lunes, 9 de marzo de 2015

Yo... me acuso. Capítulo IV.

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A pesar de las secuelas psicológicas que aún presentaba (me cuesta pensar que fuese yo la única persona en tales condiciones por  culpa de la experiencia vivida) traté de pasar página a todo lo ocurrido. Esperaba que poco a poco cicatrizasen las heridas, aunque las del alma son  muy complicadas de curar, y volver a tener la vida de siempre. Era evidente que nunca sería exactamente igual, pero al menos parecida. Comencé a retomar mis hábitos, entre ellos, volver los sábados al mercado a hacer la compra semanal de frutas y verduras. Hacía varios meses que no lo visitaba  y ojalá no lo hubiese hecho nunca más.

El segundo sábado que bajé a hacer la compra, cuando volvía hacia el parking cargado de bolsas y entretenido con mis pensamientos, me encontré de frente, saliendo del baño y secándose las manos, al tipo del colegio. Quedé petrificado, él ni siquiera se percató de mi presencia, iba con prisas en dirección a una zona  que yo  no solía visitar. Cuando lo perdí de vista y recobré la respiración, mi primera intención fue seguirlo, pero me entró un ataque de pánico, el primero que había experimentado en mi vida, corrí como loco hacia el coche, lancé las bolsas sin cuidado sobre el asiento trasero desparramando todo su contenido y regresé a casa.

Cuando aparqué el coche,  me di cuenta  de que no recordaba absolutamente nada de lo que había sucedido desde que perdí de vista a aquel tipo en el mercado hasta que apagué el motor. No sé cómo conseguí llegar a casa, tuve la suerte de  que era temprano y había poco tráfico o quizás un punto de consciencia me condujo en mi camino de vuelta. Solo sé que tenía un dolor de cabeza insoportable y sentía un intenso olor a quemado. Doblé la medicación que me correspondía en  aquel tiempo y pasé el resto del día durmiendo.

La mañana siguiente, el domingo, me encontraba  completamente recuperado. Comencé a recordar, aunque a disgusto, todo lo que había sucedido. Mi peor enemigo fue la sorpresa, que me bloqueó, pero ahora me encontraba en buenas condiciones para reflexionar. Jamás había hablado con nadie de este hombre, ni siquiera en casa, porque pensaba que a fin de cuentas no tenía relación con la historia. Pero debe ser que algo en mi interior no estaba completamente de acuerdo con esa percepción y fue lo que me bloqueó apenas lo vi. Pensando fríamente, no había motivo alguno para relacionarlo con las desapariciones. Llegué casi a convencerme de  que la tensión, los medicamentos y otras muchas cosas me estaban volviendo paranoico y posiblemente estaba exagerando en mis percepciones. Pero por otro lado, había algo dentro de mí que me decía lo contrario.

Al final, después de mucho reflexionar, llegué a la conclusión de que se trataría de un inmigrante como otros muchos que se habían trasladado a las islas en busca de una vida mejor. Seguramente sería un honrado padre de familia (las dos niñas eran la prueba evidente de ello) que habría encontrado un trabajo empleado en cualquier puesto del mercado. Además, iba vestido como otros muchos vendedores: pantalones y camiseta blanca, una especie de delantal también blanco y un gorro del mismo color. Así que me propuse no volver a pensar en él y lo aparentemente  lo conseguí.

El sábado siguiente regresé al mercado. Solía ser muy metódico y solo visitaba dos o tres puestos como máximo, dependiendo de lo que fuese a comprar. Durante más  treinta años he hecho lo mismo semanalmente, prácticamente sin cambiar de ruta, por eso hay muchos rincones que apenas he transitado. Sin embargo, al pasar por los baños volvió con fuerza la imagen del extranjero; me tranquilicé pensando que aquella zona de puestos a la que se dirigió la semana anterior, no la visitaba desde hacía años, por lo que posiblemente, aunque llevase mucho tiempo trabajando aquí, nunca lo había visto.  

