Candelaria quedó huérfana
de padre y madre durante su niñez. En realidad no está muy claro quiénes fueron
sus progenitores, aunque es evidente que de algún modo pertenecían a los
Nivaria-Achinech; sin embargo, desde su más tierna infancia fue considerada un
miembro más de la familia, actuando siempre La Laguna como si de una tía o abuela
se tratase. No existe explicación cierta del porqué de esta predilección de la
matriarca, unos creen que se debe a que su desgracia coincidió con el abandono de Santa Cruz del
domicilio familiar y la niña vendría a llenar el vacío que había dejado aquella
partida prematura, tanto en el hogar como el
corazón de la “abuela”. Sin embargo, las malas lenguas hablan de otros
motivos, pero de momento preferimos hacer oídos sordos a tales murmuraciones.
Ya sabemos que Güímar, a
petición de su madre, se había hecho cargo de ella sin dudarlo ni un instante,
porque como solía decir: “donde comen dos, comen tres”. Así que se crió junto a
su “primo” Arafo como si fuesen verdaderos hermanos. Con él asistía a clase
diariamente, primero con su tía Fasnia y luego a los grupos escolares, eso sí,
ella al de las niñas y él al masculino.
Candelaria, pese a quien
le pese, tuvo una infancia feliz. Después de clase pasaba también las tardes
con su primo, corriendo por los canteros, cazando lagartos, dando de comer a
los animales de la familia o subiendo a las higueras a comerse sus frutos sentada
en una rama, en suma, lo que hacía cualquier niño en aquella época. En verano,
en cambio, pasaba largas temporadas con unos vecinos que tenían una cueva en la
playa del Socorro. Profesaba un enorme afecto por su primo, con quien tenía
muchas cosas en común, pero lo que nunca consiguió fue tocar un instrumento; era
algo que no le atraía, por mucho que Arafo, con toda la paciencia del mundo, se
empeñase en enseñarle.
En cambio, algo que le
encantaba era modelar vasijas de barro ¡eso sí que la entretenía! Siempre que
podía se acercaba a las mujeres que trabajaban cerca de la playa de la Arena y
allí se “escarranchaba” junto a ellas y se ponía a trabajar con el barro y a
entretenerse con sus bromas. La localidad ha sido tradicionalmente uno de los
principales centros alfareros de la isla, hasta que las imposiciones de la
“modernidad” acabaron con aquella actividad. Durante siglos, las mujeres e
hijas de los pescadores dedicaban su tiempo a la elaboración de objetos de
barro, especialmente cuando no tenían que salir a vender el producto de sus
capturas. Era un excelente complemento para las economías familiares
precisamente en un lugar donde la agricultura no tenía demasiada relevancia.
Según parece, para elaborar el barro se traía tierra de Arafo, mientras que el
almagre procedía de La Esperanza; éste se utilizaba para impermeabilizar las
piezas y en algunos casos para decorarlas. Resulta curioso que durante siglos
han sido constantes las referencias a las “olleras” o “loceras” de Candelaria,
como por ejemplo Viera y Clavijo y otros muchos.
Cuando acabó sus estudios
de bachiller elemental, igual que su “primo”, quería dedicarse a los trabajos
del campo o a fabricar loza, quizás hasta que encontrase un buen chico con
quien casarse y formar una familia. Pero tuvo la suerte de que su tía Santa
Cruz, la “liberal” y la “feminista” de
la familia, la convenciera de seguir formándose y le ofreciera tanto su casa como costearle los estudios de
bachillerato superior en la capital. Allí pasaba la semana ocupada con sus
clases y regresaba a casa los fines de semana. Pero Santa Cruz pronto se dio
cuenta de que la chica poseía muchas aptitudes y para desarrollarlas necesitaba
un cambio de ambiente; lo que se denominaba conocer mundo, o de otro modo, ampliar
horizontes; como en aquella época lo más “socorrido” en estos casos era
Venezuela, tras consultarlo con el resto de la familia, se decidió enviarla a
la “octava isla”, al cuidado de unos parientes que residían en Caracas.
