importantes de Nivaria, es decir, como  simples sirvientas.

A los niños los llevó a vivir al Tanque Bajo, al cuidado de una familia sin hijos que residía cerca de la casa parroquial. Se justificó comentando que sus padres habían fallecido en la última de las epidemias que solían asolar intermitentemente la isla, explicación bastante creíble,  y que como los había apadrinado en el momento de su bautizo se había propuesto hacerse cargo de ellos; en efecto, para Icod y Garachico, El Tanque fue siempre su padrino.

Los chicos se criaron en un ambiente sano y relajado observando  desde los altos de La Culata el océano por donde entraban a la “Caleta del Genovés” las naves cargadas de mercancías y partían con las bodegas llenas de barricas de vino. Como otros muchachos de cierta posición en Daute realizaron sus estudios secundarios en el colegio religioso de la Villa, pero ninguno quiso continuar su formación en la universidad, por lo que desde muy jóvenes no les quedó otro remedio que empezar a lo que suele denominarse “buscarse la vida”.

No obstante, primero tocaba realizar la instrucción militar, que era obligatoria, aunque por una cantidad no excesiva podían haberse librado de ella. Pero  El Tanque, que había aprendido la lección, consideró que era más adecuado que los chicos se enfrentasen a todos los inconvenientes de la vida para forjar su carácter. Con todo, a través de su hermano movió los hilos necesarios para que esta se llevase a cabo en el Castillo de San Cristóbal de Añazo, la principal fortaleza de la isla.

La estancia en aquella pequeña ciudad portuaria fue muy diferente para ambos hermanos. Icod era poco disciplinado, tenía un carácter indómito, acostumbrado a correr libre por aquellas peñas y pinares, poco apropiado para la disciplina militar. Garachico, por el contrario, como su padre, perdón, quería decir su padrino, era muy reflexivo y estaba dotado de una fina inteligencia, lo que le permitió adaptarse sin problemas a situación; digamos claramente que estaba movido por los mismos principios de El Tanque,en su juventud: “el fin justifica los medios”.

Ambos regresaron a Daute con experiencias muy diferentes: Icod  consideró su regreso a casa una salvación, Garachico, por el contrario, volvió con  muchas ideas bullendo en su cabeza; éstas giraban en torno  a los trabajos portuarios y a la actividad de las milicias que había conocido de primera mano.

Garachico se asentó en el caserío que se estaba formando en el entorno de la “Caleta del Genovés”. Parece ser que  casi inmediatamente después de la conquista, cuando se instalaron los primeros colonizadores en Daute, se había convertido en el embarcadero y posteriormente, en el puerto de toda la comarca.

No hay que olvidar que se considera fundador del lugar al mercader genovés Cristóbal de Ponte, que obtuvo del Adelantado tierras y aguas en el antiguo menceyato de Daute, hacia 1496. Junto a este también recibieron tierras otros comerciantes italianos como Mateo Viña y Agustín Italiano o de Interián. Todos ellos entraron muy pronto en el negocio del azúcar,  que unas décadas más tarde fracasó, como en otros lugares de Nivaria, ante la competencia de los azúcares antillanos y brasileños. A partir de entonces, los cañaverales fueron sustituidos por los viñedos y se inició la exportación de caldos isleños a las colonias y al norte de Europa.

Esta actividad mercantil determinó que la “Caleta del Genovés”,  que posiblemente aludía al mercader Ponte, se convirtiese durante más de un siglo en el principal puerto de Nivaria. Paralelamente, el caserío fue creciendo en torno al puerto y a la iglesia de Santa Ana, mientras San Pedro de Daute languidecía. Aunque sus fundadores tuvieran origen italiano, el grueso del poblamiento, sobre todo en sus inicios, procedía de Portugal. En poco tiempo la localidad alcanzó la preeminencia económica y demográfica del noroeste insular, la cual mantuvo casi hasta la erupción de 1703.

Convendría hacer referencia, antes de continuar nuestro relato, al topónimo Garachico, que da nombre a uno de nuestros protagonistas. En realidad no hay acuerdo sobre su origen, aunque son dos las hipótesis más defendidas; una sostiene que el roque le recordó a Ponte un promontorio en el mar de Liguria denominado Gara, y que éste le dio el mismo nombre aunque añadiéndole “chico” por sus menores dimensiones. Otros, por el contrario, consideran que Gara es una voz aborigen que significa “roque”.

Lo cierto es que dadas sus aptitudes y las ganas de “comerse el mundo” con las que regresó de Añazo, Garachico prosperó, o como se decía en aquellos momentos, “medró” con una rapidez que asombró a familiares y convecinos. Participó en todo tipo de negocios, especialmente en el de vinos y  de la noche a la mañana se convirtió en una figura de gran relevancia en el lugar. Hay que decir que había aprendido bastante sobre tráfico de mercancías simplemente observando hacia el muelle de Santa Cruz, mientras hacía guardia en las almenas del castillo principal y eso que aquel pequeño embarcadero nada tenía que ver la que aún se denominaba “Caleta del Genovés”.




