Alguien me dijo hace poco algo así como que
percibía que en los últimos tiempos me estaba quitando bastantes cosas de
encima, dándole al comentario un sentido de cierta profundidad. Puede que sea
cierto, aunque no se trate de algo totalmente premeditado. Ese comentario me
llevó a pensar que sería un buen momento para completar, acabar o “meter mano”,
a algunas cosas que habitualmente dejas
para otra ocasión y al final siempre permanecen ahí como “asuntos pendientes”, porque
en realidad tampoco se trata de cuestiones importancia vital.
Así que he pensado que estoy en el mejor
de los momentos para compartir algunas vivencias o experiencias que he dejado a
un lado desde hace mucho por no tener la serenidad o el tiempo necesario para plasmarlas en algunos folios
(aunque sean virtuales como el Word o el PDF).
Por
esto, y sin más dilación, me pongo manos a la obra y cuando acabe ya veré si
merece la pena o no compartirlo, todo depende de lo que opine mi “asesora”.
El
título elegido para esta modesta
reflexión es bastante impreciso, pero pienso que escoger uno más explícito y a
la vez más adecuado, posiblemente restaría interés a su lectura y daría
“demasiadas” pistas a los posibles lectores, lo que desvirtuaría la intención
inicial de la misma.
Desde muy pequeño sentí un interés muy especial por todo lo relativo
a la cartografía; cualquier mapa llamaba mi atención: provincias y regiones de España, los ríos y cordilleras,
producciones agrícolas, puertos y ferrocarriles, la invasión de la Península por los pueblos
“bárbaros”, la extensión del califato de Córdoba, etc.
Mapa
de Tierra Santa.
Los atlas eran lo máximo, una especie de Biblia para mí. Recuerdo infinidad de tardes, merendando el bocadillo de chorizo “Revilla” mientras ojeaba el Atlas de España y Universal de la editorial Everest. Realmente no sabría explicar tanto interés, pero lo cierto es que era una sensación hipnótica, no importaba el número de veces que hubiese clavado mis ojos sobre aquellas páginas, era un acto que se repetía a diario.
En cualquier momento trataba de reproducir
algo de lo que había visto y esto me provocaba una sensación especial, eso sí, con unos resultados más bien mediocres, dado
que el dibujo nunca ha sido mi fuerte. Lo que si recuerdo perfectamente es que
me llamaban mucho la atención los planos de algunas ciudades importantes, que
ocasionalmente aparecían en algún rincón de cualquier página del atlas. Sobre
todo me atraían aquellas ciudades o aglomeraciones fragmentadas en diferentes
sectores debido a una topografía compleja… especialmente Estambul, Atenas,
Tokio o Nápoles.
Interpretación
sui géneris del mapa de
América
del Norte y Central.
Era tanto el interés que me producían
estos planos complicados que algunas veces iba más allá de la simple
reproducción y me permitía recrear en una hoja estructuras de ciudades
imaginarias bastante complejas… alguna de las cuales conservo después de más de
cinco décadas. No eran pocas las veces que mi madre hacía alusión a que me
pasaba todo el día haciendo “ciudaditas”.
Plano
de una ciudad imaginaria.
Cuando empecé el bachiller, pude acceder a
atlas mucho más complejos, con lo que mi “regocijo” devorándolos no tenía
límites. Además, si coincidía con algún amigo o compañero de clase con la misma
afición, el “intercambio” de información y descubrimientos era incesante.
Recuerdo una “aportación” muy efectiva que me proporcionó mi compañero de
pupitre Maximiliano, en segundo de bachiller (11 años) cuando hablábamos de la
ciudad más poblada del mundo, que por aquellos años era Shangai…. con nada
menos que ¡diez millones de habitantes! tal como indicaba el libro de
Geografía.
Pues bien, en uno de estos intercambios de
información, en medio de clase, me
confió un truco para localizar en
cualquier mapa mudo, o que estuviese confeccionando, la ciudad más poblada del
mundo en aquellos momentos. Bastaba trazar una línea recta desde el extremo más
meridional de la península de Corea, hasta las costas chinas, y en ese punto
exacto se ubicaba Shangai… ¡aquello fue para mí algo así como recibir el
secreto de la “piedra filosofal”. A lo largo de todos estos años que han
pasado, he hecho la prueba en infinidad de ocasiones, y efectivamente, al final
de la recta se encuentra Shangai.
