Para finalizar con los hijos “adoptivos” de La Laguna, nos queda
únicamente hablar de El Rosario, hijo “ilegítimo” (según la terminología de la
época) del Capitán General y la “lecherita” del Batán.
El Rosario posee un carácter tímido y
reservado, lo único que le interesa es pasar desapercibido. Se parece mucho,
por su forma de ser, a su hermana mayor Fasnia, con la que convivió unos años
en la casa materna. No sabemos si por algún trauma relacionado con su infancia,
pero lo cierto es que se trataba de un niño diferente; a pesar de ser un año
mayor, cuando jugaba con los mellizos eran ellos los que llevaban la voz
cantante y la iniciativa y él quien andaba a remolque.
Le entusiasmaba mucho la lectura, muy acorde
con ese carácter melancólico, quizás heredado de su madre. Nada más llegar del
colegio se sentaba con un bocadillo y un “fleje” de colorines a los pies
de Fasnia, casi en penumbra, mientras ésta se dedicaba a
la costura oyendo en la radio programas de canciones con dedicatoria.
Cuando por las tardes llegaba del seminario
para merendar su “hermano mayor” Arico y
contemplaba la escena, empezó a pensar
que si seguía así, el niño se iba a “amariconar” (según la terminología de la época) y rápidamente se lo comentó a su madre. Ella
se dio cuenta de que tenía razón y buscó el modo de que todas las tardes,
después del bocadillo y de hacer la tarea, acompañase a los mellizos al campo
de La Manzanilla a entrenar al fútbol.
El remedio fue “mano de santo” porque el
niño, que jamás había tocado un balón, se reveló como un óptimo futbolista. Los
mellizos no salían de su asombro y empezaron a mirar con otro talante a su
hermano. A partir de entonces, cada vez que los domingos, después de misa, se reunía
la chiquillería en la plaza del Cristo para dar patadas al balón y se formaban
los equipos, todos querían ser del Rosario, que obviamente, tenía asignado casi
por decreto el título de uno de los capitanes. Los primeros en ser elegidos
eran sus hermanos, aunque no estuvieran entre los mejores, pues buena se
pondría su madre si se enteraba que los tres no compartían equipo.
Los siguientes Reyes le trajeron el mejor par
de botas de fútbol que se había visto en la isla, regalo que cayó en casa de su
hermana Santa Cruz, que las había hecho traer de Inglaterra por medio de un
consignatario amigo. Y lo que en principio fue una afición, se convirtió en
pasión. El muchacho solamente pensaba en dar patadas a la pelota, empezando a
descuidar sus estudios de primero de bachillerato. La Laguna comenzó a darse
cuenta del problema y decidió a atarlo en corto. El asunto adquirió un nuevo
cariz cuando se presentaron en casa “ojeadores” de dos equipos que lo habían
visto jugar en La Manzanilla y le ofrecían un futuro prometedor.
Uno de ellos era muy conocido de la familia,
amigo íntimo de su tía Santa Cruz, que
le ofertó pasar a formar parte de la plantilla de infantiles del mejor club de
la isla con sede en Añazo. Su madre lo atendió por cortesía, pero cuando se
enteró que el chiquillo tendría que bajar todas las tardes, después de clase, a
entrenar en el campo de Don Pelayo, puso el grito en el cielo y lo despachó con
cajas destempladas. ¡Faltaría más, otro de sus hijos relacionado con Añazo!. El
segundo, representante de uno de los mejores cubes de la Península, le ofreció
una carrera llena de triunfos y de fortuna, a cambio de trasladarse, desde ya,
como interno a las instalaciones del club. Ante tal propuesta, la “ilustre dama”
ni respondió, simplemente le indicó la puerta mientras le decía dándole la
espalda: “Bona tarda, i mai torni a casa meva de nou” que para los que no
entiendan el “segundo idioma más hablado en España” vendría a ser un “Buenas
tardes, y no vuelva nunca más a mi casa”,
o lo que es lo mismo, en jerga toscalera: “lárgate y no güervas”.
