lunes, 13 de enero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 4.LOS HIJOS "ADOPTIVOS" DE LA LAGUNA (1)




La Laguna, además de otras muchas cualidades, fue muy prolífica. En su época, esta característica tenía una gran valoración social, porque a diferencia de lo que ocurre actualmente, se consideraba que la principal misión de la mujer casada era traer hijos al mundo. Fueron seis las criaturas que tuvo con  el Capitán General: La Orotava, Güímar, Vilaflor, Fasnia, Arico y Santa Cruz.

Nadie puede negar que se mostró   siempre como una buena madre, preocupada por dar la educación más esmerada a sus retoños y cubrir todas sus necesidades, pero, al mismo tiempo, bastante “controladora” de sus vidas. Como es de suponer, esta actitud provocó bastantes conflictos con algunos de sus retoños.

La Orotava,  además de ser la mayor, como ya hemos visto, “sacó“ la belleza y el carácter de su madre por lo que los conflictos entre ambas llegaron a unos extremos insospechados. La Laguna tenía muchas expectativas puestas en el futuro de su primogénita; era la más agraciada, como solían decir los que la conocían: ¡una auténtica belleza de la época!  que con seguridad, muy pronto empezaría a hacer sombra a su madre; pero también, la más dotada intelectualmente, o por lo menos, la que había llegado más lejos en su formación.

Güímar, Vilaflor y Fasnia, las siguientes por orden de nacimiento, a pesar de determinadas particularidades de sus caracteres, eran completamente diferentes a su hermana mayor, y obviamente, a su madre. Muy calladas, a cada cual más, se mostraron habitualmente sumisas ante las directrices de la matriarca, siguiendo sin rechistar sus “consejos u orientaciones”, como a ella le gustaba decir. Pocos problemas surgieron entre ellas o con el resto de sus hermanos y siempre se comportaron como buenas hijas. Ninguna dio disgusto alguno a su madre, al menos mientras vivieron  con ella.

Arico, es un caso muy diferente al de sus hermanas. Era el único chico de la familia y quizás por ello, desde que nació, se convirtió en el ojito derecho de su padre. Se lo imaginaba convertido en un Capitán General, ¿y por qué no? en un virrey de las Indias ¡todo era posible, poniendo los medios! sin embargo, el traslado forzoso del Capitán a la Península, por los motivos que ya conocemos, hicieron que todos aquellos planes cayeran en el olvido.

A pesar de perder a la figura paterna a una edad muy temprana, desde el punto de vista emocional y afectivo no sufrió las consecuencias de tal pérdida. Su madre nada más enviudar se volcó en él. Unos dicen que porque coincidió su cambio de estado civil con la adolescencia de La Orotava y el comienzo de los conflictos  entre ambas, como hemos dicho, por su carácter tan parecido. Otros, en cambio, sostienen que la marcha y posterior óbito del Capitán General coincidió con una etapa de intenso fervor religioso en la dama lagunera, que empezó a fantasear con la posibilidad de que el niño se convirtiese en obispo, y por qué no, en el primer arzobispo de Canarias. Y a ello, como veremos, dedicó todo su cariño y esfuerzos, dejando un poco desatendida, según parece, a la benjamina.

Santa Cruz, por ser la más joven, vivió otra época y por ello, los desencuentros con su madre, muy tradicional,  fueron el pan de cada día en cuanto se hizo  mayor. El ambiente que la rodeaba la oprimía: la humedad, los cielos encapotados, la lluvia constante, el tañer de las campanas y la omnipresencia de su madre se convirtieron de una carga difícil de sobrellevar. Ella prefería el ambiente soleado de Añazo, su claridad, las casitas blancas, las palmeras y las fincas de plataneras, el ambiente cosmopolita del puerto y sobre todo el pescadito fresco de los Llanos. Así que en cuanto podía, sin que su madre se enterase, se daba una escapada a la “Caseta de Madera”.

Como se verá en otro capítulo, los destinos de Santa Cruz y de Añazo,  estaban destinados a discurrir por el mismo sendero. La benjamina abandonó muy joven el hogar materno, quizás demasiado pronto, pero nunca se arrepintió de ello. Además, su madre, que tenía ojos en todos los rincones de la isla, se encargó de tenerla controlada estrechamente, al menos en sus primeros momentos de independencia.

