jueves, 30 de julio de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 14. ADEJE Y ARONA. LOS REDENTORES DEL SUR.




                                   




Adeje es una localidad y también un municipio que se singulariza, por múltiples razones, en el contexto de la vertiente meridional de la isla; pero también es un personaje, igualmente singular, de nuestro relato.

Son muchas las características que lo definen y que a su vez lo diferencian del resto de los protagonistas de esta “saga familiar”. En primer lugar,  no existe ningún tipo de parentesco  con la “ilustre dama”, al menos directo; sin embargo, como ya hemos visto en algunos capítulos anteriores, de manera “indirecta” muy pronto empezó a relacionarse con ésta y como tendremos ocasión de comprobar, acabará emparentando con los Nivaria-Achinech.

Seguramente el lector recordará la sincera relación de amistad que se estableció entre aquella niña que bajó de Chasna hasta los pies de la montaña Chayofita para recuperarse de su bronquitis y aquel viejo caballero.  La Orotava experimentó a partir de entonces un sentimiento de  enorme admiración por aquel señor tan educado, que en nada se parecía a los que estaba acostumbrada a tratar, ni por sus maneras, por su forma de expresarse e incluso en su modo de vestir. Pasados los años, La Orotava comprendió que aquel sentimiento respondía sencillamente al hecho de que había sido el primer “Caballero” (con mayúsculas) con quien que se había topado.

No es de extrañar por tanto, que cuando nació su hija le propusiera que la apadrinase y como ya vimos, la niña fue bautizada, a petición de éste, con el nombre de la santa que se veneraba en la iglesia parroquial de aquella localidad sureña, Santa Úrsula.

Otra de las características diferenciadoras de nuestro protagonista con respecto al resto de personajes “sureños” es que si exceptuamos Güímar, Adeje se ha caracterizado siempre por constituir un verdadero “oasis” en medio del árido sur isleño. Este hecho adquiere verdadera relevancia si consideramos que la localidad se encuentra en la zona baja de la comarca, a escasos tres kilómetros en línea recta de la costa. En efecto, desde los  momentos que siguieron a la conquista y hasta bien entrado el siglo XX la inmensa mayoría de la población en el espacio comprendido entre la ladera de Guímar y los Gigantes, se situó en las zonas medias y altas, por encima de los 500 metros de altitud, para aprovechar la  humedad y los suelos de mejores condiciones. Por el contrario, el espacio situado por debajo de esta zona fue siempre un erial semidesértico dedicado al pastoreo y con algunos pequeños enclaves costeros donde la pesca de bajura y el tráfico de cabotaje constituían su medio de vida.

Por lo tanto, Adeje es el único municipio entre los nueve que conforman este área donde la capital municipal se ubica precisamente en esta franja semidesértica, a unos 300 metros de altitud, al borde de un escarpe del barranco de El Agua, nombre con el que se conoce al tramo inferior del barranco de El Infierno. Las restantes cabeceras municipales se sitúan entre los 500 y 700 metros de altitud, incluso muy por encima de esta isohipsa, como por ejemplo Santiago del Teide (925 m.) o Vilaflor (1.400 m.).

Otras peculiaridades del término se refieren al hecho de que es el único de toda la vertiente meridional donde afloran materiales considerados de los más antiguos de la isla, concretamente en el barranco de El Infierno y en los roques de El Conde, Imoque y Abinque. Por último, Adeje es junto con Güímar el único espacio de la vertiente meridional que contó con un ingenio azucarero y extensas plantaciones de caña, merced a la existencia de considerables caudales de agua y con ello, damos paso al origen de la entidad, precisamente a consecuencia de este ingenio azucarero.

En efecto, poco tiempo después de la conquista, un mercader genovés llamado Cristóbal de Ponte obtuvo del Adelantado don Alonso  tierras y aguas en el antiguo menceyato de Adeje, donde su hijo estableció un ingenio a mediados del siglo XVI y extendió el cultivo de la caña por la zona, aprovechando las aguas del barranco de El Infierno. El producto obtenido se exportaba a través del pequeño embarcadero de La Caleta. Si bien es cierto que la ruina llegó unas décadas después ante la competencia de la producción americana, el ingenio continuó funcionando hasta el siglo XIX, aunque orientando su producción al mercado interior.

Se considera a esta familia los fundadores del caserío de Adeje, donde trazaron la primera calle y erigieron un castillo o torreón, denominado desde entonces Casa Fuerte. Un siglo después, uno de sus descendientes obtuvo de la Corona el señorío y el título de marqués de la villa homónima.

Como hemos dicho, Adeje constituyó casi inmediatamente después de la conquista un islote de riqueza agrícola en medio del árido “Sur”, término éste  al que volveremos más adelante, pues requiere, a mi modo de ver,  de ciertas precisiones.  Este “oasis” se encontraba muy alejado de las principales localidades de la isla, por lo que las familias pudientes solían contar con un pequeño grupo de profesores e instructores de todo  tipo  para atender a la educación de sus vástagos, al menos durante sus primeros años. Ni que decir tiene que este grupo de personas solía residir junto con la familia que les contrataba. La Casa Fuerte contaba con numerosas dependencias anejas para sirvientes y todo tipo de trabajadores. El lector recordará que  su vecino, el Conde del Pinalito y la Fuente Amarga, organizó  algo similar para sus hijas Arona y Granadilla.

Pues bien,  Adeje en sus primeros años recibió una esmerada educación, muy marcada por la influencia italiana, tanto por el origen de su familia como por el hecho de que sus educadores fueron contratados en diversas regiones de aquel país. Además de esmerada, la atención que recibió fue muy exclusiva, dado que el niño era hijo único y no existían otros familiares o vecinos de su rango con los que compartir aquellas atenciones.

