sábado, 4 de enero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 3.LA OROTAVA. LA SEÑORA DE TAORO.





La Orotava es la hija mayor de la Laguna y la que más se le parece, tanto desde el punto de vista físico como por su carácter. Mientras era niña, a su madre casi se le saltaban las lágrimas cuando la observaba porque se veía reflejada en cada uno de sus gestos, en lo que decía, en cómo se relacionaba con los demás, etc.

Físicamente era su vivo retrato, aunque mejorado. En efecto, la primogénita combinaba la elegancia y distinción de su madre con un cierto toque de arrogancia, heredado del Capitán General. En cuanto se convirtió en una “señorita” y acompañada por su madre y hermanos paseaban por el Camino Largo, después de misa, todos comentaban que era la edición “mejorada y corregida” de su progenitora.

Desde su más tierna infancia, su madre reprodujo con ella los mismos patrones con los que ella había sido educada, es decir, rodeándola de toda una corte de institutrices, señoritas de compañía, profesores particulares,  etc. Sabía que su hija tenía un futuro muy prometedor y desde muy pequeña, comenzó a hacer planes para que su matrimonio tuviese el rango que le correspondía;  en su opinión, la meta de una muchacha de buena familia era el mejor de los casamientos posibles y a ello debía dedicar todos sus esfuerzos desde que llegaba a este mundo, en su caso, a esta isla.

En estos planes no solamente entraban muchachos peninsulares, sino también del extranjero, porque los de las islas le parecían unos “magos” sin porvenir.  Pensaba que no le iría nada mal con unos potentados industriales  de la categoría de  Vigo, o Alicante, magnate del turrón y el calzado; tampoco estaría mal emparentar con San Sebastián o Santander, aristócratas de rancio abolengo. Tenía también algunos candidatos extranjeros, como Oporto, famoso por sus bodegas y dos muchachitos de las colonias americanas, que se encontraban en la Península estudiando: Santo Domingo y Buenos Aires.

Pero aún quedaba mucho tiempo para esto y lo que procedía era que llegado el momento la muchacha cumpliese con todos los requisitos necesarios. Desde muy niña, La Orotava sufrió de graves problemas de salud, el clima invernal de Aguere no le sentaba, la humedad y el frío le provocaban catarros y bronquitis continuamente, generando una inquietud profunda en su madre. Cuando acababan los inviernos, la niña presentaba un aspecto desolador: pálida y demacrada, con muy poco peso y un aire de tristeza que partía el alma. Menos mal que en cuanto llegaba la primavera se recuperaba en un par de semanas.

Sus padres consultaron a los mejores médicos de la isla y todos coincidieron que dada la situación de la medicina en esa época, habría que utilizar otras estrategias, como un cambio de aires durante el periodo invernal. Dado su estado de salud, para ella era una verdadera desgracia residir en un lugar tan húmedo, precisamente en la isla de la “eterna primavera”. Por supuesto, conociendo lo que pensaba la madre, ni se les ocurrió comentarle que lo más fácil sería un traslado temporal a Añazo, que era lo que se encontraba más cerca y no supondría un gran trastorno para la familia.

Se le propuso, por tanto, que en cuanto comenzara el próximo invierno se le trasladara a un lugar seco y fresco y relativamente próximo. Desde hacía un tiempo, algunos médicos ingleses, conociendo las excelentes condiciones climáticas de lugar, estaban enviando a sus pacientes a las riberas del barranco de Badajoz, a  pocas leguas de la ciudad y muy cerca de donde se veneraba  la imagen de la virgen de Candelaria. Allí había una fonda muy bien preparada donde se acogían enfermos con problemas respiratorios y contaba con varios médicos residentes.