El puerto era la razón de ser de Garachico; ya Torriani lo había calificado como “el puerto principal” de Tenerife. Se trataba de una ensenada que nada tenía que ver con la que podemos observar en la actualidad, puesto que fue cegada por la erupción de 1706, como ya veremos. Tenía una anchura de casi un kilómetro, un largo de unos 500 metros con una bocana de una longitud similar. Un puerto de tal importancia tenía que despertar la codicia de los piratas y por tanto, exigía unas defensas adecuadas. Prácticamente desde sus orígenes existía un sencillo baluarte, pero Garachico comprendió que era necesaria una protección de mayor envergadura, similar a la que existía en Añazo y que conocía de primera mano. Así que con su dinero y patrocinio se erigió el castillo de San Miguel que aún sigue en pie, a pesar de las erupciones volcánicas y los embates del mar.

Como dijimos, la experiencia militar, aunque breve, dejó una profunda huella en el muchacho, que en cuanto tuvo ocasión propició el establecimiento de una tenencia general de milicias en el lugar. Casi un siglo después de la erupción que acabó definitivamente con la prosperidad del puerto y de la localidad, las milicias de Garachico jugaron un papel destacado en la defensa de Santa Cruz cuando el desembarco de Nelson.

Aportaremos ahora algunas pinceladas más personales sobre nuestro protagonista. Aunque no faltaban muchachas “casaderas” hijas de mercaderes, militares de carrera y funcionarios públicos en la localidad, Garachico acabó casándose con una amiga de juegos de la infancia, La Montañeta. Su padre era un rentista que había hecho fortuna en las colonias y a su vuelta la invirtió en tierras en todos los rincones de Daute. Formaron una familia muy prolífica, como la mayoría de las de la época, todo hay que decirlo. Los hijos mayores, Genovés y San Juan del Reparo, se establecieron en la zona alta, en las proximidades de los acantilados de La Culata, mientras los menores fijaron su residencia muy cerca de su padre, en la zona costera: El Guincho, Las Cruces y la benjamina, La Caleta. Casi todos ellos vivieron la experiencia de la emigración a América, y más concretamente a Venezuela, tras el desastre de 1706, aunque con el tiempo regresaron a Daute.

Anteriormente citamos, de pasada, la adopción que llevó a cabo San Pedro de Daute con el fin de que el Mayorazgo  lo heredase alguien conocido. Lo que no aclaramos es que en el momento de la adopción, San Pedro ya conocía el origen del muchacho y los lazos familiares que los unían. En efecto, cuando se encontraba con su hermano solía comentarle sus problemas e inquietudes y la idea de adoptar a Garachico, al que consideraba casi de la familia ya que había demostrado en muy poco tiempo su valía personal. El Tanque le confesó brevemente su historia, con lo que como dijimos, a falta de un padre “legal” de cara a la sociedad y con la certeza que todo quedaba en familia, la adopción se llevó a cabo en las mejores condiciones.

Los tres interesados quedaban satisfechos; por una parte, San Pedro resolvía una cuestión muy seria  y que le provocaba grandes preocupaciones, y además en las mejores condiciones, ya que sin ni siquiera imaginarlo,  todo quedaba en familia. El Tanque veía con satisfacción como su hijo, por méritos propios, obtenía algo que  muchas veces pensó que en justicia a él le correspondía, y ya que no podía cumplir sus deseos, quién mejor que su descendiente. Y por último, Garachico, quien jamás supo que su padrino era en realidad su padre, recibiría, llegado el momento, el mejor regalo que jamás pudo imaginar: la preeminencia institucional en Daute, que complementaba a la económica que ya disfrutaba.

El lector se preguntará que ocurría a todas estas con Icod, que en cierto modo podría haberse sentido despreciado por la decisión adoptada. Pues bien, habría que aclarar que una vez regresaron de Añazo, mientras Garachico despuntaba en todos los órdenes, su hermano pasó un periodo en el que se encontraba, como suele decirse, “como vaca sin cencerro”, es decir, totalmente desorientado y sin saber qué hacer con su vida. Temiendo que esta situación degenerase en problemas serios, su padrino le recomendó que pusiera tierra por medio, o como ya hemos repetido en alguna ocasión en capítulos anteriores, “agua por medio” y probase fortuna en América como tantos  otros paisanos. Al chico no le pareció mal la propuesta y en cuanto tuvo ocasión se trasladó a las colonias. De esta aventura americana  hablaremos más adelante, aunque hemos hecho referencia a la misma para explicar que durante las conversaciones y acuerdos relativos a la adopción de su hermano, Icod se encontraba a muchos kilómetros de distancia y ajeno a todo ello.

