viernes, 20 de diciembre de 2019

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 2. LA LAGUNA. LA ILUSTRE DAMA.




       
 


             Si hay un miembro de la familia Nivaria-Achinech que brille con luz propia, esa es La Laguna, y no solo porque sea la matriarca, sino porque desde el momento de su nacimiento se vio favorecida con todo tipo de honores y reconocimientos.

        Es hija única de un conquistador castellano nacido en Sanlúcar de Barrameda, el Adelantado don Alonso Fernández de Lugo, y de Aguere, una chica de origen isleño, de la que no se sabe demasiado. Sus padres se casaron al poco tiempo de pisar el Adelantado la isla  y la niña nació un año después.

Si bien es cierto que la fecha de su nacimiento no está muy clara, hay que decir también, que de alguna manera, ella es la responsable de tal confusión. Es evidente que tuvo que ser entre 1496 y 1497, pero según parece, cuando estaba por casarse, al pedir la partida de bautismo de rigor, posiblemente el párroco debió confundir la fecha y desde ese momento comenzó el lío. Las malas lenguas dicen, en cambio,  que fue ella quien pidió que apareciese el año siguiente, y así igualar su edad a la del futuro marido, porque en aquella época eso de que el novio fuera menor que la novia era un poco difícil de digerir, a menos que fuese por interés. Ya tuvo bastante enfado cuando le llegaron los comentarios y chismorreos de sus parientas de otras islas con referencia a la edad del prometido. El berrinche fue tal que a punto estuvo de no invitarlas a la boda, pero sus allegados la tranquilizaron diciendo que todo era producto de la envidia de unas pobres “solteronas”.

Fechas aparte, lo que sí está  perfectamente documentado es su bautismo, que fue el acontecimiento más solemne y grandioso que se había vivido en la isla hasta el momento. Hay que tener en cuenta que el matrimonio de sus padres, poco tiempo atrás,  había tenido lugar en un momento de conquista y operaciones militares y no estaba el ambiente para grandes eventos. Fueron sus padrinos nada menos que los reyes  doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón, eso sí, delegaron su participación en la ceremonia en una pareja de nobles, porque las comunicaciones por vía marítima con las Islas en aquella época eran muy lentas y además su agenda se lo impedía. Por lo que podemos afirmar que se trató de un padrinazgo “por poderes”.

No obstante, su ausencia se vio compensada por toda una serie de regalos de gran valor, especialmente el que le concedió el emperador Carlos V, nieto de sus padrinos, años más tarde: ¡nada menos que el título de ciudad!  Hay que decir que el presente empezó a tramitarse desde el momento del bautizo, pero ya se sabe que las cosas de palacio van despacio y mucho más en unos tiempos tan convulsos como aquellos.

Ese regalo fue muy especial para ella, porque se convirtió en la única de la isla en ostentar el citado título durante siglos. Incluso cuando su hija mayor, La Orotava, se casó y abandonó el hogar familiar, lo más que le permitió fue que portase el de “villa”. A pesar de que la distinción de ciudad llegó con los años, si obtuvo un regalo inmediato de sus padrinos, seguramente de mayor trascendencia, y fue precisamente el de “sede del Cabildo de Tenerife”. Este le permitió regir durante centurias el destino de toda la isla, con  lo que ello conllevaba, desde el punto de vista económico y, sobre todo,  de “estatus”, que para ella ha sido siempre lo más relevante.

La Laguna creció “entre algodones” rodeada de mimos y del cariño de sus padres, sirvientes y conocidos. Desde muy pequeña tuvo a su disposición una corte de ayas, damas de compañía, institutrices, maestros de latín, de gramática, de música, confesores, etc. que la convirtieron en  la dama más ilustre de la isla, y con el permiso de Las Palmas, de todo el Archipiélago.

Conforme pasaban los años aumentaba su belleza y distinción, a la par que se enriquecía tanto en el orden cultural como en el económico: palacios, iglesias, conventos, plazas, edificios públicos, etc.

Pero la belleza física no siempre va acompañada de la espiritual, y por desgracia, tanta atención y consideraciones fueron moldeando en la muchacha un carácter altivo, caprichoso y tremendamente clasista.