La verdad es que  éste, durante su infancia y adolescencia, solo abandonó la Casa Fuerte en contadas ocasiones. Alguna que otra vez por las fiestas la Virgen de Candelaria, a la que acudían las familias principales de Nivaria, sobre todo para hacer ostentación de su riqueza y poder, cuando no, para que los jóvenes casaderos tuvieran ocasión de conocerse y quien sabe, si fijar algún que otro compromiso matrimonial. Según parece su familia era la propietaria de la conocida “Cueva de San Blas”.

También visitó en algunas oportunidades la ciudad de Aguere acompañando a sus padres para alguna que otra celebración oficial; por último, viajó una vez a Las Palmas, donde un pariente por línea materna fue consagrado como obispo. Aclarar que se iba en  pequeños navíos entre La Caleta y Añazo y lo mismo la vuelta. A Las Palmas se trasladaron desde Añazo en un navío de mayor envergadura.

A él lo que le gustaba realmente era acercarse a las playas vecinas  y bañarse con los hijos de los pescadores y los cargadores del embarcadero de La Caleta. Esta afición no era bien vista por la familia y se obviaba siempre que se podía. Además existía el peligro de corsarios y piratas que infestaron las costas isleñas durante mucho tiempo. No obstante, las malas lenguas contaban que uno de sus antepasados  había mantenido relaciones de amistad y comercio con el corsario inglés John Hawkins, a través de cual se había introducido en sus tierras algunos esclavos negros para trabajar en el ingenio. A pesar de que era un tema al que jamás se aludía, era evidente que tenía bastantes visos de ser cierto, dada la presencia de numerosas familias que mantenían ciertos rasgos africanos, a pesar de que con el paso de las generaciones y el mestizaje su tez se había ido aclarando. Esto era especialmente patente en aquellas que tradicionalmente se habían dedicado a la servidumbre en la Casa Fuerte.

Por tanto, las visitas a la playa eran bastante esporádicas, aunque había una cita anual a la que su familia no podía faltar y donde ocupaba un lugar de honor. Se trataba de las fiestas de San Sebastián en la Playa de la Enramada, donde tras la misa algunos jinetes entraban con su caballos en el mar. Desde muy cerca los observaba, convencido de que tarde o temprano él también podría hacerlo algún día.

El recuerdo más impactante de sus  primeros años fue cuando acompañó a su padre y a algunos trabajadores del ingenio a inspeccionar y reparar los canales hasta su inicio, justo bajo una enorme cascada. Su sonido ensordecedor conforme se iban acercando le recordaba algún libro que había leído donde se narraban las exploraciones de los conquistadores españoles en el continente americano y la descripción que se hacían de aquellas cascadas y cataratas.

Aunque fue la primera y única vez que llevó a cabo aquella “excursión” siempre tuvo el deseo de repetirla cuando fuese algo mayor; sin embargo, por circunstancias de la vida, no pudo cumplir sus deseos hasta que ya asomaban en sus sienes las primeras canas.


El chico estaba destinado a la carrera  de las armas, como su padre, pues no hay que olvidar que el señor de Adeje tenía ciertas competencias militares y la Casa Fuerte, perfectamente artillada, era un baluarte fundamental en la defensa de aquellas tierras frente a las incursiones piráticas. Sin embargo, su familia decidió que antes debería pasar un tiempo  con sus familiares genoveses para conocer ciertos aspectos de la actividad comercial, que no eran incompatibles con la carrera de las armas. Pero nadie imaginaba que lo que iba a ser simplemente una temporada más o menos larga, alejado de Nivaria, se iba a convertir en un periodo de tiempo bastante prolongado, por lo que el  entonces muchacho  no volvió a pisar la isla hasta que pasaba de la cuarentena.

Nada más llegar a Génova comenzó a familiarizarse con las actividades mercantiles en la compañía que poseían sus familiares. El chico era avispado para los negocios y si a eso unimos algunos golpes de buena suerte, se explica que en muy poco tiempo se decidiese a iniciar la aventura del comercio en solitario. Creó su propia empresa y se especializó en el comercio del mármol de Carrara. Prueba de ello es que intervino de manera decisiva a la llegada a Santa Cruz de la fuente de la Plaza de Weyler, elaborada en mármol de Carrara  por el genovés A. Canessa, que formaba parte de su grupo de amigos.

En un breve espacio de tiempo y gracias al apoyo de sus familiares italianos, pese a su juventud, consiguió crear una fortuna considerable. Aparte de los negocios, hay que señalar que el muchacho nada más llegar a Génova quedó deslumbrado por la vida urbana y todo lo que ello implica, especialmente si  se cuenta con una economía saneada. Acostumbrado al pequeño caserío de Adeje, que apenas contaba con una calle, o al embarcadero de La Caleta, es fácil comprender el impacto que le produjo su estancia en Génova, que por aquellos años era una de las principales ciudades italianas y sin duda uno de sus puertos más importantes. Allí descubrió su historia, arte y  cultura, que lo deslumbraron por completo. Sin descuidar los negocios, que eran un soporte fundamental para su aventura en el continente, se dedicó a viajar a lo largo y ancho de “la bota”  e islas adyacentes, alternando con artistas de todo tipo, visitando museos, bibliotecas, iglesias y como no, ruinas romanas. Consiguió dotarse de una sólida formación cultural, mejoró su italiano y aprendió perfectamente  francés, requisito indispensable de un caballero de importancia; además  también adquirió nociones de inglés y alemán. Estas últimas, en un futuro iban a serle de mucha ayuda, aunque él ni siquiera lo imaginase.

Disfrutaba tanto de su vida en aquel país, que prácticamente se olvidó de Nivaria, manteniendo durante varias décadas solamente contacto epistolar con sus familiares; daba la impresión  que jamás volvería a la tierra que lo vio nacer. De su vida más íntima poco conocemos, apenas algunas pinceladas. Los Ponte ligures residían en Génova, en las cercanías del puerto, desde donde supervisaban sus negocios, aunque en la época estival  solían trasladarse a la localidad de Santa Margherita, en la Riviera, de la que eran oriundos y donde poseían grandes propiedades. Allí acudían a pasar largas temporadas muchos conocidos  de la familia, sobre todo miembros del gremio de los comerciantes y navieros, pero también componentes de la pequeña nobleza piamontesa y lombarda.