Como dijimos anteriormente, El Tanque había convencido a su “ahijado” Icod que se trasladase a las colonias para probar fortuna, y el lugar elegido fue Venezuela, como no podía ser de otro modo. En efecto,  una corriente migratoria persistente desde el noroeste de Nivaria había constituido una numerosa colonia en la denominada entonces provincia de Venezuela, especialmente concentrados en el Valle de Caracas. Los lazos  entre vecinos y familiares  hacían que estos monopolizaran buena parte del pequeño comercio de la región. Icod fue acogido por unos parientes pero duró muy poco con ellos, ya que no estaba hecho para pasar las horas detrás de un mostrador.

El hecho de ser “casi” familia del señor de Daute le abrió muchas puertas y poco a poco se fue introduciendo en el cultivo del cacao. Más tarde contrajo matrimonio con una joven criolla, hija de un rico hacendado natural de Taoro y llamado El Amparo, que llevaba toda su vida en aquellas tierras. Parece ser que al fin descubrió Icod qué era lo que realmente le gustaba hacer en la vida.

Poco después de su matrimonio y a pesar de su escasa experiencia, su suegro delegó en el joven la gestión de todas sus tierras. Muy pronto aprendió la tarea encomendada y con la vitalidad que lo caracterizaba se pasaba el día de un lugar a otro de las tierras de su padre político, sin abandonar tampoco las pequeñas propiedades que había adquirido. Desde el momento que montaba a caballo y se desplazaba por aquellas llanuras, que nada tenían que ver con su lugar de nacimiento, se sentía verdaderamente feliz.




Icod se dio cuenta que el cultivo del cacao estaba en franca decadencia, no solo por el cambio de gustos en Europa, sino porque su exportación era poco rentable, ya que el producto tenía dificultades de conservación; en efecto, su almacenamiento no podía exceder de unos meses sin que el producto se estropease, y dada la lentitud de los transportes en la época este hecho constituía un problema serio. Sin embargo, el café permitía un margen de almacenamiento mucho mayor y era un producto que cada vez adquiría más interés en el continente europeo. Así que convenció a su suegro de llevar a cabo un cambio de cultivos, tal como él había iniciado en sus propiedades, todo hay que decirlo,  con unos resultados excelentes.

No tuvo que pasar mucho tiempo para que, gracias a su iniciativa, sus tierras y la hacienda de El Amparo se revalorizasen enormemente y otros propietarios vecinos los imitasen. Se le considera el iniciador de este producto, al menos en gran escala, en el valle de Caracas, que a partir de entonces quedó cubierto de cafetales. Al mismo tiempo, introdujo otros cultivos,  de los que obtuvo grandes beneficios; nos referimos a las distintas plantas que producían el añil, fundamental para la fabricación de tintes.

Su prestigio como gestor de grandes haciendas aumentó enormemente y llegó a oídos del Gobernador de la provincia que residía en Caracas. Allí se estaba gestando un plan para la colonización sistemática de la Guayana venezolana, un enorme territorio escasamente poblado y en el que el papel de la metrópoli se limitaba a unas pocas misiones religiosas. El arco del Orinoco separaba estas tierras del resto de la provincia y constituía un obstáculo para su colonización. Ante la presión de potencias extranjeras (ingleses, holandeses, etc.) como hemos dicho, se estaba planificando una colonización en toda regla. Se consideraba, dada la experiencia que existía en la colonia, que nadie mejor que familias canarias para participar en dicho plan.

Por su origen isleño y su prestigio entre este colectivo de inmigrantes, las autoridades estimaban que nadie mejor que Icod para dirigir el citado proceso colonizador. La idea era atraer inmigrantes desde las islas en un futuro, pero dada la premura por ocupar el territorio, se decidió que inicialmente fuesen isleños ya establecidos en la provincia los que participasen en el proyecto.

A Icod se le ofrecieron no solo una cantidad de tierras como jamás habría imaginado, sino además una serie de poderes, al menos temporalmente, para facilitar la puesta en marcha del proyecto. Icod aceptó sin pensarlo y poco le costó convencer a un buen número de pequeños propietarios y  jornaleros para que le acompañasen con sus familias a los nuevos territorios. A los colonos se les ofrecían además de los costes del traslado,  exenciones fiscales durante veinte años igual que del servicio militar para sus hijos, y de manera gratuita una cantidad de fanegadas de tierra que pudieran cultivar. Aunque pueda parecer excesivo, las autoridades venezolanas tenían un elevado concepto laboral de los isleños; los consideraban honrados, laboriosos, perfectos conocedores de la tecnología agraria y ya adaptados a las condiciones climáticas del país.