Hablando de intercambio de
información, un par de años antes me había hecho yo en mi grupo de amigos un
“Prometeo” mostrándoles la luz. Teníamos
todos aproximadamente la misma edad, pero yo andaba un curso más adelantado, y
mientras me preparaba para la prueba de “Ingreso” sin saber muy bien cómo, descubrí cual era la
posición real de las islas Canarias. Llevaba años viéndolas en aquel recuadro a
la derecha del mapa de España, y no le daba más importancia, lo único que no me
cuadraba era la necesidad de aquel rectángulo en el que se encontraban
encerradas y que siendo el mismo mar que el de las Baleares, se le llamase Atlántico
en lugar de Mediterráneo.
Tuve
que hacer enormes esfuerzos para conseguir demostrar mi descubrimiento, al
carecer de material gráfico a mano, pero al final, por una u otra vía se
convencieron. Aquella aportación fue muy valiosa para “los conocimientos” del
grupo, casi tanto como la que descubría el misterio de “la cigüeña”, y un poco
antes, la realidad de los “Reyes Magos”.
Después de este preámbulo, quizás
demasiado personal, y de poco interés para el posible lector, paso a abordar la
esencia de esta breve reflexión.
Cada vez que mis ojos pasaban sobre el
mapa del continente africano, me sorprendía
que los atlas apenas le dedicaran
un par de páginas, a diferencia de Europa, América o Asia, a los que se
presentaban con mucho más detalle. Sin embargo, en estas dos páginas, había
siempre algo que atraía mi atención más que otros lugares, era la isla de
Madagascar. No tanto por tratarse de un espacio individualizado en el mapa, sino
por la sensación extraña que experimentaba al leer los pocos nombres que
aparecían rotulados en su geografía: Tananarivo, Fianarantsoa, Antsirabé, Tamatave… la sonoridad de los
mismos no tenía nada que ver con los que aparecían alrededor, y me entusiasmaba
repetirlos, aunque fuese mentalmente.
Pasados algunos años, a través de
diferentes lecturas y algún que otro documental, comprendí a que se debía
aquella singularidad. La isla de Madagascar tiene un poblamiento relativamente
reciente; en efecto, a pesar de encontrarse en el continente considerado “cuna
de la humanidad” los primeros asentamientos datan del siglo IV. La isla se
encuentra a poco más de 400 km. de las costas africanas, sin embargo, sus
colonizadores fueron pueblos procedentes de las islas de Indonesia, a más de 5.500
km de distancia. Por ello sus habitantes conservan rasgos asiáticos, costumbres
típicas del sureste de Asia y lo más interesante, una lengua del tronco
malayo-polinesio. Solamente con posterioridad se produjeron migraciones bantúes
desde el continente que se fundieron con la población local.
Por tanto, esa singularidad que tanto me
atraía de la toponimia malgache, se debía exclusivamente a la procedencia de su
lengua, a casi 6.000 km del continente africano.
A continuación aporto una relación de
topónimos tanto de regiones o ciudades como de accidentes geográficos de la
isla de Madagascar. Como puede apreciarse, todas poseen cuatro o cinco sílabas
(utilizando el sistema de división silábica del español). No significa esto que
no existan muchas localidades con nombres más simples, incluso otras derivadas
de algunas lenguas europeas que en algún momento tuvieron presencia en la isla.
Esta relación, no obstante, es una breve muestra para ejemplificar la sensación
que experimentaba al leerlas un niño de 10 u 11 años en el Tenerife de los años
sesenta, cuando en la prensa local, la radio o la incipiente televisión,
incluso en el cine, solo se escuchaba o
se leía el español.
Antsiranana
|
Ambakirano
|
Antananarivo
|
Ampasindava
|
Fianarantsoa
|
Marotandrano
|
Tsaramandrosa
|
Andranovolo
|
Tsaratanana
|
Marinavaratra
|
Toamasina
|
Tamatave
|
Antsirabé
|
Namoroni
|
Manakara
|
Tanandava
|
Toliara
|
Tenambosi
|
Morondava
|
Betsiboka
|
Pasaron los años y ese “descubrimiento” de
niño, por llamarlo de alguna manera, permaneció latente junto a otros muchos
que consciente o inconscientemente vamos incorporando y nos acompañan a lo
largo de nuestra vida, sin que tengan la mayor trascendencia.
