lunes, 13 de enero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH.5. LOS HIJOS "ADOPTIVOS" DE LA LAGUNA (2)






Para finalizar con los  hijos “adoptivos” de La Laguna, nos queda únicamente hablar de El Rosario, hijo “ilegítimo” (según la terminología de la época) del Capitán General y la “lecherita” del Batán.

El Rosario posee un carácter tímido y reservado, lo único que le interesa es pasar desapercibido. Se parece mucho, por su forma de ser, a su hermana mayor Fasnia, con la que convivió unos años en la casa materna. No sabemos si por algún trauma relacionado con su infancia, pero lo cierto es que se trataba de un niño diferente; a pesar de ser un año mayor, cuando jugaba con los mellizos eran ellos los que llevaban la voz cantante y la iniciativa y él quien andaba a remolque.

Le entusiasmaba mucho la lectura, muy acorde con ese carácter melancólico, quizás heredado de su madre. Nada más llegar del colegio se sentaba con un bocadillo y un “fleje” de colorines a los pies de  Fasnia,  casi en penumbra, mientras ésta se dedicaba a la costura oyendo en la radio programas de canciones con dedicatoria.

Cuando por las tardes llegaba del seminario para merendar su “hermano mayor”  Arico y contemplaba la escena,  empezó a pensar que si seguía así, el niño se iba a “amariconar”  (según la terminología de la época)  y rápidamente se lo comentó a su madre. Ella se dio cuenta de que tenía razón y buscó el modo de que todas las tardes, después del bocadillo y de hacer la tarea, acompañase a los mellizos al campo de La Manzanilla a entrenar al fútbol.  

El remedio fue “mano de santo” porque el niño, que jamás había tocado un balón, se reveló como un óptimo futbolista. Los mellizos no salían de su asombro y empezaron a mirar con otro talante a su hermano. A partir de entonces, cada vez que los domingos, después de misa, se reunía la chiquillería en la plaza del Cristo para dar patadas al balón y se formaban los equipos, todos querían ser del Rosario, que obviamente, tenía asignado casi por decreto el título de uno de los capitanes. Los primeros en ser elegidos eran sus hermanos, aunque no estuvieran entre los mejores, pues buena se pondría su madre si se enteraba que los tres no compartían equipo.

Los siguientes Reyes le trajeron el mejor par de botas de fútbol que se había visto en la isla, regalo que cayó en casa de su hermana Santa Cruz, que las había hecho traer de Inglaterra por medio de un consignatario amigo. Y lo que en principio fue una afición, se convirtió en pasión. El muchacho solamente pensaba en dar patadas a la pelota, empezando a descuidar sus estudios de primero de bachillerato. La Laguna comenzó a darse cuenta del problema y decidió a atarlo en corto. El asunto adquirió un nuevo cariz cuando se presentaron en casa “ojeadores” de dos equipos que lo habían visto jugar en La Manzanilla y le ofrecían un futuro prometedor.

Uno de ellos era muy conocido de la familia, amigo íntimo de su  tía Santa Cruz, que le ofertó pasar a formar parte de la plantilla de infantiles del mejor club de la isla con sede en Añazo. Su madre lo atendió por cortesía, pero cuando se enteró que el chiquillo tendría que bajar todas las tardes, después de clase, a entrenar en el campo de Don Pelayo, puso el grito en el cielo y lo despachó con cajas destempladas. ¡Faltaría más, otro de sus hijos relacionado con Añazo!. El segundo, representante de uno de los mejores cubes de la Península, le ofreció una carrera llena de triunfos y de fortuna, a cambio de trasladarse, desde ya, como interno a las instalaciones del club. Ante tal propuesta, la “ilustre dama” ni respondió, simplemente le indicó la puerta mientras le decía dándole la espalda: “Bona tarda, i mai torni a casa meva de nou” que para los que no entiendan el “segundo idioma más hablado en España” vendría a ser un “Buenas tardes, y no vuelva nunca más a  mi casa”, o lo que es lo mismo, en jerga toscalera: “lárgate y no güervas”.

