Arafo es
hijo de Güímar y presuntamente de El Escobonal. Su “llegada” a la familia Nivaria-Achinech es
una de las “historias”, por llamarla de alguna manera, que ni siquiera el paso
del tiempo ha podido esclarecer. Su madre, mujer discreta donde las haya, ha
guardado siempre un hermetismo absoluto sobre su paternidad. Esta incerteza
generalizada entre sus familiares y conocidos ha provocado que por los indicios
que se tienen se le asigne al Escobonal. Güímar, por su parte, a lo largo de los años siempre ha mantenido la
misma postura, como suele decir: “ni confirmo ni desmiento, simplemente no me
pronuncio”.
El
agachero, a pesar de su fama de tarambana, ha tenido siempre una actitud
respetuosa hacia Güímar y nadie puede decir que de su boca haya salido
comentario al respecto. Ni siquiera cuando ha estado un poco “chispado” sus amigos han conseguido sacarle palabra
alguna. Pero todo hay que decirlo, es de suponer que sea verdad o no, en su
fuero interno debe sentirse profundamente orgulloso de que se piense que ha
tenido un hijo con la gran señora del Valle.
Ya
comentamos también los problemas que el inesperado embarazo le causó con el resto de la familia, especialmente con
su madre. Aunque también habría que decir que desde el primer momento tuvo el
apoyo incondicional de su hermana menor Santa Cruz, chica moderna y liberal, y
de Arico y Fasnia, a los que estaba muy unida.
La
Laguna, desde que se enteró de la noticia, propuso un traslado de su hija a
cualquier otra isla, hasta el alumbramiento ¿a qué nos suena esto? y la entrega en adopción de la criatura a algún
pariente lejano, o como mucho, su ingreso en la Casa Cuna, donde podría
visitarla ocasionalmente en calidad de “madrina”. Evidentemente, la embarazada
se opuso rotundamente a tales propuestas y gracias a ello contamos con otro
personaje para nuestro relato.
Como hijo
único y sin la presencia de la figura paterna, Arafo creció en sus primeros años sobreprotegido
y atado a las faldas de su madre y aún más a las de su tía Fasnia, que durante mucho
tiempo vivió con ellos y en buena medida
volcó sobre su sobrino sus ansias maternales. No obstante, su tío Arico actuó
siempre como contrapeso a esta
influencia femenina siendo un modelo para él y dedicándole muchos de sus ratos de
descanso. Hay quien dice que fue la abuela, La Laguna, mujer chapada a la
antigua, quién insistió en esta
intervención de Arico, temiendo como dijo en más de una ocasión, que el niño
“se amariconase” viviendo “enconejado” con sus dos hijas. Pero nosotros que
conocemos a Arico, podemos deducir, que independientemente de las sugerencias de
su madre, su actitud hacia su sobrino hubiese sido la misma.
Ambos
tíos apadrinaron a recién nacido cuando fue bautizado en la parroquia de San
Pedro. Su tía y madrina, Fasnia, propuso
el nombre que le sería impuesto y tanto a la madre como al padrino les resultó
muy adecuado, sobre todo, porque los tres compartían también un nombre
aborigen. Fasnia estaba leyendo por aquellos tiempos el poema de Antonio de
Viana, donde se relataba la conquista de Tenerife y en cierto modo la historia
de buena parte de su familia. Le pareció muy curioso el nombre de Arafo, que
jamás había oído. Según parece, fue un sigoñé o achimencey guanche de Añaterve
de Güímar, que se exilió voluntariamente
junto al mencey de Taoro, Bencomo, pues no aceptaba la paz concertada
entre Añaterve y el adelantado Alonso Fernández de Lugo; según se cuenta en el
poema, murió en la batalla de Acentejo luchando contra los castellanos.
Con
respecto a la ceremonia y al nombre elegido, habría que comentar que muy pocos familiares asistieron al bautizo,
porque aún existían tensiones entre madre y abuela, y muchos temían contrariar
a la matriarca, así que mandaron su regalito y excusaron su ausencia con
diferentes motivos. Quien sí acudió, aparte de los padrinos y la madre, fue su
tía Santa Cruz, quizás más por desairar a La Laguna, que por la ceremonia en
sí.
El niño,
conforme crecía, animado por las historias que le contaba su tía Fasnia sobre
el origen de su nombre, se sentía fascinado por aquél guerrero, al que trataba
de emular siempre que jugaba con sus amigos por los barrancos y malpaíses del Valle,
portando el banot que le había fabricado su padrino.