Allí pasó la mayor parte
de su juventud. Durante los veranos, mientras otros compañeros y amigos disfrutaban de sus ansiadas vacaciones,
Candelaria se empleaba como recepcionista en una cadena americana de
hoteles en la isla Margarita; esta
actividad le permitió adquirir un dominio del inglés envidiable, eso sí, con
acento americano. Allí podía practicar sin problemas con clientes y otros
empleados. Hablando de clientes, parece ser que un muchacho de Chicago,
representante de máquinas de coser, se
enamoró de la chica; así que repitió vacaciones en varias ocasiones e incluso
le pidió matrimonio, pero Candelaria tenía las cosas muy claras, no había
cruzado el charco y dejado todo atrás, para acabar como ama de casa en
cualquier zona residencial de Chicago, de Cleveland o de Milwaukee. Ella quería
formarse y regresar a la tierra que la vio nacer; su objetivo era poner en
práctica todas las experiencias que había vivido y los conocimientos que había
adquirido.
Lo cierto es que el regreso se iba posponiendo
porque en cuanto acabó su carrera, que tenía mucho que ver con la dirección de
hoteles, consiguió un excelente puesto de trabajo con unas condiciones
inmejorables. Como quien no quiere la cosa, fue escalando posiciones en el
escalafón de la empresa hasta
ocupar cargos de gran responsabilidad. Sus obligaciones laborales le permitían
moverse por las principales ciudades del país y desarrollar lo que se solía
denominar “don de gentes”, que tan útil es en determinadas profesiones. Pero no
todo era trabajo, la chica continuó formándose: estudió la carrera de
Sociología, acabó un par de “masters” y perfeccionó su dominio del inglés. De
hecho fue contratada en más de una ocasión como intérprete de grandes
empresarios americanos cuando llegaban al país para hacer negocios relacionados con el “boom” petrolífero.
De todos es sabido que la
vida cotidiana en Venezuela, por aquellos años, era mucho más “movida” que la de las islas,
pero como solía decirse, a todo se acostumbra uno. Candelaria, como la mayoría
de los isleños recién llegados, se adaptó perfectamente a aquel modo de vida,
teniendo siempre muy claro que se trataba de una situación temporal. A pesar de
ello, como ya hemos dicho, el regreso a casa se iba demorando hasta que sucedió
un hecho que la hizo cambiar de opinión repentinamente. En efecto,
encontrándose en una de las vías principales de Caracas realizando unas gestiones, se encontró en medio del
fuego cruzado entre la policía y fuerzas militares que acababan de iniciar un golpe
de estado. Se salvó de milagro, gracias, según ella, a que se había encomendado a la “virgen morena”
y al Cristo de La Laguna.
En menos de una semana
había liquidado sus asuntos en aquella república y se embarcó rumbo a las islas
en el primer barco que salía de La Guaira. Podrá imaginarse el lector el
impacto que provocó en parientes y conocidos cuando Candelaria llegó a Nivaria,
ya hecha una mujer, con todos aquellos títulos, “masters” y hablando inglés
perfectamente. Quien no se extrañó en absoluto fue su tía Santa Cruz, con quien
había mantenido un contacto frecuente y estaba al corriente de todos sus
asuntos. En suma, había retornado una mujer moderna y preparada dispuesta a
demostrar a todos que se puede ser profeta en la tierra de uno.
De su etapa en Venezuela,
aparte de sus vivencias, y aunque sea indirectamente, aún perviven algunos
signos. Como salió tan deprisa del país ni tiempo tuvo de comprar regalos para
familiares y conocidos. Cuando se encontraba a punto de coger el barco, pensó
en las dos personas a las que se sentía más unida, su primo Arafo y su tía Santa Cruz y consideró que a pesar de
las circunstancias era imperdonable presentarse ante ellos, después de todos
esos años, sin llevarles un pequeño recuerdo. Buscó por los alrededores del puerto
algún comercio y consiguió lo que buscaba: para su tía un broche de oro y
perlas, representando a la orquídea, flor nacional de Venezuela; para Arafo,
dados sus gustos musicales y curiosidad por todo tipo de instrumentos, le
compró un “cuatro venezolano”,
instrumento de cuerda típico de la música folklórica de aquel país.