Estaba a punto de subir por las escaleras mecánicas para iniciar mis compras cuando la curiosidad me pudo y sin darme cuenta me vi siguiendo el camino por el que perdí de vista al extranjero, sin saber por qué  o para qué. Al torcer, me encontré con un pasillo relativamente ancho, lleno de puestos de todo tipo y al fondo uno en el que se agolpaba una gran cantidad de personas. Y allí, tras el mostrador, a más altura que los clientes, como un director de orquesta, despachando a toda velocidad, se encontraba el extranjero. Me sorprendió sobre todo la numerosa clientela que esperaba ser atendida. Era relativamente temprano y casi todos los negocios del mercado  se encontraban completamente vacíos.

Había algo extraño en la escena, no sabía qué, y me acerqué a uno de los puestos cercanos. La dueña era una anciana, la conocía de vista desde hacía muchos años; antes vendía en otra zona y le compraba de vez en cuando. Cuando se produjo la remodelación general del mercado la trasladaron a este puesto, mucho más cómodo y amplio, pero con menos clientes potenciales, debido a su ubicación. La saludé, le pedí algo de fruta y disimuladamente, mientras me despachaba,  le pregunté por aquel negocio del fondo.

Me contó brevemente, pero con todo tipo de detalles, la historia y milagros del puesto y su propietario. Hacía poco más de un año que se lo había traspasado a su antiguo dueño. Toda la vida había se había dedicado a los salazones (jareas, bacalao, tollos, etc.) pero con poca venta debido a su ubicación. Solamente acudían a él los clientes de siempre, quizás por eso lo consiguió bastante barato. Al  nuevo dueño lo llaman “el ruso”, porque era oriundo “de aquellos países”. Apenas realizado el traspaso había puesto una carnicería en la que vendía todo tipo de productos y según palabras textuales “se estaba haciendo rico”.

Todo ello se debía a que de vez en cuando, sin tan siquiera anunciarlo, ponía a la venta  una carne muy especial que le mandaban de su país y la vendía a un  precio que muy poca gente se podía permitir pagar. Se comentaba que  ésta era tan especial que quien la probaba, no deseaba otra cosa que  repetir y estaba dispuesto a pagar lo que fuese. El problema era que no avisaba cuando se la suministraban y se acababa en poco tiempo, porque no le enviaban  mucha, por problemas de aduana o algo por el estilo.  Así que la gente se acercaba día sí y día no por si hubiese llegado.

Me confesó que siempre y a todas horas  tenía clientes que se acercaban, por lo general,  a preguntar por esa carne y aunque no hubiese llegado, aprovechaban para llevarse algún producto ya que se encontraban allí. Así que en esas condiciones debía de estar haciéndose rico, dicho esto con cierto tono de envidia o resquemor. No obstante, también me comentó que los propietarios de puestos del pasillo, entre los que se incluía, se sentían en cierto modo beneficiados. Desde que se había instalado la carnicería ese trasiego de gente había incrementado sensiblemente la clientela en una zona del mercado muy mal ubicada.

Me parecieron unos comentarios de lo más normal y después de pagar y  saludar con un “hasta luego” me dirigí a las escaleras mecánicas dispuesto a continuar con mis compras. Cuando pasaba por uno de los puestos de flores dirigí mi mirada hacia varios cubos de rosas rojas que se exponían. Tenían un brillo particular aquel día; sin pensarlo dos  veces cogí el móvil y las enfoqué dispuesto a tomar una foto. El brillo del rojo en la pantalla resultaba espectacular y justo cuando iba a tomar la instantánea, mi cerebro superpuso  en el objetivo la imagen del “ruso” con su delantal lleno de manchas rojas; de ese  momento solo recuerdo un vacío enorme en el estómago, una sensación de náuseas indescriptible y la perdida de la conciencia.

Cuando desperté,  me encontré rodeado por las vendedoras de flores y otras personas que se habían acercado para ver que sucedía. No me permitieron levantarme porque esperaban a una ambulancia  que estaba a punto de llegar. En cualquier caso, estaba tan aturdido que era incapaz de ponerme en pie. Sentía la sucesión de continuos escalofríos que recorrían mi cuerpo de pies a cabeza. En  unos instantes me vi sometido a un temblor intenso de todo mi cuerpo, tan fuerte, que casi me impedía hablar con fluidez, a pesar de que mi mente se iba aclarando poco a poco. Los enfermeros no detectaron daños físicos de importancia, excepto una pequeña erosión en la cabeza producto de la caída. No obstante, me recomendaron no conducir por el momento. Así que llamé a casa para que me recogiesen.