De todo el tiempo que pasó en Italia, el recuerdo más intenso que Adeje mantuvo siempre, aunque con un sabor agridulce, fue un fugaz idilio apenas llegado al país, y por lo tanto, cuando era aún muy joven. Este fue muy breve, apenas un simple verano, siendo el foco de su atención la hija de un noble piamontés, llamada Arona, que residía habitualmente a orillas del lago Maggiore. Poco se sabe de esta historia, aunque en  síntesis podemos decir que la chica, muy guapa y rica, era bastante mayor que él aunque congeniaron a la perfección. Sin embargo, a pesar de que el muchacho pertenecía a la pequeña nobleza y en su momento heredaría el mayorazgo de su familia, el idilio no llegó a buen término porque los progenitores de la chica temían que el matrimonio significase perderla de vista definitivamente, dado que como era evidente, en caso de matrimonio se trasladarían a vivir a las Islas. Para ellos, una vez pasado Gibraltar, todo era lo mismo, Canarias, Argentina, Cuba o Boston.

El golpe fue bastante fuerte y aparentemente significó que el muchacho pasara definitivamente de compromisos amorosos, no sabemos si por el chasco, o porque después de Arona, el resto de las mujeres carecían de interés, al menos para comprometerse seriamente. Según sus allegados este fue el motivo por el que Adeje decidió que la soltería sería el estado más adecuado si deseaba convertirse en un “bon vivant”. Y parece ser que no le fue del todo mal durante el tiempo que permaneció en “il bel paese”.

La vida transcurría apacible y generosa en todos los sentidos para Adeje, pero como suele ocurrir, el tiempo es traicionero y el chico de ayer se fue transformando en un madurito cuyas sienes empezaban a ya a clarear. Se dejó llevar por la inercia y en muy raras ocasiones se le pasaba por la cabeza la posibilidad de retornar a la isla.  Pero el destino es implacable y actúa con determinación; llegaron noticias del fallecimiento de su padre y una vez organizada la gestión de los negocios regresó a la casa familiar. Por herencia paterna se convirtió en Marqués de Adeje y Conde de La Gomera y a partir de entonces estableció su residencia en la Casa Fuerte.

El lector recordará que en el capítulo dedicado a la familia de “Los Acentejo” se hace referencia a nuestro protagonista y a la playa del Bobo. En efecto, aunque su residencia oficial era la Casa Fuerte, situada en la parte más elevada de la calle Grande, casi todo el tiempo lo pasaba en la casona que poseía en la costa, a no mucha distancia, en la playa del Bobo. Ya hemos mencionado  como le gustaba la playa cuando era pequeño y ahora nadie podría impedirle disfrutarla a su antojo. Este hecho explica su tez morena, poco usual en los caballeros de la época y que constituía otro elemento más de su singular aspecto y personalidad, que llamaba mucho la atención en aquella Nivaria de su época.

Adeje continuó con su vida relajada y placentera,  debido especialmente al “aplatanamiento” del ambiente insular, bastante diferente de que experimentó en Italia. En realidad, podríamos considerarlo, al menos por sus costumbres, como el precedente de tantos jubilados europeos que tras una intensa vida  vienen a disfrutar de la calma y el buen clima de nuestros rincones en sus últimos años; pero  con algunas diferencias, en efecto,  el Marqués era  tan “del país” como el gofio o las papas bonitas y aún le quedaba mucho para “jubilarse”.

Muchos pensaban que desde que regresó de Italia, Adeje fijaría su residencia en alguna de las localidades más importantes de Nivaria, como La Orotava, Aguere o Añazo, incluso en Las Palmas, donde las posibilidades  de relacionarse con sus “iguales” eran mucho mayores. Sin embargo, se equivocaron por completo; en efecto,  las damas de la aristocracia insular solían comentar en sus reuniones, aunque utilizando otros términos más metafóricos,  que tras su retorno a Nivaria,  Adeje se había “enconejado” en aquel “sur”, al que apenas abandonaba,  evitando que alguna de aquellas jóvenes y no tan jóvenes  “casaderas” pudieran satisfacer sus aspiraciones de emparentar con tan  interesante  y adinerado personaje.


Aunque aparentemente hubiese alejado de su cabeza la idea de contraer matrimonio, esto no significa que se tratase de un santo, más bien  todo lo contrario. De sus andanzas en Italia, como hemos dicho, poco se conoce; pero de lo ocurrido en Nivaria existen numerosas referencias, primero por la proximidad física de sus aventuras y segundo, porque dada su posición social, su carácter de “señor” en sus tierras, no tenía nada que ocultar, ni nadie que le censurase. No se confunda el lector, porque Adeje siempre fue un caballero, como solían decir, en la mesa, en la cama y en la iglesia.

Su primera aventura tuvo lugar con una muchachita de los caseríos altos, hija de un medianero y que trabajaba de sirvienta en la Casa Fuerte y más tarde en su residencia de la playa del Bobo. Se llamaba La Concepción y con ella tuvo tres hijos a lo largo de una relación que duró algunos años: los gemelos Tijoco de Arriba y Tijoco de Abajo y más tarde el benjamín, Taucho. Evidentemente no reconoció a ninguno de ellos, que fueron registrados como hijos de madre soltera o padre desconocido, aunque todo el mundo sabía muy bien quien era, incluso el párroco que los bautizó. Era una costumbre, para evitar problemas legales y de herencia, pero tampoco dio pie a reproches o reclamaciones, porque como dijimos anteriormente era un auténtico caballero. Una vez que acabó la relación con  La Concepción, para ser sustituida  por otra muchacha en su alcoba, cedió amplios terrenos tanto a la madre como a sus vástagos, además de una notable dotación económica.