Cuando El Rosario se enteró de lo que había
sucedido, se limitó a “colgar” las botas sin rechistar y volvió a ser el niño
de antes, callado y melancólico. Continuó sus estudios medios y luego acabó
Filosofía y Letras, más por inercia que por interés. Se esperaba de él, que
como sus hermanos cursara estudios universitarios y así lo hizo, pero no tenía
la menor intención de dedicarse a la enseñanza. Lo único que sacó de positivo
es que por ser alumno de la facultad podía acceder sin problemas a la
Biblioteca Universitaria y allí devoró a lo largo de los años centenares de
libros.
Hemos dicho que el muchacho “devoró
centenares de libros”, pero éstos se “lo cobraron” y con creces, pues le devoraron
a gusto la vista y se la llenaron de dioptrías. Había nacido con una leve
miopía que con el paso de los años se le fue acentuando por su afición lectora
y la escasa iluminación que imperaba en la casa materna, donde su progenitora controlaba
mucho el consumo eléctrico, no por conciencia ecológica, sino por cierta
racanería, como se pueden imaginar. Aquellas tardes casi en penumbra leyendo
colorines junto a Fasnia mermaron bastante su capacidad visual, problema que se
acentuó durante los estudios, para convertirse en un drama tras su etapa
universitaria.
La óptica y la oftalmología no estaban
especialmente desarrolladas por aquellos años y el muchacho se graduó en
Filosofía y Letras con unos “culos de botella” que impresionaban. Ante el
grosor de los cristales, no quedaba otro remedio que unas gafas de pasta negra,
que cuando se caían al suelo sonaban como si se tratase de una hoz o un
almirez; de lo dicho podrán los lectores
adivinar su peso y consistencia.
Cuando se vio con esas gafas en la foto de la
orla en medio de sus compañeros y escuchó algunos comentarios al respecto,
sobre todo de las chicas, la guardó para siempre y jamás volvió a mirarla. Se
moría de vergüenza solo de imaginar que muchos de sus compañeros la enmarcarían
y la pondrían en sus despachos o cuartos de trabajo y cualquiera que las
mirase, en lo primero que se fijaría sería en su cara.
Este hecho no hizo sino acentuar más su
timidez, y lo que es peor, desencadenó una crisis de autoestima tan seria que
lo llevó a buscar la soledad. Su familia, consciente del problema trató de
animarle y restar importancia al asunto, pero no sirvió de nada.
Aparte
de la lectura, era un enamorado de la naturaleza, por lo que empezó a dar
largos paseos por los bosques cercanos, unas veces en Las Mercedes y otros en
La Esperanza, pero siempre solo, no quería compañía. Que le gustase la naturaleza no quiere decir que le atrajese
el trabajo del campo, al menos como a sus hermanos. Su madre andaba muy
preocupada porque ni ejercía su carrera ni mostraba interés por otras
actividades y sobre todo, porque aún no tenía novia y los mellizos ya estaban
casados.
Después de mucho pensar, le ofreció hacerse
cargo del cuidado de los pinares de La Esperanza, al fin y al cabo allí pasaba
la mayor parte del día. El muchacho aceptó y parece que la madre había atinado con el encargo.
Organizó rápidamente las cuadrillas que se encargaban de la recogida de pinocha
y la saca de madera sobrante para el carboneo
¡nunca se vieron esos montes más limpios y cuidados!. Mientras trataba
con las campesinas de la zona, cuando repartía la pinocha para el estiércol, se
le ocurrió que podía organizar un servicio de distribución de leche fresca en La
Laguna y Añazo y dicho y hecho. Su madre sintió una sensación extraña en su
interior al enterarse de la iniciativa, pues le vino a la memoria el recuerdo
del Capitán General y la “lecherita” que ya casi tenía olvidado.