No vamos a alargarnos en este periodo de la vida de Icod, excepto para referirnos a algunas cuestiones de cierta relevancia. La mayor parte de las familias isleñas se distribuyó por un amplio territorio agrupándose en pequeñas comunidades. Icod recibió tierras que duplicaban y triplicaban en superficie a las del antiguo menceyato de Daute y que dedicó en su mayor parte a la ganadería extensiva. El comercio de cuero que partía del puerto de Angostura y a lo largo del Orinoco llegaba al Atlántico le produjo unos beneficios colosales. Pasados unos años  hizo traer a su esposa y se estableció en Angostura (actual ciudad Bolívar) un lugar más adecuado para ella que la hacienda. Poco después nació una niña que le colmó de alegría y le ayudó a superar el amargo trance de perder a su esposa en el parto. La criatura era rubia y pesó casi cinco quilos al nacer, algo poco habitual, por lo que con esas características y recordando algunas lecturas sobre la fisonomía de los antiguos aborígenes de Nivaria, decidió bautizarla como La Guancha.

Muy pronto se dio cuenta que con sus compromisos no podía hacerse cargo de la criatura; pensó en enviarla con su abuelo a las proximidades de Caracas, un lugar más adecuado para su futuro, pero al final decidió que había llegado el momento de retornar a Nivaria. A diferencia de la mayoría de los indianos retornados, Icod no liquidó sus propiedades, al menos las de la Guayana, sino que las dejó a cargo de personas de confianza, con lo que anualmente se garantizaba importantes remesas monetarias, a la par que seguía manteniendo el título de propiedad. Las que sí vendió fueron las del valle de Caracas; su suegro, no teniendo ya nada que le atase a aquellas tierras donde había pasado la mayor parte de su vida, decidió también volver a Nivaria y pasar allí los años que le restaban. Éste sí que enajenó su hacienda, asegurándose una vejez holgada en su tierra natal.

Convendría comentar un episodio acaecido en la Guayana y que marcó mucho a nuestro protagonista. Cuando se encontraba vadeando a caballo un pequeño arroyo con algunos capataces, fue atacado por un grupo de caimanes y a punto estuvo de perecer en sus fauces; por fortuna consiguió salvarse matando a uno de ellos; hizo embalsamar su cuerpo como recuerdo y éste fue una de las cosas  que portó a su vuelta a las Islas.

En el viaje de regreso a Nivaria se produjo una tempestad terrible; Icod, hombre poco religioso, que apenas pisaba la iglesia, temiendo por su hija se encomendó a la Virgen y le ofreció, como exvoto, el tesoro más preciado que portaba, además de la niña, que era precisamente el cuerpo de aquel caimán.

El reencuentro entre ambos hermanos se produjo precisamente en el puerto de Garachico, adonde este había acudido con toda su familia para recibirlo. Icod, la niña y El Amparo residieron una breve temporada en casa de su hermano, hasta que por fin se establecieron en el lugar que habían escogido.




Como no podía ser de otro modo, Icod adquirió gran cantidad de terreno en la localidad que le había dado nombre, muy próxima a Garachico, pues reales no le faltaban. Aunque éste era el núcleo económico indiscutible de la comarca noroeste de Tenerife, merced a su puerto, Icod no le andaba a la zaga. En efecto, con posterioridad a la conquista, el Adelantado había establecido en el lugar un ingenio azucarero y dedicado al cultivo de la caña un amplio territorio. Como en otros lugares de Nivaria, más tarde, el cultivo de la vid sustituyó a la caña. El denominado “valle Icod”, amplio y suave talud que desciende suavemente desde los extensos pinares de la cumbre, hasta la costa, contaba con mejores aptitudes agrícolas que el resto de la comarca y ello determinó su pujanza económica.

Icod se estableció junto a su hija en el mismo centro del caserío, entre la antigua ermita de San Marcos Evangelista, ahora parroquia y un enorme drago. Ese magnífico ejemplar de Dracaena draco, al que se añade el calificativo de “milenario”, puede que solo tenga 500 o 600 años de vida, pero desde los tiempos que siguieron a la conquista se convirtió en el símbolo distintivo de la localidad y fue declarado Monumento Nacional en 1917.

 Para nuestro protagonista, después de la aventura americana, se iniciaba una etapa de serenidad que siempre había necesitado y que como solían decir quienes le conocían de niño, centró definitivamente su carácter.

Dada la buena coyuntura, extendió por sus tierras el cultivo de la vid que ya había dado fama y prosperidad a la localidad desde tiempo atrás. A partir de entonces y por obra suya, se consolidó por todos los rincones el calificativo “de los Vinos” que acompañará para siempre a este rincón de Nivaria, incluso cuando la actividad vitícola sea solo una sombra de la que llegó a ser. Los caldos, como había ocurrido antes con el azúcar, se exportaban por el puerto de Garachico (anteriormente Caleta del Genovés).

Con relación al calificativo “de los Vinos” que se aplica a Icod, convendría señalar que existe en Nivaria otro Icod, al que durante mucho tiempo se le denominó “de los Trigos” dado su carácter cerealista y para diferenciarlo del anterior. Ya hemos hablado de este en un capítulo anterior, como recordará de lector; se trata de Icod el Alto, cuñado y eterno enamorado, en secreto, de La Guancha.

