La
Orotava es la hija mayor de la Laguna y la que más se le parece, tanto desde el
punto de vista físico como por su carácter. Mientras era niña, a su madre casi
se le saltaban las lágrimas cuando la observaba porque se veía reflejada en
cada uno de sus gestos, en lo que decía, en cómo se relacionaba con los demás,
etc.
Físicamente
era su vivo retrato, aunque mejorado. En efecto, la primogénita combinaba la
elegancia y distinción de su madre con un cierto toque de arrogancia, heredado
del Capitán General. En cuanto se convirtió en una “señorita” y acompañada por
su madre y hermanos paseaban por el Camino Largo, después de misa, todos
comentaban que era la edición “mejorada y corregida” de su progenitora.
Desde su más
tierna infancia, su madre reprodujo con ella los mismos patrones con los que ella
había sido educada, es decir, rodeándola de toda una corte de institutrices,
señoritas de compañía, profesores particulares, etc. Sabía que su hija tenía un futuro muy
prometedor y desde muy pequeña, comenzó a hacer planes para que su matrimonio
tuviese el rango que le correspondía; en
su opinión, la meta de una muchacha de buena familia era el mejor de los
casamientos posibles y a ello debía dedicar todos sus esfuerzos desde que
llegaba a este mundo, en su caso, a esta isla.
En estos planes no solamente entraban
muchachos peninsulares, sino también del extranjero, porque los de las islas le
parecían unos “magos” sin porvenir. Pensaba que no le iría nada mal con unos
potentados industriales de la categoría
de Vigo, o Alicante, magnate del turrón
y el calzado; tampoco estaría mal emparentar con San Sebastián o Santander,
aristócratas de rancio abolengo. Tenía también algunos candidatos extranjeros,
como Oporto, famoso por sus bodegas y dos muchachitos de las colonias
americanas, que se encontraban en la Península estudiando: Santo Domingo y
Buenos Aires.
Pero aún
quedaba mucho tiempo para esto y lo que procedía era que llegado el momento la
muchacha cumpliese con todos los requisitos necesarios. Desde muy niña, La
Orotava sufrió de graves problemas de salud, el clima invernal de Aguere no le
sentaba, la humedad y el frío le provocaban catarros y bronquitis
continuamente, generando una inquietud profunda en su madre. Cuando acababan
los inviernos, la niña presentaba un aspecto desolador: pálida y demacrada, con
muy poco peso y un aire de tristeza que partía el alma. Menos mal que en cuanto
llegaba la primavera se recuperaba en un par de semanas.
Sus
padres consultaron a los mejores médicos de la isla y todos coincidieron que
dada la situación de la medicina en esa época, habría que utilizar otras
estrategias, como un cambio de aires durante el periodo invernal. Dado su
estado de salud, para ella era una verdadera desgracia residir en un lugar tan
húmedo, precisamente en la isla de la “eterna primavera”. Por supuesto,
conociendo lo que pensaba la madre, ni se les ocurrió comentarle que lo más
fácil sería un traslado temporal a Añazo, que era lo que se encontraba más
cerca y no supondría un gran trastorno para la familia.
Se le
propuso, por tanto, que en cuanto comenzara el próximo invierno se le
trasladara a un lugar seco y fresco y relativamente próximo. Desde hacía un
tiempo, algunos médicos ingleses, conociendo las excelentes condiciones
climáticas de lugar, estaban enviando a sus pacientes a las riberas del
barranco de Badajoz, a pocas leguas de
la ciudad y muy cerca de donde se veneraba
la imagen de la virgen de Candelaria. Allí había una fonda muy bien
preparada donde se acogían enfermos con problemas respiratorios y contaba con
varios médicos residentes.
A los padres les pareció una idea excelente,
pero ni se les pasó por la cabeza trasladarse con el resto de la familia a aquel
lugar durante varios meses, con todos los compromisos que tenían. Así que
enviaron a la niña con su séquito,
incluyendo a varios profesores para que
continuase con sus clases. Los fines de semana iban a visitarla
y aprovechaban para ver a la
virgen al convento y de paso comer pescado fresco. A pesar de los buenos
resultados que estaba dando ese cambio de aires, ni de broma se les ocurrió
traerla de nuevo a la ciudad mientras durasen “los fríos”.