La Laguna, viéndolo más animado y sociable,
dio el visto bueno a todas sus propuestas y solamente le puso una condición, que
nunca acompañase a las lecheras hasta Añazo, temiendo quizás que por lazos del
destino se encontrase con su verdadera madre.
Desde entonces, todas las madrugadas, una legión de esperanceras bajaban a La
Laguna y a Santa Cruz, a pie o en burro, cargadas de leche fresca y volvían por
la tarde con pescado seco, frutas y otros productos.
Como era un chico serio y “estudiado” estas
iniciativas comenzaron a rendir rápidamente, beneficiando a todas aquellas
familias que hasta la fecha estaban muy desatendidas. Se sentía tan a gusto entre aquella gente que
se hizo una casita en Lomo Pelado y cada vez bajaba menos a La Laguna. Pero si
en la ciudad hacía frío y humedad, aquí estos inconvenientes se acentuaban por
la mayor altitud. Así que comenzó a utilizar la manta “esperancera” que usaban
los hombres del lugar y se aficionó tanto a ésta que no se la quitaba ni en
invierno ni en verano.
Un día, sin darse cuenta, bajó con ella
puesta a casa de su madre, que al verlo,
casi se desmaya. Le costaba respirar de solo pensar que su hijo había transitado con esas
pintas por la calle de la Carrera. Cuando se repuso, se mostró bastante
enfadada, le dijo que parecía un mago y eso no lo pensaba consentir. A partir
de ahora, ni de broma bajar a verla con la dichosa manta.
Anécdotas aparte, La Laguna estaba muy
satisfecha con su hijo, pues al fin y al cabo se estaba labrando un porvenir. Sus
ganancias las había invertido en terrenos cerca de la costa, por debajo de
Barranco Hondo y El Chorrillo. Todos le decían que esa inversión era inútil,
esas tierras no servían ni para cultivos de secano, eran simplemente tabaibas y
pedregales. El chico, como siempre, evitaba discutir y simplemente asentía. Lo
que nadie sabía era que su hermana Santa Cruz, la “economista” de la familia,
le había vendido o casi regalado los terrenos a cambio de hacer otro tipo de
negocios en un futuro. No obstante, para
una madre siempre hay algún
”pero” y pese a que el chico últimamente
solo le daba satisfacciones, no había manera de que se echara novia y eso la
tenía en un “sinvivir”.
Con aquellos “culos de botella” que llevaba
desde su graduación el muchacho perdía mucho. Además, esa inseguridad lo volvía
más retraído delante de las chicas y aumentaba su insatisfacción, lo que le impedía salir de
aquel círculo vicioso. Así que para sobrevivir a la ansiedad, como diría un
chico de hoy, empezó “a pasar del tema”.
Un día, Santa Cruz lo citó con el mayor de
los secretos en un bar del Chorrillo, de esos que aparecían en cada curva de la
antigua Carretera General del Sur. El motivo era hablar de “negocios” ¡y muy bien
que salieron! Santa Cruz tenía experiencia en eso de la compraventa de solares,
negocio que aportaba grandes beneficios con muy poco riesgo. Como ejemplo,
baste recordar el “pelotazo” que para ella supuso la venta de terrenos para la
instalación de la refinería, de lo que hablaremos en otro capítulo. Así, le
comentó que todos aquellos eriales que le había vendido poco tiempo atrás, muy
cerca de donde se encontraban, eran codiciados por una serie de empresas
constructoras que pretendían realizar varias urbanizaciones turísticas y
residenciales. Con su venta podría ganar diez veces más de lo que gastó en su
adquisición. El problema estribaba en que ella no podría participar en la
operación porque aunque los terrenos habían sido adquiridos honradamente,
debido a su posición, podría tener problemas legales; por tanto, prefería que
la ganancia se la llevase su hermano y no un extraño.