Hasta aquí hemos esbozado algunas características de los hijos de la” ilustre señora”, se entiende, de los hijos nacidos de su matrimonio con el Capitán General. Pero La Laguna, además de aquellos, fue madre adoptiva de algunos más, incluyendo, al fruto de su “encuentro” con Amaro Pargo.

Habíamos quedado en que los mellizos fueron internados en la Casa Cuna de Añazo al poco de su nacimiento. La Laguna estuvo al tanto de sus vidas durante sus primeros años, siempre de una manera discreta y por medio de terceros. Además, mediante una sustanciosa aportación consiguió que los niños no necesitasen ser dados en adopción, porque su manutención estaba asegurada. Fueron bautizados por las religiosas que regentaban la institución nada más llegar, y se le impusieron los nombres de Tegueste y Tacoronte.

Pasado un tiempo,  cuando las hijas mayores comenzaron a abandonar el hogar familiar, La Laguna sintió cada vez con más fuerza la ausencia de las criaturas, al fin y al cabo eran sus hijos y no podía consentir que los convencionalismos sociales le impidiesen disfrutar de los mismos. Se vio atenazada por un instinto maternal  desbocado, más fuerte aún que el de los primeros años de matrimonio, quizás por el sentimiento de culpa, o por el deseo de tener una parte de aquel corsario recientemente fallecido, que le había robado el corazón y casi la reputación.

Después de mucho reflexionar ideó una estratagema para poder traerlos a casa. Comenzó a comentar entre sus conocidos que había hecho una  solemne promesa al Cristo para que fuese por fin  restaurada la diócesis nivariense. Dado que “el milagro” se había producido, había llegado el momento de hacerla pública y sobre todo de cumplirla. Se trataba de prohijar a dos huérfanos de la Casa Cuna, y dicho y hecho, en pocos días tenía en casa a los mellizos, convirtiéndose en su madre (que lo era) al tiempo que extendía su fama de mujer caritativa y devota.

Dado que sus planes habían resultado perfectos, fue un poco más allá. Hacía algún tiempo que se comentaba que la “lecherita” del Batán, ante la imposibilidad de hacerse cargo de la criatura que tuvo con el Capitán General, había dejado a su hijo en la Casa Cuna y se había puesto a servir en Añazo, en casa de un mercader. Resultó que nada más abandonar la isla el caballero, ésta se vio  repudiada por sus familiares y vecinos, ante el temor de una posible venganza de la esposa engañada, sobre todo, porque la mayoría eran medianeros de sus tierras. Se trataba de un niño, un año mayor que los mellizos y según parece, la viva estampa de su padre.

Un sentimiento de culpa empezó a embargarla, sentía que no era justo que la criatura se encontrase internada en aquella institución mientras los mellizos estaban con ella. Al fin y al cabo era tan hijo de su marido como el resto de los mayores. Así que volvió a utilizar la misma argucia; declaró que el Cristo le había concedido el favor que había pedido, esta vez la restauración de la sede universitaria, por lo que para cumplir su promesa, iba a prohijar otro huérfano, y como es lógico, el agraciado fue el niño del Capitán General. La criatura había sido internada como hijo de padres desconocidos y dado que llevaba entre las ropas un rosario que había dejado su madre, quizás con la esperanza, quien sabe, de algún día poder recuperarlo, las religiosas lo tuvieron muy fácil y le pusieron el nombre de El Rosario.

Parecía que con esta adopción se completaba la misión que se había propuesto. Todo salió a las mil maravillas pues nadie supo ni sospechó nada y pudo disfrutar, por un tiempo, de la felicidad de volver a tener criaturas en su casa, esta vez con la ayuda inestimable de sus hijas mayores, por los menos de las que permanecían en casa.

En sus visitas frecuentes a la Casa Cuna, La Laguna se había fijado en una de las niñas de más edad, pero  niña al fin y al cabo, muy diligente y servicial, que ayudaba a las religiosas con el cuidado de los más pequeños, incluyendo,  sobra decirlo, a sus hijos. Era muy cariñosa y dispuesta, así que en parte por agradecimiento y quizás, esta vez sí, por un sentimiento caritativo sin interés, adoptó también a la niña, de nombre Tejina,  que desde ese momento pasó a formar parte de su familia.