Entre sus
compañeros de juegos de la infancia se encontraba un pequeño grupo de vecinos
del Valle: Malpaís, Cuevecitas y Araya, hijos de Igueste, que como se comentó en
otro capítulo era medianero de Candelaria; también dos hermanos, El Socorro y
La Hidalga, que vivían muy cerca. Muy pronto, ese pequeño grupo se vio
incrementado con la llegada a su casa de su “prima” Candelaria. Ya comentamos,
en el capítulo referente a ésta, como sus orígenes familiares son un tanto
inciertos, aunque sí está claro que era huérfana desde muy niña, que pertenecía
de alguna manera a la familia de los Nivaria-Achinech, y que desde la pérdida
de sus padres quedó bajo la protección de La Laguna.
También
sabemos que la matriarca, era buena “organizadora” de la vida de los demás,
pero ya estaba algo mayor para hacerse cargo de una criatura, porque todos sus hijos ya se habían emancipado, así que se
la encomendó a Güímar, que en aquellos momentos dedicaba todos sus esfuerzos a
criar a su unigénito. Güímar aceptó gustosa “el encargo”, así que los “primos”
se criaron como “hermanos”. Hay quien dice, no obstante, que la intención de
este encargo era doble, por una parte miraba por el bien de la huérfana y por
otra, “castigaba” a su hija con un doble esfuerzo de “crianza” por no haber
aceptado sus sugerencias en lo relativo al embarazo.
Sea como
fuere, lo cierto es que Fasnia montó una pequeña escuelita en casa de su
hermana, en la que enseñaba a leer y escribir y los rudimentos del cálculo y
numeración a sus sobrinos, además de a los hijos de los vecinos que ya hemos citado. Luego realizaban el examen de “ingreso” que
se celebraba anualmente en el instituto de Canarias y si lo superaban ya
estaban listos para cursar el bachillerato, si era su deseo.
Precisamente
el día de su examen de ingreso en La Laguna, Arafo protagonizó una anécdota que
no hay reunión de la familia en la que no se cuente. Su tía Fasnia lo llevaba a
La Laguna siempre que iba a visitar a su madre o a realizar alguna diligencia.
Tenían que coger el coche de caballos de madrugada y hacer transbordo en La
Cuesta; pernoctaban en casa de la abuela y regresaban al día siguiente. Fasnia
siempre fue muy mirada para el dinero y trataba de ahorrar de donde podía. El
billete Güímar-La Laguna costaba ocho reales ida y vuelta y los menores de 7
años, la mitad. Arafo fue siempre un niño grandullón y en cuanto el conductor
del carruaje preguntaba la edad, Fasnia decía 5 años, medio billete. Pasó el
tiempo y el conductor por prudencia, y porque la conocía desde hacía muchos
años, hacía la vista gorda. Pero el día del examen de ingreso, éste, después de
preguntar a Fasnia y convencido de que aquel mocetón de diez años y con
pelusilla en el bigote había pasado ya hacía tiempo por los siete, preguntó al
niño, para poner en evidencia a su tía, ¿cuántos años tienes?, Arafo, aturdido
por la pregunta, totalmente pálido, estuvo un buen rato en silencio, mirando a
Fasnia y al conductor y al final respondió: ¡Los que diga mi madrina!
Cuando
obtuvo el título de Bachiller y pese a la insistencia de su madre, decidió no
proseguir sus estudios y comenzó a dedicarse a las tareas agrícolas, que
siempre le habían gustado. Le encantaba perderse por los canteros de su madre situados
en la zona de Los Loros, cerca de Añavingo y cuidar con esmero sus viñas y
frutales. Allí era donde se sentía realmente a gusto.
En lo que
se refiere a sus amores de juventud, y esto es algo que solamente él sabe, siempre
estuvo profundamente enamorado de su prima Candelaria, a la que consideraba su
“amor secreto”. Desde que ésta regresó de Venezuela, ya hecha una mujer, está
como loco, pero sabe que es un amor imposible. Para Candelaria es como un
hermano y por eso, él jamás se atrevería a declararse. Casi todas las tardes,
con el pretexto de echar un ojo a los
canteros, se subía al Pico de “Cho Marcial” y allí pasaba las horas muertas
observando a la muchacha, mientras ésta tomaba el sol junto a la cueva de San
Blas.