Durante el camino de vuelta fui incapaz de recordar nada de lo sucedido. Mi mente quedó en blanco durante todo el fin de semana. Pasé la mayor parte del tiempo durmiendo, un sueño profundo y reparador que me permitió afrontar la semana laboral en buen estado.

Pero esta sensación de calma duró muy poco, pasados unos días comenzaron las pesadillas: el “ruso” en su mostrador con dos enormes cuchillos en las manos y decenas de niños y niñas, muchos de ellos conocidos, que se dirigían a su puesto. Yo los observaba desde muy cerca, pero algo me impedía avisarles, no me veían, simplemente se dirigían a la carnicería confiados, como hipnotizados. Y de fondo, siempre, la melodía georgiana. 

En poco tiempo se reanudaron las desapariciones, la apatía y la sinrazón. Esta es la parte de mi relato que más me avergüenza, porque yo era posiblemente la única persona que conocía el secreto del “ruso”. Me vi arrastrado sin quererlo a su juego. Cada vez que se comunicaba alguna desaparición, al siguiente día, me las ingeniaba para acudir temprano al mercado y observar desde no muy lejos, con una curiosidad morbosa e insana, a todas aquellas personas que esperaban delante del mostrador de aquel individuo perverso que los había convertido en caníbales.

Me los imaginaba preparando la pequeña cantidad de carne adquirida a un precio exorbitante para consumirla como una “delicatessen”  o incluso compartirla con sus familias. Pensaba cómo reaccionarían si supiesen que en alguno de aquellos festines estaban consumiendo una parte de alguien próximo, vecino, conocido o incluso  familiar.

Al poco tiempo se interrumpieron estas visitas al mercado, porque el sentimiento de culpa y remordimiento se intensificaron de tan manera que me condujeron irremediablemente a la situación en la que me encuentro. Ya no hay remedio y perdón posible. No sé ni me interesa si han proseguido las desapariciones. Ahora solo tengo un objetivo: escapar a mis pesadillas.


Il barone Lamberto ©


Yo... me acuso. Capítulo III.

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La vida, no obstante, transcurría con normalidad; acudía al colegio con mucho esfuerzo, pero como siempre al pie del cañón, aunque mi carácter cambió por completo. Evitaba las bromas, el trato con compañeros, incluso con los padres. Pasaba solo la mayor parte del tiempo, en mis pensamientos y con una profunda preocupación de que algo  pudiera ocurrirle a cualquier alumno del centro. Aunque no observaba ningún signo de preocupación ni en sus padres ni en el resto de los profesores, tenía el convencimiento de que las  horas que pasaban allí estaban a salvo y eso me confortaba. Confiaba también en que las desapariciones jamás llegasen a Santa Cruz, y creo que  en cierto modo, los padres también pensaban lo mismo, porque no advertí ningún tipo de cambios a la hora de la recogida de los niños y niñas y tampoco se propusieron medidas especiales por parte del equipo directivo.

Cuando digo que la vida transcurría con normalidad hablo en sentido literal. Las fiestas se sucedían como ocurría habitualmente: día del Maestro, Navidad, Carnaval, Semana Santa… nada había cambiado en la ciudad, ni en nuestra vida cotidiana, mientras las desapariciones se sucedían en distintos lugares de la isla. Yo llegué a habituarme, quizás como consecuencia del tratamiento, y retomé mis viajes, buscando posiblemente escapar de aquella realidad que me oprimía.

No había vuelto a salir de la isla desde el verano anterior, no me apetecía; estaba enfadado con el mundo y con todo lo que me rodeaba. Me parecía una actitud ofensiva hacia los desaparecidos tan siquiera disfrutar un poco, como si nada hubiese ocurrido. Pero necesitaba cambiar de aires, eso era evidente. Con frecuencia me hacían comentarios sobre lo descuidado de mi aspecto; el espejo no mentía,  había envejecido mucho en pocos meses y solamente yo sabía por qué.

Nunca olvidaré mi primer día de vuelta después de las vacaciones de Semana Santa. Ocurrió ese lunes lo que tanto temía… lo que jamás pensé que tendría que vivir. Volvió a suceder, una nueva desaparición, esta vez en Santa Cruz y desgraciadamente, la  víctima fue un alumno del centro. No podía creerlo, no podía ser verdad. Es cierto que la desaparición tuvo lugar lejos del colegio, ya de noche, pero no por ello el impacto fue menor.