Cuando El Rosario se enteró de lo que había sucedido, se limitó a “colgar” las botas sin rechistar y volvió a ser el niño de antes, callado y melancólico. Continuó sus estudios medios y luego acabó Filosofía y Letras, más por inercia que por interés. Se esperaba de él, que como sus hermanos cursara estudios universitarios y así lo hizo, pero no tenía la menor intención de dedicarse a la enseñanza. Lo único que sacó de positivo es que por ser alumno de la facultad podía acceder sin problemas a la Biblioteca Universitaria y allí devoró a lo largo de los años centenares de libros.

Hemos dicho que el muchacho “devoró centenares de libros”, pero éstos se “lo cobraron” y con creces, pues le devoraron a gusto la vista y se la llenaron de dioptrías. Había nacido con una leve miopía que con el paso de los años se le fue acentuando por su afición lectora y la escasa iluminación que imperaba en la casa materna, donde su progenitora controlaba mucho el consumo eléctrico, no por conciencia ecológica, sino por cierta racanería, como se pueden imaginar. Aquellas tardes casi en penumbra leyendo colorines junto a Fasnia mermaron bastante su capacidad visual, problema que se acentuó durante los estudios, para convertirse en un drama tras su etapa universitaria.



La óptica y la oftalmología no estaban especialmente desarrolladas por aquellos años y el muchacho se graduó en Filosofía y Letras con unos “culos de botella” que impresionaban. Ante el grosor de los cristales, no quedaba otro remedio que unas gafas de pasta negra, que cuando se caían al suelo sonaban como si se tratase de una hoz o un almirez; de lo dicho  podrán los lectores adivinar su peso y consistencia.

Cuando se vio con esas gafas en la foto de la orla en medio de sus compañeros y escuchó algunos comentarios al respecto, sobre todo de las chicas, la guardó para siempre y jamás volvió a mirarla. Se moría de vergüenza solo de imaginar que muchos de sus compañeros la enmarcarían y la pondrían en sus despachos o cuartos de trabajo y cualquiera que las mirase, en lo primero que se fijaría sería en su cara.

Este hecho no hizo sino acentuar más su timidez, y lo que es peor, desencadenó una crisis de autoestima tan seria que lo llevó a buscar la soledad. Su familia, consciente del problema trató de animarle y restar importancia al asunto, pero no sirvió de nada.

  Aparte de la lectura, era un enamorado de la naturaleza, por lo que empezó a dar largos paseos por los bosques cercanos, unas veces en Las Mercedes y otros en La Esperanza, pero siempre solo, no quería compañía. Que le gustase  la naturaleza no quiere decir que le atrajese el trabajo del campo, al menos como a sus hermanos. Su madre andaba muy preocupada porque ni ejercía su carrera ni mostraba interés por otras actividades y sobre todo, porque aún no tenía novia y los mellizos ya estaban casados.

Después de mucho pensar, le ofreció hacerse cargo del cuidado de los pinares de La Esperanza, al fin y al cabo allí pasaba la mayor parte del día. El muchacho aceptó y parece que  la madre había atinado con el encargo. Organizó rápidamente las cuadrillas que se encargaban de la recogida de pinocha y la saca de madera sobrante para el carboneo  ¡nunca se vieron esos montes más limpios y cuidados!. Mientras trataba con las campesinas de la zona, cuando repartía la pinocha para el estiércol, se le ocurrió que podía organizar un servicio de distribución de leche fresca en La Laguna y Añazo y dicho y hecho. Su madre sintió una sensación extraña en su interior al enterarse de la iniciativa, pues le vino a la memoria el recuerdo del Capitán General y la “lecherita” que ya casi tenía olvidado.