Pero al
chico aquella vida le agobiaba un poco y después de mucho pensárselo, como
tantos jóvenes isleños de la época, decidió embarcarse en la aventura
americana. Su padrino le había comentado en varias ocasiones que uno de sus
compañeros de estudios con el que
compartía pensión en Cádiz, oriundo del Río de La Plata, había alcanzado una
extraordinaria posición tras la vuelta a las colonias. Se había dedicado al
negocio de la exportación de cereales y carne de vacuno y las cosas le habían
ido muy bien. Mantenían desde su época estudiantil correspondencia frecuente;
no olvidemos que incluso La Laguna lo había barajado como posible pretendiente
para su primogénita. Arafo le pidió a su padrino que le buscase alguna
recomendación con su amigo Buenos Aires, para iniciar allí su aventura.
Dado que
el trabajo de gaucho en las estancias de la Pampa o de estibador en los muelles
podría resultar excesivo para un chico sin demasiada experiencia, decidieron
que de acuerdo con sus dotes musicales podría dedicarse a esta actividada. Le
buscarían una colocación de guitarrista en uno de los muchos locales de la
ciudad que por aquellos años se dedicaban a un nuevo género musical en auge, el
tango argentino. Al muchacho le pareció bien y su madre no puso excesivos
reparos, así que comenzaron a tramitar los permisos necesarios para emigrar a
las colonias, ya que La Laguna sostenía que todo debía hacerse siguiendo todos
los cauces legales.
En el
transcurso de estos trámites comenzaron a surgir problemas, porque por aquellas fechas solo se permitía emigrar
a familias completas, para evitar que las colonias se llenasen de aventureros y
gente de mal vivir. Parecía que el traslado iba a demorarse por bastante
tiempo, hasta que La Laguna encontró la solución. Resulta ser que las malas
relaciones con Portugal determinaron que el monarca, para garantizar que España
siguiera manteniendo el control total del Río de la Plata, había decidido
fundar frente a Buenos Aires una ciudad en el lugar que hoy ocupa Montevideo.
Para tal fin se decretó que esta fuese
poblada inicialmente por 25 familias provenientes de Canarias, concretamente de
Tenerife, y otras 25 de Galicia (aunque estas últimas nunca llegaron a
embarcar). La Laguna, que todavía controlaba el Cabildo de la isla y tenía
contactos en todas partes consiguió que su nieto fuese incluido como hijo de
una de estas familias, precisamente unos medianeros que trabajaban para ella en
San Benito. Una vez llegados allí, el paso hacia Buenos Aires sería fácil.
De su estancia en el Río de la Plata poco se sabe,
salvo lo que éste ha contado a su vuelta. A los pocos meses de fundarse
Montevideo, el muchacho cruzó el río y se estableció en Buenos Aires.
Inmediatamente se colocó como guitarrista en uno de aquellos locales de
tangos; tardó poco en darse cuenta que
aquel empleo le permitía vivir con
dignidad, pero nunca conseguiría alcanzar esa gran fortuna con la que todos
soñaban al embarcar en los puertos isleños. Así que transcurridos unos años y
bastante decepcionado Arafo regresó a casa con el consecuente regocijo de su
madre y padrinos.
Desde que
llegó, sus parientes del Sur trataron de convencerlo para que se fuese a
trabajar con ellos de camarero o en la
construcción. En Las Américas no falta
el trabajo y tampoco tendría problemas en lo que respecta al alojamiento,
porque son muchos los familiares que
residen en la zona y las puertas de sus casas están todas abiertas para
él. Pero Arafo no se ha decidido a dar
ese paso. La excusa es que no quiere dejar sola a su madre durante mucho tiempo y que cuando
saque el carnet de conducir volverá a planteárselo, porque entonces, con un
coche, las circunstancias serán diferentes. Excusa absurda a todas luces, con
el servicio de guaguas tan bueno que hay para el Sur (como dicen sus primos).
Lo que sí es un pretexto a todas luces
es el argumento del carnet de conducir, porque aún sin éste, solo habría que
ver la pericia que tiene subiendo con su viejo “jeep” por los caminos de la
cumbre.
Todos en la familia ya empezaban a comentar que llevaba el camino de su tío Arico y de convertirse en un solterón. Su madre y su tía Fasnia lo animaban para que visitase a sus parientas y conocidas del Norte, que son todas unas chicas muy decentes y hogareñas, aunque un poco mayores para él. En cambio, no dicen lo mismo de las del Sur, según su madre, con eso del turismo estaban últimamente un poquito “zafadas”.