 A los padres les pareció una idea excelente, pero ni se les pasó por la cabeza trasladarse con el resto de la familia a aquel lugar durante varios meses, con todos los compromisos que tenían. Así que enviaron a la niña con  su séquito, incluyendo a varios profesores para que  continuase con sus clases. Los fines de semana iban  a visitarla  y aprovechaban para  ver a la virgen al convento y de paso comer pescado fresco. A pesar de los buenos resultados que estaba dando ese cambio de aires, ni de broma se les ocurrió traerla de nuevo a la ciudad mientras durasen “los fríos”.

Pero lo que había sido una excelente idea durante cierto tiempo, comenzó a no ser tan buena. A corta distancia de la fonda existían varias canteras para la extracción de áridos y todos los carros pasaban muy cerca de ésta, con la consiguiente “polvacera” poco recomendable para los que allí se hospedaban, la mayoría con problemas respiratorios. Así que necesariamente hubo que empezar a pensar en otra alternativa para el invierno siguiente.

El lugar escogido por indicación de los doctores fueron los altos de Chasna, que poseían un clima fresco y seco, además de gozar de un aire purísimo al estar rodeado de extensos pinares. Allí residía la familia de los Betancur, que disponían de la mejor casa de los contornos y dadas las buenas relaciones que mantenían, la niña podría pasar allí la estación invernal. No hay que olvidar que su hijo Pedro de San José, cuando estudiaba en el seminario lagunero, pasaba algunas tardes con la familia y cuando sus padres venían a la ciudad a verlo, la visita a la “ilustre dama” era algo obligado.

Nuevamente se produjo el traslado de La Orotava para pasar el periodo invernal lejos de los suyos, en aras de una vida más saludable; en esta ocasión, las posibilidades de visitas familiares iban a ser casi imposibles. La niña y sus acompañantes tardaron casi tres días en llegar a su destino, pasando las noches en casa de conocidos. Los carruajes tomaron el camino del valle de Taoro y luego ascendieron hasta Las Cañadas, por senderos casi impracticables, hasta arribar a la casa de los Betancur.

Convendría comentar que  cuando pasaban por lo que hoy denominamos “Cuesta de la Villa”, la niña experimentó una urgente necesidad, que podríamos calificar de “personal e intransferible” y mientras buscaba un lugar para la tarea, quedó impresionada de la belleza que aparecía ante sus ojos. El denominado valle de Taoro, era una explosión de verdor, cubierto de campos cultivados y flores de todo tipo a lo largo de los caminos, amén de pequeños caseríos blancos que salpicaban el paisaje. Si a ello unimos los diferentes tonos azules del cielo y el mar, junto a la figura imponente del Teide, que se recortaba al fondo, no es de extrañar que la niña quedase hipnotizada. Desde aquel momento pensó que aquel  sería un lugar ideal para vivir. Uno de sus acompañantes le comentó que no hacía mucho, un viajero alemán, un tal Humboldt, al contemplar  ese panorama, había escrito que “no había visto en ninguna parte un cuadro más variado, más atrayente y más armonioso, por la distribución de las masas de vegetación y las rocas”.

Todos los sacrificios del traslado se soportaron con abnegación, porque significaban unos meses saludables para la niña. Con lo que no habían contado los médicos es que, ciertamente el lugar disfrutaba de un clima seco en verano, muy recomendable, pero cuando llegaba el invierno, si bien la humedad era escasa,  la temperatura bajaba muchísimo y las nevadas eran frecuentes, ese año, más que nunca, por circunstancias del destino. La niña cogió una bronquitis de pronóstico y se tomó el acuerdo de trasladarla a la costa, a un pequeño caserío, a los pies de la montaña Chayofita, donde el clima era más benigno y hasta allí se trasladaron en comitiva. La decisión fue un acierto, el clima seco y templado le sentó tan bien que pasó el invierno sin contratiempos. Pero como niña que era, pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre jugando con los hijos de los pescadores y su piel nacarada, elemento fundamental de una belleza de la época, adquirió un tono más bien “negrusio”.