Pero lo
que había sido una excelente idea durante cierto tiempo, comenzó a no ser tan
buena. A corta distancia de la fonda existían varias canteras para la
extracción de áridos y todos los carros pasaban muy cerca de ésta, con la
consiguiente “polvacera” poco recomendable para los que allí se hospedaban, la
mayoría con problemas respiratorios. Así que necesariamente hubo que empezar a
pensar en otra alternativa para el invierno siguiente.
El lugar
escogido por indicación de los doctores fueron los altos de Chasna, que poseían
un clima fresco y seco, además de gozar de un aire purísimo al estar rodeado de
extensos pinares. Allí residía la familia de los Betancur, que disponían de la
mejor casa de los contornos y dadas las buenas relaciones que mantenían, la
niña podría pasar allí la estación invernal. No hay que olvidar que su hijo
Pedro de San José, cuando estudiaba en el seminario lagunero, pasaba algunas
tardes con la familia y cuando sus padres venían a la ciudad a verlo, la visita
a la “ilustre dama” era algo obligado.
Nuevamente
se produjo el traslado de La Orotava para pasar el periodo invernal lejos de
los suyos, en aras de una vida más saludable; en esta ocasión, las
posibilidades de visitas familiares iban a ser casi imposibles. La niña y sus
acompañantes tardaron casi tres días en llegar a su destino, pasando las noches
en casa de conocidos. Los carruajes tomaron el camino del valle de Taoro y
luego ascendieron hasta Las Cañadas, por senderos casi impracticables, hasta
arribar a la casa de los Betancur.
Convendría
comentar que cuando pasaban por lo que
hoy denominamos “Cuesta de la Villa”, la niña experimentó una urgente
necesidad, que podríamos calificar de “personal e intransferible” y mientras
buscaba un lugar para la tarea, quedó impresionada de la belleza que aparecía
ante sus ojos. El denominado valle de Taoro, era una explosión de verdor,
cubierto de campos cultivados y flores de todo tipo a lo largo de los caminos,
amén de pequeños caseríos blancos que salpicaban el paisaje. Si a ello unimos
los diferentes tonos azules del cielo y el mar, junto a la figura imponente del
Teide, que se recortaba al fondo, no es de extrañar que la niña quedase hipnotizada.
Desde aquel momento pensó que aquel sería un lugar ideal para vivir. Uno de sus
acompañantes le comentó que no hacía mucho, un viajero alemán, un tal Humboldt,
al contemplar ese panorama, había
escrito que “no había visto en ninguna parte un cuadro más variado, más
atrayente y más armonioso, por la distribución de las masas de vegetación y las
rocas”.
Todos los
sacrificios del traslado se soportaron con abnegación, porque significaban unos
meses saludables para la niña. Con lo que no habían contado los médicos es que,
ciertamente el lugar disfrutaba de un clima seco en verano, muy recomendable,
pero cuando llegaba el invierno, si bien la humedad era escasa, la temperatura bajaba muchísimo y las nevadas
eran frecuentes, ese año, más que nunca, por circunstancias del destino. La
niña cogió una bronquitis de pronóstico y se tomó el acuerdo de trasladarla a
la costa, a un pequeño caserío, a los pies de la montaña Chayofita, donde el
clima era más benigno y hasta allí se trasladaron en comitiva. La decisión fue
un acierto, el clima seco y templado le sentó tan bien que pasó el invierno sin
contratiempos. Pero como niña que era, pasaba la mayor parte del tiempo al aire
libre jugando con los hijos de los pescadores y su piel nacarada, elemento
fundamental de una belleza de la época, adquirió un tono más bien “negrusio”.