Los tres se dedicaron a la agricultura y curiosamente, los apelativos de “alto y bajo” con los que se designaron a los gemelos, no hacen referencia a su estatura, tal como ocurrió con Los Realejos, sino al lugar en el que se asentaron cuando se independizaron:  Tijoco de Abajo se estableció en las medianías bajas, relativamente cerca de la costa, mientras que Tijoco de Arriba, lo hizo en la zona alta, lo mismo que Taucho, el benjamín.  Si observamos un mapa del término de Adeje, es curioso observar como los tres aparecen muy cerca de su madre, prácticamente rodeándola, como si quisieran protegerla, quien sabe  de qué.

Más tarde se relacionó con La Caleta, hija de un pescador y con ella tuvo, obviamente, al Puertito. La relación duró muy poco, pero igualmente Adeje se comportó con madre e hijo como se esperaba de él, compensándoles económicamente de una manera generosa.

Para finalizar, la última relación de la que se tiene conocimiento, al menos, de las que hay constancia de algún “fruto”, fue con una muchachita de la vecina Isora, de nombre Tejina.  De esa breve historia nació otro niño, o si quiere el lector, otra “entidad” al que llamaron Fañabé. Curiosamente y aunque tampoco lo reconoció como hijo propio, al menos oficialmente,  desde su nacimiento sintió una especial predilección por él. Le dedicó bastante atención  enviándolo incluso a estudiar a Aguere. El chico cursó Magisterio y regresó a su localidad a ejercer como maestro, acompañado de una chica del norte, compañera de estudios, denominada La Caldera. Se establecieron muy cerca de Adeje, donde ella atendía la escuela de niñas y él la de niños; posteriormente, cuando llegó a la comarca el agua procedente de las galerías de Arico y Fasnia, el matrimonio invirtió sus ahorros en la agricultura, cubriendo de un verde manto de plataneras todos sus terrenos. Lo que ocurrió “después”  con las  plataneras lo comentaremos más adelante en este mismo capítulo.

Esta relación de aventuras amorosas quedaría incompleta si no nos hacemos eco de la información existente relativa a la Gomera. Como dijimos, el mayorazgo llevaba aparejados los títulos de  Marqués de Adeje y Conde de La Gomera, por lo que las visitas de nuestro protagonista a la isla colombina eran frecuentes, ya que eran muchos los intereses que allí tenía. Hay que tener en cuenta que los señores controlaban desde el siglo XVIII todo el comercio de la orchilla que se producía en sus posesiones. La recolección de este preciado liquen,  que luego se exportaba como colorante natural a Europa, era una actividad complementaria de los campesinos pobres, aunque luego los señores lo comercializaban y este era uno de los motivos de su visita anual a La Gomera. La recolección de la orchilla la realizaban tanto hombres como mujeres y precisamente allí conoció a una de estas valerosas féminas que escalaban riscos en busca del preciado producto. La chica se llamaba Hermigua y de aquella relación nació un chico, El Cedro, que con el tiempo emigró a América, donde no hizo demasiada fortuna. A  su vuelta y por intercesión de su madre, su “padrino”, el Conde, le consiguió un puesto de guarda forestal en los montes de la isla colombina.

Llega ahora el momento de ocuparnos del segundo protagonista de este capítulo, aunque ya en otros anteriores hemos presentado algunas pinceladas del mismo. Como sabemos, Arona es la primogénita del matrimonio formado por la “señora de las montañas”, Vilaflor de Chasna  y el conde del Pinalito y la Fuente Amarga, titular del Mayorazgo de Chasna; pertenece, por tanto, a la familia de los Nivaria-Achinech, siendo La Laguna su abuela materna.

      Comentamos también que Arona repetía el modelo de su madre y sus tías Güímar y Fasnia: introvertida, obediente y no demasiado agraciada físicamente; además, la personalidad arrolladora de su hermana Granadilla la mantuvo siempre en un segundo plano. Aunque su madre jamás hizo diferencias entre su prole, incluso con su hijo “adoptivo”, Arona experimentó desde muy niña el ninguneo al que  directa o indirectamente la sometieron tanto su abuela como su tía La Orotava, que desde que nació su hermana volcaron en ella todo su afecto e interés.

        Durante la mayor parte de su infancia y juventud el tiempo que compartió con su hermana se redujo en la mayor parte de las veces a los periodos vacacionales, por lo que no podemos hablar de la convivencia normal entre hermanos. A pesar de ello, ambas se profesaban un fuerte afecto y aunque poseían caracteres tan diferentes, lo cierto es que jamás se produjo entre ellas  desencuentro alguno.

        Sabemos que tras la muerte de su padre vivió algunos años interna en un colegio de religiosas donde cursó sus estudios elementales. El centro se hallaba situado en la Villa y allí, además de la escolaridad, compartió juegos y confidencias con su prima Santa Úrsula, a la que se halla muy unida desde entonces. Los estudios secundarios, como su prima, también los realizó en el Instituto de Canarias de Aguere, residiendo durante aquellos años en un internado para “señoritas” que se había creado poco tiempo antes en la ciudad. Durante aquel periodo mantuvo su estrecha relación con su prima, en cuya casa pasaba la mayor parte de las tardes preparando las tareas y merendando. Por el contrario, a su hermana apenas la veía, dado que se le hacía muy cuesta arriba ir a la residencia de la matriarca y siempre encontraba algún pretexto para no hacerlo. Únicamente se acercaba hasta allí cuando su madre venía a visitarlas; también había otras ocasiones en la que por cualquier  motivo se reunían todas en casa de la abuela, donde se celebraban las ya legendarias “comidas familiares”.

       A diferencia de Santa Úrsula que se decantó por la Historia, llegado el momento de iniciar sus estudios superiores, la chica, para sorpresa de todos o casi todos, optó por la Teología. En efecto, su madre ya conocía desde hacía algún tiempo las intenciones de Arona y fue la única que entendió y apoyó su decisión, dado que como sabemos, años antes ella había tenido las mismas inquietudes intelectuales. En cuanto conoció sus deseos puso a su disposición todo el material que poseía y que se encontraba guardado en dos baúles en casa de la matriarca. La chica tuvo las cosas mucho más fáciles que su progenitora y pudo asistir junto a otras alumnas, en su mayoría monjas, a las clases que ofrecían los agustinos en su facultad.