La vuelta al hogar se llevó a cabo sin tantas dificultades como la venida al Sur, pues se realizó en uno de los muchos barquitos de cabotaje que hacían la ruta entre el Sur de la isla y Añazo, para traer y llevar mercancías. Cuando su madre la vio llegar con aquella tez morena, casi se desmaya del disgusto, aunque este pasó  enseguida por la alegría del reencuentro y mostrar la niña un aspecto tan saludable. Ya se encargaría ella que su piel volviese a su tono natural, y por supuesto, esta sería  la primera y última vez que la niña pasaba un invierno en aquel desierto.

Pero una cosa son  nuestros deseos y otra la realidad, a partir de octubre, La Orotava niña volvió a empezar con sus problemas de salud. Esta vez se optó por un lugar próximo a la costa, pero más cercano, y menos árido que el del año anterior. El lugar elegido se encontraba en el litoral del valle de Taoro,  conocido como Martiánez, allí el clima era seco y templado, óptimo para la niña. En efecto, la decisión fue muy acertada, en todos los sentidos, y ésta pasó un invierno estupendo y además cerca del lugar que había podido admirar desde aquella ladera.

Durante varios años se repitió  estancia invernal, ahora sí, con visitas frecuentes de su familia.  Estas fechas coincidieron con los problemas entre sus padres, el nacimiento de Santa Cruz y la viudez de la matriarca. La niña se convirtió en una chica, como hemos dicho ya, bellísima y con una idea fija en la cabeza: quería pasar el resto de sus días en aquel valle y al mismo tiempo, acabar con esos cambios de domicilio periódicos.

Siguiendo las instrucciones maternas, nada más acabado el bachillerato se inscribió en la facultad de Letras de la recién instaurada universidad de La Laguna. Tiene en su currículum dos méritos de los que ha alardeado durante toda su vida: primera mujer que pisó las aulas de la citada institución como alumna,  y primer miembro de su familia en obtener un título universitario. Cuando se encontraba en el último curso de carrera empezó a relacionarse con la “pandilla” de su hermana Fasnia, que estudiaba magisterio. Con quién hacía más migas era con una pareja de  mellizos del norte, los hermanos Realejo, que como pueden imaginar, debido a sus diferencias de estatura, les denominaban “Alto” y “Bajo”, respectivamente.


Como todas las familias “bien” de la isla, eran parientes de alguna manera; según parece, uno de  los acompañantes de su abuelo, Don Alonso, poco después de la conquista se instaló en el valle de Taoro y se había casado con una prima de su abuela, Aguere. Alguno de sus hijos se había colado en un barco de los que pasaban por las Islas con destino a las colonias, tras una discusión familiar y se había instalado en la costa venezolana, en los alrededores de Maracaibo. Pasados los años, a punto de morir y ya viudo, regresó a Tenerife con sus mellizos, Los Realejos.

Los muchachos habían pasado su primera juventud en aquellas tierras y tenían un carácter y una forma de entender la vida que no tenía nada que ver con la que La Orotava estaba acostumbrada. La rigidez, las normas, “el qué dirán” el clasismo, etc. que había mamado de su madre, por un tiempo desaparecieron al contactar con los Realejos. Eran juerguistas y vividores y no había chica a la que no “le echasen los tejos”, aunque con las hijas de La Laguna andaban con muchísimo cuidado.

La chica, enseguida perdió la cabeza por uno de ellos, concretamente “El Alto”, continuando con la tradición familiar que habían inaugurado su abuela, seguido su madre y posteriormente su hermana adoptiva Tejina, es decir, enamorarse de chicos de fuera.  Una vez finalizados sus estudios, La Laguna comenzó a desarrollar sus proyectos de compromiso y boda para la primogénita, que era lo que correspondía en aquel momento.

Ya hemos hablado de sus posibles candidatos y de su negativa absoluta a que la chica emparentase con alguien de las islas. Además, le estaba entrando un poco de prisa, para que formase una familia, ya que ésta en los últimos años se estaba volviendo, como decía su madre “un poquito insoportable”, no queriendo ver la realidad y es que su hija era su vivo retrato tanto físicamente como en lo referente al carácter. Como había ocurrido con ella, quizás por la propia genética, o por el tipo de educación recibida, plagada de condescendencia y adulaciones, la chica fue moldeando un carácter tan similar al de su madre, que como solían decir los conocidos: “era imposible que convivieran dos reinas en un mismo palacio, porque tarde o temprano  se desencadenaría la tragedia”.