A su vuelta de Venezuela se le pasó en más de una ocasión convertir en puerto la pequeña cala de San Marcos, que desde tiempos de la conquista  era usado ocasionalmente como fondeadero, dadas sus excelentes condiciones de abrigo. Dinero no le faltaba para emprender las obras y las posibilidades de recuperar la inversión eran seguras; sin embargo, todos los ingenieros a los que acudió para iniciar el proyecto lo desaconsejaron, dada la escasa profundidad de los fondos. Volvió a retomar la idea tras la destrucción del puerto de Garachico por el volcán, pero ya era demasiado tarde; el auge del Puerto de La Orotava y posteriormente el de Añazo, que centralizaba todo el tráfico exterior, condenaba al proyecto a convertirse en un simple embarcadero de cabotaje, sin posibilidades de futuro. El lado positivo de todos estos inconvenientes, como el lector comprenderá, es que Icod pudo conservar  la playa que reunía mejores condiciones para el baño de todo el litoral norte de Nivaria.

Nos queda por el momento un tema pendiente relativo al viaje de vuelta de nuestro protagonista desde Venezuela. Nos referimos a la promesa que hizo de entregar su caimán como exvoto si el viaje tenía un final feliz. A pesar de que cuando se instaló en la localidad, esta contaba con varios conventos, ermitas y especialmente la parroquia de San Marcos Evangelista, una de las más antiguas y de mayor importancia de toda la vertiente septentrional de la isla, Icod escogió la pequeña ermita de Las Angustias para ofrendar su preciado caimán. El edificio se encontraba a pocos metros de su residencia y como curiosidad, habría que decir que la imagen de la virgen es una talla barroca  elaborada en México. Por tanto, los elementos más significativos del edifico, la imagen y el caimán, tienen un origen americano.

Hablando de edificios religiosos y curiosidades,  convendría mencionar una muy interesante y que  supuso el único desencuentro serio entre Icod y su “padrino”. Como hemos dicho, la localidad contaba con varios conventos, entre ellos el franciscano del Espíritu Santo. Pues bien, en el patio conventual se encontraba desde tiempo atrás y junto a una fuente, una  escultura del dios Neptuno; su desnudo, aunque evidente, se disimula con una corta túnica. Resulta que en una de las visitas de El Tanque a su “ahijado” pasó por el convento y quedó estupefacto ante aquel espectáculo.

El Tanque, como sabemos, fue una persona de mente abierta en su juventud,  no hay sino que pensar en las consecuencias que tuvo para él tal “apertura”. Sin embargo, con los años, se había vuelto bastante tradicional, algo fácil de entender en el ambiente en que se desarrollaba su vida. No dijo nada a los frailes, sino que formuló su reclamación a su ahijado: ¡cómo era posible que la imagen de un dios pagano presidiera el claustro de un convento!

Icod, que ni siquiera se había percatado de su existencia, recabó información y según parece, la escultura fue un regalo al convento en compensación por el socorro que los frailes habían prestado a un navegante italiano, cuya nave había embarrancado en la playa de San Marcos.  Fuese o no cierta la historia, para los frailes la figura fue siempre vista como un exvoto más, aunque de cierto valor artístico, sin entrar en otro tipo de consideraciones. Después de cierto tiempo de desencuentro, Icod logró convencer a su “padrino” que aquella escultura tenía el mismo significado que su caimán, es decir, una muestra de agradecimiento a Dios y a la Iglesia. Por ese motivo y aclarada la cuestión, pasados los siglos “el Neptuno” continúa presidiendo el claustro del otrora  convento. 




Hemos centrado los últimos párrafos  en Icod, pero corresponde ahora dedicar unas líneas a su suegro, El Amparo. Aunque en un primer momento estaba previsto que residiese con su yerno y su nieta,  al final decidió establecerse a cierta distancia de la localidad, en el espacio comprendido entre Lomo Blanco y la ladera de Cerrogordo.  Allí compró tierras y se dedicó a organizar su explotación, más por entretenimiento que por necesidad. Para ello contó con la ayuda de diferentes medianeras oriundas de la comarca: La Vega, y sus hijas Las Canalitas, Santa Bárbara y la Fuente de la Vega.

Pasaba gran parte de su tiempo paseando por aquellos lugares y visitando a las medianeras, a las que consideraba casi como familiares. En una de estas visitas llegó a sus oídos la existencia de una cueva, que por lo que se contaba, llegaba casi hasta el mar. En realidad todos hablaban de oídas, porque nadie sabía con exactitud donde se encontraba su entrada. A El Amparo le picó la curiosidad y llegaron a su mente los recuerdos de Venezuela. Resulta  que cuando residía en aquellas tierras,  se presentó en su casa un extranjero portando cartas de recomendación de amigos y familiares de Taoro. Se trataba de un naturalista alemán, apellidado Humboldt, que unos meses atrás había pasado unos días en Nivaria. Tuvo la suerte de acompañarlo en alguna de sus expediciones por la región y estuvo presente en el descubrimiento de la denominada “Cueva del Guácharo”, de casi diez kilómetros de longitud.