La vuelta
al hogar se llevó a cabo sin tantas dificultades como la venida al Sur, pues se
realizó en uno de los muchos barquitos de cabotaje que hacían la ruta entre el
Sur de la isla y Añazo, para traer y llevar mercancías. Cuando su madre la vio
llegar con aquella tez morena, casi se desmaya del disgusto, aunque este
pasó enseguida por la alegría del
reencuentro y mostrar la niña un aspecto tan saludable. Ya se encargaría ella
que su piel volviese a su tono natural, y por supuesto, esta sería la primera y última vez que la niña pasaba un
invierno en aquel desierto.
Pero una
cosa son nuestros deseos y otra la
realidad, a partir de octubre, La Orotava niña volvió a empezar con sus
problemas de salud. Esta vez se optó por un lugar próximo a la costa, pero más
cercano, y menos árido que el del año anterior. El lugar elegido se encontraba
en el litoral del valle de Taoro,
conocido como Martiánez, allí el clima era seco y templado, óptimo para
la niña. En efecto, la decisión fue muy acertada, en todos los sentidos, y ésta
pasó un invierno estupendo y además cerca del lugar que había podido admirar desde
aquella ladera.
Durante
varios años se repitió estancia
invernal, ahora sí, con visitas frecuentes de su familia. Estas fechas coincidieron con los problemas
entre sus padres, el nacimiento de Santa Cruz y la viudez de la matriarca. La
niña se convirtió en una chica, como hemos dicho ya, bellísima y con una idea
fija en la cabeza: quería pasar el resto de sus días en aquel valle y al mismo
tiempo, acabar con esos cambios de domicilio periódicos.
Siguiendo
las instrucciones maternas, nada más acabado el bachillerato se inscribió en la
facultad de Letras de la recién instaurada universidad de La Laguna. Tiene en
su currículum dos méritos de los que ha alardeado durante toda su vida: primera
mujer que pisó las aulas de la citada institución como alumna, y primer miembro de su familia en obtener un
título universitario. Cuando se encontraba en el último curso de carrera empezó
a relacionarse con la “pandilla” de su hermana Fasnia, que estudiaba
magisterio. Con quién hacía más migas era con una pareja de mellizos del norte, los hermanos Realejo, que
como pueden imaginar, debido a sus diferencias de estatura, les denominaban
“Alto” y “Bajo”, respectivamente.
Como
todas las familias “bien” de la isla, eran parientes de alguna manera; según
parece, uno de los acompañantes de su
abuelo, Don Alonso, poco después de la conquista se instaló en el valle de
Taoro y se había casado con una prima de su abuela, Aguere. Alguno de sus hijos
se había colado en un barco de los que pasaban por las Islas con destino a las
colonias, tras una discusión familiar y se había instalado en la costa
venezolana, en los alrededores de Maracaibo. Pasados los años, a punto de morir
y ya viudo, regresó a Tenerife con sus mellizos, Los Realejos.
Los muchachos
habían pasado su primera juventud en aquellas tierras y tenían un carácter y
una forma de entender la vida que no tenía nada que ver con la que La Orotava
estaba acostumbrada. La rigidez, las normas, “el qué dirán” el clasismo, etc.
que había mamado de su madre, por un tiempo desaparecieron al contactar con los
Realejos. Eran juerguistas y vividores y no había chica a la que no “le echasen
los tejos”, aunque con las hijas de La Laguna andaban con muchísimo cuidado.
La chica,
enseguida perdió la cabeza por uno de ellos, concretamente “El Alto”,
continuando con la tradición familiar que habían inaugurado su abuela, seguido
su madre y posteriormente su hermana adoptiva Tejina, es decir, enamorarse de
chicos de fuera. Una vez finalizados sus
estudios, La Laguna comenzó a desarrollar sus proyectos de compromiso y boda
para la primogénita, que era lo que correspondía en aquel momento.
Ya hemos
hablado de sus posibles candidatos y de su negativa absoluta a que la chica
emparentase con alguien de las islas. Además, le estaba entrando un poco de
prisa, para que formase una familia, ya que ésta en los últimos años se estaba
volviendo, como decía su madre “un poquito insoportable”, no queriendo ver la
realidad y es que su hija era su vivo retrato tanto físicamente como en lo
referente al carácter. Como
había ocurrido con ella, quizás por la propia genética, o por el tipo de
educación recibida, plagada de condescendencia y adulaciones, la chica fue
moldeando un carácter tan similar al de su madre, que como solían decir los
conocidos: “era imposible que convivieran dos reinas en un mismo palacio,
porque tarde o temprano se
desencadenaría la tragedia”.
Las frecuentes discusiones se incrementaron
desde que La Laguna empezó a hablarle de planes de boda, y ésta responder que
ya tenía su candidato, pues a la sordina, los chicos se habían "ennoviado" un día
paseando por el Camino Largo. No vamos a detenernos demasiado en el conflicto
que estalló, pues ya conocemos a madre e hija y lo podemos imaginar. Toda la
familia, amigos y parientes se vieron, sin quererlo, arrastrados al mismo,
tomando parte por una u otra, aunque no fuese abiertamente. Al final, su madre
cedió, puesto que como decía a quien le preguntaba por su cambio de actitud, el
chico al fin y al cabo había nacido fuera, era de buena familia y con medios, y
en definitiva ella lo que quería ante todo era la felicidad de su hija (esto
último, dicho con la boca pequeña).
Parece ser que en realidad los motivos fueron
otros, en primer lugar, evitar que el escándalo fuese creciendo y saliese de la
isla, como había amenazado su hija; en segundo, no dar ocasión a que los chicos
cometiesen una locura irreparable y por
último, pensaba que con una boda mataba dos pájaros de un tiro, pues se ponía
tierra por medio entre ambas, acabando con las disputas, al tiempo que un
marido, como correspondía, moderaría su carácter y la haría más sumisa.
Como
suele ocurrir en estos casos, era todo una vana ilusión. La chica se
contuvo mientras se desarrollaban los
preparativos y con su actitud sumisa y conciliadora, a la par de desarmar a su
contrincante, preparaba el contraataque.
La boda se celebró, como todos los acontecimientos importantes de la
familia, en la parroquia de Los
Remedios, convertida ya en catedral de la diócesis. Resultaría prolijo enumerar
a los numerosos e importantes asistentes, de la mejor sociedad del
Archipiélago, casi todos por parte de su madre y madrina.
Lo
realmente destacable, porque iba en cierto modo
a cambiar la historia de la Isla,
fue lo que sucedió al día siguiente,
pues por aquella época no se estilaban lo viajes de “luna de miel” y la pareja
pasó la noche de bodas en Aguere. A media mañana se reunió con su madre en el
bar del Casino, con un talante muy diferente al que había mostrado desde que se
realizaron las amonestaciones hasta el día de la ceremonia, es decir, el día
anterior. La Orotava volvía a ser la de siempre, altiva y arrogante, y ahora,
como mujer casada, tratando de tú a tú a su madre, actitud que dejó a ésta perpleja y estupefacta. Sin mediar palabra, le
presentó una lista de exigencias, unas de carácter jurídico y otras, económico.
Entre las
primeras, su conformidad con el régimen de
separación de bienes con su
marido (que éste ya había aceptado previamente) pero que debía ser sancionado
por el Cabildo, en el que su madre llevaba la voz cantante; compromiso mediante
un documento oficial, por parte de La Laguna, de que en los sucesivo no se
inmiscuiría en cómo desarrollase su vida y finalmente, que le concediese el
título de ciudad, como regalo de bodas. Además, en lo que se refiere al
apartado económico, exigía como dote todos los terrenos del valle de Taoro comprendidos
entre lo que hoy es la ladera de Santa Úrsula hasta las tierras de la familia
de su marido, y desde la costa a la cumbre, incluyendo Las Cañadas.
Ante
estas exigencias y la contundencia con que fueron presentadas, La Laguna no se
pronunció, abandonó el lugar con el cortado a medias, y nada más llegar a casa
se metió en la cama presa de un intenso dolor de cabeza, que no pudieron
aliviar los tres “nolotiles” que se tomó.
La
Orotava, desde hacía tiempo, había trazado meticulosamente sus objetivos. Ella
en su fuero interno lo que quería era ser como su madre, una especie de
virreina, con su virreinato, su corte, y poder, mucho poder. Otra cosa que
deseaba con ansia desde pequeña era vivir en el valle de Taoro, a la vez que
escapar del control materno, pero sin perder su libertad bajo la autoridad de
un marido. Todo ello resultaba muy difícil de encajar, no obstante, un
matrimonio ”desigual” le permitiría alcanzar sus metas. No es que no amase a su
marido, pero como diría su madre y ella suscribía plenamente: “el amor es algo
secundario en la vida de una mujer de mi rango”.
Los
asesores y juristas de La Laguna,
después de estudiar las peticiones de la recién casada y realizar las consultas
pertinentes, le comunicaron que entrar en procesos legales simplemente
complicarían la situación, además de que no le convenía que llegaran a oídos de
la corte la existencia de tales desavenencias, precisamente en unos momentos en
que se estaba barajando el traslado de la Capitanía General al puerto de Añazo.
A la “ilustre señora” no le quedó otro remedio que aceptar tales propuestas,
porque además habían llegado a sus oídos las intenciones de su hija de reclamar
su parte de herencia paterna, de la que ella hasta el momento había venido
disponiendo en “usufructo”.
Poco
tiempo después, se firmaron los acuerdos; en lo único que no transigió la
matriarca era en la concesión del título de “ciudad”, otorgándole uno de un
rango inferior: villa. De ninguna de las maneras estaba dispuesta a compartir
ese honor, otorgado por sus padrinos y entregado por el emperador Carlos, con alguien
más en Tenerife. Al mismo tiempo, la cesión de Las Cañadas se hacía a condición
de que se siguiera permitiendo libremente a todos los pastores de la isla pastar
con sus rebaños en aquellos terrenos, tal como habían venido haciendo desde la
época de los guanches.
Resueltos
estos “asuntillos” la pareja se trasladó a sus “dominios”. Se establecieron en
un lugar estratégico, desde donde dominaban todos los contornos. La primera
decisión que tomó “la señora” fue cambiar de denominación al valle de Taoro,
que le resultaba demasiado “aborigen”, por el de “La Orotava”. Su marido aceptó
de buen grado, pero el resto de sus vecinos, especialmente el Realejo Bajo, no
estuvo tan de acuerdo, considerando que desde tiempo inmemorial se venía
utilizando el de Taoro. Además, pudo comprobar que aquella muchachita simpática
y agradable, con la que compartía paseos y meriendas en su etapa universitaria,
se había transformado en una dama con demasiadas ‘ínfulas”.
La pareja
tuvo dos hijos, el mayor, Puerto de la Cruz y la benjamina, Santa Úrsula, de
los que hablaremos en próximos capítulos. Las relaciones con su marido fueron
relativamente buenas, al menos en los primeros tiempos de matrimonio. Con el
paso de los años, en cambio, ésta se fue enfrascando cada vez más en sus
obligaciones ”oficiales” dejando un poco desatendido a su marido, e incluso a
sus hijos. Ella estaba convencida que siendo hija de quien era, y la única que
ostentaba el título de villa en toda la isla, tenía la misión de organizar y
dirigir la vida en esta comarca de Nivaria plagada de “magos”.
Su
marido, respetando las capitulaciones matrimoniales que habían firmado,
procuraba mantenerse en un segundo plano. Pero cada vez tenía más tiempo libre
y empezó a pensar que era muy cierto aquel refrán de “dame pan y llámame tonto”
y empezó a dedicarse a actividades algo más
“comprometidas”. Había estudiado como sabemos magisterio, más por
imposición familiar que por intención de dedicarse a la enseñanza. Cuando
acabó, como pretexto para quedarse en Aguere, donde ya tenía novia, cursó un
par de ciclos relacionados con la agricultura.
Junto a
su hermano habían heredado extensos terrenos en el valle, curiosamente, a la hora
de repartirlos, decidieron usar sus “apodos” de la época universitaria: él se
quedó con los situados más cerca de la cumbre y su hermano “El Bajo” con los
más próximos a la costa.
