domingo, 15 de noviembre de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 17. ARAFO. UN ENAMORADO DE LA MÚSICA.

 




Arafo es hijo de Güímar y presuntamente de El Escobonal.  Su “llegada” a la familia Nivaria-Achinech es una de las “historias”, por llamarla de alguna manera, que ni siquiera el paso del tiempo ha podido esclarecer. Su madre, mujer discreta donde las haya, ha guardado siempre un hermetismo absoluto sobre su paternidad. Esta incerteza generalizada entre sus familiares y conocidos ha provocado que por los indicios que se tienen se le asigne al Escobonal.  Güímar, por su parte,  a lo largo de los años siempre ha mantenido la misma postura, como suele decir: “ni confirmo ni desmiento, simplemente no me pronuncio”.

El agachero, a pesar de su fama de tarambana, ha tenido siempre una actitud respetuosa hacia Güímar y nadie puede decir que de su boca haya salido comentario al respecto. Ni siquiera cuando ha estado un poco “chispado”  sus amigos han conseguido sacarle palabra alguna. Pero todo hay que decirlo, es de suponer que sea verdad o no, en su fuero interno debe sentirse profundamente orgulloso de que se piense que ha tenido un hijo con la gran señora del Valle.

 Como ya señalamos en el capítulo dedicado a Güímar, después del nacimiento de Arafo,  ésta ha evitado cualquier contacto con el “presunto” padre, hasta el punto que nunca más ha sobrepasado la ladera que lleva su nombre para trasladarse al Sur, a fin de no encontrárselo y mucho menos de dar pie a más comentarios y murmuraciones. Declaró “terreno infranqueable” al tramo de camino real y luego de carretera general que atraviesa Agache. Para trasladarse a visitar a sus hermanos y sobrinos  de Abona ha optado por  la vía marítima; el muelle del Puertito lo tiene muy cerca y siempre hay algún pescador dispuesto a llevarla  a cualquiera de los embarcaderos que pueblan la costa sureña. Cuando visita a Fasnia o a Arico, se traslada a Los Roques o al Porís, respectivamente. Si lo que quiere es visitar a su sobrina Granadilla, se dirige al Médano y  si es a San Miguel, entonces desembarca en  Los Abrigos. En cambio, cuando lo que quiere es ir a casa de su hermana Vilafor o de su sobrina Arona, pide que la lleven  hasta Los Cristianos.

Ya comentamos también los problemas que el inesperado embarazo le causó  con el resto de la familia, especialmente con su madre. Aunque también habría que decir que desde el primer momento tuvo el apoyo incondicional de su hermana menor Santa Cruz, chica moderna y liberal, y de Arico y Fasnia, a los que estaba muy unida.

La Laguna, desde que se enteró de la noticia, propuso un traslado de su hija a cualquier otra isla, hasta el alumbramiento ¿a qué nos suena esto? y  la entrega en adopción de la criatura a algún pariente lejano, o como mucho, su ingreso en la Casa Cuna, donde podría visitarla ocasionalmente en calidad de “madrina”. Evidentemente, la embarazada se opuso rotundamente a tales propuestas y gracias a ello contamos con otro personaje para nuestro relato.

Como hijo único y sin la presencia de la figura paterna,  Arafo creció en sus primeros  años  sobreprotegido y atado a las faldas de su madre y aún más   a las de su tía Fasnia, que durante mucho tiempo vivió con ellos y  en buena medida volcó sobre su sobrino sus ansias maternales. No obstante, su tío Arico actuó siempre como  contrapeso a esta influencia femenina siendo un modelo para él y dedicándole muchos de sus ratos de descanso. Hay quien dice que fue la abuela, La Laguna, mujer chapada a la antigua,  quién insistió en esta intervención de Arico, temiendo como dijo en más de una ocasión, que el niño “se amariconase” viviendo “enconejado” con sus dos hijas. Pero nosotros que conocemos a Arico, podemos deducir, que independientemente de las sugerencias de su madre, su actitud hacia su sobrino hubiese sido la misma.