    Arona, además de a sus estudios, se dedicaba a impartir catequesis en algunas parroquias laguneras y a colaborar en todo lo que podía en las distintas actividades del obispado, como por ejemplo,  la organización de las celebraciones de Semana Santa. Si a ello unimos que no se le conocía pretendiente alguno, no es de extrañar que para todos iba encaminada, o sí o sí, a la carrera religiosa.  No había duda entre familiares y conocidos que más pronto que tarde la muchacha anunciaría su ingreso en cualquiera de los conventos de Aguere.

        Sin embargo, como ya sabemos, las cosas resultaron muy diferentes a lo esperado, porque en cuanto Vilaflor llevó a cabo el reparto de sus tierras entre sus vástagos, la chica se trasladó a vivir a Abona cerca de sus familiares y lo de la vida “contemplativa” se quedó en un “veremos”.

         Arona, en este reparto,  recibió una amplia franja de terreno entre Chasna y el mar. Por el oeste, el barranco del Rey servía de límite con las tierras de Adeje, mientras que por el este, confinaba con las de su hermano San Miguel, aunque sin la existencia de cualquier accidente geográfico que las delimitase, por lo que como solían decir, eran más bien unos límites “artificiales”.

También hemos hablado  de que en cuanto finalizó sus estudios se asentó definitivamente en Abona, escogiendo como lugar de residencia un espacio situado a los pies de la meseta de La Escalona, a unos 600 m. de altitud y relativamente cerca de la residencia de su madre. Allí se encontraba, desde el siglo XVII,  una ermita bajo la advocación de San Antonio Abad; dadas sus excelentes relaciones con el obispado, Arona consiguió que en muy poco tiempo aquella  se transformase en la parroquia de toda su jurisdicción.

Además de la administración de sus tierras, Arona continuó ampliando sus estudios de Teología y colaborando en las distintas actividades del obispado, para lo cual tenía que  trasladarse frecuentemente  a Aguere.  Como sabemos, era una mujer más bien tímida y enemiga de conflictos, del tipo que fuesen. A pesar de su espíritu conciliador, tuvo que hacer frente a una serie de problemas con uno de sus vecinos al poco tiempo de establecerse en Abona. Aunque era dueña de la mayor parte de las tierras de su jurisdicción, existían también en la zona otros propietarios, el más  importante de los cuales era el denominado Valle de San Lorenzo. Éste, convencido de su preeminencia en el lugar, se incomodó bastante cuando Arona se asentó en la comarca. Su orgullo “machista” se sintió herido por tratarse de una mujer, joven, soltera, con estudios y además mucho más rica que él.

Inmediatamente comenzaron los litigios y reclamaciones por cuestiones de lindes y propiedad de fuentes y nacientes. Arona, sin perder la calma, y asesorada por su hermana Granadilla, supo resolver sin más todos los asuntos que su vecino le fue presentando. Dado que no conseguía intimidar a la recién llegada, decidió utilizar otros medios. Se consideraba lo suficientemente apuesto como para cortejarla y comprometerla, al fin y al cabo, era un modo de conseguir sus propósitos: “sujetarla” como esposa y al mismo tiempo disfrutar de sus posesiones, como consorte. Éste era, como podrá imaginar el lector, un petulante que incluso había cambiado su antigua denominación de “Valle del Ahijadero”, por la de San Lorenzo, al considerarla más “distinguida”.


Evidentemente la estrategia no surtió efecto, porque Arona no era una de aquellas medianeras  a las que podía seducir sin complicaciones. Al final se impuso la cordura y las aguas volvieron a su cauce. Sobre todo tras el matrimonio de El Valle con una chica de La Orotava, denominada La Florida y que había venido a trabajar a sus tierras como jornalera hacía un tiempo. La muchacha era bastante guapa y simpática, además tenía una hermana gemela, del mismo nombre, que aún sigue viviendo en el valle de Taoro.

Nada más acabar con estos “problemas vecinales” y cuando parecía que por fin Arona podría disfrutar con tranquilidad de su “refugio” sureño, ocurrió aquel triste episodio familiar que ya comentamos en un capítulo anterior. En efecto, su cuñada Las Zocas falleció debido a las complicaciones posteriores al parto de su sobrino Guargacho. Como buena hermana y no teniendo otras obligaciones, Arona se trasladó temporalmente al domicilio de su hermano San Miguel para ayudarle  como decía ella “a sacar adelante” a la criatura. Además de madrina y tía, ésta se comportó con el niño como una verdadera madre  surgiendo entre ambos un afecto que no ha hecho sino crecer a lo largo de los años.

Durante un tiempo se tomó tan en serio su papel de “madre” que llegó a creerse que era este su destino: una tranquila soltería complementada por una maternidad “por encargo”. No obstante, parece que la ansiada estabilidad desaparecía cuando menos lo esperaba, tal como ocurrió pasado un tiempo. En efecto, a partir del matrimonio de sus hermanos, expresión que aunque resulte chocante, solía utilizar con bastante frecuencia, Arona regresó a su casa con el convencimiento de haber cumplido con su deber y el agradecimiento de San Miguel.

Siempre recordará este periodo como la etapa más feliz de su vida, al menos hasta ese momento. Sin embargo, no tenía demasiadas esperanzas en que las cosas pudiesen mejorar y se conformó con seguir para adelante, al fin y al cabo, su familia más directa residía muy cerca y ella había renunciado ya a tener la suya “propia”. Por su cabeza jamás pasó la idea del extraordinario futuro que le deparaba el destino y el giro espectacular que daría su vida; en poco tiempo encontraría al que sería ya para siempre el amor de su vida, con el que crearía la familia con la que había soñado más de una vez y que  se convertiría en una de las más prósperas de Nivaria. Además, ella, que hasta el momento había pasado prácticamente desapercibida en la historia insular, se convertiría en la tercera localidad, perdón persona, de mayor relevancia económica  y demográfica de Nivaria, tras su tía Santa Cruz y su abuela.