Una anécdota de su juventud, muestra palpable de su carácter, fue la que se produjo al conocer la existencia de la ciudad de México. Estaba muy orgullosa de su nombre, que evocaba a la pequeña laguna  existente en la vega a la llegada de los conquistadores y se consideraba única y exclusiva en todos los órdenes; además, no había nadie a su alrededor que le llevase la contraria. Cuando se enteró que la ciudad de México había tenido también origen vinculado a una laguna, pero no a sus riberas, sino a su interior, se llevó una sorpresa muy desagradable, porque su presunta “originalidad” quedaba en entredicho.

Inmediatamente exigió a sus padres que preparan el viaje para conocer a su competidora y comparar sus respectivos atributos. De nada sirvieron “los peros” de sus progenitores y personas de  confianza: que si el peligro de los piratas y corsarios, que lo largo y costoso del viaje, la belicosidad de los indígenas, etc. Fue tal su enfado ante la imposibilidad de cumplir su capricho que comunicó a sus padres que se metía a monja, que no quería tener relación con quien no la ayudaba a cumplir sus deseos, o mejor dicho, caprichos.

Para no empeorar aún más la situación y conociendo bien el carácter variable de la muchacha, sus progenitores accedieron a que se instalase con todas las comodidades, eso sí, en el convento de Santa Catalina,  que se encontraba en la plaza dedicada a don Alonso. En realidad apenas residió allí unas semanas, pero este breve paso por la vida conventual tuvo una gran repercusión en su  historia futura.

Por una parte le permitió conocer a Sor María de Jesús, “La Siervita” con la que estableció una estrecha amistad y se convirtió en su mejor amiga, confidente y consejera. Esta relación duró hasta el fallecimiento de la religiosa, incluso, hasta después de muerta. Tal es así, que  desde que se descubrió su cuerpo incorrupto, tres años después del fallecimiento, La Laguna ha venido organizando, año tras año, cada 15 de febrero, las visitas de los devotos de esta religiosa sauzalera, para rendirle homenaje.

Por otro lado, el paso por el convento también la llevó a tomar la decisión de no salir jamás de la isla. En tono altivo, comunicó a sus padres a la vuelta a casa, que como se le había impedido trasladarse a  México, a pesar de sus enormes deseos, en lo que le restase de vida se negaba a realizar cualquier viaje que implicase tomar un barco. Al tiempo, y para dar más  fuerza a su decisión,  hacía otro tipo de comentarios que evidenciaban su carácter “clasista”, por no emplear otros términos más duros. Así, comentó, que de todas formas  no merecía la pena tanto esfuerzo para conocer una muchacha de “las Indias”, que con seguridad no tendría punto de comparación con la hija de un Adelantado de Canarias, además  apadrinada por los Reyes Católicos; por último añadió, para apuntillar, que así se evitaba el mal rato de tener que pasar por el muelle “de los chicharreros”, a los que consideraba gentuza de mal vivir.

Poco imaginaba la chica que al tomar esta decisión y darle tanta publicidad (excusa para no admitir públicamente  que había dado su brazo a torcer con la vuelta a casa) se iba a perder la posibilidad de conocer otros lugares más allá de Nivaria. Jamás ha asistido a ningún evento o celebración, familiar u oficial en la Península e incluso en el resto del Archipiélago, y mucho menos en el extranjero.



Cuando con el paso del tiempo, el descubrimiento de la navegación aérea, le hubiera permitido desdecirse de su anterior promesa, dado que los viajes en avión no se contemplaron en su momento, ante las indicaciones de alguna de sus hijas en este sentido, La Laguna se ratificó, si cabe con mayor vehemencia, en su decisión. No obstante, por un momento dudó cuando se enteró del chollo del descuento por residente, pero ni siquiera este hecho la hizo cambiar de opinión. Alegó que a esas alturas de su vida no existía nada de interés fuera de Tenerife, donde ella era lo verdaderamente importante, y que correspondía, en todo caso, al resto del mundo venir visitarla ¡mira que la soberbia es mala consejera! Pero quizás esas palabras fueron en cierto modo premonitorias  en relación al desarrollo turístico que experimentaría la isla en un futuro ¡vaya usted a saber!