 Las frecuentes discusiones se incrementaron desde que La Laguna empezó a hablarle de planes de boda, y ésta responder que ya tenía su candidato, pues a la sordina, los chicos se habían "ennoviado" un día paseando por el Camino Largo. No vamos a detenernos demasiado en el conflicto que estalló, pues ya conocemos a madre e hija y lo podemos imaginar. Toda la familia, amigos y parientes se vieron, sin quererlo, arrastrados al mismo, tomando parte por una u otra, aunque no fuese abiertamente. Al final, su madre cedió, puesto que como decía a quien le preguntaba por su cambio de actitud, el chico al fin y al cabo había nacido fuera, era de buena familia y con medios, y en definitiva ella lo que quería ante todo era la felicidad de su hija (esto último, dicho con la boca pequeña).

 Parece ser que en realidad los motivos fueron otros, en primer lugar, evitar que el escándalo fuese creciendo y saliese de la isla, como había amenazado su hija; en segundo, no dar ocasión a que los chicos cometiesen  una locura irreparable y por último, pensaba que con una boda mataba dos pájaros de un tiro, pues se ponía tierra por medio entre ambas, acabando con las disputas, al tiempo que un marido, como correspondía, moderaría su carácter y la haría más sumisa.

Como suele ocurrir en estos casos, era todo una vana ilusión. La chica se contuvo  mientras se desarrollaban los preparativos y con su actitud sumisa y conciliadora, a la par de desarmar a su contrincante, preparaba el contraataque.  La boda se celebró, como todos los acontecimientos importantes de la familia, en la parroquia  de Los Remedios, convertida ya en catedral de la diócesis. Resultaría prolijo enumerar a los numerosos e importantes asistentes, de la mejor sociedad del Archipiélago, casi todos por parte de su madre y madrina.

Lo realmente destacable, porque iba en cierto modo  a cambiar la historia  de la Isla, fue lo que  sucedió al día siguiente, pues por aquella época no se estilaban lo viajes de “luna de miel” y la pareja pasó la noche de bodas en Aguere. A media mañana se reunió con su madre en el bar del Casino, con un talante muy diferente al que había mostrado desde que se realizaron las amonestaciones hasta el día de la ceremonia, es decir, el día anterior. La Orotava volvía a ser la de siempre, altiva y arrogante, y ahora, como mujer casada, tratando de tú a tú a su madre, actitud que  dejó a ésta   perpleja y estupefacta. Sin mediar palabra, le presentó una lista de exigencias, unas de carácter jurídico y otras, económico.

Entre las primeras, su conformidad con el régimen de  separación de bienes  con su marido (que éste ya había aceptado previamente) pero que debía ser sancionado por el Cabildo, en el que su madre llevaba la voz cantante; compromiso mediante un documento oficial, por parte de La Laguna, de que en los sucesivo no se inmiscuiría en cómo desarrollase su vida y finalmente, que le concediese el título de ciudad, como regalo de bodas. Además, en lo que se refiere al apartado económico, exigía como dote todos los terrenos del valle de Taoro comprendidos entre lo que hoy es la ladera de Santa Úrsula hasta las tierras de la familia de su marido, y desde la costa a la cumbre, incluyendo Las Cañadas.

Ante estas exigencias y la contundencia con que fueron presentadas, La Laguna no se pronunció, abandonó el lugar con el cortado a medias, y nada más llegar a casa se metió en la cama presa de un intenso dolor de cabeza, que no pudieron aliviar los tres “nolotiles” que se tomó.