Adeje y Arona, aunque vecinos, eran unos auténticos desconocidos el uno para el otro. Ella sabía de él lo justo, que era un noble cuya familia residía en el Sur desde los tiempos de la conquista, por lo cual tenía cierta relación con su familia y que además era el padrino de su prima y mejor amiga Santa Úrsula. Éste conocía aún menos de ella, ni siquiera su nombre, simplemente que era la primogénita de su vecina la “señora de las montañas” y que desde  hacía un tiempo se había asentado al otro lado del barranco del Rey.

Resultó que con la llegada del agua procedente de Arico y Fasnia a la comarca de Abona surgió la necesidad de prolongar el sistema de canales, imprescindibles para la puesta en valor de sus tierras. Por este motivo, a ambos protagonistas de este capítulo  no les quedó otro remedio que celebrar una serie de reuniones para organizar en común la defensa de sus intereses. Hay que decir que el flechazo fue inmediato desde el primer encuentro. Adeje, a pesar de que se conservaba bastante bien, podríamos calificarlo ya como un “señor mayor” y Arona tampoco era  una niña.

Además de ser una mujer muy educada y de trato agradable, lo que en un primer lugar llamó la atención del Marqués  fue su nombre; le pareció que no era pura casualidad conocer en este momento de su vida a una mujer  tan interesante y con el mismo nombre de aquel primer amor frustrado en la Italia de su juventud. También consideró que no era casual que dos localidades, perdón, quise decir dos mujeres, tuviesen la misma denominación cuando pertenecían a ámbitos geográficos y culturales tan diferenciados; porque de la italiana no conocía su origen, pero de la canaria todo apuntaba a una procedencia aborigen, quien sabe con qué significado. Lo cierto es que la pareja de “propietarios” realizaron más reuniones de las estrictamente necesarias y al final, “lo uno llevó a lo otro”, como diría Fasnia, la tía de la muchacha y ambos convinieron en que no sería mala idea compartir juntos el resto de sus días.

Eran personas adultas e independientes y no estaban en condiciones de perder el tiempo en convencionalismos sociales. Así que tras informar a la familia de la muchacha, porque él no tenía a quién, fijaron la fecha de la boda. Ésta se celebró en la iglesia de Santa Úrsula de Adeje que reunía mejores condiciones que la recién creada parroquia de San Antonio Abad y además se encontraba muy próxima a la Casa Fuerte, donde se agasajaría a los invitados. Asistieron la mayor parte de los familiares de la novia, excepto, como el lector podrá imaginar, la matriarca, para la que trasladarse a la comarca representaba algo tan trabajoso como viajar al virreinato de Nueva España. Actuó de padrino en la ceremonia el hermano de aquella, San Miguel y como madrina Santa Úrsula, que además de prima y mejor amiga de la contrayente era ahijada del novio.

No vamos a extendernos en pormenores de aquel evento aunque sí señalar que durante la ceremonia, Güímar observó algo en la iglesia que llamó poderosamente su atención; sabemos de su prudencia y discreción, por lo que no nos sorprende que esperase a un momento más adecuado para abordar la cuestión.



Los protagonistas de aquella jornada, como dijimos, no estaban en edad de someterse a formalismos, por lo que en la misma noche de bodas se propusieron “incrementar” el número de componentes de la recién creada familia: primero llegó el primogénito, Los Cristianos y más tarde la benjamina, Las Galletas.

La pareja obvió el trámite de “la luna de miel” e inmediatamente puso su interés en temas más prosaicos, pero indudablemente más rentables. Tenían como objetivo sacar a ese espacio insular al que todos denominaban “El Sur” de su atraso tradicional y echaron mano de lo que consideraban el medio más efectivo en aquellos momentos. Aunque ya su cuñada y hermana Granadilla había iniciado algunos intentos en el desarrollo del cultivo del tomate, con la construcción del canal del Sur, este alcanzó una expansión sin precedentes en las jurisdicciones del nuevo matrimonio. Llevaron a cabo una ingente labor roturadora y en pocos años la mayor parte de la zona baja de ambos términos se cubrió, junto al de las tomateras,  de un verde manto de plataneras salpicado de estanques e invernaderos. Esta expansión agrícola atrajo a una nutrida corriente inmigratoria desde otros lugares de Nivaria y también de La Gomera.

Como sabemos, desde hacía décadas, numerosas familias gomeras se asentaban temporalmente  en el Sur durante la zafra del tomate y posteriormente lo hicieron de manera definitiva tras el “boom” de la construcción y los servicios. Es éste  el caso del matrimonio formado por Cabo Blanco y Buzanada,  oriundos de Hermigua y Agulo, respectivamente y de sus hijas La Camella y La Sabinita. Con anterioridad había llegado una paisana suya, natural de Vallehermoso llamada Guaza, que se estableció a los pies de la montaña homónima y se empleó como jornalera en los invernaderos próximos. Tuvo amores con un “hippie” de los que nació su hijo Palm Mar, que también habita junto a la montaña de Guaza, pero en una caravana junto a la playa.

Después de un tiempo de celebrada la boda, o mejor podríamos decir, del tiempo necesario, llegaron los hijos. Al primero, como hemos dicho, le impusieron el nombre de Los Cristianos; éste había heredado de su padre el gusto por la playa y todo lo que tuviese que ver con el mar; no por ello descuidó su formación intelectual, cursando la carrera de medicina en la recién creada facultad de Aguere. Una vez cumplido este compromiso, más que nada por agradar a sus padres, se entregó de lleno a lo que le gustaba. Se estableció a los pies de la montaña Chayofita, amplió el embarcadero que existía en el lugar desde tiempo inmemorial y se dedicó al tráfico de cabotaje, tanto con la flamante capital provincial como con la isla de La Gomera. Paralelamente creó una cofradía con los pescadores que residían en el lugar y montó una pequeña fábrica conservera.