El Amparo había quedado tan impresionado por aquel descubrimiento, especialmente por la majestuosidad de su entrada, que enseguida reclutó a un grupo de campesinos para que se encargasen de encontrar la entrada de aquella misteriosa cueva. Las exploraciones dieron buenos resultados en poco tiempo y al final se encontró lo que parecía ser la entrada o una de las entradas de la misma. Podrá entender el lector la decepción de El Amparo, que esperaba una abertura enorme de algunas decenas de metros y se encontró con una pequeña grieta. Desconocía aquel que se trataba de terrenos geológicos completamente diferentes y lo que acababa de encontrar era un tubo volcánico. Además, apenas pudo adentrarse en él un centenar de menos y enseguida perdió el interés. Mandó a clausurar la boca de entrada y gracias a esta medida se mantuvo durante mucho tiempo en perfectas condiciones. La denominada Cueva del Viento es uno de los tubos volcánicos de mayor longitud del planeta, con unos 17 km. y según parece el de mayor complejidad, por la existencia de varios niveles y pasadizos.

Cuando Icod tuvo conocimiento del chasco que se había llevado su suegro con el asunto de la gruta y conocedor de la existencia de otra, en las proximidades de la playa de San Marcos, decidió darle una sorpresa y realizar una visita a la misma. Los habitantes de los alrededores la denominaban “Cueva de los guanches” dado que en su interior se habían encontrado restos de enterramientos aborígenes. Poseía dos bocas de entrada a distintos niveles y separadas por unos 200 m. de distancia.

Icod organizó la primera visita registrada que se conoce de la cueva, que como el lector imaginará se trata de un tubo volcánico, aunque mucho más accesible que el citado anteriormente. En ésta participaron además de Icod y su suegro, tres personajes bastante conocidos en la sociedad tinerfeña de la época y muy interesados en el tema: José de Bethencourt de Castro y Molina,  José de Monteverde y Molina y Cristóbal Afonso. Su intención era recorrer el interior de la cueva y llegar hasta el Teide, propósito que lógicamente no alcanzaron, pero El Amparo pudo satisfacer su curiosidad al recorrer un buen tramo de la misma. Este tubo volcánico en la actualidad se conoce como “Cueva de San Marcos” y posee un enorme interés espeleológico.

Como el lector habrá intuido, El Amparo era una persona que a pesar de su edad mantenía una gran curiosidad e interés por todo lo que le rodeaba y dado que disponía de recursos suficientes, y sobre todo de mucho tiempo libre, apoyó decididamente las tradiciones y fiestas que celebraban sus convecinos, entre ellas podemos citar “Los hachitos” y la “Romería del poleo”.

La celebración de “Los hachitos” parece ser que se remonta a la época  aborigen y se relaciona con el solsticio de verano. Los guanches usaban hachos o antorchas de tea para alumbrarse por la noche. Los “hachos” de El Amparo son una especie de candelabros de madera de gran tamaño, adornados con ramas, flores y cintas. Durante la noche se encienden y se lleva a cabo una especie de desfile desde La Vega hasta El Amparo, acompañado con música de tajaraste. También se colocan hachitos en las lomas e incluso otros se lanzan montaña abajo simulando el descenso de la lava.

La Romería del poleo se desarrolla en agosto, cuando cientos de romeros acuden al monte para recolectar ramas de poleo, mientras bailan y cantan al son de la “Orquesta del poleo”. Con estas ramas se engalanarán las calles de la localidad durante las fiestas.

Su yerno también promovió algunos festejos entre sus convecinos, entre los que destaca especialmente el conocido como “Las tablas de San Andrés”, en el que los lugareños se lanzan  en unas tablas por las calles más empinadas alcanzando gran velocidad. Dada la orientación vitícola que siempre tuvo la localidad, que quedó plasmada en su denominación, esta celebración coincide con el estreno del vino nuevo. Aunque se celebra en otros lugares de la comarca, aquí alcanzan mayor renombre; según parece, a pesar de su denominación no es una fiesta religiosa, sino que estaría relacionada con el traslado de la madera desde los montes hasta la costa, para la confección y mantenimiento de barricas, barcas, etc.

A pesar de que en su juventud Icod se comportaba como un auténtico “tarambana”, no es menos cierto que tras su experiencia venezolana, especialmente marcada por su paternidad, se transformó en una persona sensata y responsable. De otra manera, sería impensable que hubiese alcanzado el prestigio y preeminencia que gozó en la comarca y en toda Nivaria. De su vida privada poco se sabe, aunque parece ser que fue bastante tranquila. Durante la niñez de La Guancha se dedicó por completo a su hija, aunque con la ayuda de su suegro y de una vecina de la zona en la que depositó toda su confianza para el cuidado de la niña. Se trataba de la joven viuda de un pescador, Las Cañas, que tenía un hijo pequeño, casi de la misma edad de La Guancha, llamado San Marcos.