La Orotava, desde hacía tiempo, había trazado meticulosamente sus objetivos. Ella en su fuero interno lo que quería era ser como su madre, una especie de virreina, con su virreinato, su corte, y poder, mucho poder. Otra cosa que deseaba con ansia desde pequeña era vivir en el valle de Taoro, a la vez que escapar del control materno, pero sin perder su libertad bajo la autoridad de un marido. Todo ello resultaba muy difícil de encajar, no obstante, un matrimonio ”desigual” le permitiría alcanzar sus metas. No es que no amase a su marido, pero como diría su madre y ella suscribía plenamente: “el amor es algo secundario en la vida de una mujer de mi rango”.

Los asesores y juristas  de La Laguna, después de estudiar las peticiones de la recién casada y realizar las consultas pertinentes, le comunicaron que entrar en procesos legales simplemente complicarían la situación, además de que no le convenía que llegaran a oídos de la corte la existencia de tales desavenencias, precisamente en unos momentos en que se estaba barajando el traslado de la Capitanía General al puerto de Añazo. A la “ilustre señora” no le quedó otro remedio que aceptar tales propuestas, porque además habían llegado a sus oídos las intenciones de su hija de reclamar su parte de herencia paterna, de la que ella hasta el momento había venido disponiendo en “usufructo”.

Poco tiempo después, se firmaron los acuerdos; en lo único que no transigió la matriarca era en la concesión del título de “ciudad”, otorgándole uno de un rango inferior: villa. De ninguna de las maneras estaba dispuesta a compartir ese honor, otorgado por sus padrinos y entregado por el emperador Carlos, con alguien más en Tenerife. Al mismo tiempo, la cesión de Las Cañadas se hacía a condición de que se siguiera permitiendo libremente a todos los pastores de la isla pastar con sus rebaños en aquellos terrenos, tal como habían venido haciendo desde la época de los guanches.



Resueltos estos “asuntillos” la pareja se trasladó a sus “dominios”. Se establecieron en un lugar estratégico, desde donde dominaban todos los contornos. La primera decisión que tomó “la señora” fue cambiar de denominación al valle de Taoro, que le resultaba demasiado “aborigen”, por el de “La Orotava”. Su marido aceptó de buen grado, pero el resto de sus vecinos, especialmente el Realejo Bajo, no estuvo tan de acuerdo, considerando que desde tiempo inmemorial se venía utilizando el de Taoro. Además, pudo comprobar que aquella muchachita simpática y agradable, con la que compartía paseos y meriendas en su etapa universitaria, se había transformado en una dama con demasiadas ‘ínfulas”.

La pareja tuvo dos hijos, el mayor, Puerto de la Cruz y la benjamina, Santa Úrsula, de los que hablaremos en próximos capítulos. Las relaciones con su marido fueron relativamente buenas, al menos en los primeros tiempos de matrimonio. Con el paso de los años, en cambio, ésta se fue enfrascando cada vez más en sus obligaciones ”oficiales” dejando un poco desatendido a su marido, e incluso a sus hijos. Ella estaba convencida que siendo hija de quien era, y la única que ostentaba el título de villa en toda la isla, tenía la misión de organizar y dirigir la vida en esta comarca de Nivaria plagada de “magos”.

Su marido, respetando las capitulaciones matrimoniales que habían firmado, procuraba mantenerse en un segundo plano. Pero cada vez tenía más tiempo libre y empezó a pensar que era muy cierto aquel refrán de “dame pan y llámame tonto” y empezó a dedicarse a actividades algo más  “comprometidas”. Había estudiado como sabemos magisterio, más por imposición familiar que por intención de dedicarse a la enseñanza. Cuando acabó, como pretexto para quedarse en Aguere, donde ya tenía novia, cursó un par de ciclos relacionados con la agricultura.

Junto a su hermano habían heredado extensos terrenos en el valle, curiosamente, a la hora de repartirlos, decidieron usar sus “apodos” de la época universitaria: él se quedó con los situados más cerca de la cumbre y su hermano “El Bajo” con los más próximos a la costa.

