Adeje es
una localidad y también un municipio que se singulariza, por múltiples razones,
en el contexto de la vertiente meridional de la isla; pero también es un
personaje, igualmente singular, de nuestro relato.
Son muchas
las características que lo definen y que a su vez lo diferencian del resto de
los protagonistas de esta “saga familiar”. En primer lugar, no existe ningún tipo de parentesco con la “ilustre dama”, al menos directo; sin
embargo, como ya hemos visto en algunos capítulos anteriores, de manera
“indirecta” muy pronto empezó a relacionarse con ésta y como tendremos ocasión
de comprobar, acabará emparentando con los Nivaria-Achinech.
Seguramente
el lector recordará la sincera relación de amistad que se estableció entre
aquella niña que bajó de Chasna hasta los pies de la montaña Chayofita para
recuperarse de su bronquitis y aquel viejo caballero. La Orotava experimentó a partir de entonces un
sentimiento de enorme admiración por
aquel señor tan educado, que en nada se parecía a los que estaba acostumbrada a
tratar, ni por sus maneras, por su forma de expresarse e incluso en su modo de
vestir. Pasados los años, La Orotava comprendió que aquel sentimiento respondía
sencillamente al hecho de que había sido el primer “Caballero” (con mayúsculas)
con quien que se había topado.
No es de
extrañar por tanto, que cuando nació su hija le propusiera que la apadrinase y
como ya vimos, la niña fue bautizada, a petición de éste, con el nombre de la
santa que se veneraba en la iglesia parroquial de aquella localidad sureña,
Santa Úrsula.
Otra de
las características diferenciadoras de nuestro protagonista con respecto al
resto de personajes “sureños” es que si exceptuamos Güímar, Adeje se ha
caracterizado siempre por constituir un verdadero “oasis” en medio del árido
sur isleño. Este hecho adquiere verdadera relevancia si consideramos que la
localidad se encuentra en la zona baja de la comarca, a escasos tres kilómetros
en línea recta de la costa. En efecto, desde los momentos que siguieron a la conquista y hasta
bien entrado el siglo XX la inmensa mayoría de la población en el espacio
comprendido entre la ladera de Guímar y los Gigantes, se situó en las zonas
medias y altas, por encima de los 500 metros de altitud, para aprovechar
la humedad y los suelos de mejores
condiciones. Por el contrario, el espacio situado por debajo de esta zona fue
siempre un erial semidesértico dedicado al pastoreo y con algunos pequeños
enclaves costeros donde la pesca de bajura y el tráfico de cabotaje constituían
su medio de vida.
Por lo
tanto, Adeje es el único municipio entre los nueve que conforman este área
donde la capital municipal se ubica precisamente en esta franja semidesértica, a
unos 300 metros de altitud, al borde de un escarpe del barranco de El Agua,
nombre con el que se conoce al tramo inferior del barranco de El Infierno. Las
restantes cabeceras municipales se sitúan entre los 500 y 700 metros de
altitud, incluso muy por encima de esta isohipsa, como por ejemplo Santiago del
Teide (925 m.) o Vilaflor (1.400 m.).
Otras
peculiaridades del término se refieren al hecho de que es el único de toda la
vertiente meridional donde afloran materiales considerados de los más antiguos
de la isla, concretamente en el barranco de El Infierno y en los roques de El
Conde, Imoque y Abinque. Por último, Adeje es junto con Güímar el único espacio
de la vertiente meridional que contó con un ingenio azucarero y extensas
plantaciones de caña, merced a la existencia de considerables caudales de agua
y con ello, damos paso al origen de la entidad, precisamente a consecuencia de
este ingenio azucarero.
En
efecto, poco tiempo después de la conquista, un mercader genovés llamado
Cristóbal de Ponte obtuvo del Adelantado don Alonso tierras y aguas en el antiguo menceyato de
Adeje, donde su hijo estableció un ingenio a mediados del siglo XVI y extendió
el cultivo de la caña por la zona, aprovechando las aguas del barranco de El
Infierno. El producto obtenido se exportaba a través del pequeño embarcadero de
La Caleta. Si bien es cierto que la ruina llegó unas décadas después ante la
competencia de la producción americana, el ingenio continuó funcionando hasta
el siglo XIX, aunque orientando su producción al mercado interior.
Se
considera a esta familia los fundadores del caserío de Adeje, donde trazaron la
primera calle y erigieron un castillo o torreón, denominado desde entonces Casa
Fuerte. Un siglo después, uno de sus descendientes obtuvo de la Corona el
señorío y el título de marqués de la villa homónima.
Como
hemos dicho, Adeje constituyó casi inmediatamente después de la conquista un
islote de riqueza agrícola en medio del árido “Sur”, término éste al que volveremos más adelante, pues requiere,
a mi modo de ver, de ciertas
precisiones. Este “oasis” se encontraba
muy alejado de las principales localidades de la isla, por lo que las familias
pudientes solían contar con un pequeño grupo de profesores e instructores de
todo tipo para atender a la educación de sus vástagos,
al menos durante sus primeros años. Ni que decir tiene que este grupo de
personas solía residir junto con la familia que les contrataba. La Casa Fuerte
contaba con numerosas dependencias anejas para sirvientes y todo tipo de
trabajadores. El lector recordará que su
vecino, el Conde del Pinalito y la Fuente Amarga, organizó algo similar para sus hijas Arona y
Granadilla.
Pues
bien, Adeje en sus primeros años recibió
una esmerada educación, muy marcada por la influencia italiana, tanto por el
origen de su familia como por el hecho de que sus educadores fueron contratados
en diversas regiones de aquel país. Además de esmerada, la atención que recibió
fue muy exclusiva, dado que el niño era hijo único y no existían otros
familiares o vecinos de su rango con los que compartir aquellas atenciones.
La verdad
es que éste, durante su infancia y
adolescencia, solo abandonó la Casa Fuerte en contadas ocasiones. Alguna que
otra vez por las fiestas la Virgen de Candelaria, a la que acudían las familias
principales de Nivaria, sobre todo para hacer ostentación de su riqueza y
poder, cuando no, para que los jóvenes casaderos tuvieran ocasión de conocerse
y quien sabe, si fijar algún que otro compromiso matrimonial. Según parece su
familia era la propietaria de la conocida “Cueva de San Blas”.