La
Orotava dedicaba la mayor parte de su tiempo, como hemos dicho, a sus funciones
“oficiales” y con la llegada de los niños, el que le quedaba para compartir con
su marido era escaso, por no decir inexistente. Realejo Alto se cansó de este
papel de segundón y acordó con su esposa trasladarse a sus tierras y dedicarse
a su puesta en cultivo. Conocimientos no le faltaban, además, él no estaba
hecho para las recepciones oficiales cargadas de formalismos. El acuerdo
satisfizo a ambas partes, la esposa quedaba libre de obligaciones “familiares”,
que para ella eran secundarias, y el marido podría desarrollar libremente todas
sus potencialidades, especialmente su vena “parrandera”.
Hacía
algún tiempo que por toda la isla se estaba extendiendo el cultivo de pencas
para la obtención de cochinilla, que se había convertido en un óptimo negocio.
Así que comenzó a cubrir de nopaleras sus tierras. En una de las escasas
ocasiones que el matrimonio se encontraba, para hablar prioritariamente de la
educación de sus hijos, éste le comentó que ella también podría promover ese
cultivo en sus dominios. Cuando lo oyó, puso el grito en el cielo. Jamás se le
ocurriría dedicar sus tierras a las
pencas, y menos con ese nombre tan vulgar que tenía aquel insecto: ¡cochinilla!
Ella seguiría con los cultivos tradicionales, especialmente el vino, que
aportaba “glamour” y distinción. Le aclaró que con ese cambio de cultivos
estaba volviendo atrás, que todo lo que había avanzado con sus estudios
universitarios y casándose con ella, iba a borrarlo de un plumazo,
convirtiéndose en un “mago” como todos los que le rodeaban.
El
Realejo Alto, acostumbrado a los desplantes de
su mujer no le hizo ni caso y continuó con sus actividades, pero
percibía que la separación de ambos cónyuges era algo más que evidente y lo de
matrimonio era para ellos una palabra “vacía”. Además, lo que hasta ahora
habían sido pequeñas aventurillas desembocó en un auténtico desenfreno.
Se
consideraba un hombre soltero, aunque tenía que guardarle la cara a su mujer,
más por temor a su reacción que por respeto. Reinició son fuerza su vida
parrandera de antaño y volvió a ser el mujeriego de su juventud. Con la
connivencia de su hermano, que permanecía soltero, lo pasaba en grande. Para
evitar que sus aventuras llegasen a oídos de su mujer, se trasladaba para
divertirse a las zonas más alejadas del norte, Icod y Daute, donde su mujer y
su suegra tenían pocos conocidos. No había romería a la que no asistiese, ni
moza a la que no galantease.
Pero a
diferencia de su vida “festera” los negocios empezaron a ir mal. La cochinilla,
que tantos beneficios le había dado en sus primeros momentos, después de
algunas décadas empezó a entrar en crisis hasta la quiebra definitiva. Quedó
totalmente arruinado. No se sentía con fuerzas para presentarse ante su esposa
y pedirle volver al hogar conyugal, así que tomó la determinación de emigrar.
Efectivamente, tras la crisis del cultivo de las pencas, miles de isleños habían buscado el desahogo de la emigración y
él contaba con la ventaja de tener mucha familia en Venezuela, que podían
acogerlo y ayudarlo. Dicho y hecho, después de una breve despedida de sus hijos
y esposa, embarcó rumbo a las colonias. La Orotava no puso pegas, aunque usó
muy buenas palabras para animarle, en el fondo no quería tener un fracasado
cerca, y mucho tuvo que contenerse para no gritarle : ¡Te lo dijeeeeeeee!
La
Orotava comenzó a formar parte de ese numeroso grupo de canarias con su marido
en América, y que con el transcurso de los años pasaban a tener ese estado
civil indefinido: “ni casada, ni soltera, ni viuda, ni divorciada”. Sin
embargo, para ella no representaba ningún tipo de contratiempo porque en estos
momentos era, por voluntad y esfuerzo propios, la segunda persona, perdón,
localidad, más importante de la isla, objeto de lisonjas, adulaciones y
envidias. Con los niños algo crecidos y al cuidado de personas de su confianza,
se dedicó de lleno a sus “funciones oficiales” como ella las llamaba, tratando
de emular a su progenitora.
