Si hay un miembro de la familia
Nivaria-Achinech que brille con luz propia, esa es La Laguna, y no solo porque
sea la matriarca, sino porque desde el momento de su nacimiento se vio favorecida
con todo tipo de honores y reconocimientos.
Es
hija única de un conquistador castellano nacido en Sanlúcar de Barrameda, el
Adelantado don Alonso Fernández de Lugo, y de Aguere, una chica de origen
isleño, de la que no se sabe demasiado. Sus padres se casaron al poco tiempo de
pisar el Adelantado la isla y la niña
nació un año después.
Si bien
es cierto que la fecha de su nacimiento no está muy clara, hay que decir
también, que de alguna manera, ella es la responsable de tal confusión. Es
evidente que tuvo que ser entre 1496 y 1497, pero según parece, cuando estaba
por casarse, al pedir la partida de bautismo de rigor, posiblemente el párroco
debió confundir la fecha y desde ese momento comenzó el lío. Las malas lenguas
dicen, en cambio, que fue ella quien
pidió que apareciese el año siguiente, y así igualar su edad a la del futuro
marido, porque en aquella época eso de que el novio fuera menor que la novia
era un poco difícil de digerir, a menos que fuese por interés. Ya tuvo bastante
enfado cuando le llegaron los comentarios y chismorreos de sus parientas de
otras islas con referencia a la edad del prometido. El berrinche fue tal que a
punto estuvo de no invitarlas a la boda, pero sus allegados la tranquilizaron
diciendo que todo era producto de la envidia de unas pobres “solteronas”.
Fechas
aparte, lo que sí está perfectamente
documentado es su bautismo, que fue el acontecimiento más solemne y grandioso
que se había vivido en la isla hasta el momento. Hay que tener en cuenta que el
matrimonio de sus padres, poco tiempo atrás, había tenido lugar en un momento de conquista
y operaciones militares y no estaba el ambiente para grandes eventos. Fueron
sus padrinos nada menos que los reyes
doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón, eso sí, delegaron su
participación en la ceremonia en una pareja de nobles, porque las
comunicaciones por vía marítima con las Islas en aquella época eran muy lentas
y además su agenda se lo impedía. Por lo que podemos afirmar que se trató de un
padrinazgo “por poderes”.
No
obstante, su ausencia se vio compensada por toda una serie de regalos de gran
valor, especialmente el que le concedió el emperador Carlos V, nieto de sus
padrinos, años más tarde: ¡nada menos que el título de ciudad! Hay que decir que el presente empezó a
tramitarse desde el momento del bautizo, pero ya se sabe que las cosas de
palacio van despacio y mucho más en unos tiempos tan convulsos como aquellos.
Ese
regalo fue muy especial para ella, porque se convirtió en la única de la isla
en ostentar el citado título durante siglos. Incluso cuando su hija mayor, La
Orotava, se casó y abandonó el hogar familiar, lo más que le permitió fue que
portase el de “villa”. A pesar de que la distinción de ciudad llegó con los
años, si obtuvo un regalo inmediato de sus padrinos, seguramente de mayor
trascendencia, y fue precisamente el de “sede del Cabildo de Tenerife”. Este le
permitió regir durante centurias el destino de toda la isla, con lo que ello conllevaba, desde el punto de
vista económico y, sobre todo, de
“estatus”, que para ella ha sido siempre lo más relevante.
La Laguna
creció “entre algodones” rodeada de mimos y del cariño de sus padres,
sirvientes y conocidos. Desde muy pequeña tuvo a su disposición una corte de ayas,
damas de compañía, institutrices, maestros de latín, de gramática, de música, confesores,
etc. que la convirtieron en la dama más
ilustre de la isla, y con el permiso de Las Palmas, de todo el Archipiélago.
Conforme
pasaban los años aumentaba su belleza y distinción, a la par que se enriquecía tanto
en el orden cultural como en el económico: palacios, iglesias, conventos,
plazas, edificios públicos, etc.
Pero la
belleza física no siempre va acompañada de la espiritual, y por desgracia,
tanta atención y consideraciones fueron moldeando en la muchacha un carácter
altivo, caprichoso y tremendamente clasista.