La chica fue creciendo y experimentando todo lo bueno y lo menos bueno que tiene el paso del tiempo. Sus padres fallecieron uno tras otro en un breve lapso de tiempo, con la pena de no haber asistido a la boda su unigénita. Pero la soberbia de la muchacha le impedía un candidato acorde con su estatus, o mejor dicho, con lo que consideraba que era su estatus y cada vez se veía más lejano el momento de un compromiso. Se le podía aplicar perfectamente aquel dicho trasnochado de “los de infantería no llegan y los de caballería se pasan”. Para ella todos los pretendientes del Archipiélago eran “infantería” por lo que los descartaba a la primera de cambio. Tenía sus ojos puestos en otros ámbitos, como por ejemplo un Valladolid, de ilustre ascendencia y que había sido residencia real, o un muchacho vasco, Bilbao, que empezaba a despuntar por su potencia marítima e industrial, y además, como solamente ostentaba el título de villa, en caso de matrimonio, ella siempre estaría por delante, en lo que a estatus se refiere.

Pero no acababan ahí sus pretensiones, soñaba que tal vez un Londres, un Berlín o un Milán, que  formaban parte de la más rancia aristocracia europea de la época,  podían fijarse, por qué no, en una ilustre y bella moza como ella; aunque se tratase de galanes ya entraditos en años, tenían otras contrapartidas muy interesantes.

En este estado se encontraban las cosas cuando La Laguna y todos los que la rodeaban pudieron comprobar como las ilusiones y los deseos (o “los pajaritos en la cabeza”, como solía decirle sor María de Jesús, en sus largas conversaciones) cambian de la noche a la mañana. Quién le iba a decir que aquel joven que le ofreció agua bendita nada más entrar en la iglesia del Cristo para oír misa,  iba a borrar de un plumazo a todos sus pretendientes seguros o ficticios.

En efecto, se trataba de un apuesto joven castellano, aparentemente de una excelente familia, que había llegado hacía poco a la ciudad como Capitán General (ya que aquí se asentaba la Capitanía). Su uniforme y ese acento ”peninsular” la sedujeron desde el primer momento. Estaba segura de que su padre estaría conforme, por tratarse de un militar  peninsular como él.

Y no hubo más que hablar: tanto la pareja como las fuerzas vivas de la ciudad, cada uno por motivos diferentes, decidieron que la boda debía celebrarse cuanto antes. En este episodio fue La Laguna la única que se movió según los dictados de su corazón, estaba realmente enamorada, sin pensar en otro tipo de consideraciones, al menos en un primer momento. El pretendiente, en cambio, solo tenía una intención, como la de muchos funcionarios que eran destinados a las islas por aquella época, es decir, dar el “braguetazo”. Encontrar una joven (o no tan joven) distinguida, y mediante un rápido casamiento ascender en la escala social a la par que mejorar su situación económica. Por otra parte, las fuerzas vivas de la ciudad también estaban deseando casar a la muchacha cuanto antes, pensando que tal vez  los hijos y sobre todo, el sometimiento a un marido autoritario, lograsen domar su carácter.

La boda fue un auténtico acontecimiento, casi tanto como el de su bautismo. Asistieron representantes oficiales y parientes de todas las islas. De Fuerteventura vinieron Antigua y Betancuria, muy achacosas ya; de Lanzarote, Teguise y su mujer Haría; de La Palma, unas parientas lejanas, Puntagorda, Puntallana y Garafía, así como Valverde del Hierro. San Sebastián de la Gomera no pudo asistir al encontrarse indispuesto tras una caída desde lo alto de una palmera mientras extraía guarapo. La  más esperada, Las Palmas, no asistió  pretextando que hacía muy poco que había sufrido el ataque de Hawkins y Drake y no podía abandonar la isla. Sin embargo, todos eran conscientes de que su excusa pretendía ocultar la animadversión existente entre ambas, por su pretensión en ser reconocidas, tanto una y otra, como “la más” (no importa qué) del Archipiélago. Pero La Laguna estaba tan feliz ese día que perdonó el desplante.