Considerando
que en aquellos tiempos las rentas agrícolas eran el modo más seguro de
mantener e incrementar su riqueza, porque la actividad comercial estaba vedada
a las mujeres, y en eso ella era muy tradicional, puso todo su empeño en
sacarle todo el partido posible a sus terrenos. No hay que olvidar que poseía
casi dos terceras partes de la superficie del valle, con terrenos aptos para
todo tipo de cultivos, ya que se extendían, sin solución de continuidad, de mar a cumbre. Además, contaba una enorme
masa forestal y por encima de ésta, la mayor parte de las cumbres de la isla,
Las Cañadas.
Comenzó
por poner en cultivo todas las zonas apropiadas, para lo que pactó con un gran
número de medianeros: El Rincón en la costa, La Florida, Las Dehesas y
Pinoleris en las medianías, y Benijos y Aguamansa en la zona alta. Ésta última,
además de desempeñar funciones de guardabosques, se dedicaba a la cría de
truchas aprovechando la abundancia de agua.
Las Cañadas eran un lugar inhóspito y
hasta cierto punto remoto, por lo que su utilidad económica era escasa. Además,
no podía obtener beneficio alguno del pastoreo estacional que allí realizaban
los rebaños de toda la isla, según el compromiso del acuerdo de cesión. Pero
ella supo aprovechar de alguna manera esa propiedad. Además de instalar
infinidad de colmenas, de las que obtenía pingües beneficios, montó una especie de fonda, con mesón
incluido, donde llaman “El Portillo de la Villa”, en el que descansaban todos
los viajeros que hacían la ruta que discurría entre Chasna y el norte de la
Isla.
Y
hablando de las Cañadas, también supo sacar beneficio de aquella naturaleza
salvaje. Todos los años, por las fiestas del Corpus, encargaba a numerosos
artesanos la confección de un enorme tapiz alusivo a la festividad, en la plaza que existía delante de su
palacio. Para ello se utilizaban enormes cantidades de arenas de colores
procedentes de la cumbre. También procedían de Las Cañadas las flores con cuyos
pétalos esos mismos artesanos confeccionaban las llamadas “alfombras”; con
ellas se tapizaban las calles de la villa durante la procesión.
Como su
madre, fomentó las tradiciones, aunque ella desde su “clasismo” procuraba
mantenerse al margen. Le gustaba ver a
sus medianeros y familias divertirse, pero sin tomar parte. Para competir con
la de San Benito de La Laguna, apoyó por todos sus medios la romería de San
Isidro Labrador que todos los años celebra la Villa, alcanzando fama por todo
el Archipiélago. No perdía ocasión de “picar” a su madre hablándole de la
enorme participación de “la última” y a partir de ahí se iniciaba la discusión
de cuál era la mejor; lo único que no ha conseguido aún es que la suya adquiera
la categoría de “regional”, pero como suele decir: “todo se andará”.
Ella
prefiere no mezclarse con el pueblo, su rango y distinción no se lo permiten.
Se considera muy por encima de todas las localidades de los alrededores y no
pierde ocasión de recordarles que ella es nada más y nada menos que “La Villa”.
Jamás acude a sus invitaciones, poniendo cualquier excusa. Ella prefiere los
actos que celebra el Liceo Taoro, del que es socia de honor.
Volviendo
a su historia matrimonial, resultó que tras varios años, Realejo Alto volvió a
la isla provisto de una gran fortuna; todo el mundo sabe que en América no es
nada extraño enriquecerse con la mitad de esfuerzo que en las Islas. Pero ya
nada era igual, con los hijos emancipados, acostumbrado el uno y el otro a
hacer su vida por separado, decidieron que el matrimonio ya no tenía sentido,
así que siguió cada uno su camino. Eso sí, para no dar disgustos a La Laguna, y
también por “el qué dirán”, a efectos legales seguirían casados. Lo único que
le pidió la esposa es que le guardase la cara y no la pusiera en evidencia con
sus aventuras futuras.