Ambos tíos apadrinaron a recién nacido cuando fue bautizado en la parroquia de San Pedro. Su tía y madrina, Fasnia,  propuso el nombre que le sería impuesto y tanto a la madre como al padrino les resultó muy adecuado, sobre todo, porque los tres compartían también un nombre aborigen. Fasnia estaba leyendo por aquellos tiempos el poema de Antonio de Viana, donde se relataba la conquista de Tenerife y en cierto modo la historia de buena parte de su familia. Le pareció muy curioso el nombre de Arafo, que jamás había oído. Según parece, fue un sigoñé o achimencey guanche de Añaterve de Güímar, que se exilió voluntariamente  junto al mencey de Taoro, Bencomo, pues no aceptaba la paz concertada entre Añaterve y el adelantado Alonso Fernández de Lugo; según se cuenta en el poema, murió en la batalla de Acentejo luchando contra los castellanos.

Con respecto a la ceremonia y al nombre elegido, habría que comentar que  muy pocos familiares asistieron al bautizo, porque aún existían tensiones entre madre y abuela, y muchos temían contrariar a la matriarca, así que mandaron su regalito y excusaron su ausencia con diferentes motivos. Quien sí acudió, aparte de los padrinos y la madre, fue su tía Santa Cruz, quizás más por desairar a La Laguna, que por la ceremonia en sí.

  Por otra parte, Güímar, persona muy culta y especialista en temas de historia y prehistoria de la isla, como ya sabemos, era conocedora de las débiles bases históricas que sustentaban el citado poema, en el que mucho de sus personajes no existieron realmente, sino que fueron producto de la imaginación o creatividad, según se mire, de su autor. Así que, en cuanto tuvo tiempo y ocasión, se dedicó a investigar minuciosamente al respecto y llegó a la conclusión de que, efectivamente, Arafo, aunque formara parte del léxico aborigen, no correspondía a ningún personaje, al menos, de los que participaron en la conquista. Sin embargo, haciendo gala de su educación y prudencia, mantuvo en secreto su investigación, dejando las cosas como estaban.

El niño, conforme crecía, animado por las historias que le contaba su tía Fasnia sobre el origen de su nombre, se sentía fascinado por aquél guerrero, al que trataba de emular siempre que jugaba con sus amigos por los barrancos y malpaíses del Valle, portando el banot que le había fabricado su padrino.



Entre sus compañeros de juegos de la infancia se encontraba un pequeño grupo de vecinos del Valle: Malpaís, Cuevecitas y Araya, hijos de Igueste, que como se comentó en otro capítulo era medianero de Candelaria; también dos hermanos, El Socorro y La Hidalga, que vivían muy cerca. Muy pronto, ese pequeño grupo se vio incrementado con la llegada a su casa de su “prima” Candelaria. Ya comentamos, en el capítulo referente a ésta, como sus orígenes familiares son un tanto inciertos, aunque sí está claro que era huérfana desde muy niña, que pertenecía de alguna manera a la familia de los Nivaria-Achinech, y que desde la pérdida de sus padres quedó bajo la protección de La Laguna.

También sabemos que la matriarca, era buena “organizadora” de la vida de los demás, pero ya estaba algo mayor para hacerse cargo de una criatura, porque todos  sus hijos ya se habían emancipado, así que se la encomendó a Güímar, que en aquellos momentos dedicaba todos sus esfuerzos a criar a su unigénito. Güímar aceptó gustosa “el encargo”, así que los “primos” se criaron como “hermanos”. Hay quien dice, no obstante, que la intención de este encargo era doble, por una parte miraba por el bien de la huérfana y por otra, “castigaba” a su hija con un doble esfuerzo de “crianza” por no haber aceptado sus sugerencias en lo relativo al embarazo.

Sea como fuere, lo cierto es que Fasnia montó una pequeña escuelita en casa de su hermana, en la que enseñaba a leer y escribir y los rudimentos del cálculo y numeración a sus sobrinos, además de a los hijos de los vecinos que ya hemos citado.  Luego realizaban el examen de “ingreso” que se celebraba anualmente en el instituto de Canarias y si lo superaban ya estaban listos para cursar el bachillerato, si era su deseo.