¿Y qué puede ocurrir de la unión de un ser y otro ser? … pues que nace otro ser, en este caso, nacieron varios seres. La Laguna se propuso recuperar el tiempo perdido y los  niños, o mejor dicho, las niñas,  fueron llegando tras los intervalos de rigor, eso sí, intervalos muy breves.

Así vinieron a este mundo, o más correctamente a esta isla, La Orotava,  Güímar, Vilaflor, Arico (ojito derecho de su padre) y Fasnia. Las  cinco criaturas ocupaban todo el tiempo de su madre, que poco a poco se fue distanciando de la vida social. Su marido, el Capitán General, por el contrario y alegando obligaciones de su cargo, cada vez dedicaba más tiempo a estos quehaceres, obviamente, en solitario. Poco a poco La Laguna fue tomando conciencia de la situación, por sí misma y por los comentarios que le llegaban. Al final se desencadenó el desastre, como tenía que ocurrir.

El Capitán General se confió demasiado y fue puesto en evidencia por su mujer. Ante su insistencia, no consiguió explicar de manera  convincente sus visitas continuas a ese lugar “de mala vida” que era el puerto de Añazo. Alegó que el Gobierno estaba pensando en trasladar allí la Capitanía desde La Laguna y tenía como misión conseguir terrenos a buen precio. La discusión alcanzó niveles insoportables y acabó cuando en un determinado momento la esposa llamó al marido “godo jed…” quedó paralizada, avergonzada, porque sin proponérselo, había reproducido el mismo insulto que tanto aborrecía  y que aplicaba su madre a su progenitor en su frecuentes disputas.

Lo cierto es que  tras pedirse perdón mutuamente, la pareja se propuso retomar su relación con el mismo espíritu de sus comienzos. Fruto de este breve periodo de calma matrimonial es la benjamina de la familia, Santa Cruz. Decimos breve, porque como sostiene el refrán, “la cabra tira al monte” y en este caso no podría ser más preciso. Las desavenencias volvieron a surgir cuando aún en “la cuarentena” el Capitán General dejaba a su mujer con sus seis vástagos y asistía a los bailes de Carnaval en el casino y en el teatro Leal ¡no se perdía uno! Él alegaba que eran obligaciones de su cargo y ella transigía, con tal de que no asistiese a los del carnaval chicharrero.

Pero ahí no quedó la cosa; huyendo del entorno de la Vega, donde su mujer tenía mil ojos, el Capitán se encaprichó de la hija de una lechera de Los Batanes, y en cuanto tenía un rato libre cogía el caballo y subía por aquellos senderos al encuentro de la “lecherita”. Y como es lógico, ocurrió lo que tenía que ocurrir en estos casos. Primero, que de esos amores nació una criatura, de la que hablaremos en otro momento, y segundo, que La Laguna se enteró de esta historia y un día, concretamente un 25 de julio cogió un carruaje y esperó a su marido en el Llano de los Viejos.

Podemos imaginar el contenido de la conversación entre ambos. La Laguna se mantuvo digna e incluso distante, evitó por todos los medios proferir aquel insulto que continuamente se le venía a la boca y le advirtió que a partir de ese día “el caballero” dormiría en Capitanía. Cuando volvía a casa, entrando en la ciudad por el camino de Las Peras, sufrió un aparatoso accidente con el carruaje, justo en la puerta de un asilo regentado por religiosas. Fue atendida por éstas y varios ancianos, mientras venían los doctores. Quedó muy impresionada por el suceso, sobre todo al pensar que podría haber dejado seis huérfanos, atribuyendo su buena suerte al santo de la fecha, precisamente San Cristóbal.

A partir de ese día, portaba siempre una medalla de éste e incluso incorporó el “San Cristóbal” en los documentos oficiales cuando firmaba. Además, decretó el patronazgo del santo para todos los carruajes de alquiler (con posterioridad, también para los taxis). Por último, en agradecimiento a los ancianos y religiosas del asilo, que la habían socorrido, estableció que todos los años, el día del patrón, los carruajes de alquiler de la ciudad deberían llevar de “gira” a los ancianos del asilo, preferentemente al monte de Las Mercedes. Como sabemos, esa costumbre posteriormente fue incorporada por los taxistas al desaparecer los carruajes.