También
visitó en algunas oportunidades la ciudad de Aguere acompañando a sus padres
para alguna que otra celebración oficial; por último, viajó una vez a Las
Palmas, donde un pariente por línea materna fue consagrado como obispo. Aclarar
que se iba en pequeños navíos entre La Caleta
y Añazo y lo mismo la vuelta. A Las Palmas se trasladaron desde Añazo en un
navío de mayor envergadura.
A él lo
que le gustaba realmente era acercarse a las playas vecinas y bañarse con los hijos de los pescadores y
los cargadores del embarcadero de La Caleta. Esta afición no era bien vista por
la familia y se obviaba siempre que se podía. Además existía el peligro de
corsarios y piratas que infestaron las costas isleñas durante mucho tiempo. No
obstante, las malas lenguas contaban que uno de sus antepasados había mantenido relaciones de amistad y
comercio con el corsario inglés John Hawkins, a través de cual se había
introducido en sus tierras algunos esclavos negros para trabajar en el ingenio.
A pesar de que era un tema al que jamás se aludía, era evidente que tenía
bastantes visos de ser cierto, dada la presencia de numerosas familias que
mantenían ciertos rasgos africanos, a pesar de que con el paso de las
generaciones y el mestizaje su tez se había ido aclarando. Esto era
especialmente patente en aquellas que tradicionalmente se habían dedicado a la
servidumbre en la Casa Fuerte.
Por
tanto, las visitas a la playa eran bastante esporádicas, aunque había una cita
anual a la que su familia no podía faltar y donde ocupaba un lugar de honor. Se
trataba de las fiestas de San Sebastián en la Playa de la Enramada, donde tras
la misa algunos jinetes entraban con su caballos en el mar. Desde muy cerca los
observaba, convencido de que tarde o temprano él también podría hacerlo algún
día.
El
recuerdo más impactante de sus primeros
años fue cuando acompañó a su padre y a algunos trabajadores del ingenio a
inspeccionar y reparar los canales hasta su inicio, justo bajo una enorme
cascada. Su sonido ensordecedor conforme se iban acercando le recordaba algún
libro que había leído donde se narraban las exploraciones de los conquistadores
españoles en el continente americano y la descripción que se hacían de aquellas
cascadas y cataratas.
Aunque
fue la primera y única vez que llevó a cabo aquella “excursión” siempre tuvo el
deseo de repetirla cuando fuese algo mayor; sin embargo, por circunstancias de
la vida, no pudo cumplir sus deseos hasta que ya asomaban en sus sienes las
primeras canas.
El chico
estaba destinado a la carrera de las
armas, como su padre, pues no hay que olvidar que el señor de Adeje tenía
ciertas competencias militares y la Casa Fuerte, perfectamente artillada, era
un baluarte fundamental en la defensa de aquellas tierras frente a las incursiones
piráticas. Sin embargo, su familia decidió que antes debería pasar un
tiempo con sus familiares genoveses para
conocer ciertos aspectos de la actividad comercial, que no eran incompatibles
con la carrera de las armas. Pero nadie imaginaba que lo que iba a ser
simplemente una temporada más o menos larga, alejado de Nivaria, se iba a
convertir en un periodo de tiempo bastante prolongado, por lo que el entonces muchacho no volvió a pisar la isla hasta que pasaba de
la cuarentena.
Nada más
llegar a Génova comenzó a familiarizarse con las actividades mercantiles en la compañía
que poseían sus familiares. El chico era avispado para los negocios y si a eso
unimos algunos golpes de buena suerte, se explica que en muy poco tiempo se
decidiese a iniciar la aventura del comercio en solitario. Creó su propia
empresa y se especializó en el comercio del mármol de Carrara. Prueba de ello
es que intervino de manera decisiva a la llegada a Santa Cruz de la fuente de
la Plaza de Weyler, elaborada en mármol de Carrara por el genovés A. Canessa, que formaba parte
de su grupo de amigos.
En un
breve espacio de tiempo y gracias al apoyo de sus familiares italianos, pese a
su juventud, consiguió crear una fortuna considerable. Aparte de los negocios,
hay que señalar que el muchacho nada más llegar a Génova quedó deslumbrado por
la vida urbana y todo lo que ello implica, especialmente si se cuenta con una economía saneada.
Acostumbrado al pequeño caserío de Adeje, que apenas contaba con una calle, o
al embarcadero de La Caleta, es fácil comprender el impacto que le produjo su estancia
en Génova, que por aquellos años era una de las principales ciudades italianas
y sin duda uno de sus puertos más importantes. Allí descubrió su historia, arte
y cultura, que lo deslumbraron por
completo. Sin descuidar los negocios, que eran un soporte fundamental para su
aventura en el continente, se dedicó a viajar a lo largo y ancho de “la bota” e islas adyacentes, alternando con artistas de
todo tipo, visitando museos, bibliotecas, iglesias y como no, ruinas romanas.
Consiguió dotarse de una sólida formación cultural, mejoró su italiano y
aprendió perfectamente francés,
requisito indispensable de un caballero de importancia; además también adquirió nociones de inglés y alemán. Estas
últimas, en un futuro iban a serle de mucha ayuda, aunque él ni siquiera lo
imaginase.
Disfrutaba
tanto de su vida en aquel país, que prácticamente se olvidó de Nivaria,
manteniendo durante varias décadas solamente contacto epistolar con sus familiares;
daba la impresión que jamás volvería a
la tierra que lo vio nacer. De su vida más íntima poco conocemos, apenas
algunas pinceladas. Los Ponte ligures residían en Génova, en las cercanías del
puerto, desde donde supervisaban sus negocios, aunque en la época estival solían trasladarse a la localidad de Santa
Margherita, en la Riviera, de la que eran oriundos y donde poseían grandes
propiedades. Allí acudían a pasar largas temporadas muchos conocidos de la familia, sobre todo miembros del gremio
de los comerciantes y navieros, pero también componentes de la pequeña nobleza
piamontesa y lombarda.