Dotado de un espíritu emprendedor envidiable, se asoció más tarde con un doctor sueco al que había conocido en un congreso e instalaron una clínica junto a la playa. Siguiendo la tradición del turismo de salud en la que la isla fue pionera, ésta acogía a enfermos nórdicos con diferentes dolencias que acudían al lugar en busca de los beneficios del clima. Esta clínica fue el germen de una incipiente corriente turística que con los años convirtió a los términos de Adeje y Arona en uno de los principales destinos vacacionales de ámbito  nacional e internacional.

Los Cristianos se casó, años más tarde,  con Las Américas, una chica catalana que había sido Miss Europa y cuya familia colaboró con grandes inversiones en el desarrollo turístico del lugar, por lo que en unos años, todo aquel manto verde de plataneras e invernaderos, con los que sus padres y su hermanastro Fañabé habían recubierto la zona baja de la comarca, fue sustituido por otro “multicolor” de hoteles, apartamentos, centros de ocio, “aquaparks”, etc.

Gracias a este desarrollo turístico y residencial, los municipios de Adeje y Arona vinieron a representar en el sur de la isla el mismo papel que su primo el Puerto de la Cruz en la zona norte unas décadas atrás, pero como salía decirse en las reuniones familiares, “a lo grande”. Por este motivo, en un breve espacio de tiempo  (breve  si lo comparamos con los más de 500 de historia de la familia Nivaria-Achinech) lograron “redimir” de ese papel marginal que la vertiente meridional de la isla había representado prácticamente desde la conquista, hasta convertirla en lo que la prensa denominaba “el motor económico de Tenerife”.

Las  Galletas es la benjamina de la familia; de pequeña estuvo muy unida a su madre y a su primo Guargacho. Granadilla solía decir cuando los veía juntos “con la cosa de primo, más me arrimo” y ella sabía muy bien por lo que lo decía; parecía que estaban abocados a un matrimonio “familiar” como el de aquella; sin embargo, en cuanto la chica se fue a estudiar  “Administración y dirección de empresas” a Aguere y posteriormente se trasladó a Bruselas como estudiante de “Erasmus”, los lazos que los unían se fueron relajando y solo se veían ocasionalmente cuando ella venía a Nivaria por vacaciones.

Como su hermano, Las Galletas heredó de su padre el gusto por el mar y la playa. Cuando tenía ocasión  se perdía varios días con su tienda de campaña por los “caletones”  que existían en las proximidades de la punta de Rasca, una zona semidesértica y completamente deshabitada. En Bruselas conoció a un  belga adinerado con el que se casó y que se vino con ella cuando regresó a la isla; éste quedó vivamente impactado por aquellos paisajes salvajes y consideró que tenía grandes posibilidades como negocio. La pareja creó en la costa aronera la que muchos consideran la primera “ciudad de vacaciones” del país. La denominaron TEN-BEL, nombre que hacía referencia al lugar de nacimiento de sus propietarios y muy pronto se convirtió en ejemplo para la “industria turística”. Con el tiempo, toda aquella zona litoral comprendida entre la montaña Amarilla y Las Galletas pasó a denominarse Costa del Silencio.

Su primo Guargacho, como ya sabemos, más apegado a su tía Arona que a su madre adoptiva, Granadilla, en cuanto se independizó se asentó en las tierras paternas que lindaban con las de Arona. Ésta por su parte le cedió unos terrenos próximos, por lo que de la noche a la mañana se convirtió en una de las pocas entidades de Nivaria, quizás la más importante de aquellas, que se sitúa a caballo entre dos términos municipales, por lo que podríamos decir que se trata de una entidad “desdoblada”. En efecto,  sus casi seis mil habitantes se distribuyen casi a partes iguales entre El Monte o Guargacho, perteneciente al término de San Miguel de Abona y Guargacho, correspondiente al de Arona, separados o unidos, según se mire, por una calle dedicada al premio Nobel Camilo José Cela.

Por otra parte, hace ya algún tiempo, a finales de los años setenta del siglo pasado, se asentó en este sector del término aronero, en las proximidades de Las Galletas y Costa del Silencio, un inmigrante retornado según parece de Cuba o Venezuela, aunque la información no es muy precisa; lo que sí es evidente es que tanto él como su esposa, bastante más joven, llamada La Estrella, tienen  un acento venezolano muy marcado. A él lo llaman El Fraile y parece que abandonó la isla hace ya bastante tiempo, pero nadie ha conseguido saber de qué municipio procede o a qué familia pertenece.

El autor de este relato ha hecho ciertas averiguaciones, aprovechando su amistad tanto con algunos miembros de la familia Nivaria-Achinech como con vecinos de El Fraile. Solo aquellos lectores que han seguido los diferentes capítulos de esta historia, especialmente el dedicado a Güímar, están en condiciones de entender de quién se trata y a ellos va destinada esta información que ofrezco en primicia. De los datos que he conseguido recoger y contrastar estoy en condiciones de afirmar de El Fraile no es ni más ni menos que el marido de Güímar, aquél  joven que escapó a tierras americanas nada más descubrirse el “pufo” de su presunta riqueza. Después de saltar de virreinato en virreinato y posteriormente, de república en república, acabó regresando a la isla que lo vio nacer con el mayor  sigilo del que fue capaz. Yo soy muy respetuoso con la intimidad de las personas y si aquél desea permanecer en un estricto anonimato, no voy a ser quien lo descubra. Me fío de la discreción de los posibles lectores, por lo que les ruego que permitamos entre todos que aquel triste episodio permanezca en el olvido, por el bien de sus protagonistas.

Llegados a este punto del relato, convendría abordar la existencia de un “gran engaño” que en la opinión de Güímar hemos sufrido los habitantes de la isla y del Archipiélago en su conjunto y que sería oportuno esclarecer. El lector recordará que durante la ceremonia de la boda entre los protagonistas de este capítulo, Güímar, tía de la novia, observó algo en la iglesia que llamó poderosamente su atención; sin embargo, prefirió no hacer comentario alguno hasta llevar a cabo algunas averiguaciones.