Como suele suceder, con el transcurrir del tiempo estas criaturas fueron creciendo y se convirtieron en hombres y mujeres. Resulta curioso, que estos hijos “adoptivos” se encuentren en la actualidad más cerca de su madre que los verdaderos y la cercanía no es solo física, sino también afectiva. Los vástagos que tuvo con el Capitán General, a medida que se iban independizando, se instalaban en distintos lugares de la isla para abrirse camino en la vida. Pero como suele decir la “ilustre dama” Tenerife no es Groenlandia ni Madagascar, pero las distancias son las distancias, de eso no cabe duda, y no es lo mismo un traslado en carruaje hasta Chasna, sea por el Sur o por Las Cañadas, que un paseo en tranvía hasta Tacoronte.

Excepto la benjamina, el resto puso tierra por medio con su madre simplemente por una cuestión, como suele decirse,  de “salud mental”. No obstante, a pesar de la proximidad física, era precisamente Santa Cruz la que tenía más claro que jamás iba a recibir visitas imprevistas de su progenitora porque ésta nunca rebasaría los límites de la Cuesta, o como mucho, Vistabella, salvo para ver el belén de San Juan de Dios durante las navidades.

Sus hijos adoptivos, en cambio, residen muy cerca de la matriarca, se sienten muy próximos a ella, quizás por un sentimiento de cariño mezclado con agradecimiento. Todos se consideran huérfanos sin familia reconocida rescatados de una infancia, quien sabe si desgraciada. Además, las peculiares condiciones de su niñez, compartiendo momentos en la Casa Cuna, produjo unos vínculos muy estrechos entre los hermanos, porque eso es lo que se consideran. Sus relaciones con los mayores son buenas, pero no tan estrechas como entre ellos.

Tacoronte fue el primero en salir de casa, estudió Magisterio, que nunca ejerció, y luego hizo un peritaje en agronomía. Desde muy pequeño, la proximidad de la vega y sus campesinos hizo que sintiese un interés especial por la actividad agrícola. Nada más acabar el servicio militar en Ceuta, su madre le regaló unos terrenos de muy buena calidad y se dedicó con afán a la viticultura, pero de su vida hablaremos con más detalle en otro capítulo de este relato. Solamente apuntar que se enamoró  de Santa Úrsula, con la que se casó pasado el tiempo de noviazgo preceptivo. Convendría aclarar que Santa Úrsula es la hija menor de La Orotava, y por tanto su sobrina, real y ficticia.

Su mellizo Tegueste también estudió Magisterio, que tampoco ejerció, y posteriormente se matriculó en el curso puente de Geografía e Historia, con la idea de dedicarse a la enseñanza secundaria. Pronto se dio cuenta, que como su hermano, lo que le gustaba realmente era la agricultura y a ella se dedicó en cuanto acabó el servicio militar. Como a Tacoronte, su madre le regaló unos buenos terrenos agrícolas, por debajo de Las Canteras, en los alrededores de la Cuesta de San Bernabé.

Cuando iba diariamente a trabajar sus fincas desde La Laguna, todavía soltero, paraba siempre en un bar de Las Canteras para desayunar. Con el tiempo hizo muy buenas migas con la muchacha que le atendía, se "ennoviaron" y acabaron casándose e instalándose cerca de sus tierras, en lo que llamaban “Tegueste Viejo”. De su matrimonio con Las Canteras nacieron tres niños : Pedro Álvarez, El Socorro y El Portezuelo,   que como su padre, cursaron estudios superiores, pero al final se dedicaron a la agricultura, siguiendo la tradición instaurada por su progenitor y su tío. La Laguna, siempre que va o vuelve de Bajamar, donde veranea, hace una parada de rigor en su casa, pues le coge de camino y siempre es bien recibida.

Las Canteras es una buena madre y esposa, cariñosa con sus hijos y muy apreciada por su suegra. Es hija  única de unos medianeros de La Laguna, que con el tiempo dejaron la actividad agrícola cuando la vega empezó a urbanizarse y montaron un bar en el cruce. Desde pequeña tuvo mucha relación con la “ilustre dama”, pues estudió en el colegio de las dominicas, junto al ayuntamiento, y en muchas ocasiones iba a merendar a su casa. Además, La Laguna siempre tuvo como norma comprar los libros y pagar la guagua a los hijos de sus medianeros que se decidían a estudiar, y obviamente servían para ello; en realidad era una especie de “beca” que estableció, más por un sentimiento “clasista” que realmente altruista.