Cuando estaba a punto de abandonar el lugar,
le vino a la mente su “tía” La Laguna, la matriarca de la familia; conociéndola
como la conocía consideró que no llevarle algún recuerdo sería interpretado por
aquella un insulto imperdonable. Así que eligió lo primero que se le ocurrió,
una imagen de medianas dimensiones de la virgen del Coromoto, patrona de
aquella república americana. La chica, según parece, había olvidado el carácter
de su parienta y en cierto modo benefactora, porque en cuanto se presentó en su
casa para saludarla y entregarle el presente le sorprendió un gesto de
desagrado, que ni se molestó en disimular. Aunque Candelaria no le dio
demasiada importancia dado el afecto que le profesaba, la “ilustre dama” no se
cortó un pelo en demostrarle lo que opinaba de aquella imagen. Pensaba para sus
adentros que dónde iba a colocar una virgen “extranjera” con ese nombre que
retumbaba en sus oídos y que era adorada
por indígenas americanos. Su orgullo y altanería le nublaban el pensamiento y
le impedían recordar que la imagen de la patrona de las islas, por la que tanta
devoción sentía y solía visitar con frecuencia, también fue adorada y cuidada
en sus primeros momentos por los primitivos pobladores de Achinech.
Tenía muy claro que aquel
“regalo” lo iba a colocar en su casa y mucho menos en cualquiera de las
iglesias, ermitas o conventos de Aguere, así que se la regaló a una sirvienta.
Ésta residía en el camino que desde la ciudad se dirigía a la Villa y a La Esperanza. Cuando llegó a su casa con
aquel regalo de “la señora”, tanto la familia como sus vecinos consideraron que
la imagen merecía una pequeña ermita y se pusieron manos a la obra. Este regalo
de Candelaria, diríamos que “de carambola”, se convirtió en el germen del
barrio del Coromoto, en las afueras de Aguere. También su tía Santa Cruz y la
que podríamos denominar su “madre adoptiva”, Güímar, por algún cumpleaños le
ofrecieron a la chica como regalo, en homenaje a la república a la que tanto
debía, dar el nombre de la misma a alguna de sus vías principales; así tenemos la
conocida avenida de Venezuela en Santa Cruz, puerta de entrada a uno de sus
barrios más populosos, el de La Salud y su homónima en Güímar, que da nombre a la
parte urbana del antiguo camino de Arafo.
Como dijimos
anteriormente, con todo aquel bagaje adquirido en la “octava isla” y sus
inquietudes como estandarte, nada más llegar a Achinech inició varios negocios
en la “villa mariana”. Por aquellos tiempos el lugar estaba bastante abandonado
y se sorprendió de lo poco que había evolucionado desde que partió para
América. En realidad, casi todos los caseríos del término contaban con una
agricultura aceptable, merced a la abundancia de agua que extraían de las
galerías de la cumbre. Sin embargo, Candelaria estaba dejada de la mano de Dios; si exceptuamos algunas fincas de tomates, el
producto de la pesca, que las candelarieras se encargaban de vender por todo el
Valle, y la elaboración de loza que estas mismas realizaban mientras sus
maridos estaban faenando, las posibilidades de mejora eran escasas.
De poco había servido la
llegada a la localidad de la carretera general del Sur hacia 1870, excepto para
facilitar el acceso de los peregrinos; paralelamente, la actividad del pequeño
puerto de cabotaje del Pozo, había quedado reducida a las labores pesqueras.
Este embarcadero había desempeñado en el pasado un excelente servicio a los
distintos caseríos del término, incluso a otras localidades del valle, tanto en
sus comunicaciones con la capital como
con otros pueblos del Sur. El caserío, en aquellos momentos, constaba apenas de
un pequeño núcleo en torno a la iglesia de Santa Ana y algunas viviendas de
pescadores en las proximidades de El Pozo y en la calle de La Arena, vía de
acceso de los peregrinos al convento y a la antigua basílica. El dinamismo
económico y demográfico era mayor en
otros lugares como Barranco Hondo y sobre todo Igueste, que superaba en
habitantes a la capital municipal.