Precisamente el día de su examen de ingreso en La Laguna, Arafo protagonizó una anécdota que no hay reunión de la familia en la que no se cuente. Su tía Fasnia lo llevaba a La Laguna siempre que iba a visitar a su madre o a realizar alguna diligencia. Tenían que coger el coche de caballos de madrugada y hacer transbordo en La Cuesta; pernoctaban en casa de la abuela y regresaban al día siguiente. Fasnia siempre fue muy mirada para el dinero y trataba de ahorrar de donde podía. El billete Güímar-La Laguna costaba ocho reales ida y vuelta y los menores de 7 años, la mitad. Arafo fue siempre un niño grandullón y en cuanto el conductor del carruaje preguntaba la edad, Fasnia decía 5 años, medio billete. Pasó el tiempo y el conductor por prudencia, y porque la conocía desde hacía muchos años, hacía la vista gorda. Pero el día del examen de ingreso, éste, después de preguntar a Fasnia y convencido de que aquel mocetón de diez años y con pelusilla en el bigote había pasado ya hacía tiempo por los siete, preguntó al niño, para poner en evidencia a su tía, ¿cuántos años tienes?, Arafo, aturdido por la pregunta, totalmente pálido, estuvo un buen rato en silencio, mirando a Fasnia y al conductor y al final respondió: ¡Los que diga mi madrina!

 Desde muy pequeño mostró una sensibilidad especial por la música, afición que nadie consigue explicar de dónde le viene, porque en su familia hasta la fecha a ninguno le había dado por el arte de Euterpe. Sin embargo, siempre hay alguien  que en tono irónico comenta que posiblemente sea debido a que fue concebido con los acordes del pasodoble “Islas Canarias” en las fiestas de San José de Agache. Sea como fuere, lo cierto es que en cuanto acababa sus tareas escolares y sus juegos infantiles, cogía la guitarra, la bandurria o cualquier otro instrumento y pasaba las horas muertas tocándolos.

        Cuando obtuvo el título de Bachiller y pese a la insistencia de su madre, decidió no proseguir sus estudios y comenzó a dedicarse a las tareas agrícolas, que siempre le habían gustado. Le encantaba perderse por los canteros de su madre situados en la zona de Los Loros, cerca de Añavingo y cuidar con esmero sus viñas y frutales. Allí era donde se sentía realmente a gusto. 

En lo que se refiere a sus amores de juventud, y  esto es algo que solamente él sabe, siempre estuvo profundamente enamorado de su prima Candelaria, a la que consideraba su “amor secreto”. Desde que ésta regresó de Venezuela, ya hecha una mujer, está como loco, pero sabe que es un amor imposible. Para Candelaria es como un hermano y por eso, él jamás se atrevería a declararse. Casi todas las tardes, con el pretexto de echar un ojo  a los canteros, se subía al Pico de “Cho Marcial” y allí pasaba las horas muertas observando a la muchacha, mientras ésta tomaba el sol junto a la cueva de San Blas.

Pero al chico aquella vida le agobiaba un poco y después de mucho pensárselo, como tantos jóvenes isleños de la época, decidió embarcarse en la aventura americana. Su padrino le había comentado en varias ocasiones que uno de sus compañeros de estudios con el  que compartía pensión en Cádiz, oriundo del Río de La Plata, había alcanzado una extraordinaria posición tras la vuelta a las colonias. Se había dedicado al negocio de la exportación de cereales y carne de vacuno y las cosas le habían ido muy bien. Mantenían desde su época estudiantil correspondencia frecuente; no olvidemos que incluso La Laguna lo había barajado como posible pretendiente para su primogénita. Arafo le pidió a su padrino que le buscase alguna recomendación con su amigo Buenos Aires, para iniciar allí su aventura.

Dado que el trabajo de gaucho en las estancias de la Pampa o de estibador en los muelles podría resultar excesivo para un chico sin demasiada experiencia, decidieron que de acuerdo con sus dotes musicales podría dedicarse a esta actividada. Le buscarían una colocación de guitarrista en uno de los muchos locales de la ciudad que por aquellos años se dedicaban a un nuevo género musical en auge, el tango argentino. Al muchacho le pareció bien y su madre no puso excesivos reparos, así que comenzaron a tramitar los permisos necesarios para emigrar a las colonias, ya que La Laguna sostenía que todo debía hacerse siguiendo todos los cauces legales.