Durante los primeros años de la niña, Las Cañas y su hijo residieron en la hacienda de Icod, y este hecho dio lugar a ciertos comentarios, pero la realidad es que se trató de simples habladurías. Los niños crecieron juntos, casi como hermanos, compartiendo juegos y confidencias. Cuando La Guancha se trasladaba por algún motivo a casa de su tío Garachico o del “padrino” de su progenitor, El Tanque, siempre la acompañaba.

La chica realizó sus estudios elementales en casa, a cargo de una profesora lagunera que su padre había contratado y compartió clases con San Marcos. Cuando inició el bachillerato se trasladó a la Villa, donde residió interna durante algunos años en el colegio de religiosas que allí existía. En ese centro coincidió, aunque en cursos diferentes, con muchos personajes femeninos que hemos conocido en capítulos anteriores y también con sus primas La Caleta y Las Cruces.

Durante las vacaciones y muchos fines de semana regresaba al hogar familiar, pero ante la ausencia de su padre, dedicado a sus menesteres, se trasladaba bien a casa de sus primas, en Garachico, o a la de Las Cañas, a la que consideraba como una madre. Precisamente esta situación generó bastantes quebraderos de cabeza a Icod. La antes niña se había convertido ya en una bella muchacha a la que rodeaban continuamente infinidad de pretendientes, pero ella no les hacía ni caso, mientras pasaba “demasiado” tiempo, según  su padre, con San Marcos.

Para La Guancha era como un hermano y le encantaba pasar el tiempo ayudándolo con las redes o pintando su barca. Éste había optado por dedicarse a la actividad de su padre, a pesar de que Las Cañas siempre se había mostrado contraria; ya había perdido un marido en aquel mar endemoniado y no quería perder a su hijo. Pero como suele decirse, la genética es la genética. Icod llegó a pensar en proponerle un traslado a sus tierras venezolanas, para labrarse un futuro mejor, ya que temía que aquella relación “fraternal” desembocase en otra muy diferente, y él tenía otras expectativas para su unigénita. Por suerte o por desgracia, desconocía que en realidad no tenía nada que temer, como muy pronto tendremos ocasión de comprobar.

San Marcos tenía una barca en la playa de su nombre con la que salía a faenar cuando el tiempo y el mar lo permitían, con eso se ganaba la vida y  la de su madre, ya que esta se encargaba de vender el pescado en Icod y otros caseríos vecinos. El Guincho, primo de su “media” hermana, también tenía un par de barcas en aquella playa, con lo que poco a poco establecieron una buena amistad, al tiempo que se estableció entre ambos cierto compromiso laboral. Lo que todos ignoraban es que aquella relación amistoso-laboral con el tiempo desembocó en algo diferente, que dada la mentalidad de la época se mantuvo en el más absoluto de los silencios. Únicamente Las Cañas y la familia del Guincho, con el tiempo, tuvieron conocimiento de la situación y pese a sus opiniones, dada la discreción de los amigos, no pusieron objeción alguna. La Guancha nunca conoció la realidad de esta relación tan “estrecha” dado que como ya comentamos en otro capítulo, muy joven aún se casó con San Juan de la Rambla y se trasladó a su nueva residencia.

Convendría abordar ahora una cuestión que durante mucho tiempo afectó a las relaciones familiares y de vecindad entre ambos hermanos; posiblemente el término “afectó” resulta algo suave, porque para muchos, con seguridad debería haber usado  la palabra “envenenó”. Del mismo modo,  estrechamente relacionado con la misma estaría la terrible calamidad que aquejó a la comarca a comienzos del siglo XVIII.

Como ya hemos visto, a  medida que se acentuaba el desarrollo agrícola de Icod, Garachico iba experimentando una pérdida cada vez más acusada de su pujanza económica. La actividad portuaria llevaba tiempo en franca decadencia debido al ascenso de otras localidades, como el Puerto de la Cruz y posteriormente Santa Cruz. La erupción de 1706, que como veremos provocó infinidad de estragos, además cegó el puerto, que era la razón de ser de la localidad, prácticamente desde su nacimiento.

La actividad volcánica se localizó en las proximidades de  Montaña Bermeja, a unos 1.300 m. de altitud. Debido a la extraordinaria pendiente, las coladas arrasaron todo a su paso, llegando al mar el mismo día. Las lavas destruyeron parcialmente la localidad (conventos, casas, calles, plazas) y uno de los puertos naturales más importantes de la isla. El Tanque, San Pedro de Daute y el resto de los miembros de la familia también sufrieron la pérdida de importantes áreas de cultivo.