Enseguida comprendió que
la localidad tenía infinidad de posibilidades siempre que se realizasen las
inversiones adecuadas. Impulsar la agricultura en aquel tiempo no tenía sentido
dada la pobreza de los suelos; sin embargo, aunque resulte contradictorio, en
esa improductividad del terreno residía su riqueza potencial. Ella conocía de
primera mano la actividad extractiva de áridos en los barrancos de su tía
Güímar, a los pies de la ladera; enseguida vislumbró las enormes posibilidades
de aquellos depósitos situados cerca de la costa y que habían acumulado allí
durante miles de años los diferentes barrancos. Así que constituyó una sociedad
y sin problemas adquirió una concesión del ayuntamiento y de algunos
propietarios; todos vieron el cielo abierto ante la posibilidad de obtener algún tipo de beneficio de
aquellos arenales. La que sí se forró y muy rápidamente fue Candelaria; sin
embargo, con el paso de los años y el cambio de mentalidad en relación a la
conservación del medio natural, lo que fue un auténtico pelotazo derivó en un
gran remordimiento en la conciencia muchacha; en efecto, en poco tiempo fue
evidente aquel destrozo medioambiental. Por suerte se trataba de tierras
improductivas y la intensidad de explotación fue mucho menor que en Güímar; con
todo, aún perviven sobre el terreno las cicatrices de aquella actividad.
Además de los áridos, la
localidad contaba con un litoral que gozaba de una climatología excepcional y
prácticamente virgen. Pensó inicialmente en la actividad turística y promovió
algunas urbanizaciones en la costa de Igueste, junto a la pequeña caleta, o
mejor dicho, las caletillas, donde
algunos pescadores residían ocasionalmente junto a sus barcas. Pero esta
iniciativa no dio los frutos apetecidos, especialmente con el desarrollo ulterior de la costa
meridional de la isla. Así que simplemente, sin graves conflictos, se produjo
un cambio de orientación de lo ya construido hacia las residencias de fin de semana o vacaciones
para habitantes de la capital.
Este cambio sí que fue un
éxito, primero en Las Caletillas y posteriormente en todo el litoral que va
prácticamente desde la cuesta de las Tablas hasta El Pozo. Candelaria promovió
un extraordinario proceso urbanizador e inmobiliario, orientado ahora a las
primeras residencias, aprovechando la mejora de las comunicaciones con el área
capitalina. En muy poco tiempo, aquel pequeño caserío se transformó en una de
las localidades más populosas y dinámicas de la isla y con diferencia, la primera en el valle de Güímar.
Llegados a este punto del
relato conviene tratar un bulo que desde aquellos años ha venido rodeando todas
las actividades empresariales que hasta ahora hemos relacionado. En efecto, los continuos éxitos de la muchacha, como
siempre, despertaron ciertas envidias y comenzó a hablarse de que el capital de
sus inversiones no era del todo “limpio”. Nadie se creía que la chica hubiera retornado a la isla con las maletas
cargadas de millones fruto de sus actividades en aquel país. Se hablaba de que
en realidad actuaba como “testaferro” (más de uno la llamó “testaferra”) de
grandes fortunas venezolanas que lavaban
aquí el producto de sus manejos y corruptelas.
Estas calumnias,
aparentemente infundadas, le hicieron mucho daño inicialmente, pero luego se
sobrepuso y fue capaz de demostrar que no había nada de ilegal en sus empresas.
Era cierto que el éxito de aquellas atrajo el interés de numerosos inversores de
aquel país, pero se trataba mayoritariamente de conocidos isleños que
preparaban su futuro retorno a la isla y preferían invertir en lo que comúnmente
denominamos “ladrillo”; su intención era convertirse en rentistas con cierta
seguridad, antes que entregar el dinero a bancos y prestamistas. En aquellas
tierras, mucho más que aquí, continuaba muy presente el conocido caso
“Santaella” y nadie quería verse involucrado en algo similar.