Pero Tegueste, aunque se repite continuamente que está enamorado de ella, de quien lo está realmente es de su ”medio hermana”  Tejina, unos años mayor que él. Siempre se sintió muy unido a ella, desde los tiempos de la Casa Cuna, por eso cuando se fue a vivir con ellos se sintió el niño más feliz de mundo. Este cariño, con el paso de los años se transformó en amor, pero en un amor imposible. A nadie habló de sus sentimientos, ni tan siquiera a su mellizo. Para todos y para él mismo, eran hermanos.



Lo bueno es que viven muy cerca y mantienen muy buena relación. Cuando va con la familia a darse un bañito a Bajamar o La Punta, siempre suele pasar a saludarla. Lo mismo ocurre cuando Tejina sube a La Laguna a hacer diligencias, o a  ver a su madre, siempre encuentra la ocasión de parar a saludarlo. Él la mira siempre embobado, y ella le sonríe, pues lo trata casi como a un hijo, aunque en realidad  se llevan dos o tres años.

Tegueste es muy trabajador, el campo ocupa casi todo su tiempo y rara vez abandona sus tierras. Cuando llega el último domingo de abril celebra una de las romerías de más raigambre en la isla, dedicada a San Marcos. Todos conocen como elementos característicos de estos festejos la presencia de la ”Danza de las flores” y los barcos. Danzas similares a ésta es posible verlas en otros festejos de la isla o del Archipiélago, pero lo de los barcos sí es una originalidad. Resulta que el chico hizo el servicio militar en San Fernando, precisamente en un cuartel muy cerca de los astilleros y allí se aficionó a la construcción de barcos, de tanto observar a los artesanos en su tiempo libre. Cada vez que Las Canteras se quedaba embarazada, Tegueste se pasaba las horas libres de esos nueve meses construyendo un barco de madera para  regalar al recién nacido. Eso explica que en la romería podamos ver los cuatro barcos.

Hay quien dirá, mientras lee estas líneas, que los cuatro barcos que aparecen en la Romería representan a Tegueste y solamente  a dos de sus hijos: Pedro Álvarez y El Socorro, porque el cuarto corresponde al caserío de San Luis, y éste no forma parte de la familia. Y tiene toda la razón, efectivamente faltaría el correspondiente  al benjamín de sus vástagos: El Portezuelo. Para éste también construyó su padre un barco antes de su nacimiento y  durante su infancia y juventud participó en compañía de sus hermanos puntualmente en el homenaje al santo; sin embargo, mientras estudiaba en la universidad se produjo un conflicto “familiar” y a partir de entonces acabaron sus intervenciones por deseo de Tegueste.



En honor a la verdad convendría aclarar esta historia, para disipar cualquier tipo de dudas entre los posibles lectores. Pues bien, como habían hecho anteriormente sus hermanos mayores, la vuelta a casa desde la universidad la realizaba El Portezuelo inicialmente en la línea de TITSA que unía La Laguna con Bajamar, que lo dejaba justamente al lado de su casa, en la parada de “la Cuesta de San Bernabé”. Cuando estaba en tercero de carrera coincidió en clase con una chica que vivía un poco más allá de Los Rodeos llamada Guamasa, los apellidos, la verdad es que los desconozco. Pues bien, es normal que le gustase la muchacha, con aquellos cachetes colorados,  y por acompañarla, cambió de línea de TITSA por la que hacía la ruta La Laguna-Tacoronte. Se bajaban en la misma parada y después de charlar un poco regresaba a casa por el valle de su nombre.

El camino de vuelta era mucho más largo, pero ¡qué era bajar unos cuantos kilómetros a pie por aquellos “monturrios” si podía compartir un rato más con la chica que le gustaba! Sin embargo a sus padres no les parecía nada bien la idea, pues llegaba con “los tenis” enfangados y ya de noche, sin tiempo casi para estudiar. Ahí comenzaron las discusiones, luego las malas caras y al final, las amenazas. El padre le dio un ultimátum, si no aprobaba en junio el curso completo como había hecho en los años anteriores, por esas pérdidas de tiempo para el estudio, a todas luces innecesarias, no participaría en la Romería de ese año con su barco. Y pasó lo que tenía que pasar, llegó el último domingo de abril, prácticamente el curso por finalizar y el chico apenas había aprobado un par de parciales. Ante la evidencia tuvo que aceptar la decisión paterna y su barco fue portado en aquella ocasión por un vecino de por allí cerca, San Luis.