En el transcurso de estos trámites comenzaron a surgir problemas, porque  por aquellas fechas solo se permitía emigrar a familias completas, para evitar que las colonias se llenasen de aventureros y gente de mal vivir. Parecía que el traslado iba a demorarse por bastante tiempo, hasta que La Laguna encontró la solución. Resulta ser que las malas relaciones con Portugal determinaron que el monarca, para garantizar que España siguiera manteniendo el control total del Río de la Plata, había decidido fundar frente a Buenos Aires una ciudad en el lugar que hoy ocupa Montevideo. Para tal fin  se decretó que esta fuese poblada inicialmente por 25 familias provenientes de Canarias, concretamente de Tenerife, y otras 25 de Galicia (aunque estas últimas nunca llegaron a embarcar). La Laguna, que todavía controlaba el Cabildo de la isla y tenía contactos en todas partes consiguió que su nieto fuese incluido como hijo de una de estas familias, precisamente unos medianeros que trabajaban para ella en San Benito. Una vez llegados allí, el paso hacia Buenos Aires sería fácil.



 Pero en vez de ir las 25 familias,  finalmente solo pudieron viajar 20 pasajeros, entre ellos Arafo. Partieron desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife en el navío Nuestra Señora de la Encina (también conocida como La Bretaña) y 3 meses después llegaban definitivamente a su destino. Ni que decir tiene que acudió a despedirlo al muelle casi toda su familia, registrándose escenas de tristeza y emoción, fundamentalmente su madrina Fasnia. Y así es como sin proponérselo, aquel muchacho participó en la expedición fundacional  de una de las ciudades más conocidas de las colonias americanas.

De su estancia en el Río de la Plata poco se sabe, salvo lo que éste ha contado a su vuelta. A los pocos meses de fundarse Montevideo, el muchacho cruzó el río y se estableció en Buenos Aires. Inmediatamente se colocó como guitarrista en uno de aquellos locales de tangos;  tardó poco en darse cuenta que aquel empleo  le permitía vivir con dignidad, pero nunca conseguiría alcanzar esa gran fortuna con la que todos soñaban al embarcar en los puertos isleños. Así que transcurridos unos años y bastante decepcionado Arafo regresó a casa con el consecuente regocijo de su madre y padrinos.

 El chico, no obstante, había reunido “unas perritas” y después de aquella experiencia americana, venía con muchas ganas de trabajar en el campo, que era lo que en realidad le gustaba; no obstante, tampoco pensaba dejar de lado la música, pero a ella le dedicaría sus ratos libres.

Desde que llegó, sus parientes del Sur trataron de convencerlo para que se fuese a trabajar  con ellos de camarero o en la construcción. En Las Américas  no falta el trabajo y tampoco tendría problemas en lo que respecta al alojamiento, porque son muchos los familiares  que residen en la zona y las puertas de sus casas están todas abiertas para él.  Pero Arafo no se ha decidido a dar ese paso. La excusa es que no quiere dejar sola a  su madre durante mucho tiempo y que cuando saque el carnet de conducir volverá a planteárselo, porque entonces, con un coche, las circunstancias serán diferentes. Excusa absurda a todas luces, con el servicio de guaguas tan bueno que hay para el Sur (como dicen sus primos). Lo que sí es un pretexto  a todas luces es el argumento del carnet de conducir, porque aún sin éste, solo habría que ver la pericia que tiene subiendo con su viejo “jeep” por los caminos de la cumbre.

       Todos en la familia ya empezaban a comentar que llevaba el camino de su tío Arico y  de convertirse en un solterón. Su madre y su tía Fasnia lo animaban para que visitase a sus parientas  y conocidas del Norte,  que son todas unas chicas muy decentes y hogareñas, aunque un poco mayores para él. En cambio, no dicen lo mismo de las del Sur, según su madre, con eso del turismo estaban últimamente un poquito “zafadas”. 