Personalmente se siente muy unida a su tía Santa Cruz. Después de su
regreso de Venezuela, más que tía y sobrina, se han convertido en amigas inseparables. Para Candelaria, su Santa Cruz
es un modelo de vida a seguir: una mujer inteligente, independiente,
emprendedora y sobre todo, una de las pioneras del feminismo en Nivaria, a
pesar “del que dirán” que tanto pesaba en la sociedad isleña de la época. En
definitiva, además del cariño de
sobrina, siente un profundo respeto y
admiración por aquella.
Siempre que tiene un poco de tiempo
libre le gusta compartirlo con ella, por lo que se traslada frecuentemente a la
capital. Allí se las puede ver paseando por la Rambla, la avenida de Anaga o el
parque García Sanabria. También tomando algo en “El Águila” o en los
“paragüitas” mientras proyectan negocios en común o viajes de vacaciones al
extranjero. Bueno, lo de los “paragüitas” fue hasta que se llevó a cabo la
última remodelación de la plaza de España y la Alameda. Los asesores de su tía
acabaron con aquel bar emblemático y no han tenido más remedio que buscar otras
alternativas como los situados junto al reloj del Parque o en la plaza de
Weyler.
Como hemos dicho anteriormente,
Candelaria es una chica moderna, que aunque tuvo sus historias de juventud allá
en Venezuela, de momento no quiere compromisos sino como ella dice: “vivir la
vida”. Y eso que no le faltan pretendientes: lo mismo un miembro del club de
empresarios al que pertenece, como un político ansioso por trepar o un director
de hotel extranjero. También entre sus parientes cercanos o lejanos hay alguno que le “tira los tejos”, más los
del Norte que los del Sur, porque estos tienen sus ojos puestos en las
extranjeras de Las Américas. Candelaria, que es chica avispada, sabe
quitárselos de encima con una sonrisa y un par de bromas, sin herir sus
sentimientos. Aparentemente tiene controlada la situación, excepto con el
“pesado” de El Rosario que durante un tiempo no conseguía quitárselo de encima.
Como
recordará el lector, cuando hablamos de los hijos “adoptivos” de La Laguna,
dedicamos un capítulo a este personaje y hablamos de los intentos de Güímar y
su madre por emparejarlo con Candelaria. No podían consentir que se repitiera
con ella el caso de su tía Santa Cruz y por lo que se ve, la muchacha sigue el
mismo camino ¡Faltaría más!, con una
“moderna” en la familia ya era suficiente. Aquellas tenían muy claro que un matrimonio bien organizado era
el mejor modo de cortar las alas a una “paloma” que estaba iniciando el vuelo
en solitario, sobre todo, cargándola muy pronto de hijos.
Así que ambas alentaron como pudieron al
muchacho para que se hiciera el “encontradizo” y la verdad sea dicha, nunca lo
consideró un sacrificio, porque como solía decir, la chica era una auténtica
“perita dulce”. Así es que cada vez que Candelaria iba o regresaba de la
capital, El Rosario bajaba desde La Esperanza y le cortaba el paso en la Cuesta
de las Tablas o en Barranco Hondo para
declararle sus intenciones; pero siempre con muy poco éxito, dicho sea de paso.
Por eso Candelaria, para no herir el amor propio de su admirador y
evitar situaciones desagradables, empezó a utilizar la autopista en sus
desplazamientos a la capital y resuelto
el problema. No obstante, El Rosario no
se rindió a la primera y un poco por dignidad y otro por evitar las continuas
presiones de “las pesadas”, como él las llama, de vez en cuando se trasladaba a
uno de los apartamentos que tenía en Tabaiba, con la intención de salirle al
paso. Pero Candelaria, como ya se sabe, es “lista como una tea” y pasaba por
esa zona como una “bala” y así, no había manera de hablar con ella.
La verdad es que apreciaba al muchacho,
era serio y educado, incluso le hacía gracia
cuando se acercaba a hablarle con su manta esperancera y la cachimba,
aunque fuese en verano. Pero Candelaria, que estudió dos carreras y las complementó
con algunos masters durante su estancia
en Venezuela, no se ve viviendo en La Esperanza, cargada de niños y recogiendo
pinocha para las vacas en Las Raíces. Por suerte, las cosas se resolvieron por
sí solas cuando el muchacho encontró a su media naranja en aquellas cumbres y
cesó su “acoso”, con gran desengaño de su madre y su hermana, que fueron
quienes lo habían auspiciado.