Al
muchacho estos comentarios no le afectaban, porque después de su estancia en
las colonias se había forjado un carácter bastante firme para su edad. Así que
pidió a su madre que le cediese en propiedad algunos terrenos, más allá del
malpaís, para emanciparse definitivamente. Güímar no tuvo inconveniente en
acceder a sus deseos viendo la seriedad y buena disposición de su hijo. El
chico se estableció en las cercanías de la antigua ermita de San Juan Degollado
y comenzó a dedicarse de lleno a la actividad agrícola. Además, aconsejado por
sus padrinos, invirtió parte de su capital en las galerías, obteniendo pingües
beneficios, ya que el acuífero de la cumbre estaba muy poco explotado en
aquellos momentos.
Con el tiempo se le ocurrió que con el
excelente grano que cultivaba y la abundancia de agua en sus terrenos podría
dedicarse a la elaboración de pan. De su tiempo como emigrante en Buenos Aires
había aprendido una receta de un cocinero italiano que fabricaba un pan de un
sabor muy especial. Así que se puso manos a la obra y montó una tahona, obteniendo
unas barras de una calidad excelente que en poco tiempo alcanzaron fama por
toda la isla. Así es como el famoso “pan de Arafo” comenzó a ocupar un puesto
fundamental en todas las mesas de Nivaria.
Pero como
hemos dicho en infinidad de ocasiones, la vida está conformada de matices y por
muy bien que transcurran las cosas, siempre hay algún nubarrón acechando. Por
esta época tuvo nuestro protagonista un disgusto que le duró bastante tiempo y
de “carambola” cambió su vida para siempre. Resulta que el ministerio de Obras
Públicas ejecutaba las obras de la que sería Carretera General del Sur, que
seguía el trazado de antiguos caminos de herradura; la primera fase cubría el
tramo Santa Cruz-Güímar, por entonces la localidad más importante del Sur.
Arafo daba por hecho que el recorrido de la misma pasaría por la localidad,
pero cuál no sería su sorpresa al comprobar que en lugar de esto, discurriría
unos kilómetros más abajo, muy cerca de donde vivía La Hidalga. Se cogió un
enfado monumental, incluso decidió retirarle el saludo a la chica, a la que por
cierto no veía desde que eran pequeños. Ésta no tenía culpa alguna, y todo
dependía de las directrices del Ministerio. Güímar no podía hacerlo entrar en
razón, ni siquiera cuando le ofreció pavimentarle el camino que los unía y que
utilizaban habitualmente cuando querían encontrarse.
Pasado un
tiempo, se presentó en su casa una muchacha, a la que no conocía. Solo cuando dijo
su nombre reconoció a aquella compañera de escuela y de juegos de su infancia,
a la que no había vuelto a ver desde que hizo el “ingreso”. La chica quería
congraciarse con él y decirle que no había tenido nada que ver en el asunto del
trazado de la carretera. No vamos a transcribir el desarrollo de la
conversación, ni la atmósfera en la que discurrió, pero como todos los lectores
habrán imaginado, la chica era un ”guayabo” como la habría calificado Arico, y
aquel primer encuentro después de tantos años desembocó en un veloz noviazgo y
la pertinente boda. La pareja recibió de sus parientes como regalo y símbolo de
su unión el conocido ramal de Arafo, que une esta localidad con La Hidalga y a
su vez con la Carretera General del Sur, eso sí, perfectamente pavimentado,
acorde con la tecnología de la época. Por su parte, su abuela, quizás para
compensarle por el trato que le dispensó durante su infancia, les otorgó el
título de villa.
Si
tuviésemos que identificar algún elemento que singularice la historia reciente de la localidad y del
protagonista, es sin lugar a dudas la actividad musical, algo que nunca descuidó a pesar de sus
obligaciones cotidianas. Arafo ha promocionado la constitución de varias bandas de música y agrupaciones
corales entre sus vecinos, a las que hay que añadir los grupos folklóricos, las
rondallas y más de una docena de orquestinas.
A partir
de entonces Arafo ha tenido una vida tranquila y sosegada junto a su esposa y
con la vecindad de las personas que más aprecia en este mundo: su madre, sus
padrinos y su prima Candelaria.
José Solórzano Sánchez ©
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