Una cuestión que podría haberse convertido en un grave problema en aquellos momentos, por lazos del destino se resolvió con gran celeridad. Las espadas estaban en alto, las fuerzas vivas de la isla contenían la respiración sin atreverse a pronunciarse,  temiendo una explosión de ira de la ”señora” y nuevos conflictos entre el poder civil y militar, como había ocurrido tradicionalmente, al menos hasta el matrimonio, cuando las cosas se calmaron.




En esta situación intervino Sor María de Jesús nuevamente. Ante la imposibilidad de anular el matrimonio, aconsejó al marido que pidiese urgentemente un traslado a la Península, algo que consiguió con prontitud debido a “los contactos” que mantenía la esposa en la corte. La Laguna justificó su permanencia en la isla para no incumplir su promesa de no usar jamás un barco. La fortuna o infortunio, en el caso del protagonista, hizo que un inesperado accidente al poco tiempo de su traslado acabase con la vida del Capitán General y a la vez, con una situación incómoda para la esposa, que no era ni casada, ni soltera, ni viuda ni divorciada.

Pasada página de esta etapa de su vida, “la ilustre dama” se dedicó con ahínco al cuidado y educación de sus retoños y a todo tipo de actividades. De su infancia y juventud guardaba un gusto especial por la gramática y el latín, y por las actividades culturales en general. Ahora podría dedicarse plenamente a éstas. Así consiguió, por bula del papa Benedicto XIV la primera universidad “completa” de Canarias, a cargo de los agustinos. Sin embargo, ésta duró muy poco y después de diferentes etapas de aperturas y supresiones, instigadas en muchos casos por Las Palmas, ésta se suprimió definitivamente convirtiéndose en instituto de Segunda Enseñanza, el primero y único de Canarias. Posteriormente la universidad sería restaurada y esta vez de manera definitiva. A pesar de tales vicisitudes, la ciudad se enorgullece de ser considerada, tradicionalmente, como la capital intelectual de Archipiélago, pese a quien le pese y de ello son también buena muestra la Real Sociedad de Amigos de País y el Ateneo.

La música fue, paralelamente, una actividad por la que mostró gran interés. Además de hacer construir un teatro, como ella decía, “digno de sí misma”, patrocinó la creación de una institución de gran relevancia cultural para la ciudad, y por qué no decirlo, para sus intereses personales. En efecto, cuando los carnavales de los chicharreros comenzaron a adquirir importancia, mandaba todos los años al “Orfeón” a participar en el concurso de rondallas. Se decía que para echar un ojo discretamente a su hija menor, pero en realidad, todo formaba parte de una estrategia fruto de su espíritu “clasista”.

Desde muy niña odiaba todo lo relacionado con “el chicharro”, y eso que jamás había pasado de La Cuesta de Arguijón.  Esta inquina se acentuó por los problemas que tuvo con su marido y sus continuas visitas al puerto, y mucho más cuando su hija menor se independizó y se fue a vivir allí. En realidad, es posible que en su fuero interno temiese que tarde o temprano, aquel lugar de mal vivir, “al final del camino que bajaba de La Laguna”, como solía decir, llegase a suplantarla como cabeza de Nivaria, e incluso del Archipiélago.

Pero volvamos al Orfeón y a los carnavales. Es fácil comprender la sensación de orgullo y superioridad que la embargaba, sobre todo por el sentimiento de humillación que adivinaba en los chicharreros, cada vez que el Orfeón, única representación lagunera frente a numerosas rondallas locales, subía cargado de triunfos por la carretera de la Cuesta. Como solía decir: “donde hay clase y distinción, que se quite la chabacanería”, dando a entender que en la única actividad realmente “cultural” del carnaval, sobresalía el “espíritu” lagunero.