Cuando me encontraba realizando mis estudios
universitarios de Geografía e Historia, como no podía ser de otro modo, orienté
mi especialización hacia la Geografía y para llevar a cabo pequeños trabajos de investigación comencé a
tomar contacto con toda una serie de nuevos materiales: censos, padrones,
nomenclátores, y sobre todo, los mapas topográficos a distintas escalas
(1:25.000 y 1:50:000). Estos materiales cartográficos, especialmente los de
escala 1:50.000 constituyeron un auténtico descubrimiento, con un impacto
similar al que me produjeron en la infancia los primeros atlas que pude consultar.
El departamento de Geografía disponía de las
distintas hojas correspondientes a todas las islas y era posible consultarlas
para cualquier trabajo. Pero para mí no era suficiente… constituían una
auténtica joya y, desde el primer momento fue un objetivo irrenunciable el
disponer de todas y cada una de ellas. Así que durante algunos años, en cuanto
disponía de algún dinero extra, adquiría una o dos hojas en Capitanía, y así, poco a poco, conseguí hacerme con la
colección completa.
En realidad eran como “el google maps” de
hace cuarenta años, pero en papel. Los consultaba no solo cuando era necesario
para complementar cualquier trabajo, sino también por el simple placer de
hacerlo y revivir, a otro nivel, las sensaciones que experimentaba en la
infancia con aquellos atlas de Everest.
En uno de estos “paseos cartográficos”, no
recuerdo exactamente cuándo, recorriendo las hojas correspondientes a la isla
del Hierro, de improviso, vuelvo a experimentar la extraña sensación que sentí
cuando descubrí aquellos curiosos topónimos que rellenaban la isla de
Madagascar. Es cierto que algunos me
eran conocidos, y otros tantos no revestían el mayor interés, sin embargo, en
aquella maraña de topónimos de barrancos, caseríos, playas, montañas, conos
volcánicos etc. descubrí con sorpresa algunos cuya sonoridad al pronunciarlos
evocaban, no sé por qué, a los de la isla de Madagascar: Tijimiraque,
Tanganasoga, Tanagiscaba, Timbarombo, Tenesedra… etc.
Era obvio que no tenían relación alguna,
estos topónimos herreños eran todos de procedencia aborigen, como tuve ocasión
de comprobar posteriormente, consultando bibliografía relativa a los mismos y
no tienen nada que ver, ni por asomo, con una lengua malayo –polinesia. Sin
embargo, desde entonces, hace ya casi cuarenta años, “el descubrimiento” de
estas similitudes, totalmente subjetivas y personales me ha acompañado. En más
de una ocasión he querido compartir esta curiosidad, por llamarlo de alguna
manera, y repito, totalmente subjetiva,
pero nunca encontré ni la ocasión ni la manera adecuada.
Por eso, como señalé al comienzo de esta
reflexión, creo que es el mejor momento para compartir, con quien pueda
interesarle, estas vivencias que me han acompañado en casi toda mi vida. Posiblemente ahora si es
el momento de buscar un título adecuado para la misma, que podría ser
perfectamente:
“Similitudes (fonéticas) entre la toponimias
de la mayor isla africana y la menor (1) del archipiélago canario”
(1).No
quiero entrar en debates en este momento, quizás en otra ocasión, pero
considero que el Hierro es la menor de las islas Canarias.
Adjunto a continuación una breve lista de
accidentes geográficos de la isla del Hierro que tienen relación con todo lo comentado
anteriormente.
Montañas
Tanajara
|
Tanganasoga
|
Tembárgena
|
Tanagiscaba
|
Tábano
|
Tamasina
|
Tacorón
|
Tenesedra
|
Timbarombo
|
Tejeguate
|
Otros accidentes geográficos
Tifirabe
|
Tagasaste
|
Tijimiraque
|
Tejeteita
|
Tamaduste
|
Tancajote
|
Chiriminas
|
Tenesaita
|
Tibataje
|
Caseríos
Benetama
|
Santa Cruz de Tenerife, 24 de octubre de
2019.
©
José Solórzano Sánchez