Esta calamidad fue el punto y final de la preeminencia de Garachico en la comarca. Todos sus familiares prestaron ayuda en los primeros momentos, tanto a él como a sus hijos, no solo Icod, sino  también San Pedro de Daute, Buenavista, incluso su “padrino” El Tanque. Ante tal desgracia, Garachico llegó a pensar que no levantaría jamás cabeza y se vería abocado, como otras tantas veces había ocurrido en Nivaria, a la válvula de escape de la emigración a las colonias. Sin embargo, su amor propio se lo impidió, se sobrepuso e inició un lento proceso reconstructivo que apenas palió aquel desastre.

A sus hijos, por el contrario, no les quedó otro remedio, ya que sus tierras se vieron muy castigadas por la erupción y el futuro, al menos inmediato, se presentaba muy negro para la comarca. Hay que decir que recibieron todo el apoyo de su tío Icod y no tuvieron que lanzarse a la aventura americana a ciegas. Aquel les ofreció amplias parcelas en la hacienda que poseía en la Guayana venezolana; allí, con mucho empeño y esfuerzo, lograron recuperarse después de algunas décadas y regresar a Daute como solía decirse, con la vida resuelta. Únicamente los chicos (Genovés, San Juan del Reparo y El Guincho) marcharon a ultramar, mientras que las muchachas aún solteras y como decía su madre,  “casaderas”, permanecieron en Daute.




Como es natural, Icod ofreció su ayuda, presuntamente desinteresada, también a su hermano, pero éste no la aceptó. Desde hacía algún tiempo existía una cierta tirantez entre ambos motivada por la idea de la “capitalidad” de los antiguos menceyatos de Icod y Daute. Hasta el momento Garachico había mantenido, aunque no oficialmente, dicho título; no obstante, éste se veía cada vez más amenazado por el auge creciente de Icod en todos los órdenes, aunque su hermano aún disponía del puerto. No soportaba la arrogancia de Icod, esa que da el poder del dinero, especialmente si ha sido amasado en poco tiempo. Lo consideraba más que un indiano, un “nuevo rico”, casi un patán. Él poseía ya el mayorazgo de Daute, pero este título, sin un respaldo económico sólido, era algo sin valor real, simplemente prestigio sin dinero.

Tras aquella calamidad, dejando pasar un tiempo prudencial, Icod consideró que había llegado el momento de litigar, si fuese necesario, para conseguir la añorada capitalidad, eso sí, de un modo oficial. Y comenzaron los desencuentros, ahora a cara descubierta, entre ambas localidades, perdón, quise decir hermanos. Estuvieron pleiteando durante décadas, y  desde el primer momento se vislumbraba que Garachico llevaba las de perder, ya que no conseguía levantar cabeza, sin el valor que le proporcionaba el arruinado puerto. La creación de los ayuntamientos constitucionales, a comienzos del XIX, acentuó aún más las rivalidades. La capitalidad “oficial” correspondería a la sede del partido judicial: en 1813 se estableció en Icod; siete años más tarde se trasladó a Garachico, pero ya en 1833 se fijó de nuevo, aunque ya de manera definitiva, en Icod.

Ligado al establecimiento del partido judicial (que abarcaba aproximadamente los territorios de los antiguos menceyatos de Icod y Daute) y con ello a la “oficiosa” capitalidad comarcal, estaría la cuestión de los títulos que ostentaban ambas localidades. Incluso en ésta, podríamos decir que Garachico tuvo mala suerte, aunque más exactamente podríamos hablar de dejadez administrativa. La categoría de villa  le fue concedida a Garachico en 1828, pero según parece no se abonaron los derechos correspondientes y quedó en suspenso durante casi un siglo, hasta que fue refrendada en 1916. Curiosamente, como dice el refrán, “a perro flaco, todo son pulgas”, una vez establecido el ayuntamiento de Garachico, los vecinos de San Pedro de Daute, que formaban parte de aquél, elevaron peticiones a la Diputación provincial en 1823 para que se les concediera el derecho a elegir Ayuntamiento; sin embargo, esta petición fue desestimada.

 El lugar de Icod, sin embargo, disfrutó ya de los privilegios anejos al villazgo desde 1867. La importancia de la localidad como capital comarcal, que ostentaba  desde hacía casi un siglo, se vio ratificada con la concesión del título de ciudad, otorgado en 1919. 

Hace ya mucho tiempo que las aguas volvieron a su cauce y la vida de todos estos personajes se desarrolla como una familia bien avenida, que es lo que son en realidad, especialmente desde que cada uno de ellos asumió el lugar que ocupa y le corresponde.

Garachico, después de más de tres siglos reclamando la construcción de un nuevo puerto, al fin consiguió su objetivo. No tiene nada que ver con la antigua “Caleta del Genovés” por lo que no ha conseguido devolverle el esplendor de antaño, pero  a partir de su creación, la localidad, perdón, nuestro protagonista, puede ostentar con orgullo su denominación de “Villa y puerto de Garachico”.




José Solórzano Sánchez ©

 


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