Coincide la presentación de mi primer trabajo en este blog con la celebración del "Día de las personas desaparecidas". Es simplemente una triste casualidad. Todos los trabajos publicados en este blog son propiedad del autor.
miércoles, 26 de agosto de 2015
UNA FOTO MUY ILUSTRATIVA
martes, 25 de agosto de 2015
EL NIÑO DE ANGKOR.
El complejo arqueológico de
Angkor (Camboya) ocupa un área aproximada de 200 km2. Casi toda esta superficie
está ocupada por la selva y en medio de
ella se dispersan alrededor de 900 monumentos de diferente tamaño.
Según nos informaron los guías,
cuando Angkor fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1992, el gobierno camboyano negoció con la UNESCO que los campesinos residentes
en la zona no fuesen desplazados fuera del área protegida. Como consecuencia de
este acuerdo, en la actualidad, todo el complejo arqueológico se halla
salpicado de pequeñas aldeas cuyos habitantes se dedican además de a la
agricultura, a diferentes servicios relacionados con los turistas que acuden a
visitar el complejo.
Por ello, no es de extrañar, que
apenas desciendes del microbús o del tuc-tuc, se avecinen pequeños grupos de adultos
y sobre todo niños, para ofrecerte todo tipo de productos de una manera
insistente. Algo similar ocurre en otros lugares como las ruinas de Chichen
Itzá (México) pero en este caso, todas estas personas habitan en las
proximidades del área protegida y no dentro.
Otra de las actividades a la que
se dedica buena parte de los pobladores
de la zona es al servicio de mantenimiento y vigilancia de las ruinas y su entorno.
Pueden verse continuamente pequeños
grupos que realizan este tipo de labores y sobre todo, infinidad de mujeres que
actúan como vigilantes de las ruinas durante las visitas. Se les distingue por
su uniforme verde, situadas en lugares estratégicos, para controlar que los visitantes respeten
las normas.
Pero lo que resulta realmente
curioso es que muchas de ellas, con toda naturalidad, se dedican al cuidado de
sus hijos durante su horario de trabajo. Esto resulta evidente en el caso de
los bebés, que pasan el tiempo muy cerca de sus madres. Llama la atención como
juguetean con ellos sin dejar de controlar a los turistas.
También se ven pequeños grupos
limpiando de hierbas algunos rincones entre las ruinas con sus hijos pequeños
alrededor. Pero cuando estos son algo mayores, se entretienen como pueden entre
las distintas edificaciones. Así que no es nada extraño verlos jugar en
cualquier lugar del complejo.
Este breve comentario, que no
trasciende de la mera curiosidad del turista, adquiere realmente significado
cuando como en mi caso, te da la oportunidad de obtener, sin proponértelo, una
imagen verdaderamente interesante y muy diferente de lo que estamos acostumbrados
a ver en Angkor.
Lo habitual son estampas
llamativas de estas construcciones que han sobrevivido al paso de los siglos en
medio de la selva. La tarea es fácil, la belleza de los edificios y un entorno
muy especial permiten a cualquiera, sin ser un experto fotógrafo y con una
cámara sencilla, obtener instantáneas impresionantes.
Pero en mi caso, gracias a la
presencia de estos niños que deambulan
por el lugar, pude además obtener una imagen realmente bella y llena de
significado, aunque su interpretación la dejo a la imaginación y sensibilidad
de quien tenga la ocasión de contemplarla.
Me impactó enormemente ese niño
(o niña), alejado del resto y absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida enmarcado por una de esas
puertas imponentes y con el silencio como único acompañante.
Tan absorto estaba, que a pesar
de mis continuos siseos con el objetivo de que se girase fueron totalmente
infructuosos… y después de estas instantáneas, allí quedo con sus pensamientos
el niño de Angkor.
Santa Cruz de
Tenerife, 25 de agosto de 2015.
viernes, 7 de agosto de 2015
De como lo particular puede salvar a lo general.
Acababa de realizar la
visita a Angkor Wat, el templo más
grande y también el mejor conservado de los que integran el asentamiento de
Angkor, considerado como la mayor estructura religiosa jamás construida. Mientras abandonaba el recinto, percibía como
lo que pretendía haber sido el colofón espectacular a mi estancia en ese complejo arqueológico
camboyano, en realidad, me dejaba con un
ligero mal sabor de boca.
Después de dos días intensos de visitas a
templos y todo tipo de construcciones, sorprendiéndome gratamente y disfrutando
a cada momento ( la realidad superó con creces cualquier expectativa previa ) y sobre todo, después de haber tomado cientos
de imágenes… me encontraba algo decepcionado.