Mientras esperaba el comienzo de la ceremonia, interesada como estaba en el patrimonio cultural de la isla, hizo un breve recorrido por la iglesia admirando las distintas esculturas que allí se exponían. Entre ellas encontró un “facsímil” de la primitiva imagen de la virgen de Candelaria que los pastores guanches habían encontrado en las playas de Chimisay. En la conciencia colectiva de los habitantes de Nivaria existe la creencia incuestionable que la imagen original, aquella del siglo XIV, había desaparecido en el mar con el aluvión de 1826; pero Güímar conocía muy bien la antigua imagen, había orado a sus pies infinidad de veces hasta su desaparición y notó algo extraño en aquella reproducción. Algún tiempo después, en una de sus visitas a su sobrina Arona, le pidió autorización para examinarla alegando que estaba llevando a cabo un trabajo de investigación y efectivamente, pudo comprobar que tal imagen era la original, la que se creía desaparecida y no una reproducción: el niño tenía en su espalda un pequeño rasguño, burdamente repintado, que ella conocía muy bien, pues durante algún tiempo había ostentado el cargo de camarera de la “Virgen Negra” de Candelaria.

Comprobado el engaño, se entrevistó con el Marqués, al cual no le quedó más remedio que reconocer el secreto tan bien guardado por su familia. En efecto, le confesó que en 1826, el entonces Marqués de Ponte, patrono y protector de la virgen, en connivencia con los frailes agustinos y consciente de los peligros que acechaban a la imagen, había entrado de noche en la iglesia y ésta fue trasladada a Adeje. Durante la conversación convinieron que era mejor dejar las cosas tal como estaban, entrar en litigios y aclaraciones podría afectar a la devoción que los isleños profesaban a aquella otra imagen que se encontraba en la recién inaugurada Basílica y al mismo tiempo, dañar la reputación de los antepasados del Marqués, que al fin y al cabo ya era de la familia.

Aclarado este punto y antes de finalizar el capítulo quisiera abordar otra cuestión que considero pertinente. Aunque son ya varias las historias de esta saga familiar en los que se han narrado las vidas de algunos términos, perdón, personajes, cuya existencia se desarrolla en lo que conocemos como “sur” de la isla y ante las preguntas de algunos lectores, especialmente peninsulares, creo que es el momento de llevar a cabo ciertas puntualizaciones al respecto, basadas eso sí en la opinión de este humilde “juntaletras”.

El término  “Sur” es bastante impreciso, si no en cuanto a características climatológicas, paisajísticas e incluso históricas, sí en lo que respecta a su delimitación. Pero hasta en el aspecto estrictamente “geográfico” o “cartográfico” presenta bastantes contradicciones para el que no es isleño. ¿Cómo le podríamos explicar a un foráneo que Buenavista del Norte o El Tanque,  localidades a las que un tinerfeño identificaría sin lugar a dudas como  “del norte”, atendiendo a las coordenadas geográficas están ligeramente más al sur que otras como Candelaria o Radazul ?
Siguiendo con la delimitación de este espacio, el confín occidental no se presta a confusión alguna, porque nadie va a discutir que se situaría en el valle de Santiago, incluso si quisiéramos, podríamos prolongarlo  por los  acantilados de Los Gigantes, casi hasta Teno.

Por el contrario, mayor dificultad existe en lo que respecta a su linde oriental, porque en este caso el acuerdo no es tan evidente. Para muchos, el “Sur” empieza, saliendo desde Santa Cruz, en cuanto sobrepasamos la curva que hace la autopista bajo Hoya Fría; para otros, este límite se ha situado tradicionalmente en Barranco Hondo, que separa dos municipios considerados de ámbitos diferenciados: El Rosario y Candelaria.

La  “ilustre dama”, entre otros muchos, lo sitúa en la ladera de Güímar, mientras que también hay quienes lo ubican algo más  adelante, en el barranco de Herques, considerado el límite tradicional entre los antiguos menceyatos de Güímar y Abona. Como podrá comprobar el lector, esta delimitación del confín  “septentrional” responde a una gran variedad de motivos, opiniones y consideraciones, lo que determina que su ubicación oscile casi en 25 kilómetros.

Hay incluso otra propuesta, de mi amiga Carolina, que traslada esta divisoria unos kilómetros más al oeste. Aunque pueda parecer osada, no carece de sensatez y sobre todo de “conocimiento de causa”. Este confín se situaría  aproximadamente en el cauce del barranco del Río, que separa los términos de Arico y Granadilla de Abona. Es obvio, que aunque vecinos, ambos municipios  ejemplifican la existencia de dos espacios claramente diferenciados, especialmente en su historia reciente. Curiosamente, hace ya algunas décadas, en los primeros estudios de geografía de la población, hubo quien denominó a este espacio el “S-SW” insular.

Con lo que acabamos de exponer,  soy más partidario de utilizar, en el caso de que nos refiramos al “Sur“, en general, en su sentido más amplio, como “vertiente meridional de la isla”, incluso como han hecho algunos investigadores “el sotavento insular”, en contraposición a la “vertiente septentrional de la isla” o  “de barlovento”, que sería la concreción de lo que en la mente del tinerfeño se identifica como “Norte”. Esta clasificación hace referencia fundamentalmente a la posición de ambas en relación a los vientos alisios, que son los que determinan las diferencias de humedad y por tanto, de vegetación  y cultivos entre una y otra.


Cuando estamos finalizando las últimas líneas de este capítulo se ha producido un hecho que posiblemente tendrá consecuencias impredecibles para el futuro de la pareja protagonista del mismo. Me refiero a la denominada ”pandemia” del 2020, que no es la única que ha afectado a este espacio geográfico, ni tan siquiera a Tenerife, pero si la más reciente. Esperamos que sus efectos no trunquen el espléndido presente y el próximo futuro de esta admirable pareja y de sus familiares.




José Solórzano Sánchez ©