 Cuando leí la noticia por la mañana en la prensa digital me quedé clavado en la silla, sin fuerzas para levantarme. No se aclaraba demasiado en la noticia, simplemente la edad del desaparecido, siete u ocho años, y algunos datos relativos al momento de la desaparición. No se me pasó por la cabeza que pudiese ser uno de nuestros alumnos, de eso me enteré nada más llegar. No consigo explicarme como fui capaz de impartir mis clases con normalidad, pero hice un esfuerzo sobrehumano para mostrar tranquilidad ante los niños. Curiosamente, como comprobé más tarde, ese día no faltó ninguno y me dio mucho que pensar, me pareció extraño que cuando hay avisos de alerta, aun sin suspenderse las clases oficialmente,  faltara un treinta por ciento del alumnado, y en este caso no hubo ausencias, a pesar de que todo el mundo sabía lo que había ocurrido.

Sobre el caso, me resisto a escribir más, porque me resulta demasiado doloroso. Solo sé que cuando llegué a casa me derrumbé y caí en un estado de semiinconsciencia del que tardé horas en reponerme. Saqué fuerzas de flaqueza y cuando me sentí mejor traté de recordar todo lo que había ocurrido el lunes de la desaparición. Estaba seguro que tarde o temprano la policía  reuniría al  profesorado para preguntarnos si habíamos visto algo anormal ese día. Revisé mentalmente todo lo sucedido aquella mañana, incluso la tarde de exclusiva, pero a pesar del esfuerzo, no conseguí recordar nada  significativo que pudiese resultar de interés.

El miércoles por la mañana, mientras caminaba a clase como cada día, oyendo música con los auriculares, sentía una melodía georgiana que me gusta mucho y de pronto, como un flash, vino a mi mente una imagen del lunes que por unos instantes captó mi atención aunque rápidamente pasé por alto. En el momento de entregar los alumnos a sus padres, aquellos que no permanecen en el comedor, todo parecía normal. Es cierto que no conoces a todas las personas que esperan, pero por lo general se trata de gente que no desentona en la “fotografía”, por decirlo de alguna manera.

Sin embargo, el lunes anterior, por un instante vi a alguien que en cierto modo desentonaba, y no me explico por qué, pero la melodía georgiana me lo aclaró. Buscando  con la mirada entre los presentes a padres o madres de mis alumnos, mis ojos se encontraron  durante unos instantes con un tipo muy peculiar. Tenía el pelo rapado, ojos muy claros, tez extremadamente blanca y me miraba fijamente, posiblemente porque era el único profesor que en esos momentos se encontraba en la puerta. Tenía aspecto de europeo oriental, polaco, ruso o ucraniano y quizás por ello la música me lo devolvió a la memoria, porque eso fue lo que pensé sobre su origen, y lo corroboré cuando vi las dos niñas pequeñas, muy rubias que sujetaba con ambas manos, y  que debían ser sus hijas. Quizás la presencia de las niñas devolvió a la normalidad de la “foto”  aquella figura y la olvidé en ese momento.

Seguramente esa imagen  no tendría especial trascendencia para el caso, pero esperaba poderlo contar a la policía. Sin embargo, no hubo necesidad. Durante la mañana se nos informó por parte del equipo directivo que la policía estaba actuando según el protocolo, que el hecho no tenía nada que ver con el centro, y que se confiaba en que el alumno apareciese en cualquier momento. De todas formas, lo fundamental era transmitir una idea de tranquilidad a los alumnos y a las familias; también, que los miembros del AMPA tenían las mismas instrucciones y que lo más recomendable era evitar los comentarios sobre la desaparición.

Como podrá imaginar quien esté leyendo este texto el efecto de estos comentarios fue demoledor. Sufrí una auténtica recaída emocional. Volvían nuevamente los fantasmas. De nuevo la apatía, la normalidad, la resignación ante un hecho terrible. De nuevo percibía la actitud del avestruz escondiendo la cabeza. Por mucho que lo intentaba, no conseguía entenderlo. ¿Cómo era posible? Compañeros y compañeras que en cualquier situación darían lo que fuese por los alumnos, que se preocupaban y trataban de resolver cada uno de sus problemas,  ahora, ante un caso como este, se conformaban con el silencio.