Una
anécdota de su juventud, muestra palpable de su carácter, fue la que se produjo
al conocer la existencia de la ciudad de México. Estaba muy orgullosa de su
nombre, que evocaba a la pequeña laguna
existente en la vega a la llegada de los conquistadores y se consideraba
única y exclusiva en todos los órdenes; además, no había nadie a su alrededor
que le llevase la contraria. Cuando se enteró que la ciudad de México había tenido
también origen vinculado a una laguna, pero no a sus riberas, sino a su
interior, se llevó una sorpresa muy desagradable, porque su presunta
“originalidad” quedaba en entredicho.
Inmediatamente
exigió a sus padres que preparan el viaje para conocer a su competidora y
comparar sus respectivos atributos. De nada sirvieron “los peros” de sus
progenitores y personas de confianza:
que si el peligro de los piratas y corsarios, que lo largo y costoso del viaje,
la belicosidad de los indígenas, etc. Fue tal su enfado ante la imposibilidad
de cumplir su capricho que comunicó a sus padres que se metía a monja, que no
quería tener relación con quien no la ayudaba a cumplir sus deseos, o mejor
dicho, caprichos.
Para no
empeorar aún más la situación y conociendo bien el carácter variable de la
muchacha, sus progenitores accedieron a que se instalase con todas las
comodidades, eso sí, en el convento de Santa Catalina, que se encontraba en la plaza dedicada a don
Alonso. En realidad apenas residió allí unas semanas, pero este breve paso por
la vida conventual tuvo una gran repercusión en su historia futura.
Por una
parte le permitió conocer a Sor María de Jesús, “La Siervita” con la que
estableció una estrecha amistad y se convirtió en su mejor amiga, confidente y consejera.
Esta relación duró hasta el fallecimiento de la religiosa, incluso, hasta
después de muerta. Tal es así, que desde
que se descubrió su cuerpo incorrupto, tres años después del fallecimiento, La
Laguna ha venido organizando, año tras año, cada 15 de febrero, las visitas de
los devotos de esta religiosa sauzalera, para rendirle homenaje.
Por otro
lado, el paso por el convento también la llevó a tomar la decisión de no salir
jamás de la isla. En tono altivo, comunicó a sus padres a la vuelta a casa, que
como se le había impedido trasladarse a
México, a pesar de sus enormes deseos, en lo que le restase de vida se
negaba a realizar cualquier viaje que implicase tomar un barco. Al tiempo, y
para dar más fuerza a su decisión, hacía otro tipo de comentarios que
evidenciaban su carácter “clasista”, por no emplear otros términos más duros.
Así, comentó, que de todas formas no
merecía la pena tanto esfuerzo para conocer una muchacha de “las Indias”, que
con seguridad no tendría punto de comparación con la hija de un Adelantado de
Canarias, además apadrinada por los
Reyes Católicos; por último añadió, para apuntillar, que así se evitaba el mal
rato de tener que pasar por el muelle “de los chicharreros”, a los que
consideraba gentuza de mal vivir.
Poco
imaginaba la chica que al tomar esta decisión y darle tanta publicidad (excusa
para no admitir públicamente que había
dado su brazo a torcer con la vuelta a casa) se iba a perder la posibilidad de
conocer otros lugares más allá de Nivaria. Jamás ha asistido a ningún evento o
celebración, familiar u oficial en la Península e incluso en el resto del
Archipiélago, y mucho menos en el extranjero.
Cuando
con el paso del tiempo, el descubrimiento de la navegación aérea, le hubiera permitido
desdecirse de su anterior promesa, dado que los viajes en avión no se
contemplaron en su momento, ante las indicaciones de alguna de sus hijas en
este sentido, La Laguna se ratificó, si cabe con mayor vehemencia, en su decisión. No obstante, por un momento dudó cuando se enteró del
chollo del descuento por residente, pero ni siquiera este hecho la hizo cambiar
de opinión. Alegó que a esas alturas de su vida no existía nada de interés
fuera de Tenerife, donde ella era lo verdaderamente importante, y que correspondía,
en todo caso, al resto del mundo venir visitarla ¡mira que la soberbia es mala
consejera! Pero quizás esas palabras fueron en cierto modo premonitorias en relación al desarrollo turístico que
experimentaría la isla en un futuro ¡vaya usted a saber!