La Orotava dedicaba la mayor parte de su tiempo, como hemos dicho, a sus funciones “oficiales” y con la llegada de los niños, el que le quedaba para compartir con su marido era escaso, por no decir inexistente. Realejo Alto se cansó de este papel de segundón y acordó con su esposa trasladarse a sus tierras y dedicarse a su puesta en cultivo. Conocimientos no le faltaban, además, él no estaba hecho para las recepciones oficiales cargadas de formalismos. El acuerdo satisfizo a ambas partes, la esposa quedaba libre de obligaciones “familiares”, que para ella eran secundarias, y el marido podría desarrollar libremente todas sus potencialidades, especialmente su vena “parrandera”.

Hacía algún tiempo que por toda la isla se estaba extendiendo el cultivo de pencas para la obtención de cochinilla, que se había convertido en un óptimo negocio. Así que comenzó a cubrir de nopaleras sus tierras. En una de las escasas ocasiones que el matrimonio se encontraba, para hablar prioritariamente de la educación de sus hijos, éste le comentó que ella también podría promover ese cultivo en sus dominios. Cuando lo oyó, puso el grito en el cielo. Jamás se le ocurriría dedicar sus tierras  a las pencas, y menos con ese nombre tan vulgar que tenía aquel insecto: ¡cochinilla! Ella seguiría con los cultivos tradicionales, especialmente el vino, que aportaba “glamour” y distinción. Le aclaró que con ese cambio de cultivos estaba volviendo atrás, que todo lo que había avanzado con sus estudios universitarios y casándose con ella, iba a borrarlo de un plumazo, convirtiéndose en un “mago” como todos los que le rodeaban.

El Realejo Alto, acostumbrado a los desplantes de  su mujer no le hizo ni caso y continuó con sus actividades, pero percibía que la separación de ambos cónyuges era algo más que evidente y lo de matrimonio era para ellos una palabra “vacía”. Además, lo que hasta ahora habían sido pequeñas aventurillas desembocó en un auténtico desenfreno.

Se consideraba un hombre soltero, aunque tenía que guardarle la cara a su mujer, más por temor a su reacción que por respeto. Reinició son fuerza su vida parrandera de antaño y volvió a ser el mujeriego de su juventud. Con la connivencia de su hermano, que permanecía soltero, lo pasaba en grande. Para evitar que sus aventuras llegasen a oídos de su mujer, se trasladaba para divertirse a las zonas más alejadas del norte, Icod y Daute, donde su mujer y su suegra tenían pocos conocidos. No había romería a la que no asistiese, ni moza a la que no galantease.

Pero a diferencia de su vida “festera” los negocios empezaron a ir mal. La cochinilla, que tantos beneficios le había dado en sus primeros momentos, después de algunas décadas empezó a entrar en crisis hasta la quiebra definitiva. Quedó totalmente arruinado. No se sentía con fuerzas para presentarse ante su esposa y pedirle volver al hogar conyugal, así que tomó la determinación de emigrar. Efectivamente, tras la crisis del cultivo de las pencas, miles de isleños  habían buscado el desahogo de la emigración y él contaba con la ventaja de tener mucha familia en Venezuela, que podían acogerlo y ayudarlo. Dicho y hecho, después de una breve despedida de sus hijos y esposa, embarcó rumbo a las colonias. La Orotava no puso pegas, aunque usó muy buenas palabras para animarle, en el fondo no quería tener un fracasado cerca, y mucho tuvo que contenerse para no gritarle : ¡Te lo dijeeeeeeee!

La Orotava comenzó a formar parte de ese numeroso grupo de canarias con su marido en América, y que con el transcurso de los años pasaban a tener ese estado civil indefinido: “ni casada, ni soltera, ni viuda, ni divorciada”. Sin embargo, para ella no representaba ningún tipo de contratiempo porque en estos momentos era, por voluntad y esfuerzo propios, la segunda persona, perdón, localidad, más importante de la isla, objeto de lisonjas, adulaciones y envidias. Con los niños algo crecidos y al cuidado de personas de su confianza, se dedicó de lleno a sus “funciones oficiales” como ella las llamaba, tratando de emular a su progenitora.