En estas circunstancias y a pesar de mi situación anímica, cada vez más deteriorada, la vida continuó con normalidad. A ello contribuyó, sin lugar a dudas,    el hecho de que a los pocos días el delegado del Gobierno anunció una serie  de disposiciones para reforzar la seguridad en la ciudad; entre ellas,  el traslado de un centenar de policías  a Tenerife desde otras provincias para intensificar tanto el proceso de investigación como las labores de vigilancia. Parece que la medida surtió efecto, porque durante más de un mes no se repitieron las desapariciones, hasta el punto que llegué a pensar que la pesadilla había finalizado.

Il barone Lamberto ©

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Yo... me acuso. Capítulo II.

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Afortunadamente el tiempo pasó; comenzaron las clases, la vuelta al trabajo y a una vida más atareada. Después de dos meses toda aquella historia parecía algo irreal, un mal sueño simplemente. Ninguna información en la prensa o la televisión que reavivase preocupaciones o simplemente la curiosidad por saber si la policía había descubierto algo.

Pero nada ocurre porque sí, por casualidad. Una mañana leí en la prensa local que desde hacía dos días había desaparecido un niño de ocho años en uno de los barrios de Garachico. Ni siquiera aparecía la noticia con grandes titulares, y me extrañó. Simplemente se comentaba que existía el convencimiento de encontrarlo con vida en pocas horas. Pero no ocurrió.

 De nuevo tornó esa sensación de meses atrás. Me sorprendió nuevamente  la reacción de la gente. No parecía un tema como para conversar. Ni los compañeros del colegio, ni los padres ni siquiera los alumnos, que tan dados son a magnificar ciertas noticias, hicieron comentario alguno. Nadie aludía a una posible relación con las desapariciones ocurridas en el sur meses atrás, ni siquiera la policía a través de la prensa. Se daba por sentado que se trataría de un desgraciado accidente, ya que  el niño residía en las proximidades de un barranco de gran profundidad y se confiaba en encontrar, al menos su cuerpo, en poco tiempo. Pero no fue así.

Me daba la impresión de que la única persona en la isla y quizás fuera de ella que intuía cierta relación entre las tres desapariciones era yo. Esos pensamientos me provocaban una terrible sensación de impotencia; más aún porque nadie de mi entorno cercano mostraba el menor interés en abordar el tema, en compartir pensamientos u opiniones, ni en casa, ni en el trabajo, ni  los amigos.  

Pasaron unas semanas y hasta  logré convencerme de que todo había sido producto de la casualidad, triste y hasta horrible, pero pura casualidad. Lo único que no entendía es como no había aparecido el cuerpo del niño aún, a pesar de que presumiblemente continuaban los rastreos por la comarca. Pero me conformaba pensando que también había desaparecido un adulto en Las Cañadas tiempo atrás y tampoco se encontró rastro alguno.

Lo que ocurrió después me cuesta plasmarlo por escrito, pero tengo que hacerlo si quiero dejar constancia del infierno que he vivido en los últimos meses. A partir de  diciembre, las desapariciones de niños y niñas se multiplicaron. Se producían en intervalos de tiempo de dos o tres semanas, primero en La Matanza, luego en Fasnia, más tarde en Guía de Isora, altos de La Orotava, Vilaflor, La Guancha… etc. No recuerdo exactamente cuántos, pero sí que ya no podía hablarse de casualidades, porque sus cuerpos jamás se encontraron y la policía fue incapaz de hallar pista alguna.

Sin embargo, lo más que me afectaba y lo que me seguía resultando inexplicable era la reacción de las personas ante tamaña barbaridad. Las desapariciones eran asumidas con una pasividad pasmosa. Unos días de atención en la prensa y se pasaba página, como si se tratase de algo normal. Ningún signo de preocupación o de histeria colectiva por parte de las familias con niños. Me sorprendía enormemente la reacción de los padres de nuestros alumnos, que ante un caso de pediculosis en el aula eran capaces de llamar a la televisión o hacer una sentada con pancartas en la puerta del centro y ahora parecía que las desapariciones no les afectaban, como si a ellos no pudiese pasarles nada.