El Portezuelo aprendió la lección y un poco por amor propio y otro poco por no quitarle la ilusión a aquel chiquillo, que sin ensayar siquiera lo había hecho tan bien, decidió a partir de entonces no participar más en la Romería. Así que todos los años, el último domingo de  abril, muy tempranito  sube a la Mesa de Tejina, y desde allí, con su bota de vino y su pella de gofio, contempla los festejos sin que nadie lo eche en falta ya que los cuatro barcos continúan desfilando.

Este episodio de juventud, ya olvidado, no ha enturbiado en absoluto la armonía que reina entre los distintos miembros de esta familia “teguestera”.

De los cuatro hijos adoptivos de La Laguna, la única que no tiene ningún vínculo familiar directo o indirecto con ella es Tejina. Sin embargo, por su carácter  cariñoso o quizás por ser la única chica, es la predilecta de la “ilustre dama” y a la primera que acude cuando tiene algún problema, digamos de “la vida cotidiana”, porque de los “oficiales” ya se encarga ella sin ningún tipo de ayuda. Así, no es extraño verla acompañando a su madre en una revisión en la “Residencia”, haciéndose unos análisis o en alguna misa de difuntos. Cuando la necesita solo tiene que llamarla por teléfono y ella coge la guagua y en media hora está en su casa. Muchas veces, la madre aprovecha cuando viene a la ciudad a hacer compras para que le resuelva algún regalo de compromiso y evitarse estar saludando a la gente por las calles Herradores o La Carrera.



Ya dijimos que Tejina estaba muy unida al resto de sus hermanos, así, cuando Tegueste se casó y empezaron a venir los niños, solía bajar por las tardes para acompañar a Las Canteras y darse un paseíto con la embarazada por la Carretera General. En uno de estos paseos conoció a un muchacho recién venido de Cuba. Aunque de origen canario, su familia había emigrado a la “perla de las Antillas” hacía varias décadas y recientemente había regresado con una gran fortuna. Los llamaban “los Indianos” y habían comprado una enorme hacienda, que llamaban “La Casa de Carta” dispuestos a poner en cultivo todos aquellos terrenos baldíos cercanos a la costa.

El muchacho, llamado Valle Guerra, único hijo de la familia, se había convertido en el foco de atención de todas las chicas casaderas de la zona y de otras limítrofes, conscientes del buen partido que representaba. Pero Tejina, ajena siempre a ese tipo de cuestiones, se fijó más  que en otra cosa en su traje de chaqueta y botines de un blanco inmaculado, su sombrero de paja de corte antillano, su tez morena y sus largos bigotes. La antítesis de lo que estaba acostumbrada a ver por las calles de La Laguna. Además, el acento cubano le resultaba tremendamente seductor, algo así como lo que había sentido su madre adoptiva cuando oía hablar “peninsular” al Capitán General.



No hay que decir, después de las líneas precedentes, que cupido lanzó sus flechas con gran acierto al corazón de  los jóvenes.  Tejina era elegante y bonita, no solo por fuera, sino también por dentro y eso era lo más que destacaba en ella. La Laguna esperaba impaciente la petición de mano, porque después de dos hijas solteras y otras dos “malcasadas” deseaba fervientemente que la “niña de sus ojos” se colocase como correspondía. Para ello la dotó con grandes extensiones de tierra cultivable en las proximidades de la finca de los Carta.

La boda se celebró por el obispo en la iglesia de Los Remedios y La Laguna, como podrán suponer, fue la madrina de su hija. A partir de ese momento la pareja comenzó su vida en común, una vida próspera, por su esfuerzo y ahínco. En muy poco tiempo, toda la zona cercana a la costa entre la linde con Acentejo y las estribaciones de Anaga se vio cubierta de fincas de plataneras e invernaderos de flores, hortalizas y otras frutas tropicales que causaban la admiración y hasta la envidia de quien por allí se acercaba.