        Al muchacho estos comentarios no le afectaban, porque después de su estancia en las colonias se había forjado un carácter bastante firme para su edad. Así que pidió a su madre que le cediese en propiedad algunos terrenos, más allá del malpaís, para emanciparse definitivamente. Güímar no tuvo inconveniente en acceder a sus deseos viendo la seriedad y buena disposición de su hijo. El chico se estableció en las cercanías de la antigua ermita de San Juan Degollado y comenzó a dedicarse de lleno a la actividad agrícola. Además, aconsejado por sus padrinos, invirtió parte de su capital en las galerías, obteniendo pingües beneficios, ya que el acuífero de la cumbre estaba muy poco explotado en aquellos momentos.

    Con el tiempo se le ocurrió que con el excelente grano que cultivaba y la abundancia de agua en sus terrenos podría dedicarse a la elaboración de pan. De su tiempo como emigrante en Buenos Aires había aprendido una receta de un cocinero italiano que fabricaba un pan de un sabor muy especial. Así que se puso manos a la obra y montó una tahona, obteniendo unas barras de una calidad excelente que en poco tiempo alcanzaron fama por toda la isla. Así es como el famoso “pan de Arafo” comenzó a ocupar un puesto fundamental en todas las mesas de Nivaria.



Pero como hemos dicho en infinidad de ocasiones, la vida está conformada de matices y por muy bien que transcurran las cosas, siempre hay algún nubarrón acechando. Por esta época tuvo nuestro protagonista un disgusto que le duró bastante tiempo y de “carambola” cambió su vida para siempre. Resulta que el ministerio de Obras Públicas ejecutaba las obras de la que sería Carretera General del Sur, que seguía el trazado de antiguos caminos de herradura; la primera fase cubría el tramo Santa Cruz-Güímar, por entonces la localidad más importante del Sur. Arafo daba por hecho que el recorrido de la misma pasaría por la localidad, pero cuál no sería su sorpresa al comprobar que en lugar de esto, discurriría unos kilómetros más abajo, muy cerca de donde vivía La Hidalga. Se cogió un enfado monumental, incluso decidió retirarle el saludo a la chica, a la que por cierto no veía desde que eran pequeños. Ésta no tenía culpa alguna, y todo dependía de las directrices del Ministerio. Güímar no podía hacerlo entrar en razón, ni siquiera cuando le ofreció pavimentarle el camino que los unía y que utilizaban habitualmente cuando querían encontrarse.

Pasado un tiempo, se presentó en su casa una muchacha, a la que no conocía. Solo cuando dijo su nombre reconoció a aquella compañera de escuela y de juegos de su infancia, a la que no había vuelto a ver desde que hizo el “ingreso”. La chica quería congraciarse con él y decirle que no había tenido nada que ver en el asunto del trazado de la carretera. No vamos a transcribir el desarrollo de la conversación, ni la atmósfera en la que discurrió, pero como todos los lectores habrán imaginado, la chica era un ”guayabo” como la habría calificado Arico, y aquel primer encuentro después de tantos años desembocó en un veloz noviazgo y la pertinente boda. La pareja recibió de sus parientes como regalo y símbolo de su unión el conocido ramal de Arafo, que une esta localidad con La Hidalga y a su vez con la Carretera General del Sur, eso sí, perfectamente pavimentado, acorde con la tecnología de la época. Por su parte, su abuela, quizás para compensarle por el trato que le dispensó durante su infancia, les otorgó el título de villa.

Si tuviésemos que identificar algún elemento que singularice  la historia reciente de la localidad y del protagonista, es sin lugar a dudas la actividad musical,  algo que nunca descuidó a pesar de sus obligaciones cotidianas. Arafo ha promocionado la constitución de  varias bandas de música y agrupaciones corales entre sus vecinos, a las que hay que añadir los grupos folklóricos, las rondallas y más de una docena de orquestinas.

A partir de entonces Arafo ha tenido una vida tranquila y sosegada junto a su esposa y con la vecindad de las personas que más aprecia en este mundo: su madre, sus padrinos y su prima Candelaria.



José Solórzano Sánchez ©

 

 


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