Realejo
Alto vino acompañado de dos chicas desde Venezuela, La Perdoma y La Cruz Santa,
ambas muy bonitas y educadas, a las que
presentó como sobrinas (hijas de un primo hermano). Se las había traído
de Venezuela a petición de su padre para que estudiasen y se forjasen un
porvenir bajo la protección de su tío, ya que en Venezuela se estaban poniendo las
cosas muy complicadas por los intentos de
independizarse de la metrópoli. A las malas lenguas les faltó tiempo
para decir que eran en realidad hijas suyas, edad tenían para ello, pero esto era
solo maledicencia.
Durante
un tiempo y mientras él ponía en orden sus asuntos, estuvieron residiendo con
La Orotava, que se encargó de matricularlas en el colegio de monjas de la villa
y cuando acabaron el bachillerato les pagó un curso de corte y confección,
porque no tenían ningún interés por estudiar en la universidad. La Orotava se
encariñó especialmente con La Perdoma, que se instaló muy cerca de ella. Su protectora no ha dejado
de ayudarla, así, su taller de costura tiene la exclusiva de los trajes de
magos que se confeccionan cada año en la villa para la romería de San Isidro.
Aunque sea adelantar acontecimientos, que serán tratados en capítulos
sucesivos, ambas están locamente enamoradas de su “medio primo” el Puerto de La
Cruz.
La Cruz
Santa, en cambio, está más apegada a su tío, por lo que instaló su vivienda y
taller de costura cerca de éste. Para que no fuera menos que su hermana y también
por chinchar a su mujer, su tío le montó otra romería dedicada a San Isidro,
que a decir verdad, no tiene que envidiar a la de la Villa, y lógicamente,
concedió a su taller la exclusiva en la confección de trajes de magos.
Para
finalizar, en lo relativo a “las morochas”, como suele llamarlas Realejo Alto,
ya que son mellizas, aunque sin profundizar demasiado porque se hablará de ello
más adelante, hay que decir que Realejo Bajo fue padrino de confirmación de La
Cruz Santa, y a partir de entonces, cada año celebra por el día de su santo
unas fiestas de renombre en todo el Archipiélago.
En ese
afán por compararse a su madre, La Orotava sintió un terrible ataque de celos
cuando aquella fue nombrada “Ciudad Patrimonio de La Humanidad”. Este ataque
fue tan fuerte que comprometió seriamente su salud, estuvo meses sin hablar con
su progenitora usando pretextos de todo tipo, con tal de no felicitarla. Cuando
se llevó a cabo la entrega del galardón, en Aguere, y no le quedaba otro
remedio que asistir, un “inesperado” cólico nefrítico le evitó el mal trago de tener que asistir al
evento.
Comprendió
que no le quedaba otro remedio que repetir el “triunfo” de su madre para
alcanzar la paz espiritual, o como diría
su marido, en lenguaje coloquial, para no seguir “encabronada” lo que le
restaba de vida. Invirtió un auténtico capital en una firma de asesores para
conseguir un galardón similar, la respuesta fue que aunque sus dotes eran
comparables a las de su madre, no presentaba ningún aspecto “original” como
ella. Pero La Orotava no se rindió y siguió moviendo hilos y mandando
transferencias. Pocos años después, consiguió, eso sí, limpiamente, que el
Parque Nacional del Teide, fuese declarado también Patrimonio de la Humanidad,
colmándola de felicidad y orgullo, porque al fin y al cabo se encontraba en su
jurisdicción, pero sobre todo, porque su madre dejaba de ser “la única”.
Con el
paso del tiempo, igual que le ha ocurrido a su progenitora, la vida ha ido templando su carácter. Sin dejar de
ser la gran dama del norte de la isla, “La Villa”, como a ella le gusta que la
llamen, se ha ido adaptando a los tiempos modernos, sobre todo a causa de su
hijo, el Puerto de La Cruz, que ha tenido siempre un espíritu avanzado y
cosmopolita.
José Solórzano Sánchez ©
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