De todo
el tiempo que pasó en Italia, el recuerdo más intenso que Adeje mantuvo
siempre, aunque con un sabor agridulce, fue un fugaz idilio apenas llegado al
país, y por lo tanto, cuando era aún muy joven. Este fue muy breve, apenas un
simple verano, siendo el foco de su atención la hija de un noble piamontés,
llamada Arona, que residía habitualmente a orillas del lago Maggiore. Poco se
sabe de esta historia, aunque en síntesis podemos decir que la chica, muy guapa
y rica, era bastante mayor que él aunque congeniaron a la perfección. Sin
embargo, a pesar de que el muchacho pertenecía a la pequeña nobleza y en su
momento heredaría el mayorazgo de su familia, el idilio no llegó a buen término
porque los progenitores de la chica temían que el matrimonio significase perderla
de vista definitivamente, dado que como era evidente, en caso de matrimonio se
trasladarían a vivir a las Islas. Para ellos, una vez pasado Gibraltar, todo
era lo mismo, Canarias, Argentina, Cuba o Boston.
El golpe
fue bastante fuerte y aparentemente significó que el muchacho pasara
definitivamente de compromisos amorosos, no sabemos si por el chasco, o porque
después de Arona, el resto de las mujeres carecían de interés, al menos para
comprometerse seriamente. Según sus allegados este fue el motivo por el que
Adeje decidió que la soltería sería el estado más adecuado si deseaba convertirse
en un “bon vivant”. Y parece ser que no le fue del todo mal durante el tiempo
que permaneció en “il bel paese”.
La vida
transcurría apacible y generosa en todos los sentidos para Adeje, pero como
suele ocurrir, el tiempo es traicionero y el chico de ayer se fue transformando
en un madurito cuyas sienes empezaban a ya a clarear. Se dejó llevar por la
inercia y en muy raras ocasiones se le pasaba por la cabeza la posibilidad de
retornar a la isla. Pero el destino es
implacable y actúa con determinación; llegaron noticias del fallecimiento de su
padre y una vez organizada la gestión de los negocios regresó a la casa
familiar. Por herencia paterna se convirtió en Marqués de Adeje y Conde de La
Gomera y a partir de entonces estableció su residencia en la Casa Fuerte.
El lector
recordará que en el capítulo dedicado a la familia de “Los Acentejo” se hace
referencia a nuestro protagonista y a la playa del Bobo. En efecto, aunque su
residencia oficial era la Casa Fuerte, situada en la parte más elevada de la
calle Grande, casi todo el tiempo lo pasaba en la casona que poseía en la
costa, a no mucha distancia, en la playa del Bobo. Ya hemos mencionado como le gustaba la playa cuando era pequeño y
ahora nadie podría impedirle disfrutarla a su antojo. Este hecho explica su tez
morena, poco usual en los caballeros de la época y que constituía otro elemento
más de su singular aspecto y personalidad, que llamaba mucho la atención en
aquella Nivaria de su época.
Adeje
continuó con su vida relajada y placentera,
debido especialmente al “aplatanamiento” del ambiente insular, bastante
diferente de que experimentó en Italia. En realidad, podríamos considerarlo, al
menos por sus costumbres, como el precedente de tantos jubilados europeos que
tras una intensa vida vienen a disfrutar
de la calma y el buen clima de nuestros rincones en sus últimos años; pero con algunas diferencias, en efecto, el Marqués era tan “del país” como el gofio o las papas
bonitas y aún le quedaba mucho para “jubilarse”.
Muchos
pensaban que desde que regresó de Italia, Adeje fijaría su residencia en alguna
de las localidades más importantes de Nivaria, como La Orotava, Aguere o Añazo,
incluso en Las Palmas, donde las posibilidades
de relacionarse con sus “iguales” eran mucho mayores. Sin embargo, se
equivocaron por completo; en efecto, las
damas de la aristocracia insular solían comentar en sus reuniones, aunque
utilizando otros términos más metafóricos, que tras su retorno a Nivaria, Adeje se había “enconejado” en aquel “sur”,
al que apenas abandonaba, evitando que
alguna de aquellas jóvenes y no tan jóvenes “casaderas” pudieran satisfacer sus
aspiraciones de emparentar con tan
interesante y adinerado
personaje.
Aunque
aparentemente hubiese alejado de su cabeza la idea de contraer matrimonio, esto
no significa que se tratase de un santo, más bien todo lo contrario. De sus andanzas en Italia,
como hemos dicho, poco se conoce; pero de lo ocurrido en Nivaria existen
numerosas referencias, primero por la proximidad física de sus aventuras y
segundo, porque dada su posición social, su carácter de “señor” en sus tierras,
no tenía nada que ocultar, ni nadie que le censurase. No se confunda el lector,
porque Adeje siempre fue un caballero, como solían decir, en la mesa, en la
cama y en la iglesia.
Su
primera aventura tuvo lugar con una muchachita de los caseríos altos, hija de
un medianero y que trabajaba de sirvienta en la Casa Fuerte y más tarde en su
residencia de la playa del Bobo. Se llamaba La Concepción y con ella tuvo tres
hijos a lo largo de una relación que duró algunos años: los gemelos Tijoco de
Arriba y Tijoco de Abajo y más tarde el benjamín, Taucho. Evidentemente no
reconoció a ninguno de ellos, que fueron registrados como hijos de madre
soltera o padre desconocido, aunque todo el mundo sabía muy bien quien era,
incluso el párroco que los bautizó. Era una costumbre, para evitar problemas
legales y de herencia, pero tampoco dio pie a reproches o reclamaciones, porque
como dijimos anteriormente era un auténtico caballero. Una vez que acabó la
relación con La Concepción, para ser
sustituida por otra muchacha en su
alcoba, cedió amplios terrenos tanto a la madre como a sus vástagos, además de
una notable dotación económica.