Yo no conseguía comprender absolutamente nada. Recordaba cuando tiempo atrás se produjeron dos casos similares en Gran Canaria y se desencadenó una auténtica explosión de solidaridad con las familias, tanto a nivel regional como nacional. Comprendo que con el tiempo las cosas van perdiendo fuerza… ¡pero esto estaba ocurriendo ahora mismo… casi cada semana! ¿Qué había pasado con las personas? Era como si al unísono bloquearan sus mentes consciente o inconscientemente para no pensar en una realidad tan terrible que les golpeaba y que había acabado para siempre con la tranquilidad de sus vidas.

Yo, por mi parte, seguía encerrado en mis pensamientos; la apatía de las personas que me rodeaban ante tales hechos me creaba tal estado de ansiedad,  que por primera vez en mi vida   acudí en busca de ayuda médica para algo que no fuese una dolencia puramente física. Empecé un tratamiento con tranquilizantes que no he dejado desde entonces, con la peculiaridad de que las dosis, en lugar de reducirse,  no han hecho sino incrementarse a lo largo del tiempo.

No podía dejar de pensar en las desapariciones; llegué al convencimiento de que debía tratarse de un caso de tráfico de órganos, no había otra explicación posible. Pero nadie aclaraba mis dudas, porque aparentemente era yo la única persona que las tenía. Imagino el dolor de las familias de los desaparecidos, pero incluso en este caso, su comportamiento no era el habitual. Lo normal hubieran sido los llamamientos a través de los medios de comunicación, las muestras de dolor, etc.; todo lo que espera uno en situaciones tan terribles;  pero parece que el único sentimiento que existía en las familias afectadas era la resignación silenciosa ante la pérdida. Quizás, como reflejo de la que mostraba la sociedad en su conjunto y especialmente las instituciones.


A pesar de todo, yo no me resignaba; llegó un momento en que más que las desapariciones, mis pensamientos se centraron noche y día en tratar de descifrar la reacción de la gente  ante estos casos. Llegué a pensar incluso, quizás como efecto de la medicación, que se trataba todo de un experimento del gobierno o de cualquier otro organismo supranacional, mediante el cual la población de la isla y del Archipiélago, debió ser tratada por algún sistema desconocido para cambiar su forma de pensar y actuar ante determinadas situaciones, y que solamente yo había escapado a esa intervención. Sé que es absurdo, algo de locos… pero la mente es libre, especialmente cuando está desesperada.

Il barone Lamberto ©

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Yo... me acuso. Capítulo I.

Santa Cruz de Tenerife, un miércoles cualquiera, tres y media de la madrugada.

Otra noche más de pesadillas y esa sensación de náusea continua que no me abandona desde aquel día. Tiempo atrás, despertarme a esta hora, después de unas pocas de sueño profundo, era algo agradable. Lavarte la cara, preparar un café, sentarte tranquilamente delante del ordenador cuando todos duermen, con el teclear de tus dedos como  único sonido que rompe este silencio absoluto… ¡no había modo mejor de comenzar un nuevo día!

Ahora, escapo como un cobarde de la cama nada más abrir los ojos, sin mirar siquiera al reloj; permanecer allí, aunque sea un instante, en medio de la oscuridad, significa tomar conciencia  de que esas  pesadillas forman parte de una realidad y  que yo, sin desearlo, soy el protagonista. Además, en un lugar, la cama, donde los problemas, miedos y temores se exageran hasta alcanzar proporciones que parecen definitivamente irresolubles. Ahora, antes de otra cosa, es imprescindible una ducha, porque despierto cada día completamente cubierto de sudor. Desconozco que mecanismos metabólicos se desencadenan durante esas pesadillas, pero lo cierto es que acaban con las sábanas completamente empapadas como si de un intenso proceso febril se tratase.

Hoy por fin me he decidido a escribir. Siento como día a día esta situación está afectándome profundamente y temo por mi equilibrio psíquico, ya bastante deteriorado; el físico y el emocional, los doy ya por perdidos. He llegado al extremo de considerar que la única solución posible sería acabar con mi vida, con esta tortura. Pero solo serviría, posiblemente,  para conseguir la paz y el descanso que necesito, pero no para resolver el problema, que continuaría, y entonces ¿de qué serviría mi sacrificio? Si al fin tomo esta decisión y lo que escribo en estos momentos cae en manos de alguien, como pretendo, seguro que pensará que había otras alternativas… ¡iluso!