La chica
fue creciendo y experimentando todo lo bueno y lo menos bueno que tiene el paso
del tiempo. Sus padres fallecieron uno tras otro en un breve lapso de tiempo,
con la pena de no haber asistido a la boda su unigénita. Pero la soberbia de la
muchacha le impedía un candidato acorde con su estatus, o mejor dicho, con lo
que consideraba que era su estatus y cada vez se veía más lejano el momento de
un compromiso. Se le podía aplicar perfectamente aquel dicho trasnochado de
“los de infantería no llegan y los de caballería se pasan”. Para ella todos los
pretendientes del Archipiélago eran “infantería” por lo que los descartaba a la
primera de cambio. Tenía sus ojos puestos en otros ámbitos, como por ejemplo un
Valladolid, de ilustre ascendencia y que había sido residencia real, o un
muchacho vasco, Bilbao, que empezaba a despuntar por su potencia marítima e
industrial, y además, como solamente ostentaba el título de villa, en caso de
matrimonio, ella siempre estaría por delante, en lo que a estatus se refiere.
Pero no
acababan ahí sus pretensiones, soñaba que tal vez un Londres, un Berlín o un
Milán, que formaban parte de la más
rancia aristocracia europea de la época,
podían fijarse, por qué no, en una ilustre y bella moza como ella;
aunque se tratase de galanes ya entraditos en años, tenían otras contrapartidas
muy interesantes.
En este
estado se encontraban las cosas cuando La Laguna y todos los que la rodeaban
pudieron comprobar como las ilusiones y los deseos (o “los pajaritos en la
cabeza”, como solía decirle sor María de Jesús, en sus largas conversaciones)
cambian de la noche a la mañana. Quién le iba a decir que aquel joven que le
ofreció agua bendita nada más entrar en la iglesia del Cristo para oír misa, iba a borrar de un plumazo a todos sus
pretendientes seguros o ficticios.
En
efecto, se trataba de un apuesto joven castellano, aparentemente de una
excelente familia, que había llegado hacía poco a la ciudad como Capitán
General (ya que aquí se asentaba la Capitanía). Su uniforme y ese acento
”peninsular” la sedujeron desde el primer momento. Estaba segura de que su
padre estaría conforme, por tratarse de un militar peninsular como él.
Y no hubo
más que hablar: tanto la pareja como las fuerzas vivas de la ciudad, cada uno
por motivos diferentes, decidieron que la boda debía celebrarse cuanto antes.
En este episodio fue La Laguna la única que se movió según los dictados de su
corazón, estaba realmente enamorada, sin pensar en otro tipo de
consideraciones, al menos en un primer momento. El pretendiente, en cambio,
solo tenía una intención, como la de muchos funcionarios que eran destinados a
las islas por aquella época, es decir, dar el “braguetazo”. Encontrar una joven
(o no tan joven) distinguida, y mediante un rápido casamiento ascender en la
escala social a la par que mejorar su situación económica. Por otra parte, las
fuerzas vivas de la ciudad también estaban deseando casar a la muchacha cuanto
antes, pensando que tal vez los hijos y
sobre todo, el sometimiento a un marido autoritario, lograsen domar su
carácter.
La boda
fue un auténtico acontecimiento, casi tanto como el de su bautismo. Asistieron
representantes oficiales y parientes de todas las islas. De Fuerteventura
vinieron Antigua y Betancuria, muy achacosas ya; de Lanzarote, Teguise y su
mujer Haría; de La Palma, unas parientas lejanas, Puntagorda, Puntallana y
Garafía, así como Valverde del Hierro. San Sebastián de la Gomera no pudo
asistir al encontrarse indispuesto tras una caída desde lo alto de una palmera
mientras extraía guarapo. La más
esperada, Las Palmas, no asistió pretextando
que hacía muy poco que había sufrido el ataque de Hawkins y Drake y no podía
abandonar la isla. Sin embargo, todos eran conscientes de que su excusa
pretendía ocultar la animadversión existente entre ambas, por su pretensión en
ser reconocidas, tanto una y otra, como “la más” (no importa qué) del
Archipiélago. Pero La Laguna estaba tan feliz ese día que perdonó el desplante.
¿Y qué
puede ocurrir de la unión de un ser y otro ser? … pues que nace otro ser, en
este caso, nacieron varios seres. La Laguna se propuso recuperar el tiempo
perdido y los niños, o mejor dicho, las
niñas, fueron llegando tras los
intervalos de rigor, eso sí, intervalos muy breves.