Tejina pidió a su madre que intercediese ante el obispado para la construcción de una iglesia, ya que en un primer momento resultaba complicado asistir a misa de domingo en la ciudad y más, cuando empezaron a venir los niños. La Laguna hizo todo lo que estuvo de su mano y en poco tiempo  se creó la parroquia de San Bartolomé. En agradecimiento a su madre y al obispado, aprovechando la abundancia de productos agrícolas, Tejina costea de su bolsillo, durante las fiestas patronales, los conocidos corazones, famosos ya en todo el Archipiélago. Su marido, Valle Guerra, hombre culto y que viajó por medio mundo antes de instalarse en la isla, instauró, por su cuenta,  las fiestas  de La Librea que se celebran anualmente con representación alusivas a la batalla de Lepanto.



Esta pareja es admirada por todos la que la conocen, se quieren, se respetan y se ve que están hechos el uno para el otro. Pero en la seguridad de que ninguno de ellos va a leer estas líneas, aprovecharé para comentar un secretillo de Tejina que nadie conoce, que jamás ha verbalizado, ni siquiera a su madre. Ella está profundamente enamorada de su marido, desde el mismo momento que se conocieron, podría decirse que lo idolatra, pero hay dos cosillas que jamás ha podido superar, aunque hace de tripas corazón y con el paso de los años parece que las lleva mejor. La primera es esa costumbre antillana de andar todo el día con el puro en la boca, que atufa cualquier lugar por donde pasa y a ella la deja mareada. Y la segunda, esas dos piezas de oro en su boca que cada vez que se ríe le dan un aspecto de pirata del Caribe.

El matrimonio tuvo dos hijos, Bajamar y La Punta, que a diferencia de sus padres, mostraron muy poco interés por las actividades agrícolas. A ellos, lo que realmente les gustaba era el mar y a éste se dedicaron desde su juventud. Bajamar creó una pequeña flota de bajura y abastecía de pescado a toda la comarca y a la ciudad. Siempre seleccionaba las mejores capturas y las enviaba de regalo a la familia, especialmente a su abuela. La Punta, que como hemos dicho compartía la afición de su hermano, comenzó ayudándolo con las redes y aparejos, y más tarde se especializó en la comercialización del producto, abriendo además varios restaurantes cerca de la playa. El negocio funcionaba estupendamente, hasta que La Punta mostró deseos de salir a pescar como su hermano y ahí empezó el conflicto.

Bajamar decía que ese no era trabajo de mujeres, que dónde se había visto una mujer pescadora, pescadera sí, pero pescadora, jamás. Se negó a dejarle una de sus barcas, alegando que no quería que la gente pensara que su hermana era una “machona”. Pero La Punta no cedió y siguió insistiendo, apoyada por su tía Santa Cruz, que había sido una adelantada a su época durante su juventud y que consideraba que una mujer podía desempeñar los mismos trabajos que un hombre, si se lo proponía.



La cuestión se resolvió cuando los hermanos liquidaron la sociedad, y con su parte, La Punta creó su propia cofradía y se dedicó libremente a lo que le gustaba. Pese a las  reticencias iniciales de Bajamar y de toda la familia, con el tiempo,  la muchacha logró convencerlos su valía con su tesón y buen hacer en medio de aquellas olas endemoniadas.



Viendo el éxito de su hermana en el negocio pesquero, Bajamar acabó vendiéndole su flota artesanal y dedicando sus esfuerzos al negocio turístico. En principio fueron las familias ricas de la ciudad las que pasaban allí los veranos, entre ellas, la de su abuela. La Laguna se habituó a veranear en casa de su nieto, quien le habilitó unos pequeños charcos en la orilla para que  pudiese refrescarse sin peligro y luego, se trasladaba a La Punta, donde se hinchaba de lapas y sardinas en casa de su nieta. Más tarde, viendo que el negocio prosperaba, construyó algunos apartamentos y un hotel que atrajeron a infinidad de alemanes. Desgraciadamente, el negocio fracasó cuando otros parientes de la isla, con mejores condiciones, le copiaron la idea y le “robaron” la clientela.






José Solórzano Sánchez ©

No hay comentarios:

Publicar un comentario