La Laguna, viéndolo más animado y sociable, dio el visto bueno a todas sus propuestas y solamente le puso una condición, que nunca acompañase a las lecheras hasta Añazo, temiendo quizás que por lazos del destino se encontrase con su verdadera madre.

Desde entonces, todas las madrugadas,  una legión de esperanceras bajaban a La Laguna y a Santa Cruz, a pie o en burro, cargadas de leche fresca y volvían por la tarde con pescado seco, frutas y otros productos.

Como era un chico serio y “estudiado” estas iniciativas comenzaron a rendir rápidamente, beneficiando a todas aquellas familias que hasta la fecha estaban muy desatendidas.  Se sentía tan a gusto entre aquella gente que se hizo una casita en Lomo Pelado y cada vez bajaba menos a La Laguna. Pero si en la ciudad hacía frío y humedad, aquí estos inconvenientes se acentuaban por la mayor altitud. Así que comenzó a utilizar la manta “esperancera” que usaban los hombres del lugar y se aficionó tanto a ésta que no se la quitaba ni en invierno ni en verano.



Un día, sin darse cuenta, bajó con ella puesta  a casa de su madre, que al verlo, casi se desmaya. Le costaba respirar de solo  pensar que su hijo había transitado con esas pintas por la calle de la Carrera. Cuando se repuso, se mostró bastante enfadada, le dijo que parecía un mago y eso no lo pensaba consentir. A partir de ahora, ni de broma bajar a verla con la dichosa manta.

Anécdotas aparte, La Laguna estaba muy satisfecha con su hijo, pues al fin y al cabo se estaba labrando un porvenir. Sus ganancias las había invertido en terrenos cerca de la costa, por debajo de Barranco Hondo y El Chorrillo. Todos le decían que esa inversión era inútil, esas tierras no servían ni para cultivos de secano, eran simplemente tabaibas y pedregales. El chico, como siempre, evitaba discutir y simplemente asentía. Lo que nadie sabía era que su hermana Santa Cruz, la “economista” de la familia, le había vendido o casi regalado los terrenos a cambio de hacer otro tipo de negocios en un futuro. No obstante, para  una  madre siempre hay algún ”pero”  y pese a que el chico últimamente solo le daba satisfacciones, no había manera de que se echara novia y eso la tenía en un “sinvivir”.

Con aquellos “culos de botella” que llevaba desde su graduación el muchacho perdía mucho. Además, esa inseguridad lo volvía más retraído delante de las chicas y aumentaba su   insatisfacción, lo que le impedía salir de aquel círculo vicioso. Así que para sobrevivir a la ansiedad, como diría un chico de hoy, empezó “a pasar del tema”.

Un día, Santa Cruz lo citó con el mayor de los secretos en un bar del Chorrillo, de esos que aparecían en cada curva de la antigua Carretera General del Sur. El motivo era hablar de “negocios” ¡y muy bien que salieron! Santa Cruz tenía experiencia en eso de la compraventa de solares, negocio que aportaba grandes beneficios con muy poco riesgo. Como ejemplo, baste recordar el “pelotazo” que para ella supuso la venta de terrenos para la instalación de la refinería, de lo que hablaremos en otro capítulo. Así, le comentó que todos aquellos eriales que le había vendido poco tiempo atrás, muy cerca de donde se encontraban, eran codiciados por una serie de empresas constructoras que pretendían realizar varias urbanizaciones turísticas y residenciales. Con su venta podría ganar diez veces más de lo que gastó en su adquisición. El problema estribaba en que ella no podría participar en la operación porque aunque los terrenos habían sido adquiridos honradamente, debido a su posición, podría tener problemas legales; por tanto, prefería que la ganancia se la llevase su hermano y no un extraño.