Considerando que en aquellos tiempos las rentas agrícolas eran el modo más seguro de mantener e incrementar su riqueza, porque la actividad comercial estaba vedada a las mujeres, y en eso ella era muy tradicional, puso todo su empeño en sacarle todo el partido posible a sus terrenos. No hay que olvidar que poseía casi dos terceras partes de la superficie del valle, con terrenos aptos para todo tipo de cultivos, ya que se extendían, sin solución de continuidad,  de mar a cumbre. Además, contaba una enorme masa forestal y por encima de ésta, la mayor parte de las cumbres de la isla, Las Cañadas.

Comenzó por poner en cultivo todas las zonas apropiadas, para lo que pactó con un gran número de medianeros: El Rincón en la costa, La Florida, Las Dehesas y Pinoleris en las medianías, y Benijos y Aguamansa en la zona alta. Ésta última, además de desempeñar funciones de guardabosques, se dedicaba a la cría de truchas aprovechando la abundancia de agua.

         Las Cañadas eran un lugar inhóspito y hasta cierto punto remoto, por lo que su utilidad económica era escasa. Además, no podía obtener beneficio alguno del pastoreo estacional que allí realizaban los rebaños de toda la isla, según el compromiso del acuerdo de cesión. Pero ella supo aprovechar de alguna manera esa propiedad. Además de instalar infinidad de colmenas, de las que obtenía pingües beneficios,  montó una especie de fonda, con mesón incluido, donde llaman “El Portillo de la Villa”, en el que descansaban todos los viajeros que hacían la ruta que discurría entre Chasna y el norte de la Isla.

Y hablando de las Cañadas, también supo sacar beneficio de aquella naturaleza salvaje. Todos los años, por las fiestas del Corpus, encargaba a numerosos artesanos la confección de un enorme tapiz alusivo a la festividad,  en la plaza que existía delante de su palacio. Para ello se utilizaban enormes cantidades de arenas de colores procedentes de la cumbre. También procedían de Las Cañadas las flores con cuyos pétalos esos mismos artesanos confeccionaban las llamadas “alfombras”; con ellas se tapizaban las calles de la villa durante la procesión.

Como su madre, fomentó las tradiciones, aunque ella desde su “clasismo” procuraba mantenerse al margen. Le gustaba ver  a sus medianeros y familias divertirse, pero sin tomar parte. Para competir con la de San Benito de La Laguna, apoyó por todos sus medios la romería de San Isidro Labrador que todos los años celebra la Villa, alcanzando fama por todo el Archipiélago. No perdía ocasión de “picar” a su madre hablándole de la enorme participación de “la última” y a partir de ahí se iniciaba la discusión de cuál era la mejor; lo único que no ha conseguido aún es que la suya adquiera la categoría de “regional”, pero como suele decir: “todo se andará”.

Ella prefiere no mezclarse con el pueblo, su rango y distinción no se lo permiten. Se considera muy por encima de todas las localidades de los alrededores y no pierde ocasión de recordarles que ella es nada más y nada menos que “La Villa”. Jamás acude a sus invitaciones, poniendo cualquier excusa. Ella prefiere los actos que celebra el Liceo Taoro, del que es socia de honor.

Volviendo a su historia matrimonial, resultó que tras varios años, Realejo Alto volvió a la isla provisto de una gran fortuna; todo el mundo sabe que en América no es nada extraño enriquecerse con la mitad de esfuerzo que en las Islas. Pero ya nada era igual, con los hijos emancipados, acostumbrado el uno y el otro a hacer su vida por separado, decidieron que el matrimonio ya no tenía sentido, así que siguió cada uno su camino. Eso sí, para no dar disgustos a La Laguna, y también por “el qué dirán”, a efectos legales seguirían casados. Lo único que le pidió la esposa es que le guardase la cara y no la pusiera en evidencia con sus aventuras futuras.