Los tres
se dedicaron a la agricultura y curiosamente, los apelativos de “alto y bajo”
con los que se designaron a los gemelos, no hacen referencia a su estatura, tal
como ocurrió con Los Realejos, sino al lugar en el que se asentaron cuando se
independizaron: Tijoco de Abajo se
estableció en las medianías bajas, relativamente cerca de la costa, mientras
que Tijoco de Arriba, lo hizo en la zona alta, lo mismo que Taucho, el
benjamín. Si observamos un mapa del
término de Adeje, es curioso observar como los tres aparecen muy cerca de su
madre, prácticamente rodeándola, como si quisieran protegerla, quien sabe de qué.
Más tarde
se relacionó con La Caleta, hija de un pescador y con ella tuvo, obviamente, al
Puertito. La relación duró muy poco, pero igualmente Adeje se comportó con
madre e hijo como se esperaba de él, compensándoles económicamente de una
manera generosa.
Para
finalizar, la última relación de la que se tiene conocimiento, al menos, de las
que hay constancia de algún “fruto”, fue con una muchachita de la vecina Isora,
de nombre Tejina. De esa breve historia
nació otro niño, o si quiere el lector, otra “entidad” al que llamaron Fañabé.
Curiosamente y aunque tampoco lo reconoció como hijo propio, al menos
oficialmente, desde su nacimiento sintió
una especial predilección por él. Le dedicó bastante atención enviándolo incluso a estudiar a Aguere. El
chico cursó Magisterio y regresó a su localidad a ejercer como maestro,
acompañado de una chica del norte, compañera de estudios, denominada La
Caldera. Se establecieron muy cerca de Adeje, donde ella atendía la escuela de
niñas y él la de niños; posteriormente, cuando llegó a la comarca el agua
procedente de las galerías de Arico y Fasnia, el matrimonio invirtió sus
ahorros en la agricultura, cubriendo de un verde manto de plataneras todos sus
terrenos. Lo que ocurrió “después” con las plataneras lo comentaremos más adelante en
este mismo capítulo.
Esta
relación de aventuras amorosas quedaría incompleta si no nos hacemos eco de la
información existente relativa a la Gomera. Como dijimos, el mayorazgo llevaba
aparejados los títulos de Marqués de
Adeje y Conde de La Gomera, por lo que las visitas de nuestro protagonista a la
isla colombina eran frecuentes, ya que eran muchos los intereses que allí
tenía. Hay que tener en cuenta que los señores controlaban desde el siglo XVIII
todo el comercio de la orchilla que se producía en sus posesiones. La
recolección de este preciado liquen, que
luego se exportaba como colorante natural a Europa, era una actividad
complementaria de los campesinos pobres, aunque luego los señores lo
comercializaban y este era uno de los motivos de su visita anual a La Gomera.
La recolección de la orchilla la realizaban tanto hombres como mujeres y
precisamente allí conoció a una de estas valerosas féminas que escalaban riscos
en busca del preciado producto. La chica se llamaba Hermigua y de aquella
relación nació un chico, El Cedro, que con el tiempo emigró a América, donde no
hizo demasiada fortuna. A su vuelta y por
intercesión de su madre, su “padrino”, el Conde, le consiguió un puesto de
guarda forestal en los montes de la isla colombina.
Llega ahora el
momento de ocuparnos del segundo protagonista de este capítulo, aunque ya en
otros anteriores hemos presentado algunas pinceladas del mismo. Como sabemos,
Arona es la primogénita del matrimonio formado por la “señora de las montañas”,
Vilaflor de Chasna y el conde del
Pinalito y la Fuente Amarga, titular del Mayorazgo de Chasna; pertenece, por
tanto, a la familia de los Nivaria-Achinech, siendo La Laguna su abuela
materna.
Comentamos también que Arona repetía el modelo de su madre y sus tías
Güímar y Fasnia: introvertida, obediente y no demasiado agraciada físicamente;
además, la personalidad arrolladora de su hermana Granadilla la mantuvo siempre
en un segundo plano. Aunque su madre jamás hizo diferencias entre su prole,
incluso con su hijo “adoptivo”, Arona experimentó desde muy niña el ninguneo al
que directa o indirectamente la
sometieron tanto su abuela como su tía La Orotava, que desde que nació su
hermana volcaron en ella todo su afecto e interés.
Durante
la mayor parte de su infancia y juventud el tiempo que compartió con su hermana
se redujo en la mayor parte de las veces a los periodos vacacionales, por lo
que no podemos hablar de la convivencia normal entre hermanos. A pesar de ello,
ambas se profesaban un fuerte afecto y aunque poseían caracteres tan
diferentes, lo cierto es que jamás se produjo entre ellas desencuentro alguno.
Sabemos
que tras la muerte de su padre vivió algunos años interna en un colegio de
religiosas donde cursó sus estudios elementales. El centro se hallaba situado
en la Villa y allí, además de la escolaridad, compartió juegos y confidencias
con su prima Santa Úrsula, a la que se halla muy unida desde entonces. Los
estudios secundarios, como su prima, también los realizó en el Instituto de
Canarias de Aguere, residiendo durante aquellos años en un internado para
“señoritas” que se había creado poco tiempo antes en la ciudad. Durante aquel
periodo mantuvo su estrecha relación con su prima, en cuya casa pasaba la mayor
parte de las tardes preparando las tareas y merendando. Por el contrario, a su
hermana apenas la veía, dado que se le hacía muy cuesta arriba ir a la
residencia de la matriarca y siempre encontraba algún pretexto para no hacerlo.
Únicamente se acercaba hasta allí cuando su madre venía a visitarlas; también
había otras ocasiones en la que por cualquier
motivo se reunían todas en casa de la abuela, donde se celebraban las ya
legendarias “comidas familiares”.
A
diferencia de Santa Úrsula que se decantó por la Historia, llegado el momento
de iniciar sus estudios superiores, la chica, para sorpresa de todos o casi
todos, optó por la Teología. En efecto, su madre ya conocía desde hacía algún
tiempo las intenciones de Arona y fue la única que entendió y apoyó su
decisión, dado que como sabemos, años antes ella había tenido las mismas
inquietudes intelectuales. En cuanto conoció sus deseos puso a su disposición
todo el material que poseía y que se encontraba guardado en dos baúles en casa
de la matriarca. La chica tuvo las cosas mucho más fáciles que su progenitora y
pudo asistir junto a otras alumnas, en su mayoría monjas, a las clases que ofrecían
los agustinos en su facultad.
Arona,
además de a sus estudios, se dedicaba a impartir catequesis en algunas
parroquias laguneras y a colaborar en todo lo que podía en las distintas
actividades del obispado, como por ejemplo, la organización de las celebraciones de Semana
Santa. Si a ello unimos que no se le conocía pretendiente alguno, no es de
extrañar que para todos iba encaminada, o sí o sí, a la carrera religiosa. No había duda entre familiares y conocidos
que más pronto que tarde la muchacha anunciaría su ingreso en cualquiera de los
conventos de Aguere.
Sin
embargo, como ya sabemos, las cosas resultaron muy diferentes a lo esperado,
porque en cuanto Vilaflor llevó a cabo el reparto de sus tierras entre sus
vástagos, la chica se trasladó a vivir a Abona cerca de sus familiares y lo de
la vida “contemplativa” se quedó en un “veremos”.
Arona, en este reparto, recibió una amplia franja de terreno entre
Chasna y el mar. Por el oeste, el barranco del Rey servía de límite con las
tierras de Adeje, mientras que por el este, confinaba con las de su hermano San
Miguel, aunque sin la existencia de cualquier accidente geográfico que las
delimitase, por lo que como solían decir, eran más bien unos límites
“artificiales”.
También hemos
hablado de que en cuanto finalizó sus
estudios se asentó definitivamente en Abona, escogiendo como lugar de
residencia un espacio situado a los pies de la meseta de La Escalona, a unos
600 m. de altitud y relativamente cerca de la residencia de su madre. Allí se
encontraba, desde el siglo XVII, una
ermita bajo la advocación de San Antonio Abad; dadas sus excelentes relaciones
con el obispado, Arona consiguió que en muy poco tiempo aquella se transformase en la parroquia de toda su
jurisdicción.
Además de la
administración de sus tierras, Arona continuó ampliando sus estudios de
Teología y colaborando en las distintas actividades del obispado, para lo cual
tenía que trasladarse
frecuentemente a Aguere. Como sabemos, era una mujer más bien tímida y
enemiga de conflictos, del tipo que fuesen. A pesar de su espíritu conciliador,
tuvo que hacer frente a una serie de problemas con uno de sus vecinos al poco
tiempo de establecerse en Abona. Aunque era dueña de la mayor parte de las
tierras de su jurisdicción, existían también en la zona otros propietarios, el
más importante de los cuales era el
denominado Valle de San Lorenzo. Éste, convencido de su preeminencia en el
lugar, se incomodó bastante cuando Arona se asentó en la comarca. Su orgullo
“machista” se sintió herido por tratarse de una mujer, joven, soltera, con
estudios y además mucho más rica que él.
Inmediatamente
comenzaron los litigios y reclamaciones por cuestiones de lindes y propiedad de
fuentes y nacientes. Arona, sin perder la calma, y asesorada por su hermana
Granadilla, supo resolver sin más todos los asuntos que su vecino le fue
presentando. Dado que no conseguía intimidar a la recién llegada, decidió
utilizar otros medios. Se consideraba lo suficientemente apuesto como para
cortejarla y comprometerla, al fin y al cabo, era un modo de conseguir sus
propósitos: “sujetarla” como esposa y al mismo tiempo disfrutar de sus
posesiones, como consorte. Éste era, como podrá imaginar el lector, un
petulante que incluso había cambiado su antigua denominación de “Valle del
Ahijadero”, por la de San Lorenzo, al considerarla más “distinguida”.
Evidentemente la
estrategia no surtió efecto, porque Arona no era una de aquellas
medianeras a las que podía seducir sin
complicaciones. Al final se impuso la cordura y las aguas volvieron a su cauce.
Sobre todo tras el matrimonio de El Valle con una chica de La Orotava,
denominada La Florida y que había venido a trabajar a sus tierras como
jornalera hacía un tiempo. La muchacha era bastante guapa y simpática, además
tenía una hermana gemela, del mismo nombre, que aún sigue viviendo en el valle
de Taoro.
Nada más acabar
con estos “problemas vecinales” y cuando parecía que por fin Arona podría
disfrutar con tranquilidad de su “refugio” sureño, ocurrió aquel triste
episodio familiar que ya comentamos en un capítulo anterior. En efecto, su
cuñada Las Zocas falleció debido a las complicaciones posteriores al parto de
su sobrino Guargacho. Como buena hermana y no teniendo otras obligaciones,
Arona se trasladó temporalmente al domicilio de su hermano San Miguel para
ayudarle como decía ella “a sacar
adelante” a la criatura. Además de madrina y tía, ésta se comportó con el niño
como una verdadera madre surgiendo entre
ambos un afecto que no ha hecho sino crecer a lo largo de los años.
Durante un tiempo
se tomó tan en serio su papel de “madre” que llegó a creerse que era este su
destino: una tranquila soltería complementada por una maternidad “por encargo”.
No obstante, parece que la ansiada estabilidad desaparecía cuando menos lo
esperaba, tal como ocurrió pasado un tiempo. En efecto, a partir del matrimonio de sus hermanos, expresión
que aunque resulte chocante, solía utilizar con bastante frecuencia, Arona
regresó a su casa con el convencimiento de haber cumplido con su deber y el agradecimiento de San Miguel.
Siempre recordará este periodo como la etapa más
feliz de su vida, al menos hasta ese momento. Sin embargo, no tenía demasiadas
esperanzas en que las cosas pudiesen mejorar y se conformó con seguir para
adelante, al fin y al cabo, su familia más directa residía muy cerca y ella
había renunciado ya a tener la suya “propia”. Por su cabeza jamás pasó la idea
del extraordinario futuro que le deparaba el destino y el giro espectacular que
daría su vida; en poco tiempo encontraría al que sería ya para siempre el amor
de su vida, con el que crearía la familia con la que había soñado más de una
vez y que se convertiría en una de las
más prósperas de Nivaria. Además, ella, que hasta el momento había pasado
prácticamente desapercibida en la historia insular, se convertiría en la
tercera localidad, perdón persona, de mayor relevancia económica y demográfica de Nivaria, tras su tía Santa
Cruz y su abuela.
Adeje y Arona, aunque vecinos, eran unos auténticos
desconocidos el uno para el otro. Ella sabía de él lo justo, que era un noble
cuya familia residía en el Sur desde los tiempos de la conquista, por lo cual
tenía cierta relación con su familia y que además era el padrino de su prima y
mejor amiga Santa Úrsula. Éste conocía aún menos de ella, ni siquiera su
nombre, simplemente que era la primogénita de su vecina la “señora de las montañas” y que
desde hacía un tiempo se había asentado
al otro lado del barranco del Rey.
Resultó que con la llegada del agua procedente de
Arico y Fasnia a la comarca de Abona surgió la necesidad de prolongar el
sistema de canales, imprescindibles para la puesta en valor de sus tierras. Por
este motivo, a ambos protagonistas de este capítulo no les quedó otro remedio que celebrar una
serie de reuniones para organizar en común la defensa de sus intereses. Hay que
decir que el flechazo fue inmediato desde el primer encuentro. Adeje, a pesar
de que se conservaba bastante bien, podríamos calificarlo ya como un “señor
mayor” y Arona tampoco era una niña.
Además de ser una mujer muy educada y de trato
agradable, lo que en un primer lugar llamó la atención del Marqués fue su nombre; le pareció que no era pura
casualidad conocer en este momento de su vida a una mujer tan interesante y con el mismo nombre de
aquel primer amor frustrado en la Italia de su juventud. También consideró que
no era casual que dos localidades, perdón, quise decir dos mujeres, tuviesen la
misma denominación cuando pertenecían a ámbitos geográficos y culturales tan
diferenciados; porque de la italiana no conocía su origen, pero de la canaria
todo apuntaba a una procedencia aborigen, quien sabe con qué significado. Lo
cierto es que la pareja de “propietarios” realizaron más reuniones de las
estrictamente necesarias y al final, “lo uno llevó a lo otro”, como diría
Fasnia, la tía de la muchacha y ambos convinieron en que no sería mala idea
compartir juntos el resto de sus días.
Eran personas adultas e independientes y no estaban
en condiciones de perder el tiempo en convencionalismos sociales. Así que tras
informar a la familia de la muchacha, porque él no tenía a quién, fijaron la
fecha de la boda. Ésta se celebró en la iglesia de Santa Úrsula de Adeje que
reunía mejores condiciones que la recién creada parroquia de San Antonio Abad y
además se encontraba muy próxima a la Casa Fuerte, donde se agasajaría a los
invitados. Asistieron la mayor parte de los familiares de la novia, excepto,
como el lector podrá imaginar, la matriarca, para la que trasladarse a la
comarca representaba algo tan trabajoso como viajar al virreinato de Nueva
España. Actuó de padrino en la ceremonia el hermano de aquella, San Miguel y
como madrina Santa Úrsula, que además de prima y mejor amiga de la contrayente
era ahijada del novio.
No vamos a extendernos en pormenores de aquel
evento aunque sí señalar que durante la ceremonia, Güímar observó algo en la
iglesia que llamó poderosamente su atención; sabemos de su prudencia y discreción,
por lo que no nos sorprende que esperase a un momento más adecuado para abordar
la cuestión.
Los protagonistas
de aquella jornada, como dijimos, no estaban en edad de someterse a formalismos,
por lo que en la misma noche de bodas se propusieron “incrementar” el número de
componentes de la recién creada familia: primero llegó el primogénito, Los
Cristianos y más tarde la benjamina, Las Galletas.
La pareja obvió el
trámite de “la luna de miel” e inmediatamente puso su interés en temas más
prosaicos, pero indudablemente más rentables. Tenían como objetivo sacar a ese
espacio insular al que todos denominaban “El Sur” de su atraso tradicional y
echaron mano de lo que consideraban el medio más efectivo en aquellos momentos.
Aunque ya su cuñada y hermana Granadilla había iniciado algunos intentos en el
desarrollo del cultivo del tomate, con la construcción del canal del Sur, este
alcanzó una expansión sin precedentes en las jurisdicciones del nuevo
matrimonio. Llevaron a cabo una ingente labor roturadora y en pocos años la
mayor parte de la zona baja de ambos términos se cubrió, junto al de las
tomateras, de un verde manto de
plataneras salpicado de estanques e invernaderos. Esta expansión agrícola
atrajo a una nutrida corriente inmigratoria desde otros lugares de Nivaria y
también de La Gomera.
Como sabemos,
desde hacía décadas, numerosas familias gomeras se asentaban temporalmente en el Sur durante la zafra del tomate y
posteriormente lo hicieron de manera definitiva tras el “boom” de la
construcción y los servicios. Es éste el
caso del matrimonio formado por Cabo Blanco y Buzanada, oriundos de Hermigua y Agulo, respectivamente
y de sus hijas La Camella y La Sabinita. Con anterioridad había llegado una
paisana suya, natural de Vallehermoso llamada Guaza, que se estableció a los
pies de la montaña homónima y se empleó como jornalera en los invernaderos
próximos. Tuvo amores con un “hippie” de los que nació su hijo Palm Mar, que
también habita junto a la montaña de Guaza, pero en una caravana junto a la
playa.
Después de un
tiempo de celebrada la boda, o mejor podríamos decir, del tiempo necesario,
llegaron los hijos. Al primero, como hemos dicho, le impusieron el nombre de
Los Cristianos; éste había heredado de su padre el gusto por la playa y todo lo
que tuviese que ver con el mar; no por ello descuidó su formación intelectual,
cursando la carrera de medicina en la recién creada facultad de Aguere. Una vez
cumplido este compromiso, más que nada por agradar a sus padres, se entregó de
lleno a lo que le gustaba. Se estableció a los pies de la montaña Chayofita,
amplió el embarcadero que existía en el lugar desde tiempo inmemorial y se
dedicó al tráfico de cabotaje, tanto con la flamante capital provincial como
con la isla de La Gomera. Paralelamente creó una cofradía con los pescadores
que residían en el lugar y montó una pequeña fábrica conservera.
Dotado de un
espíritu emprendedor envidiable, se asoció más tarde con un doctor sueco al que
había conocido en un congreso e instalaron una clínica junto a la playa.
Siguiendo la tradición del turismo de salud en la que la isla fue pionera, ésta
acogía a enfermos nórdicos con diferentes dolencias que acudían al lugar en
busca de los beneficios del clima. Esta clínica fue el germen de una incipiente
corriente turística que con los años convirtió a los términos de Adeje y Arona
en uno de los principales destinos vacacionales de ámbito nacional e internacional.
Los Cristianos se
casó, años más tarde, con Las Américas,
una chica catalana que había sido Miss Europa y cuya familia colaboró con
grandes inversiones en el desarrollo turístico del lugar, por lo que en unos
años, todo aquel manto verde de plataneras e invernaderos, con los que sus
padres y su hermanastro Fañabé habían recubierto la zona baja de la comarca,
fue sustituido por otro “multicolor” de hoteles, apartamentos, centros de ocio,
“aquaparks”, etc.
Gracias a este
desarrollo turístico y residencial, los municipios de Adeje y Arona vinieron a
representar en el sur de la isla el mismo papel que su primo el Puerto de la
Cruz en la zona norte unas décadas atrás, pero como salía decirse en las
reuniones familiares, “a lo grande”. Por este motivo, en un breve espacio de
tiempo (breve si lo comparamos con los más de 500 de
historia de la familia Nivaria-Achinech) lograron “redimir” de ese papel
marginal que la vertiente meridional de la isla había representado
prácticamente desde la conquista, hasta convertirla en lo que la prensa
denominaba “el motor económico de Tenerife”.
Las Galletas es la benjamina de la familia; de
pequeña estuvo muy unida a su madre y a su primo Guargacho. Granadilla solía
decir cuando los veía juntos “con la cosa de primo, más me arrimo” y ella sabía
muy bien por lo que lo decía; parecía que estaban abocados a un matrimonio
“familiar” como el de aquella; sin embargo, en cuanto la chica se fue a
estudiar “Administración y dirección de
empresas” a Aguere y posteriormente se trasladó a Bruselas como estudiante de
“Erasmus”, los lazos que los unían se fueron relajando y solo se veían
ocasionalmente cuando ella venía a Nivaria por vacaciones.
Como su hermano,
Las Galletas heredó de su padre el gusto por el mar y la playa. Cuando tenía
ocasión se perdía varios días con su
tienda de campaña por los “caletones”
que existían en las proximidades de la punta de Rasca, una zona
semidesértica y completamente deshabitada. En Bruselas conoció a un belga adinerado con el que se casó y que se
vino con ella cuando regresó a la isla; éste quedó vivamente impactado por
aquellos paisajes salvajes y consideró que tenía grandes posibilidades como
negocio. La pareja creó en la costa aronera la que muchos consideran la primera
“ciudad de vacaciones” del país. La denominaron TEN-BEL, nombre que hacía
referencia al lugar de nacimiento de sus propietarios y muy pronto se convirtió
en ejemplo para la “industria turística”. Con el tiempo, toda aquella zona
litoral comprendida entre la montaña Amarilla y Las Galletas pasó a denominarse
Costa del Silencio.
Su primo
Guargacho, como ya sabemos, más apegado a su tía Arona que a su madre adoptiva,
Granadilla, en cuanto se independizó se asentó en las tierras paternas que
lindaban con las de Arona. Ésta por su parte le cedió unos terrenos próximos,
por lo que de la noche a la mañana se convirtió en una de las pocas entidades
de Nivaria, quizás la más importante de aquellas, que se sitúa a caballo entre
dos términos municipales, por lo que podríamos decir que se trata de una
entidad “desdoblada”. En efecto, sus
casi seis mil habitantes se distribuyen casi a partes iguales entre El Monte o
Guargacho, perteneciente al término de San Miguel de Abona y Guargacho, correspondiente
al de Arona, separados o unidos, según se mire, por una calle dedicada al
premio Nobel Camilo José Cela.
Por otra parte, hace
ya algún tiempo, a finales de los años setenta del siglo pasado, se asentó en
este sector del término aronero, en las proximidades de Las Galletas y Costa
del Silencio, un inmigrante retornado según parece de Cuba o Venezuela, aunque
la información no es muy precisa; lo que sí es evidente es que tanto él como su
esposa, bastante más joven, llamada La Estrella, tienen un acento venezolano muy marcado. A él lo
llaman El Fraile y parece que abandonó la isla hace ya bastante tiempo, pero
nadie ha conseguido saber de qué municipio procede o a qué familia pertenece.
El autor de este
relato ha hecho ciertas averiguaciones, aprovechando su amistad tanto con algunos
miembros de la familia Nivaria-Achinech como con vecinos de El Fraile. Solo
aquellos lectores que han seguido los diferentes capítulos de esta historia,
especialmente el dedicado a Güímar, están en condiciones de entender de quién
se trata y a ellos va destinada esta información que ofrezco en primicia. De los
datos que he conseguido recoger y contrastar estoy en condiciones de afirmar de
El Fraile no es ni más ni menos que el marido de Güímar, aquél joven que escapó a tierras americanas nada más
descubrirse el “pufo” de su presunta riqueza. Después de saltar de virreinato
en virreinato y posteriormente, de república en república, acabó regresando a
la isla que lo vio nacer con el mayor
sigilo del que fue capaz. Yo soy muy respetuoso con la intimidad de las
personas y si aquél desea permanecer en un estricto anonimato, no voy a ser
quien lo descubra. Me fío de la discreción de los posibles lectores, por lo que
les ruego que permitamos entre todos que aquel triste episodio permanezca en el
olvido, por el bien de sus protagonistas.
Llegados a este
punto del relato, convendría abordar la existencia de un “gran engaño” que en
la opinión de Güímar hemos sufrido los habitantes de la isla y del Archipiélago
en su conjunto y que sería oportuno esclarecer. El lector recordará que durante
la ceremonia de la boda entre los protagonistas de este capítulo, Güímar, tía
de la novia, observó algo en la iglesia que llamó poderosamente su atención; sin
embargo, prefirió no hacer comentario alguno hasta llevar a cabo algunas
averiguaciones.
Mientras esperaba
el comienzo de la ceremonia, interesada como estaba en el patrimonio cultural
de la isla, hizo un breve recorrido por la iglesia admirando las distintas esculturas
que allí se exponían. Entre ellas encontró un “facsímil” de la primitiva imagen
de la virgen de Candelaria que los pastores guanches habían encontrado en las
playas de Chimisay. En la conciencia colectiva de los habitantes de Nivaria
existe la creencia incuestionable que la imagen original, aquella del siglo
XIV, había desaparecido en el mar con el aluvión de 1826; pero Güímar conocía
muy bien la antigua imagen, había orado a sus pies infinidad de veces hasta su
desaparición y notó algo extraño en aquella reproducción. Algún tiempo después,
en una de sus visitas a su sobrina Arona, le pidió autorización para examinarla
alegando que estaba llevando a cabo un trabajo de investigación y
efectivamente, pudo comprobar que tal imagen era la original, la que se creía
desaparecida y no una reproducción: el niño tenía en su espalda un pequeño
rasguño, burdamente repintado, que ella conocía muy bien, pues durante algún
tiempo había ostentado el cargo de camarera de la “Virgen Negra” de Candelaria.
Comprobado el
engaño, se entrevistó con el Marqués, al cual no le quedó más remedio que
reconocer el secreto tan bien guardado por su familia. En efecto, le confesó
que en 1826, el entonces Marqués de Ponte, patrono y protector de la virgen, en
connivencia con los frailes agustinos y consciente de los peligros que
acechaban a la imagen, había entrado de noche en la iglesia y ésta fue trasladada
a Adeje. Durante la conversación convinieron que era mejor dejar las cosas tal
como estaban, entrar en litigios y aclaraciones podría afectar a la devoción
que los isleños profesaban a aquella otra imagen que se encontraba en la recién
inaugurada Basílica y al mismo tiempo, dañar la reputación de los antepasados
del Marqués, que al fin y al cabo ya era de la familia.
Aclarado
este punto y antes de finalizar el capítulo quisiera abordar otra cuestión que
considero pertinente. Aunque son ya varias las historias de esta saga familiar
en los que se han narrado las vidas de algunos términos, perdón, personajes,
cuya existencia se desarrolla en lo que conocemos como “sur” de la isla y ante
las preguntas de algunos lectores, especialmente peninsulares, creo que es el
momento de llevar a cabo ciertas puntualizaciones al respecto, basadas eso sí
en la opinión de este humilde “juntaletras”.
El término “Sur” es bastante impreciso, si no en cuanto
a características climatológicas, paisajísticas e incluso históricas, sí en lo
que respecta a su delimitación. Pero hasta en el aspecto estrictamente
“geográfico” o “cartográfico” presenta bastantes contradicciones para el que no
es isleño. ¿Cómo le podríamos explicar a un foráneo que Buenavista del Norte o
El Tanque, localidades a las que un
tinerfeño identificaría sin lugar a dudas como
“del norte”, atendiendo a las coordenadas geográficas están ligeramente
más al sur que otras como Candelaria o Radazul ?
Siguiendo
con la delimitación de este espacio, el confín occidental no se presta a
confusión alguna, porque nadie va a discutir que se situaría en el valle de
Santiago, incluso si quisiéramos, podríamos prolongarlo por los
acantilados de Los Gigantes, casi hasta Teno.
Por el
contrario, mayor dificultad existe en lo que respecta a su linde oriental,
porque en este caso el acuerdo no es tan evidente. Para muchos, el “Sur”
empieza, saliendo desde Santa Cruz, en cuanto sobrepasamos la curva que hace la
autopista bajo Hoya Fría; para otros, este límite se ha situado
tradicionalmente en Barranco Hondo, que separa dos municipios considerados de
ámbitos diferenciados: El Rosario y Candelaria.
La “ilustre dama”, entre otros muchos, lo sitúa
en la ladera de Güímar, mientras que también hay quienes lo ubican algo
más adelante, en el barranco de Herques,
considerado el límite tradicional entre los antiguos menceyatos de Güímar y
Abona. Como podrá comprobar el lector, esta delimitación del confín “septentrional” responde a una gran variedad
de motivos, opiniones y consideraciones, lo que determina que su ubicación
oscile casi en 25 kilómetros.
Hay
incluso otra propuesta, de mi amiga Carolina, que traslada esta divisoria unos
kilómetros más al oeste. Aunque pueda parecer osada, no carece de sensatez y
sobre todo de “conocimiento de causa”. Este confín se situaría aproximadamente en el cauce del barranco del
Río, que separa los términos de Arico y Granadilla de Abona. Es obvio, que
aunque vecinos, ambos municipios
ejemplifican la existencia de dos espacios claramente diferenciados,
especialmente en su historia reciente. Curiosamente, hace ya algunas décadas,
en los primeros estudios de geografía de la población, hubo quien denominó a
este espacio el “S-SW” insular.
Con lo
que acabamos de exponer, soy más
partidario de utilizar, en el caso de que nos refiramos al “Sur“, en general,
en su sentido más amplio, como “vertiente meridional de la isla”, incluso como
han hecho algunos investigadores “el sotavento insular”, en contraposición a la
“vertiente septentrional de la isla” o
“de barlovento”, que sería la concreción de lo que en la mente del
tinerfeño se identifica como “Norte”. Esta clasificación hace referencia fundamentalmente
a la posición de ambas en relación a los vientos alisios, que son los que
determinan las diferencias de humedad y por tanto, de vegetación y cultivos entre una y otra.
Cuando
estamos finalizando las últimas líneas de este capítulo se ha producido un
hecho que posiblemente tendrá consecuencias impredecibles para el futuro de la
pareja protagonista del mismo. Me refiero a la denominada ”pandemia” del 2020,
que no es la única que ha afectado a este espacio geográfico, ni tan siquiera a
Tenerife, pero si la más reciente. Esperamos que sus efectos no trunquen el
espléndido presente y el próximo futuro de esta admirable pareja y de sus
familiares.
José
Solórzano Sánchez ©