La operación fue todo un éxito, gracias al
asesoramiento y la intervención de su hermana. Además del producto de la venta,
El Rosario obtuvo varios apartamentos en Tabaiba y Radazul, regalo de las
constructoras. Su hermana no pidió comisión económica alguna por el favor,
únicamente la cesión “voluntaria” de una serie de terrenos que El Rosario
poseía en los límites con Añazo, de poco valor, pero indispensables para la
expansión hacia el sur de la ciudad. Incluían algunos barrios como El Tablero y
El Sobradillo, y allí se ubicarían posteriormente urbanizaciones como Añaza,
Acorán, Santa María del Mar, La Gallega, etc.
El encuentro con su hermana en aquel bar del
Chorrillo iba a cambiar por completo la vida del Rosario, no por el negocio,
sino por otra cuestión para él más importante. Ésta, nada más verlo, le comentó
que no podía presentarse ante aquellos ejecutivos peninsulares y extranjeros
con esas gafas de pasta y menos con la manta, que estaba muy bien para el
monte, pero aquí abajo daba calor hasta a quien lo miraba. Le habló de un nuevo
invento llamado lentillas, incluso de una operación quirúrgica que acababa de
un plumazo con la miopía, ambas le permitirían quitarse definitivamente esas
gafas horribles. El muchacho no daba crédito a sus palabras, pero como confiaba
plenamente en ella a la par que le profesaba una gran admiración, se dejó
hacer. Ella lo organizó todo, una sencilla intervención en la clínica de un
conocido, unas lentillas y listo.
El chico parecía otra persona al poco tiempo,
cambió algo su estilismo asesorado por
su hermana y resultó que la gente ni lo reconocía. Se convirtió de la noche a
la mañana en un galán con mucho gancho para las chicas. No hay que olvidar que
su padre era muy apuesto y su madre, muy bonita, por eso se encaprichó de ella
el Capitán General. La Laguna estaba como loca con el cambio y él recuperó su
autoestima de sopetón. Como era una madre controladora, ya había dado muestra
de ello en repetidas ocasiones, comprendió que era su última oportunidad de
hacer de casamentera, y para matar dos pájaros de un tiro, decidió que
Candelaria, que además de chica soltera y con porvenir era pariente, resultaría
una buena candidata.
Habló a la “futura” pareja, por separado, de
las virtudes de uno y otro, y con la ayuda de su hija Güímar, a la sazón madre
adoptiva de la muchacha, trazaron un
plan. El chico estaba bastante ilusionado con la propuesta, además de vivir
relativamente cerca el uno del otro, la chica era guapísima y muy moderna. Pero
por desgracia, ella no estaba por la labor y con mucho tacto, hizo desistir al
pretendiente. El Rosario a punto estuvo de volver a su retraimiento pasado, pero como dice el
refrán “siempre hay un roto para un descosido” aunque en este caso no se trató ni de lo uno ni de lo otro.
Había muy cerca de su casa en Lomo Pelado una
vecinita, sobrina de las Rosas y Las Barreras, llamada Esperanza, que desde que
El Rosario comenzó a frecuentar la zona se había enamorado perdidamente de
éste, aún con sus gafas de pasta. Según ella, nunca había visto a nadie que le
quedara tan bien la manta “esperancera” y cuando además echaba mano de la
“cachimba” estaba para comérselo. Y ahora, con los últimos cambios, ¡que podría
decir! Pues, ni corta ni perezosa, sin dar tiempo a que otra se le adelantara,
tomo la iniciativa y se declaró al muchacho. Para éste fue un auténtico
descubrimiento, la verdad que no se había fijado en ella, no porque la chica no
mereciera la pena, sino por sus propios complejos. Como es sabido, ambos
unieron sus destinos y viven felizmente en las cercanías del monte. Allí pasan
todo el año, excepto los veranos que se trasladan a uno de los apartamentos de
Tabaiba.
Y con el “emparejamiento” de El Rosario, el
último de sus hijos adoptivos en crear una familia, La Laguna tomó conciencia
de que la misión que se había impuesto, cuando recuperó a los mellizos de la
Casa Cuna, había llegado a su fin.
José Solórzano Sánchez ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario