La
Laguna, además de otras muchas cualidades, fue muy prolífica. En su época, esta
característica tenía una gran valoración social, porque a diferencia de lo que
ocurre actualmente, se consideraba que la principal misión de la mujer casada
era traer hijos al mundo. Fueron seis las criaturas que tuvo con el Capitán General: La Orotava, Güímar,
Vilaflor, Fasnia, Arico y Santa Cruz.
Nadie
puede negar que se mostró siempre como una buena madre, preocupada por
dar la educación más esmerada a sus retoños y cubrir todas sus necesidades,
pero, al mismo tiempo, bastante “controladora” de sus vidas. Como es de
suponer, esta actitud provocó bastantes conflictos con algunos de sus retoños.
La Orotava,
además de ser la mayor, como ya hemos visto, “sacó“ la belleza y el
carácter de su madre por lo que los conflictos entre ambas llegaron a unos
extremos insospechados. La Laguna tenía muchas expectativas puestas en el
futuro de su primogénita; era la más agraciada, como solían decir los que la
conocían: ¡una auténtica belleza de la época! que con seguridad, muy pronto empezaría a
hacer sombra a su madre; pero también, la más dotada intelectualmente, o por lo
menos, la que había llegado más lejos en su formación.
Güímar,
Vilaflor y Fasnia, las siguientes por orden de nacimiento, a pesar de
determinadas particularidades de sus caracteres, eran completamente diferentes
a su hermana mayor, y obviamente, a su madre. Muy calladas, a cada cual más, se
mostraron habitualmente sumisas ante las directrices de la matriarca, siguiendo
sin rechistar sus “consejos u orientaciones”, como a ella le gustaba decir.
Pocos problemas surgieron entre ellas o con el resto de sus hermanos y siempre
se comportaron como buenas hijas. Ninguna dio disgusto alguno a su madre, al
menos mientras vivieron con ella.
Arico, es
un caso muy diferente al de sus hermanas. Era el único chico de la familia y
quizás por ello, desde que nació, se convirtió en el ojito derecho de su padre.
Se lo imaginaba convertido en un Capitán General, ¿y por qué no? en un virrey
de las Indias ¡todo era posible, poniendo los medios! sin embargo, el traslado
forzoso del Capitán a la Península, por los motivos que ya conocemos, hicieron
que todos aquellos planes cayeran en el olvido.
A pesar
de perder a la figura paterna a una edad muy temprana, desde el punto de vista
emocional y afectivo no sufrió las consecuencias de tal pérdida. Su madre nada
más enviudar se volcó en él. Unos dicen que porque coincidió su cambio de
estado civil con la adolescencia de La Orotava y el comienzo de los conflictos entre ambas, como hemos dicho, por su carácter
tan parecido. Otros, en cambio, sostienen que la marcha y posterior óbito del
Capitán General coincidió con una etapa de intenso fervor religioso en la dama
lagunera, que empezó a fantasear con la posibilidad de que el niño se
convirtiese en obispo, y por qué no, en el primer arzobispo de Canarias. Y a
ello, como veremos, dedicó todo su cariño y esfuerzos, dejando un poco
desatendida, según parece, a la benjamina.
Santa
Cruz, por ser la más joven, vivió otra época y por ello, los desencuentros con
su madre, muy tradicional, fueron el pan
de cada día en cuanto se hizo mayor. El
ambiente que la rodeaba la oprimía: la humedad, los cielos encapotados, la
lluvia constante, el tañer de las campanas y la omnipresencia de su madre se
convirtieron de una carga difícil de sobrellevar. Ella prefería el ambiente
soleado de Añazo, su claridad, las casitas blancas, las palmeras y las fincas
de plataneras, el ambiente cosmopolita del puerto y sobre todo el pescadito
fresco de los Llanos. Así que en cuanto podía, sin que su madre se enterase, se
daba una escapada a la “Caseta de Madera”.
Como se verá en otro capítulo, los destinos
de Santa Cruz y de Añazo, estaban
destinados a discurrir por el mismo sendero. La benjamina abandonó muy joven el
hogar materno, quizás demasiado pronto, pero nunca se arrepintió de ello.
Además, su madre, que tenía ojos en todos los rincones de la isla, se encargó
de tenerla controlada estrechamente, al menos en sus primeros momentos de
independencia.
Hasta aquí hemos esbozado algunas
características de los hijos de la” ilustre señora”, se entiende, de los hijos
nacidos de su matrimonio con el Capitán General. Pero La Laguna, además de
aquellos, fue madre adoptiva de algunos más, incluyendo, al fruto de su
“encuentro” con Amaro Pargo.
Habíamos quedado en que los mellizos fueron
internados en la Casa Cuna de Añazo al poco de su nacimiento. La Laguna estuvo
al tanto de sus vidas durante sus primeros años, siempre de una manera discreta
y por medio de terceros. Además, mediante una sustanciosa aportación consiguió
que los niños no necesitasen ser dados en adopción, porque su manutención
estaba asegurada. Fueron bautizados por las religiosas que regentaban la
institución nada más llegar, y se le impusieron los nombres de Tegueste y
Tacoronte.
Pasado un tiempo, cuando las hijas mayores comenzaron a abandonar
el hogar familiar, La Laguna sintió cada vez con más fuerza la ausencia de las
criaturas, al fin y al cabo eran sus hijos y no podía consentir que los
convencionalismos sociales le impidiesen disfrutar de los mismos. Se vio
atenazada por un instinto maternal
desbocado, más fuerte aún que el de los primeros años de matrimonio,
quizás por el sentimiento de culpa, o por el deseo de tener una parte de aquel
corsario recientemente fallecido, que le había robado el corazón y casi la
reputación.
Después de mucho reflexionar ideó una
estratagema para poder traerlos a casa. Comenzó a comentar entre sus conocidos
que había hecho una solemne promesa al
Cristo para que fuese por fin restaurada
la diócesis nivariense. Dado que “el milagro” se había producido, había llegado
el momento de hacerla pública y sobre todo de cumplirla. Se trataba de prohijar
a dos huérfanos de la Casa Cuna, y dicho y hecho, en pocos días tenía en casa a
los mellizos, convirtiéndose en su madre (que lo era) al tiempo que extendía su
fama de mujer caritativa y devota.
Dado que sus planes habían resultado
perfectos, fue un poco más allá. Hacía algún tiempo que se comentaba que la
“lecherita” del Batán, ante la imposibilidad de hacerse cargo de la criatura
que tuvo con el Capitán General, había dejado a su hijo en la Casa Cuna y se
había puesto a servir en Añazo, en casa de un mercader. Resultó que nada más
abandonar la isla el caballero, ésta se vio
repudiada por sus familiares y vecinos, ante el temor de una posible
venganza de la esposa engañada, sobre todo, porque la mayoría eran medianeros
de sus tierras. Se trataba de un niño, un año mayor que los mellizos y según
parece, la viva estampa de su padre.
Un sentimiento de culpa empezó a embargarla,
sentía que no era justo que la criatura se encontrase internada en aquella
institución mientras los mellizos estaban con ella. Al fin y al cabo era tan
hijo de su marido como el resto de los mayores. Así que volvió a utilizar la
misma argucia; declaró que el Cristo le había concedido el favor que había
pedido, esta vez la restauración de la sede universitaria, por lo que para
cumplir su promesa, iba a prohijar otro huérfano, y como es lógico, el
agraciado fue el niño del Capitán General. La criatura había sido internada
como hijo de padres desconocidos y dado que llevaba entre las ropas un rosario
que había dejado su madre, quizás con la esperanza, quien sabe, de algún día
poder recuperarlo, las religiosas lo tuvieron muy fácil y le pusieron el nombre
de El Rosario.
Parecía que con esta adopción se completaba
la misión que se había propuesto. Todo salió a las mil maravillas pues nadie
supo ni sospechó nada y pudo disfrutar, por un tiempo, de la felicidad de
volver a tener criaturas en su casa, esta vez con la ayuda inestimable de sus
hijas mayores, por los menos de las que permanecían en casa.
En sus visitas frecuentes a la Casa Cuna, La
Laguna se había fijado en una de las niñas de más edad, pero niña al fin y al cabo, muy diligente y
servicial, que ayudaba a las religiosas con el cuidado de los más pequeños,
incluyendo, sobra decirlo, a sus hijos.
Era muy cariñosa y dispuesta, así que en parte por agradecimiento y quizás,
esta vez sí, por un sentimiento caritativo sin interés, adoptó también a la
niña, de nombre Tejina, que desde ese
momento pasó a formar parte de su familia.
Como suele suceder, con el transcurrir del
tiempo estas criaturas fueron creciendo y se convirtieron en hombres y mujeres.
Resulta curioso, que estos hijos “adoptivos” se encuentren en la actualidad más
cerca de su madre que los verdaderos y la cercanía no es solo física, sino
también afectiva. Los vástagos que tuvo con el Capitán General, a medida que se
iban independizando, se instalaban en distintos lugares de la isla para abrirse
camino en la vida. Pero como suele decir la “ilustre dama” Tenerife no es
Groenlandia ni Madagascar, pero las distancias son las distancias, de eso no
cabe duda, y no es lo mismo un traslado en carruaje hasta Chasna, sea por el Sur
o por Las Cañadas, que un paseo en tranvía hasta Tacoronte.
Excepto la benjamina, el resto puso tierra
por medio con su madre simplemente por una cuestión, como suele decirse, de “salud mental”. No obstante, a pesar de la
proximidad física, era precisamente Santa Cruz la que tenía más claro que jamás
iba a recibir visitas imprevistas de su progenitora porque ésta nunca rebasaría
los límites de la Cuesta, o como mucho, Vistabella, salvo para ver el belén de
San Juan de Dios durante las navidades.
Sus hijos adoptivos, en cambio, residen muy
cerca de la matriarca, se sienten muy próximos a ella, quizás por un
sentimiento de cariño mezclado con agradecimiento. Todos se consideran
huérfanos sin familia reconocida rescatados de una infancia, quien sabe si
desgraciada. Además, las peculiares condiciones de su niñez, compartiendo
momentos en la Casa Cuna, produjo unos vínculos muy estrechos entre los
hermanos, porque eso es lo que se consideran. Sus relaciones con los mayores
son buenas, pero no tan estrechas como entre ellos.
Tacoronte fue el primero en salir de casa,
estudió Magisterio, que nunca ejerció, y luego hizo un peritaje en agronomía.
Desde muy pequeño, la proximidad de la vega y sus campesinos hizo que sintiese
un interés especial por la actividad agrícola. Nada más acabar el servicio
militar en Ceuta, su madre le regaló unos terrenos de muy buena calidad y se
dedicó con afán a la viticultura, pero de su vida hablaremos con más detalle en
otro capítulo de este relato. Solamente apuntar que se enamoró de Santa Úrsula, con la que se casó pasado el
tiempo de noviazgo preceptivo. Convendría aclarar que Santa Úrsula es la hija
menor de La Orotava, y por tanto su sobrina, real y ficticia.
Su mellizo Tegueste también estudió Magisterio,
que tampoco ejerció, y posteriormente se matriculó en el curso puente de
Geografía e Historia, con la idea de dedicarse a la enseñanza secundaria.
Pronto se dio cuenta, que como su hermano, lo que le gustaba realmente era la
agricultura y a ella se dedicó en cuanto acabó el servicio militar. Como a
Tacoronte, su madre le regaló unos buenos terrenos agrícolas, por debajo de Las
Canteras, en los alrededores de la Cuesta de San Bernabé.
Cuando iba diariamente a trabajar sus fincas
desde La Laguna, todavía soltero, paraba siempre en un bar de Las Canteras para
desayunar. Con el tiempo hizo muy buenas migas con la muchacha que le atendía,
se "ennoviaron" y acabaron casándose e instalándose cerca de sus tierras, en lo
que llamaban “Tegueste Viejo”. De su matrimonio con Las Canteras nacieron tres
niños : Pedro Álvarez, El Socorro y El Portezuelo, que como su padre, cursaron estudios
superiores, pero al final se dedicaron a la agricultura, siguiendo la tradición
instaurada por su progenitor y su tío. La Laguna, siempre que va o vuelve de
Bajamar, donde veranea, hace una parada de rigor en su casa, pues le coge de
camino y siempre es bien recibida.
Las Canteras es una buena madre y esposa,
cariñosa con sus hijos y muy apreciada por su suegra. Es hija única de unos medianeros de La Laguna, que
con el tiempo dejaron la actividad agrícola cuando la vega empezó a urbanizarse
y montaron un bar en el cruce. Desde pequeña tuvo mucha relación con la
“ilustre dama”, pues estudió en el colegio de las dominicas, junto al
ayuntamiento, y en muchas ocasiones iba a merendar a su casa. Además, La Laguna
siempre tuvo como norma comprar los libros y pagar la guagua a los hijos de sus
medianeros que se decidían a estudiar, y obviamente servían para ello; en realidad
era una especie de “beca” que estableció, más por un sentimiento “clasista” que
realmente altruista.
Pero Tegueste, aunque se repite continuamente
que está enamorado de ella, de quien lo está realmente es de su ”medio
hermana” Tejina, unos años mayor que él.
Siempre se sintió muy unido a ella, desde los tiempos de la Casa Cuna, por eso
cuando se fue a vivir con ellos se sintió el niño más feliz de mundo. Este
cariño, con el paso de los años se transformó en amor, pero en un amor
imposible. A nadie habló de sus sentimientos, ni tan siquiera a su mellizo.
Para todos y para él mismo, eran hermanos.
Lo bueno es que viven muy cerca y mantienen
muy buena relación. Cuando va con la familia a darse un bañito a Bajamar o La
Punta, siempre suele pasar a saludarla. Lo mismo ocurre cuando Tejina sube a La
Laguna a hacer diligencias, o a ver a su
madre, siempre encuentra la ocasión de parar a saludarlo. Él la mira siempre
embobado, y ella le sonríe, pues lo trata casi como a un hijo, aunque en
realidad se llevan dos o tres años.
Tegueste es muy trabajador, el campo ocupa
casi todo su tiempo y rara vez abandona sus tierras. Cuando llega el último
domingo de abril celebra una de las romerías de más raigambre en la isla,
dedicada a San Marcos. Todos conocen como elementos característicos de estos
festejos la presencia de la ”Danza de las flores” y los barcos. Danzas
similares a ésta es posible verlas en otros festejos de la isla o del
Archipiélago, pero lo de los barcos sí es una originalidad. Resulta que el
chico hizo el servicio militar en San Fernando, precisamente en un cuartel muy
cerca de los astilleros y allí se aficionó a la construcción de barcos, de
tanto observar a los artesanos en su tiempo libre. Cada vez que Las Canteras se
quedaba embarazada, Tegueste se pasaba las horas libres de esos nueve meses
construyendo un barco de madera para
regalar al recién nacido. Eso explica que en la romería podamos ver los
cuatro barcos.
Hay
quien dirá, mientras lee estas líneas, que los cuatro barcos que aparecen en la
Romería representan a Tegueste y solamente
a dos de sus hijos: Pedro Álvarez y El Socorro, porque el cuarto corresponde
al caserío de San Luis, y éste no forma parte de la familia. Y tiene toda la
razón, efectivamente faltaría el correspondiente al benjamín de sus vástagos: El Portezuelo. Para
éste también construyó su padre un barco antes de su nacimiento y durante su infancia y juventud participó en
compañía de sus hermanos puntualmente en el homenaje al santo; sin embargo,
mientras estudiaba en la universidad se produjo un conflicto “familiar” y a
partir de entonces acabaron sus intervenciones por deseo de Tegueste.
En honor a la verdad convendría aclarar esta
historia, para disipar cualquier tipo de dudas entre los posibles lectores.
Pues bien, como habían hecho anteriormente sus hermanos mayores, la vuelta a
casa desde la universidad la realizaba El Portezuelo inicialmente en la línea
de TITSA que unía La Laguna con Bajamar, que lo dejaba justamente al lado de su
casa, en la parada de “la Cuesta de San Bernabé”. Cuando estaba en tercero de
carrera coincidió en clase con una chica que vivía un poco más allá de Los
Rodeos llamada Guamasa, los apellidos, la verdad es que los desconozco. Pues
bien, es normal que le gustase la muchacha, con aquellos cachetes colorados, y por acompañarla, cambió de línea de TITSA
por la que hacía la ruta La Laguna-Tacoronte. Se bajaban en la misma parada y
después de charlar un poco regresaba a casa por el valle de su nombre.
El camino de vuelta era mucho más largo, pero
¡qué era bajar unos cuantos kilómetros a pie por aquellos “monturrios” si podía
compartir un rato más con la chica que le gustaba! Sin embargo a sus padres no
les parecía nada bien la idea, pues llegaba con “los tenis” enfangados y ya de
noche, sin tiempo casi para estudiar. Ahí comenzaron las discusiones, luego las
malas caras y al final, las amenazas. El padre le dio un ultimátum, si no
aprobaba en junio el curso completo como había hecho en los años anteriores,
por esas pérdidas de tiempo para el estudio, a todas luces innecesarias, no
participaría en la Romería de ese año con su barco. Y pasó lo que tenía que
pasar, llegó el último domingo de abril, prácticamente el curso por finalizar y
el chico apenas había aprobado un par de parciales. Ante la evidencia tuvo que
aceptar la decisión paterna y su barco fue portado en aquella ocasión por un
vecino de por allí cerca, San Luis.
El Portezuelo aprendió la lección y un poco
por amor propio y otro poco por no quitarle la ilusión a aquel chiquillo, que
sin ensayar siquiera lo había hecho tan bien, decidió a partir de entonces no
participar más en la Romería. Así que todos los años, el último domingo de abril, muy tempranito sube a la Mesa de Tejina, y desde allí, con
su bota de vino y su pella de gofio, contempla los festejos sin que nadie lo
eche en falta ya que los cuatro barcos continúan desfilando.
Este episodio de juventud, ya olvidado, no ha
enturbiado en absoluto la armonía que reina entre los distintos miembros de
esta familia “teguestera”.
De
los cuatro hijos adoptivos de La Laguna, la única que no tiene ningún vínculo
familiar directo o indirecto con ella es Tejina. Sin embargo,
por su carácter cariñoso o quizás por
ser la única chica, es la predilecta de la “ilustre dama” y a la primera que
acude cuando tiene algún problema, digamos de “la vida cotidiana”, porque de
los “oficiales” ya se encarga ella sin ningún tipo de ayuda. Así, no es extraño
verla acompañando a su madre en una revisión en la “Residencia”, haciéndose
unos análisis o en alguna misa de difuntos. Cuando la necesita solo tiene que
llamarla por teléfono y ella coge la guagua y en media hora está en su casa.
Muchas veces, la madre aprovecha cuando viene a la ciudad a hacer compras para
que le resuelva algún regalo de compromiso y evitarse estar saludando a la
gente por las calles Herradores o La Carrera.
Ya dijimos que Tejina estaba muy unida al
resto de sus hermanos, así, cuando Tegueste se casó y empezaron a venir los
niños, solía bajar por las tardes para acompañar a Las Canteras y darse un
paseíto con la embarazada por la Carretera General. En uno de estos paseos
conoció a un muchacho recién venido de Cuba. Aunque de origen canario, su
familia había emigrado a la “perla de las Antillas” hacía varias décadas y
recientemente había regresado con una gran fortuna. Los llamaban “los Indianos”
y habían comprado una enorme hacienda, que llamaban “La Casa de Carta”
dispuestos a poner en cultivo todos aquellos terrenos baldíos cercanos a la
costa.
El muchacho, llamado Valle Guerra, único hijo
de la familia, se había convertido en el foco de atención de todas las chicas
casaderas de la zona y de otras limítrofes, conscientes del buen partido que
representaba. Pero Tejina, ajena siempre a ese tipo de cuestiones, se fijó más que en otra cosa en su traje de chaqueta y
botines de un blanco inmaculado, su sombrero de paja de corte antillano, su tez
morena y sus largos bigotes. La antítesis de lo que estaba acostumbrada a ver
por las calles de La Laguna. Además, el acento cubano le resultaba
tremendamente seductor, algo así como lo que había sentido su madre adoptiva
cuando oía hablar “peninsular” al Capitán General.
No hay que decir, después de las líneas
precedentes, que cupido lanzó sus flechas con gran acierto al corazón de los jóvenes. Tejina era elegante y bonita, no solo por
fuera, sino también por dentro y eso era lo más que destacaba en ella. La
Laguna esperaba impaciente la petición de mano, porque después de dos hijas
solteras y otras dos “malcasadas” deseaba fervientemente que la “niña de sus
ojos” se colocase como correspondía. Para ello la dotó con grandes extensiones
de tierra cultivable en las proximidades de la finca de los Carta.
La boda se celebró por el obispo en la
iglesia de Los Remedios y La Laguna, como podrán suponer, fue la madrina de su
hija. A partir de ese momento la pareja comenzó su vida en común, una vida
próspera, por su esfuerzo y ahínco. En muy poco tiempo, toda la zona cercana a
la costa entre la linde con Acentejo y las estribaciones de Anaga se vio
cubierta de fincas de plataneras e invernaderos de flores, hortalizas y otras
frutas tropicales que causaban la admiración y hasta la envidia de quien por
allí se acercaba.
Tejina pidió a su madre que intercediese ante
el obispado para la construcción de una iglesia, ya que en un primer momento
resultaba complicado asistir a misa de domingo en la ciudad y más, cuando
empezaron a venir los niños. La Laguna hizo todo lo que estuvo de su mano y en poco
tiempo se creó la parroquia de San
Bartolomé. En agradecimiento a su madre y al obispado, aprovechando la
abundancia de productos agrícolas, Tejina costea de su bolsillo, durante las
fiestas patronales, los conocidos corazones, famosos ya en todo el Archipiélago.
Su marido, Valle Guerra, hombre culto y que viajó por medio mundo antes de
instalarse en la isla, instauró, por su cuenta,
las fiestas de La Librea que se
celebran anualmente con representación alusivas a la batalla de Lepanto.
Esta pareja es admirada por todos la que la
conocen, se quieren, se respetan y se ve que están hechos el uno para el otro.
Pero en la seguridad de que ninguno de ellos va a leer estas líneas,
aprovecharé para comentar un secretillo de Tejina que nadie conoce, que jamás
ha verbalizado, ni siquiera a su madre. Ella está profundamente enamorada de su
marido, desde el mismo momento que se conocieron, podría decirse que lo
idolatra, pero hay dos cosillas que jamás ha podido superar, aunque hace de
tripas corazón y con el paso de los años parece que las lleva mejor. La primera
es esa costumbre antillana de andar todo el día con el puro en la boca, que
atufa cualquier lugar por donde pasa y a ella la deja mareada. Y la segunda,
esas dos piezas de oro en su boca que cada vez que se ríe le dan un aspecto de
pirata del Caribe.
El matrimonio tuvo dos hijos, Bajamar y La
Punta, que a diferencia de sus padres, mostraron muy poco interés por las
actividades agrícolas. A ellos, lo que realmente les gustaba era el mar y a
éste se dedicaron desde su juventud. Bajamar creó una pequeña flota de bajura y
abastecía de pescado a toda la comarca y a la ciudad. Siempre seleccionaba las
mejores capturas y las enviaba de regalo a la familia, especialmente a su
abuela. La Punta, que como hemos dicho compartía la afición de su hermano,
comenzó ayudándolo con las redes y aparejos, y más tarde se especializó en la
comercialización del producto, abriendo además varios restaurantes cerca de la
playa. El negocio funcionaba estupendamente, hasta que La Punta mostró deseos
de salir a pescar como su hermano y ahí empezó el conflicto.
Bajamar decía que ese no era trabajo de
mujeres, que dónde se había visto una mujer pescadora, pescadera sí, pero
pescadora, jamás. Se negó a dejarle una de sus barcas, alegando que no quería
que la gente pensara que su hermana era una “machona”. Pero La Punta no cedió y
siguió insistiendo, apoyada por su tía Santa Cruz, que había sido una
adelantada a su época durante su juventud y que consideraba que una mujer podía
desempeñar los mismos trabajos que un hombre, si se lo proponía.
La cuestión se resolvió cuando los hermanos
liquidaron la sociedad, y con su parte, La Punta creó su propia cofradía y se
dedicó libremente a lo que le gustaba. Pese a las reticencias iniciales de Bajamar y de toda la
familia, con el tiempo, la muchacha logró
convencerlos su valía con su tesón y buen hacer en medio de aquellas olas
endemoniadas.
Viendo el éxito de su hermana en el negocio
pesquero, Bajamar acabó vendiéndole su flota artesanal y dedicando sus
esfuerzos al negocio turístico. En principio fueron las familias ricas de la
ciudad las que pasaban allí los veranos, entre ellas, la de su abuela. La
Laguna se habituó a veranear en casa de su nieto, quien le habilitó unos
pequeños charcos en la orilla para que
pudiese refrescarse sin peligro y luego, se trasladaba a La Punta, donde
se hinchaba de lapas y sardinas en casa de su nieta. Más tarde, viendo que el
negocio prosperaba, construyó algunos apartamentos y un hotel que atrajeron a
infinidad de alemanes. Desgraciadamente, el negocio fracasó cuando otros
parientes de la isla, con mejores condiciones, le copiaron la idea y le
“robaron” la clientela.
José Solórzano Sánchez ©
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