El contraste con todo lo
visto anteriormente fue chocante: la estructura muy bien
conservada, inmensa, diría que
apabullante. Pero la masificación, la increíble cantidad de visitantes que
recorría el recinto, impedía disfrutarlo como correspondía. Si a ello añadimos
la luz de media tarde, poco adecuada
para las fotografías, quien me conozca un poco puede entender mi estado de
ánimo en aquellos momentos. Durante el tiempo que permanecí allí me limité a
hacer las fotos “preceptivas” pero con poco interés.
Así que cuando
abandonaba ya definitivamente el lugar,
casi de modo inconsciente giré y tomé un par de instantáneas, diría que con
desgana, tratando simplemente de llevarme una última imagen de Angkor. Como puede
verse el resultado es de pésima calidad: el encuadre es nefasto (véanse
simplemente brazos y cabezas sueltos, arbustos en primer plano que ocultan el
elemento principal, etc.) y la imagen aparece ligeramente desenfocada… realmente,
una fotografía para ser borrada al momento, sin ningún tipo de consideración.
Ya en la habitación del hotel,
cuando me disponía a eliminarla, me percaté de que a pesar de todo, algo podría salvarse
de la foto. Había un elemento en la
misma, que sin pretenderlo, la libraría, al menos en parte, de acabar en la papelera de reciclaje del
móvil. Era la imagen de una mujer,
integrante de un grupo de turistas asiáticos, de los muchos que pululaban
por el interior del complejo, la que sin
proponérselo, salvó mi imagen de
despedida de Angkor Wat y, en cierto modo, aliviaba la pequeña decepción de la visita.
Bastaban
simplemente unos pequeños recortes para conseguir un resultado, en mi opinión,
bastante interesante. Como puede observarse, el rojo del vestido contrasta vivamente con el entorno dominado
por el verde y el gris. Además, el tipo de indumentaria, en su conjunto, da un
aire muy particular al conjunto. El resultado final nada tiene que ver con la
imagen original y demuestra claramente que “lo
particular puede salvar a lo general”
domingo, 2 de agosto de 2015
El mar secreto.
El mar secreto.
Todos dormían en el bohío. Aún era de
madrugada y en medio de la oscuridad corrió hacia la colina. Era un largo
trecho, pero confiaba en regresar antes de que empezase el trabajo, aunque se
perdiera el desayuno general. Para animarse y hacer más corto el camino,
rebuscó como siempre en sus recuerdos.
Su vida cambió por completo la última vez
que bajó desde el monte a su casa. Su padre le dijo, con la sequedad que
le caracterizaba, que en unos días tendría que coger un barco y trasladarse a
Cuba. Ya estaba todo arreglado… no cabían más explicaciones. En cualquier
momento vendría a buscarlo la guardia civil, como a otros chicos del pueblo,
para “hacer el cuartel” y eso significaba acabar en Marruecos, donde las cosas
cada vez se estaban poniendo más difíciles.
¡Cuba!.. ¿Cuba?... nunca había oído hablar de ese lugar, pero tampoco preguntó.
Estaba acostumbrado desde muy pequeño a obedecer sin rechistar: las cosas
eran así. Lo primero que pensó es que si había que ir en barco seguramente Cuba
estaría entre aquellas montañas que surgían del mar en el horizonte, por donde
salía el sol. No era tan lejos al fin y al cabo.
Aunque poco antes de partir le explicaron
que debía irse para no acabar en la guerra y todo lo que eso significaba, en
realidad para su familia como para las demás, los motivos eran muy diferentes.
El servicio militar representaba para los pobres renunciar durante un largo
periodo de tiempo a una ayuda muy necesaria. En Marruecos o en cualquier otro
lugar, aunque luego regresase, no podría hacer nada por los suyos; en
cambio, en Cuba, donde no faltaba el trabajo para un jornalero, no se
interrumpiría la ayuda que desde muy niño había prestado a su familia. Pero eso
jamás pasó por su cabeza… ¡obedecer sin rechistar!
Seguía ascendiendo por la colina, cubierto
de sudor, jadeante, abriéndose paso entre los matojos con el machete. Tenía los
brazos y la cara llenos de arañazos. La oscuridad era completa; aún faltaba un
buen rato para que amaneciese y tenía tiempo suficiente hasta llegar a la
cima.
Luego, de nuevo tornaron los recuerdos. El
que más angustia le provocaba, más aún que la sensación de separarse de los
suyos y dejar atrás, quizás para siempre, la que había sido su vida; mucho más
que el temor a lo desconocido era el barco… ¡Maldito viaje en barco! Por
mucho que lo intentase, a pesar del tiempo transcurrido, siempre estaba
presente: el calor en la bodega donde dormía, los mareos, los vómitos, el mal
olor, la sensación pegajosa del salitre, el agua caliente, casi salobre; y sobre
todo, aquella bazofia que se vio obligado a comer cuando se acabaron el queso y
los higos pasados con los que su madre le había llenado la saca. Porque aparte
de comida, otra cosa no llevaba consigo. La ropa, solo la puesta, la que le
había dejado con desgana un primo mayor que hasta grande le quedaba; y
las lonas, eso sí, nuevas, recién compradas en una venta de La Cisnera,
no como las que usaba en el monte. Era una pesadilla terrible y
recurrente; pensaba que si para volver a ver a los suyos, a su monte,
tuviese que repetir la misma travesía, quizás nunca reuniría fuerzas
suficientes para salir de Cuba.
De su llegada a La Habana apenas
conservaba algún recuerdo. Estaba demasiado aturdido cuando al fin desembarcó.
Solo le quedaron impresas las primeras sensaciones, porque serían algo
habitual desde su llegada y porque que no lograba acostumbrarse a las
mismas: el calor bochornoso, el sudor constante, el olor de la gente que
era más fuerte incluso que el de las cabras, al menos a ese ya estaba habituado.
Los mosquitos y la lluvia… ¡ eso sí que era lluvia! … pero siempre con
calor; algo inexplicable para él, ya que en el monte solo llovía cuando
refrescaba. Ese calor y esa humedad que hacían que la ropa se pudriese al poco
tiempo, por mucho que la cuidase. ¡Cómo echaba de menos el frescor del aire en
su monte! Mirando al mar tranquilamente escarranchado sobre una laja, siempre
sin perder de vista a las cabras.
Tampoco recordaba muy bien las horas
transcurridas desde La Habana a Cabaiguán y eso que la mayor parte del trayecto
la realizó en tren. A pesar de la novedad, de lo desconocido, apenas le prestó
atención, simplemente se dejó llevar, en silencio… ¡obedecer sin rechistar!
Mientras se adentraba en el corazón de la isla se sorprendía de no encontrar
montañas ni pendientes, solamente llanuras inmensas. Lo más parecido que había
visto fue la vez que subió con otros pastores a la montaña Guajara y contempló
Las Cañadas. Eran completamente diferentes, aparte del tamaño, aquí predominaba
el verde del bosque y los cultivos, allí solo arena y piedras secas.
Lo más que le inquietaba era la
imposibilidad de ver el mar. En el barco había oído que Cuba era una isla, como
Tenerife, pero mucho más grande. ¿ Qué clase de isla era aquella si no se
veía el mar ? El mar… el mar infinito. A pesar de que jamás lo había tenido
cerca, ni siquiera lo había tocado, era una necesidad para él; al menos verlo
desde lejos, percibir su inmensidad, el cambio de tonalidades que adquiría al
cabo del día, la sensación de tranquilidad. Aunque le costase reconocerlo, hubo
momentos durante el viaje en que llegó a odiarlo ¡ese no era su
mar!
Cada vez se acercaba más a su objetivo, justo bajo aquella silueta de palma que
dibujaba la luz de la luna. Y volvieron los recuerdos a pesar del cansancio. En
Cabaiguán quedó al cuidado de un tío abuelo del que jamás oyó antes hablar.
Había emigrado muy joven, casi como él. En la guerra de independencia se había
alistado con los insurrectos, como otros muchos isleños, y al final de la misma
recibió algunas tierras que le permitían vivir con desahogo y dar trabajo
como braceros a muchas familias isleñas que arribaron después.
No sabía con exactitud cuánto
hacía que llegó, solo que no había hecho sino que trabajar, desde
el primer día, pero no se quejaba. Un trabajo muy duro, pero a eso fue a Cuba…
¡obedecer sin rechistar!
¡Cómo echaba de menos su vida
anterior! Desde los ocho o nueve años se había encargado de las
cabras de la familia. Allí solo, en los altos de Arico, sin más compañía que
los animales, pasó prácticamente su corta vida. Evitaba el contacto con la
gente, incluso cruzarse con otros pastores del lugar, no los necesitaba. Allí
tenía todo lo que precisaba, hasta el punto que poco a poco las visitas a la
casa familiar se espaciaban durante semanas. Tenía su pequeña cueva
de tosca con un montón de pinocha para dormir por las noches, queso y leche
nunca faltaban; tampoco los higos pasados y algo de gofio que le mandaba su
madre. El agua no era problema, conocía mejor que nadie todos y cada uno de los
nacientes de la zona, era capaz de encontrarlos con los ojos cerrados.
El tío Juan se portaba bien con él y tenía
la seguridad de que todo lo que ganaba lo hacía llegar a su familia, al menos
eso era lo que decían las cartas que llegaban ocasionalmente y que tenían que
leerle. Se sorprendió de que su familia le escribiese, porque sabía que ninguno
había ido a la escuela y eran incapaces de hacerlo. El misterio se aclaró
pasado un tiempo: el cura de Arico el Nuevo ponía en el papel lo que sus padres
le decían y luego mandaba la carta.
Su tío además de hablar mucho, siempre
estaba de broma y no había perdido el habla de su tierra. Siempre recordaba lo
primero que le dijo nada más llegar al pueblo:
-Cuando vayas a la plaza puedes requebrar a las muchachas, aquí no estás en el
monte con las cabras. Tú puedes, yo ya soy viejo para eso.
Él asintió como siempre, sin saber
siquiera lo que era requebrar.
¿Hablar con las chicas? Si requebrar era eso, estaba listo; en su vida,
hasta que cogió el barco, las únicas chicas que había visto eran
sus hermanas y primas. Nunca fue a la escuela y al pueblo no bajaba ni a
misa, ni siquiera en las fiestas de San Juan. Le habían dicho que cuando era
muy pequeño lo llevaron sus abuelos a la romería de las Mercedes en la
Punta de Abona, pero solo recordaba el largo viaje en burro, el ruido de
los timples, el olor a vino, los gritos, en fin, una experiencia desagradable a
la vez que lejana. Por eso, no tenía intención de ir a la plaza como los otros
chicos, ni a misa ni a las tabernas. El ron ya lo había probado en el
tren y no le gustó; las chicas le daban miedo.
Pensaba en la compañía de las cabras que
nunca decían nada, en el silencio del monte, en los pájaros y el viento.
Simplemente con eso podía estar durante horas pensando y mirando al horizonte,
a ese mar azul que lo hipnotizaba. Ese era su ambiente, lo que añoraba y
la necesidad que lo hacía subir en la oscuridad por aquella colina. Lo
había hecho varias veces en las últimas semanas, pero hoy sería la última vez
que podría calmar sus ansias de ver el mar, al menos, hasta pasados varios
meses y por eso ascendía con prisa, presa de la agitación. No quería
perder ni un instante desde que el sol apareciese por el horizonte.
Por fin llego a la cima, el corazón se le salía del pecho, no sabía si por el
esfuerzo o por la emoción; se sentó bajo la palma cuando el día comenzaba a
clarear y miró hacia la llanura, aquella llanura inmensa, oscura, que poco a
poco, con los rayos del sol, se iba convirtiendo en un mar… un mar de cañaverales verdes. ¡Qué importaba el color!
Era igual que el mar que tanto añoraba. El movimiento de las cañas con la brisa
de la mañana simulaba enormes olas que lo hipnotizaban y lo trasladaban a
su monte, a los altos de Arico, desde donde divisaba ese océano que como
suelen decir, es como una droga para los isleños. Cuando más emocionado estaba,
un pensamiento oscuro nubló su alma: ¡hoy comenzaba la zafra!
Il barone Lamberto. ©
Todo por un requiebro
¡Por fin el alba…! Como en las
veces anteriores, le había sido imposible conciliar el sueño durante la
noche. Tampoco tomaría alimento alguno, ni siquiera las gachas que desde
pequeña le preparaba su vieja aya; apenas sentía hambre y necesitaba todo el
tiempo para engalanarse.
En un momento su habitación se llenó de sirvientas y comenzó
el rito cotidiano de preparar a su ama. Hoy podría estrenar por fin el
vestido de tafetán rojo que llegó de Nápoles hacía unos días; otro regalo de su
padre. Sabía muy bien que sus continuos regalos eran un modo de mitigar
el remordimiento que le atenazaba; la había dejado sola en la Corte cuando fue
nombrado administrador de rentas de la Corona en aquella ciudad
italiana.
Salió de casa a las once y como siempre,
acompañada por Juana, su esclava morisca, se dispuso a cumplir con uno de
los mandatos de la Santa Madre Iglesia: “oír misa todos los domingos”. Durante
la semana, cuando acudía a los oficios o simplemente a la
confesión, se dirigía a la vecina iglesia del Convento de las
Carmelitas, tal como había hecho durante generaciones toda su
familia y ella misma, desde muy pequeña. Allí se encontraba con todos sus
conocidos y parientes. Pero desde hacía justamente 8 semanas, los domingos oía
misa en la Iglesia de San Luis. ¡Si su padre o alguien de la familia
llegara a enterarse! Pero
confiaba en Juana, por nada del mundo la traicionaría.
Y como la primera vez, la acompañó con
disimulo hasta la pila bautismal, donde le ofreció, sin tan siquiera mirarla,
agua bendita con sus dedos. Y la acompañó entre las naves hasta la capilla más
oscura del templo, la del Espíritu Santo, sin dejar ni un solo instante de requebrarla en voz baja. Y luego,
desapareció entre las sombras y el
humo de los cirios.
Il barone Lamberto ©
Suscribirse a:
Entradas (Atom)