Cambiando de tema, La Laguna siempre mostró un fuerte sentimiento religioso, algo que no está reñido con su carácter, pues como dice el refrán “a Dios rogando y con el mazo dando”. Patrocinó, desde muy joven, la instalación de conventos, capillas, ermitas e iglesias por toda la población y sus alrededores. No podemos olvidar que la parroquia de Nuestra Señora de La Concepción es la más antigua de Tenerife y el germen de las que surgieron posteriormente y ocuparon todo el territorio insular. Pero su preferida, por la devoción que profesa a la imagen que allí se venera, es la del Cristo. Allí acude todos los viernes a oír misa, y además de ornar sus alrededores con una gran plaza, dedica una sustanciosa dotación económica a las fiestas de septiembre. Los domingos, en cambio, oía misa en la iglesia de San Agustín, que le venía más cerca. Se llevó un disgusto mayúsculo con el incendio de la asoló, sobre todo porque además, casi acaba con el Instituto de Canarias. A partir de entonces, acude a sus obligaciones dominicales de manera alternativa a la Catedral o a la Concepción.

Y hablando de Catedral, tal como ocurrió con la universidad, La Laguna no tuvo demasiada suerte en sus primeros momentos. En efecto, después de muchos tiras y aflojas consiguió la creación de la diócesis nivariense, segregada de la canariense, con sede en Las Palmas y establecida desde la conquista. La parroquia de Los Remedios adquirió por tanto, la categoría de catedral. Sin embargo, con posterioridad se produjo una supresión temporal de la misma y las cosas volvieron a su punto inicial, con el consiguiente disgusto de La Laguna, y de la isla toda, por qué no decirlo, y el consecuente regocijo de Las Palmas. Por fortuna para ella, con el paso del tiempo volvió a ser restablecida. Pero los efectos de aquellas disputas aún persisten en la actualidad, porque la “ilustre señora”, cada vez que oye hablar en los medios de comunicación de la isla vecina de la diócesis “de Canarias”, traducción literal de “canariensis” como si solamente existiera una en todo el Archipiélago, monta en cólera contra su parienta canariona, porque sabe que se hace a propósito para molestarla.

Citamos antes de pasada el incendio de la iglesia de San Agustín y habría que señalar también que La Laguna piensa, aunque jamás lo ha verbalizado, que debe existir una maldición  (o una suerte de mal de ojo) en el tramo de la calle homónima que separa el Instituto de la sede del Obispado. Si no ¿cómo se explicaría que los dos incendios más pavorosos que se recuerdan en la ciudad se hayan producido en la citada iglesia y el edificio del Obispado, distantes ambos apenas 180 metros?

Para finalizar el repertorio de actividades que inspiran su fervor religioso, además de las ya citadas fiestas “del Cristo”, La Laguna organiza una Semana Santa considerada la de mayor solemnidad de la isla, en cuyas procesiones participa con especial devoción, aunque siempre se ha negado a utilizar la peineta en su atuendo, alegando que una simple mantilla es reflejo de la auténtica “canariedad”. Del mismo modo, cada segundo domingo de julio celebra la tradicional romería de San Benito, de la cual se siente especialmente orgullosa. Su hija, La Orotava, le recuerda muchas veces, que la que se celebra en la villa, en honor a San Isidro Labrador es mucho más antigua, y posiblemente más concurrida, a lo que ésta le responde, en este continuo afán por ser “la más de la más”  que diga lo que diga, la de San Benito es la única del  Archipiélago con categoría “regional”.

Un episodio desconocido en la vida de La Laguna y que vamos a desvelar por primera vez en este relato hace referencia a la relación entre la ciudad y el corsario Amaro Pargo. En efecto, siempre se ha asociado la figura de este “corsario-prestamista-comerciante” lagunero con sor María de Jesús, “la Siervita”, a quien profesaba una especial devoción, llegando incluso a financiar su funeral y su sepulcro. Pero lo cierto es que la monja sauzalera fue, en cierto modo, una excusa para unos amores prohibidos. No quiere decir esto que la devoción y el afecto del corsario  hacia la religiosa fueran falsos, pero había otros motivos ocultos en sus constantes visitas al convento de Santa Catalina, donde poseía en propiedad algunas celdas, colaborando económicamente, además,  en el sustento de las religiosas.

En una de sus frecuentes visitas al convento para departir con “la Siervita” tuvo un encuentro inesperado en el claustro con la amiga y confidente más ilustre de aquella, La Laguna, por aquellos años aún casada con el Capitán General. De este fugaz encuentro sin tan siquiera una palabra, surgió una admiración e interés intensos entre ambos. Pero La Laguna era mujer de profundas convicciones, no solo religiosas, sino también morales, y para evitar caer en la tentación suspendió por un periodo prolongado las visitas a Santa Catalina.