La operación fue todo un éxito, gracias al asesoramiento y la intervención de su hermana. Además del producto de la venta, El Rosario obtuvo varios apartamentos en Tabaiba y Radazul, regalo de las constructoras. Su hermana no pidió comisión económica alguna por el favor, únicamente la cesión “voluntaria” de una serie de terrenos que El Rosario poseía en los límites con Añazo, de poco valor, pero indispensables para la expansión hacia el sur de la ciudad. Incluían algunos barrios como El Tablero y El Sobradillo, y allí se ubicarían posteriormente urbanizaciones como Añaza, Acorán, Santa María del Mar, La Gallega, etc.

El encuentro con su hermana en aquel bar del Chorrillo iba a cambiar por completo la vida del Rosario, no por el negocio, sino por otra cuestión para él más importante. Ésta, nada más verlo, le comentó que no podía presentarse ante aquellos ejecutivos peninsulares y extranjeros con esas gafas de pasta y menos con la manta, que estaba muy bien para el monte, pero aquí abajo daba calor hasta a quien lo miraba. Le habló de un nuevo invento llamado lentillas, incluso de una operación quirúrgica que acababa de un plumazo con la miopía, ambas le permitirían quitarse definitivamente esas gafas horribles. El muchacho no daba crédito a sus palabras, pero como confiaba plenamente en ella a la par que le profesaba una gran admiración, se dejó hacer. Ella lo organizó todo, una sencilla intervención en la clínica de un conocido,  unas lentillas y listo.



El chico parecía otra persona al poco tiempo, cambió  algo su estilismo asesorado por su hermana y resultó que la gente ni lo reconocía. Se convirtió de la noche a la mañana en un galán con mucho gancho para las chicas. No hay que olvidar que su padre era muy apuesto y su madre, muy bonita, por eso se encaprichó de ella el Capitán General. La Laguna estaba como loca con el cambio y él recuperó su autoestima de sopetón. Como era una madre controladora, ya había dado muestra de ello en repetidas ocasiones, comprendió que era su última oportunidad de hacer de casamentera, y para matar dos pájaros de un tiro, decidió que Candelaria, que además de chica soltera y con porvenir era pariente, resultaría una buena candidata.

Habló a la “futura” pareja, por separado, de las virtudes de uno y otro, y con la ayuda de su hija Güímar, a la sazón madre adoptiva de la muchacha, trazaron  un plan. El chico estaba bastante ilusionado con la propuesta, además de vivir relativamente cerca el uno del otro, la chica era guapísima y muy moderna. Pero por desgracia, ella no estaba por la labor y con mucho tacto, hizo desistir al pretendiente. El Rosario a punto estuvo de volver  a su retraimiento pasado, pero como dice el refrán “siempre hay un roto para un descosido” aunque en este caso no se trató  ni de lo uno ni de lo otro.

Había muy cerca de su casa en Lomo Pelado una vecinita, sobrina de las Rosas y Las Barreras, llamada Esperanza, que desde que El Rosario comenzó a frecuentar la zona se había enamorado perdidamente de éste, aún con sus gafas de pasta. Según ella, nunca había visto a nadie que le quedara tan bien la manta “esperancera” y cuando además echaba mano de la “cachimba” estaba para comérselo. Y ahora, con los últimos cambios, ¡que podría decir! Pues, ni corta ni perezosa, sin dar tiempo a que otra se le adelantara, tomo la iniciativa y se declaró al muchacho. Para éste fue un auténtico descubrimiento, la verdad que no se había fijado en ella, no porque la chica no mereciera la pena, sino por sus propios complejos. Como es sabido, ambos unieron sus destinos y viven felizmente en las cercanías del monte. Allí pasan todo el año, excepto los veranos que se trasladan a uno de los apartamentos de Tabaiba.

Y con el “emparejamiento” de El Rosario, el último de sus hijos adoptivos en crear una familia, La Laguna tomó conciencia de que la misión que se había impuesto, cuando recuperó a los mellizos de la Casa Cuna, había llegado a su fin.



José Solórzano Sánchez ©


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