Así
vinieron a este mundo, o más correctamente a esta isla, La Orotava, Güímar, Vilaflor, Arico (ojito derecho de su
padre) y Fasnia. Las cinco criaturas
ocupaban todo el tiempo de su madre, que poco a poco se fue distanciando de la
vida social. Su marido, el Capitán General, por el contrario y alegando
obligaciones de su cargo, cada vez dedicaba más tiempo a estos quehaceres,
obviamente, en solitario. Poco a poco La Laguna fue tomando conciencia de la
situación, por sí misma y por los comentarios que le llegaban. Al final se
desencadenó el desastre, como tenía que ocurrir.
El
Capitán General se confió demasiado y fue puesto en evidencia por su mujer.
Ante su insistencia, no consiguió explicar de manera convincente sus visitas continuas a ese lugar
“de mala vida” que era el puerto de Añazo. Alegó que el Gobierno estaba
pensando en trasladar allí la Capitanía desde La Laguna y tenía como misión
conseguir terrenos a buen precio. La discusión alcanzó niveles insoportables y
acabó cuando en un determinado momento la esposa llamó al marido “godo jed…”
quedó paralizada, avergonzada, porque sin proponérselo, había reproducido el
mismo insulto que tanto aborrecía y que
aplicaba su madre a su progenitor en su frecuentes disputas.
Lo cierto
es que tras pedirse perdón mutuamente,
la pareja se propuso retomar su relación con el mismo espíritu de sus
comienzos. Fruto de este breve periodo de calma matrimonial es la benjamina de la
familia, Santa Cruz. Decimos breve, porque como sostiene el refrán, “la cabra
tira al monte” y en este caso no podría ser más preciso. Las desavenencias
volvieron a surgir cuando aún en “la cuarentena” el Capitán General dejaba a su
mujer con sus seis vástagos y asistía a los bailes de Carnaval en el casino y
en el teatro Leal ¡no se perdía uno! Él alegaba que eran obligaciones de su
cargo y ella transigía, con tal de que no asistiese a los del carnaval
chicharrero.
Pero ahí
no quedó la cosa; huyendo del entorno de la Vega, donde su mujer tenía mil
ojos, el Capitán se encaprichó de la hija de una lechera de Los Batanes, y en
cuanto tenía un rato libre cogía el caballo y subía por aquellos senderos al
encuentro de la “lecherita”. Y como es lógico, ocurrió lo que tenía que ocurrir
en estos casos. Primero, que de esos amores nació una criatura, de la que
hablaremos en otro momento, y segundo, que La Laguna se enteró de esta historia
y un día, concretamente un 25 de julio cogió un carruaje y esperó a su marido
en el Llano de los Viejos.
Podemos
imaginar el contenido de la conversación entre ambos. La Laguna se mantuvo
digna e incluso distante, evitó por todos los medios proferir aquel insulto que
continuamente se le venía a la boca y le advirtió que a partir de ese día “el
caballero” dormiría en Capitanía. Cuando volvía a casa, entrando en la ciudad
por el camino de Las Peras, sufrió un aparatoso accidente con el carruaje,
justo en la puerta de un asilo regentado por religiosas. Fue atendida por éstas
y varios ancianos, mientras venían los doctores. Quedó muy impresionada por el
suceso, sobre todo al pensar que podría haber dejado seis huérfanos,
atribuyendo su buena suerte al santo de la fecha, precisamente San Cristóbal.
A partir
de ese día, portaba siempre una medalla de éste e incluso incorporó el “San
Cristóbal” en los documentos oficiales cuando firmaba. Además, decretó el
patronazgo del santo para todos los carruajes de alquiler (con posterioridad,
también para los taxis). Por último, en agradecimiento a los ancianos y
religiosas del asilo, que la habían socorrido, estableció que todos los años,
el día del patrón, los carruajes de alquiler de la ciudad deberían llevar de
“gira” a los ancianos del asilo, preferentemente al monte de Las Mercedes. Como
sabemos, esa costumbre posteriormente fue incorporada por los taxistas al
desaparecer los carruajes.
Una
cuestión que podría haberse convertido en un grave problema en aquellos
momentos, por lazos del destino se resolvió con gran celeridad. Las espadas
estaban en alto, las fuerzas vivas de la isla contenían la respiración sin
atreverse a pronunciarse, temiendo una
explosión de ira de la ”señora” y nuevos conflictos entre el poder civil y
militar, como había ocurrido tradicionalmente, al menos hasta el matrimonio,
cuando las cosas se calmaron.
En esta
situación intervino Sor María de Jesús nuevamente. Ante la imposibilidad de
anular el matrimonio, aconsejó al marido que pidiese urgentemente un traslado a
la Península, algo que consiguió con prontitud debido a “los contactos” que
mantenía la esposa en la corte. La Laguna justificó su permanencia en la isla
para no incumplir su promesa de no usar jamás un barco. La fortuna o
infortunio, en el caso del protagonista, hizo que un inesperado accidente al
poco tiempo de su traslado acabase con la vida del Capitán General y a la vez,
con una situación incómoda para la esposa, que no era ni casada, ni soltera, ni
viuda ni divorciada.
Pasada
página de esta etapa de su vida, “la ilustre dama” se dedicó con ahínco al
cuidado y educación de sus retoños y a todo tipo de actividades. De su infancia
y juventud guardaba un gusto especial por la gramática y el latín, y por las
actividades culturales en general. Ahora podría dedicarse plenamente a éstas.
Así consiguió, por bula del papa Benedicto XIV la primera universidad
“completa” de Canarias, a cargo de los agustinos. Sin embargo, ésta duró muy
poco y después de diferentes etapas de aperturas y supresiones, instigadas en
muchos casos por Las Palmas, ésta se suprimió definitivamente convirtiéndose en
instituto de Segunda Enseñanza, el primero y único de Canarias. Posteriormente
la universidad sería restaurada y esta vez de manera definitiva. A pesar de
tales vicisitudes, la ciudad se enorgullece de ser considerada,
tradicionalmente, como la capital intelectual de Archipiélago, pese a quien le
pese y de ello son también buena muestra la Real Sociedad de Amigos de País y
el Ateneo.
La música
fue, paralelamente, una actividad por la que mostró gran interés. Además de
hacer construir un teatro, como ella decía, “digno de sí misma”, patrocinó la
creación de una institución de gran relevancia cultural para la ciudad, y por
qué no decirlo, para sus intereses personales. En efecto, cuando los carnavales
de los chicharreros comenzaron a adquirir importancia, mandaba todos los años
al “Orfeón” a participar en el concurso de rondallas. Se decía que para echar
un ojo discretamente a su hija menor, pero en realidad, todo formaba parte de
una estrategia fruto de su espíritu “clasista”.
Desde muy
niña odiaba todo lo relacionado con “el chicharro”, y eso que jamás había
pasado de La Cuesta de Arguijón. Esta
inquina se acentuó por los problemas que tuvo con su marido y sus continuas
visitas al puerto, y mucho más cuando su hija menor se independizó y se fue a
vivir allí. En realidad, es posible que en su fuero interno temiese que tarde o
temprano, aquel lugar de mal vivir, “al final del camino que bajaba de La
Laguna”, como solía decir, llegase a suplantarla como cabeza de Nivaria, e
incluso del Archipiélago.
Pero
volvamos al Orfeón y a los carnavales. Es fácil comprender la sensación de
orgullo y superioridad que la embargaba, sobre todo por el sentimiento de
humillación que adivinaba en los chicharreros, cada vez que el Orfeón, única
representación lagunera frente a numerosas rondallas locales, subía cargado de
triunfos por la carretera de la Cuesta. Como solía decir: “donde hay clase y
distinción, que se quite la chabacanería”, dando a entender que en la única
actividad realmente “cultural” del carnaval, sobresalía el “espíritu” lagunero.
Cambiando
de tema, La Laguna siempre mostró un fuerte sentimiento religioso, algo que no
está reñido con su carácter, pues como dice el refrán “a Dios rogando y con el
mazo dando”. Patrocinó, desde muy joven, la instalación de conventos, capillas,
ermitas e iglesias por toda la población y sus alrededores. No podemos olvidar
que la parroquia de Nuestra Señora de La Concepción es la más antigua de
Tenerife y el germen de las que surgieron posteriormente y ocuparon todo el
territorio insular. Pero su preferida, por la devoción que profesa a la imagen
que allí se venera, es la del Cristo. Allí acude todos los viernes a oír misa,
y además de ornar sus alrededores con una gran plaza, dedica una sustanciosa
dotación económica a las fiestas de septiembre. Los domingos, en cambio, oía
misa en la iglesia de San Agustín, que le venía más cerca. Se llevó un disgusto
mayúsculo con el incendio de la asoló, sobre todo porque además, casi acaba con
el Instituto de Canarias. A partir de entonces, acude a sus obligaciones
dominicales de manera alternativa a la Catedral o a la Concepción.
Y
hablando de Catedral, tal como ocurrió con la universidad, La Laguna no tuvo
demasiada suerte en sus primeros momentos. En efecto, después de muchos tiras y
aflojas consiguió la creación de la diócesis nivariense, segregada de la
canariense, con sede en Las Palmas y establecida desde la conquista. La
parroquia de Los Remedios adquirió por tanto, la categoría de catedral. Sin
embargo, con posterioridad se produjo una supresión temporal de la misma y las
cosas volvieron a su punto inicial, con el consiguiente disgusto de La Laguna,
y de la isla toda, por qué no decirlo, y el consecuente regocijo de Las Palmas.
Por fortuna para ella, con el paso del tiempo volvió a ser restablecida. Pero
los efectos de aquellas disputas aún persisten en la actualidad, porque la “ilustre
señora”, cada vez que oye hablar en los medios de comunicación de la isla
vecina de la diócesis “de Canarias”, traducción literal de “canariensis” como
si solamente existiera una en todo el Archipiélago, monta en cólera contra su
parienta canariona, porque sabe que se hace a propósito para molestarla.
Citamos
antes de pasada el incendio de la iglesia de San Agustín y habría que señalar
también que La Laguna piensa, aunque jamás lo ha verbalizado, que debe existir
una maldición (o una suerte de mal de
ojo) en el tramo de la calle homónima que separa el Instituto de la sede del
Obispado. Si no ¿cómo se explicaría que los dos incendios más pavorosos que se
recuerdan en la ciudad se hayan producido en la citada iglesia y el edificio
del Obispado, distantes ambos apenas 180 metros?
Para
finalizar el repertorio de actividades que inspiran su fervor religioso, además
de las ya citadas fiestas “del Cristo”, La Laguna organiza una Semana Santa
considerada la de mayor solemnidad de la isla, en cuyas procesiones participa
con especial devoción, aunque siempre se ha negado a utilizar la peineta en su
atuendo, alegando que una simple mantilla es reflejo de la auténtica
“canariedad”. Del mismo modo, cada segundo domingo de julio celebra la
tradicional romería de San Benito, de la cual se siente especialmente
orgullosa. Su hija, La Orotava, le recuerda muchas veces, que la que se celebra
en la villa, en honor a San Isidro Labrador es mucho más antigua, y
posiblemente más concurrida, a lo que ésta le responde, en este continuo afán
por ser “la más de la más” que diga lo
que diga, la de San Benito es la única del
Archipiélago con categoría “regional”.
Un
episodio desconocido en la vida de La Laguna y que vamos a desvelar por primera
vez en este relato hace referencia a la relación entre la ciudad y el corsario
Amaro Pargo. En efecto, siempre se ha asociado la figura de este
“corsario-prestamista-comerciante” lagunero con sor María de Jesús, “la
Siervita”, a quien profesaba una especial devoción, llegando incluso a
financiar su funeral y su sepulcro. Pero lo cierto es que la monja sauzalera
fue, en cierto modo, una excusa para unos amores prohibidos. No quiere decir
esto que la devoción y el afecto del corsario
hacia la religiosa fueran falsos, pero había otros motivos ocultos en
sus constantes visitas al convento de Santa Catalina, donde poseía en propiedad
algunas celdas, colaborando económicamente, además, en el sustento de las religiosas.
En una de sus frecuentes
visitas al convento para departir con “la Siervita” tuvo un encuentro
inesperado en el claustro con la amiga y confidente más ilustre de aquella, La
Laguna, por aquellos años aún casada con el Capitán General. De este fugaz
encuentro sin tan siquiera una palabra, surgió una admiración e interés intensos
entre ambos. Pero La Laguna era mujer de profundas convicciones, no solo
religiosas, sino también morales, y para evitar caer en la tentación suspendió
por un periodo prolongado las visitas a Santa Catalina.