Podría dirigirme a la policía, a los juzgados, a los periódicos,  ¡quién sabe adónde más!  y ¿para qué? Mi implicación en este asunto, aunque sea por omisión, es tan evidente, que estoy convencido de que automáticamente pasaría de delator a imputado sin ningún tipo de contemplaciones. Sinceramente, no me siento con las fuerzas necesarias para sobrellevar una situación de este tipo. Además, hay un sentimiento de culpa imposible de borrar, porque aquel sábado, tuve en mi mano la posibilidad de acabar con todo, o al menos de intentarlo, y sin embargo, no lo hice.

He buscado mil excusas y justificaciones desde aquel día, posiblemente muchas de ellas comprensibles ante una mente objetiva, pero de mi actitud a posteriori, soy solo yo el responsable y hasta cierto punto, cómplice, aunque sea emocional. Estoy convencido que es este precisamente el origen de mis pesadillas:  ¡el sentimiento de culpa y remordimiento!

Ya no recuerdo con exactitud cuándo comenzó todo. Creo que mi estado mental en estos momentos me impide precisar fechas, pero considerando otras circunstancias de mi vida por aquellos días, pienso que no ha pasado más de un año o año y medio. Es cierto que podría acudir a las hemerotecas, pero me resulta tan doloroso revivir ciertos acontecimientos que he desistido. De cualquier modo, tampoco sería relevante; más que las fechas, lo realmente importante son los hechos.

El primer caso se produjo en pleno verano, la zona turística del sur estaba abarrotada de visitantes. La noticia tuvo más repercusión internacional que local, quizás por el origen extranjero de la víctima. Apenas dos días  de información en algunos periódicos y en los telediarios regionales y el suceso desapareció por completo, incluso de las conversaciones habituales en estos casos. Lo que me resulta incomprensible, ahora y en aquellos momentos, es que cuando se produjo el segundo caso, sin que siquiera hubiera transcurrido un mes, de eso si tengo la certeza, la reacción fue similar. Es cierto que las víctimas eran turistas  y  que las familias regresaron a sus países a los pocos días, pero ¿no es lo suficientemente horrible la desaparición de dos niños de corta edad en menos de un mes y en el mismo lugar?

Como en la primera ocasión, la noticia se esfumó, incomprensiblemente, a los pocos días. Aparte de declaraciones oficiales, más preocupadas en recalcar que el sur de Tenerife era un destino complemente seguro para las familias que nos visitaban que de otra cosa, no se habló para nada de medidas de seguridad especiales. Lo único que se sabía es que la policía estaba haciendo su trabajo, que existían algunas pistas fiables y que no se podía aportar más información para no entorpecer las investigaciones.

En aquellos momentos ya empecé a convencerme  de que la reacción de la gente, y especialmente de mi entorno, no era la previsible en casos como este. Me extrañaba la apatía, el considerar que eran situaciones “casi” normales. Trataba continuamente de buscar explicaciones. Es cierto que estábamos en verano; en vacaciones quizás se ven las cosas de otra manera y solo se piensa en descansar y disfrutar. También recordaba a la niña inglesa desaparecida hacía varios años en Portugal y de la que nada se sabía; posiblemente se pensaba que serían casos similares que con seguridad nunca se resolverían. Solamente la casualidad y posiblemente algo de mala suerte, determinaron que se produjesen en la isla.

Pero todos estos pensamientos los guardaba para mí; era imposible verbalizarlos ya que cuando intentaba hacer algún comentario al respecto me encontraba con un muro; nadie continuaba la conversación, como si temiesen siquiera abordarla. Me recordaban al avestruz y la cabeza en el agujero. Me exasperaba enormemente la falta de solidaridad y de empatía con las familias. Era evidente que  poco o  nada se podía hacer, pero al menos procedía  un comentario piadoso. ¿Quién no tiene niños cerca? Hijos, sobrinos, vecinos, conocidos, alumnos... Me parecía inconcebible que la gente se estremeciese con imágenes sobre el sufrimiento infantil que periódicamente aparecían en la televisión y en cambio, fuese incapaz de expresar un mínimo de piedad por unos niños desaparecidos en la  isla hacía apenas unos días.

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