Al enviudar, se sintió completamente libre, pero no lo suficiente como para iniciar una relación pública que acabase en nuevo matrimonio, y mucho menos con un “corsario”, porque jamás sería aceptado por la sociedad isleña de la época. Sin embargo, no estaba de acuerdo con que la viuda “debía enterrarse en vida” y sus entrevistas  con la “siervita” volvieron a reanudarse, con el pretexto de buscar consuelo en sus consejos, y la esperanza de encontrarse nuevamente con don Amaro. Y tal como ambos personajes deseaban, éste se produjo y no fue el único. Lo cierto es que en alguna de aquellas celdas de Santa Catalina, aunque solamente sus protagonistas podrían corroborarlo, tuvo lugar el ansiado e íntimo acercamiento, en el mayor de los secretos. A partir de ese día no volvieron a verse nunca más. Pero fue el origen del mayor de los secretos de la “ilustre dama”, por no decir el único, ya que todos lo desconocen, incluso sus más allegados, familiares o no.

En este breve relato se hace público el mismo, eso sí, sin el consentimiento de la protagonista, que en cuanto tenga noticias del mismo lo va a desmentir oficialmente. Aquel encuentro en Santa Catalina, como no es de extrañar, produjo un embarazo, que La Laguna se encargó de ocultar hasta la fecha de hoy. A los tres meses del mismo, alegando una pulmonía persistente por la humedad de la vecina laguna y del entorno de la vega comunicó que se trasladaba a los altos de Chasna, con un clima más seco y soleado, y donde podría realizar sus ejercicios espirituales con el hermano Pedro de San José Betancur. Allí residió durante seis meses, casi sin servicio, alejada de todo y de todos. De nada sirvieron las llamadas de las distintas personalidades de la ciudad, ni el acuerdo del Cabildo de la misma de desecar definitivamente la pequeña laguna, para evitarle las humedades. En el momento justo, tuvo lugar el nacimiento de dos mellizos, que  rápidamente fueron embarcados en el pequeño muelle del Médano, en un bote que trasladaba tomates a al puerto de Añazo e internados en la  Casa Cuna. Absolutamente nadie, ni siquiera el padre de las criaturas, tuvo conocimiento de estos hechos hasta el día de hoy, en que se hacen públicos por primera vez, como ya hemos señalado.

Tras estos acontecimientos, La Laguna piensa frecuentemente en las paradojas que tiene la vida; ella, que nació lejos de la costa, en un ámbito insular, precisamente por el temor a los ataques piráticos, pasado el tiempo tuvo una aventura inexplicable con un  corsario, aventura que no deja de recordarle la presencia de los mellizos.

La Laguna llevaba mucho tiempo con su orgullo herido desde que prácticamente, ni se le tuvo en cuenta cuando se celebró el concurso de “Miss Capital del Archipiélago”. Como mujer, aún no ha digerido totalmente que se hablase de la suya como una participación “testimonial” frente a otras candidatas más jóvenes. Lo único que mitigó algo su desagrado fue que el título lo ganase su hija  y quedase en la isla, frente a las Palmas. Tampoco ha llevado muy bien en encumbramiento de Santa Cruz como ciudad principal de la isla, hecho que  representó para ella cierto grado de marginación durante bastante tiempo. Con respecto a Las Palmas, jamás le perdonará el desmembramiento de su universidad, olvidando quizás, que mucho tiempo atrás ella hizo lo mismo con la diócesis.

Sin embargo, últimamente vive una vejez inmensamente feliz, querida y respetada  sus hijos y nietos, sobre todo después de serle otorgado el título de “ciudad Patrimonio de la Humanidad”, por una gente de fuera, de  apellido UNESCO. Incluso a la hora de recibir el galardón fue fiel a su promesa de no coger el barco para trasladarse al extranjero, y en atención a su edad, se lo entregaron en casa. Ese día fue uno de los felices de su vida, porque al final, después de tantos desprecios y sinsabores, se reconoció internacionalmente que era la más “especial y original” de las ciudades del Archipiélago.

José Solórzano Sánchez ©


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