Al enviudar, se
sintió completamente libre, pero no lo suficiente como para iniciar una
relación pública que acabase en nuevo matrimonio, y mucho menos con un
“corsario”, porque jamás sería aceptado por la sociedad isleña de la época. Sin
embargo, no estaba de acuerdo con que la viuda “debía enterrarse en vida” y sus
entrevistas con la “siervita” volvieron
a reanudarse, con el pretexto de buscar consuelo en sus consejos, y la
esperanza de encontrarse nuevamente con don Amaro. Y tal como ambos personajes deseaban,
éste se produjo y no fue el único. Lo cierto es que en alguna de aquellas
celdas de Santa Catalina, aunque solamente sus protagonistas podrían
corroborarlo, tuvo lugar el ansiado e íntimo acercamiento, en el mayor de los
secretos. A partir de ese día no volvieron a verse nunca más. Pero fue el
origen del mayor de los secretos de la “ilustre dama”, por no decir el único,
ya que todos lo desconocen, incluso sus más allegados, familiares o no.
En este breve relato
se hace público el mismo, eso sí, sin el consentimiento de la protagonista, que
en cuanto tenga noticias del mismo lo va a desmentir oficialmente. Aquel
encuentro en Santa Catalina, como no es de extrañar, produjo un embarazo, que
La Laguna se encargó de ocultar hasta la fecha de hoy. A los tres meses del
mismo, alegando una pulmonía persistente por la humedad de la vecina laguna y
del entorno de la vega comunicó que se trasladaba a los altos de Chasna, con un
clima más seco y soleado, y donde podría realizar sus ejercicios espirituales
con el hermano Pedro de San José Betancur. Allí residió durante seis meses,
casi sin servicio, alejada de todo y de todos. De nada sirvieron las llamadas
de las distintas personalidades de la ciudad, ni el acuerdo del Cabildo de la
misma de desecar definitivamente la pequeña laguna, para evitarle las
humedades. En el momento justo, tuvo lugar el nacimiento de dos mellizos,
que rápidamente fueron embarcados en el
pequeño muelle del Médano, en un bote que trasladaba tomates a al puerto de
Añazo e internados en la Casa Cuna.
Absolutamente nadie, ni siquiera el padre de las criaturas, tuvo conocimiento de
estos hechos hasta el día de hoy, en que se hacen públicos por primera vez,
como ya hemos señalado.
Tras estos
acontecimientos, La Laguna piensa frecuentemente en las paradojas que tiene la
vida; ella, que nació lejos de la costa, en un ámbito insular, precisamente por
el temor a los ataques piráticos, pasado el tiempo tuvo una aventura
inexplicable con un corsario, aventura
que no deja de recordarle la presencia de los mellizos.
La Laguna llevaba
mucho tiempo con su orgullo herido desde que prácticamente, ni se le tuvo en
cuenta cuando se celebró el concurso de “Miss Capital del Archipiélago”. Como
mujer, aún no ha digerido totalmente que se hablase de la suya como una
participación “testimonial” frente a otras candidatas más jóvenes. Lo único que
mitigó algo su desagrado fue que el título lo ganase su hija y quedase en la isla, frente a las Palmas.
Tampoco ha llevado muy bien en encumbramiento de Santa Cruz como ciudad
principal de la isla, hecho que representó para ella cierto grado de
marginación durante bastante tiempo. Con respecto a Las Palmas, jamás le
perdonará el desmembramiento de su universidad, olvidando quizás, que mucho
tiempo atrás ella hizo lo mismo con la diócesis.
Sin embargo,
últimamente vive una vejez inmensamente feliz, querida y respetada sus hijos y nietos, sobre todo después de
serle otorgado el título de “ciudad Patrimonio de la Humanidad”, por una gente
de fuera, de apellido UNESCO. Incluso a
la hora de recibir el galardón fue fiel a su promesa de no coger el barco para
trasladarse al extranjero, y en atención a su edad, se lo entregaron en casa.
Ese día fue uno de los felices de su vida, porque al final, después de tantos
desprecios y sinsabores, se reconoció internacionalmente que era la más
“especial y original” de las ciudades del Archipiélago.
José Solórzano Sánchez ©