Realejo Alto vino acompañado de dos chicas desde Venezuela, La Perdoma y La Cruz Santa, ambas muy bonitas y educadas, a las que  presentó como sobrinas (hijas de un primo hermano). Se las había traído de Venezuela a petición de su padre para que estudiasen y se forjasen un porvenir bajo la protección de su tío, ya que en Venezuela se estaban poniendo las cosas muy complicadas por los intentos de  independizarse de la metrópoli. A las malas lenguas les faltó tiempo para decir que eran en realidad hijas suyas, edad tenían para ello, pero esto era solo maledicencia.



Durante un tiempo y mientras él ponía en orden sus asuntos, estuvieron residiendo con La Orotava, que se encargó de matricularlas en el colegio de monjas de la villa y cuando acabaron el bachillerato les pagó un curso de corte y confección, porque no tenían ningún interés por estudiar en la universidad. La Orotava se encariñó especialmente con La Perdoma, que se instaló  muy cerca de ella. Su protectora no ha dejado de ayudarla, así, su taller de costura tiene la exclusiva de los trajes de magos que se confeccionan cada año en la villa para la romería de San Isidro. Aunque sea adelantar acontecimientos, que serán tratados en capítulos sucesivos, ambas están locamente enamoradas de su “medio primo” el Puerto de La Cruz.

La Cruz Santa, en cambio, está más apegada a su tío, por lo que instaló su vivienda y taller de costura cerca de éste. Para que no fuera menos que su hermana y también por chinchar a su mujer, su tío le montó otra romería dedicada a San Isidro, que a decir verdad, no tiene que envidiar a la de la Villa, y lógicamente, concedió a su taller la exclusiva en la confección de trajes de magos.

Para finalizar, en lo relativo a “las morochas”, como suele llamarlas Realejo Alto, ya que son mellizas, aunque sin profundizar demasiado porque se hablará de ello más adelante, hay que decir que Realejo Bajo fue padrino de confirmación de La Cruz Santa, y a partir de entonces, cada año celebra por el día de su santo unas fiestas de renombre en todo el Archipiélago.

En ese afán por compararse a su madre, La Orotava sintió un terrible ataque de celos cuando aquella fue nombrada “Ciudad Patrimonio de La Humanidad”. Este ataque fue tan fuerte que comprometió seriamente su salud, estuvo meses sin hablar con su progenitora usando pretextos de todo tipo, con tal de no felicitarla. Cuando se llevó a cabo la entrega del galardón, en Aguere, y no le quedaba otro remedio que asistir, un “inesperado” cólico nefrítico  le evitó el mal trago de tener que asistir al evento.

Comprendió que no le quedaba otro remedio que repetir el “triunfo” de su madre para alcanzar  la paz espiritual, o como diría su marido, en lenguaje coloquial, para no seguir “encabronada” lo que le restaba de vida. Invirtió un auténtico capital en una firma de asesores para conseguir un galardón similar, la respuesta fue que aunque sus dotes eran comparables a las de su madre, no presentaba ningún aspecto “original” como ella. Pero La Orotava no se rindió y siguió moviendo hilos y mandando transferencias. Pocos años después, consiguió, eso sí, limpiamente, que el Parque Nacional del Teide, fuese declarado también Patrimonio de la Humanidad, colmándola de felicidad y orgullo, porque al fin y al cabo se encontraba en su jurisdicción, pero sobre todo, porque su madre dejaba de ser “la única”.

Con el paso del tiempo, igual que le ha ocurrido a su progenitora, la vida  ha ido templando su carácter. Sin dejar de ser la gran dama del norte de la isla, “La Villa”, como a ella le gusta que la llamen, se ha ido adaptando a los tiempos modernos, sobre todo a causa de su hijo, el Puerto de La Cruz, que ha tenido siempre un espíritu avanzado y cosmopolita.



José Solórzano Sánchez ©


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