Un aspecto muy curioso de la personalidad
de esta chica es que a pesar de su carácter abierto y sus ideas progresistas,
hay una cosa en la que no transige y se enorgullece de ello. Es una devota de
la Virgen, para ella es algo fundamental en su vida. Ha invertido de manera
desinteresada gran parte de sus ahorros en adecentar la plaza de la Basílica,
incluso costeó el cambio de las viejas estatuas de los menceyes guanches que ya
estaban muy deterioradas por la brisa marina, por otras más acordes con el
entorno de la plaza. No obstante, no se deshizo de aquellas, que si bien no
poseían demasiado valor artístico, si lo tenían desde el punto de vista
sentimental, tanto para ella como para todos los candelarieros. Así que los
colocó en una de las nuevas avenidas que se han trazado en la localidad, donde
no llega la brisa marina ni el salitre y las posibilidades de conservación son
mayores.
Cuando llega el 15 de agosto organiza una fiesta por todo lo alto para
su familia. Es la ocasión en que todos se reúnen. Acuden todos los parientes,
los del Norte y los del Sur; tampoco falta la abuela ni la tía Santa Cruz y
ninguno de los que viven con ellas. Muchos traen sus instrumentos y montan unas
parrandas de lo más animado. Después de la misa, se reúnen en la cueva de San
Blas para almorzar; nunca faltan las papitas arrugadas, el conejo en salmorejo o las jareas. Tampoco el vino de
Tacoronte y Arafo. Por la tarde, después de la procesión, se pasean por la
plaza con las parrandas y se hartan de comer almendras garrapiñadas, porque
Tacoronte siempre se trae unas amigas
turroneras que montan allí sus ventorrillos.
Esta es la única vez al año que podemos ver junta a toda la familia,
nadie falta, por ejemplo, Santa Cruz, que desde hace muchos años toma sus vacaciones
en julio o septiembre, para estar en agosto en la isla y no faltar a la
celebración. En realidad, esto es sólo un día, porque como dice Candelaria, que
es muy dada a los refranes, “de la familia y del Sol, cuanto más lejos mejor” y
ella sabe muy bien por qué lo dice.
Hablando de la Virgen, hay que decir que
a nuestra protagonista le molesta mucho lo que ella denomina “ignorancia”
acerca de nuestra historia y tradiciones. Le disgusta enormemente cuando en
cualquier conversación se discute si la localidad dio nombre a la advocación o
lo contrario. Existe la idea muy extendida, no solo en la isla sino fuera de
ella, de que como solemos denominarla “la virgen de Candelaria” (en lugar de
virgen de La Candelaria) omitiendo el artículo, la preposición “de” implica que
su nombre proviene de la localidad donde se le venera, cuando se trata de todo
lo contrario. Además, esta opinión está tan difundida que es muy difícil de
erradicar. Por eso, cuando regresó de Venezuela le pidió ayuda a Güímar para
resolver la cuestión de una vez por todas; y no se trata de una elección
baladí, sino que está convencida de que aquella es con certeza la persona más indicada,
no solo en la familia, sino en toda Nivaria. Convinieron que en cuanto Güímar
tuviera algo de tiempo libre se dedicaría a investigar sobre el asunto y una
vez elaborado el informe, Candelaria se comprometía a costear su publicación
para difundir los resultados del mismo.
Como hemos tenido ocasión de comprobar en algún que otro capítulo, Güímar es una experta en bibliotecas y
archivística y no iba a defraudar a su hija “adoptiva”. Se puso manos a la obra
rastreando información por todos los archivos de Nivaria y en poco tiempo presentó
sus conclusiones.
La primitiva imagen había aparecido en las costas del menceyato de
Güímar, en la playa de Chimisay, con anterioridad a la conquista de la isla y
venerada por los pobladores de aquellos contornos, que la denominaban
Chaxiraxi. Con el tiempo fue trasladada a la cueva de Achbinico (hoy San Blas)
y puesta al cuidado de Antón Guanche, un joven aborigen que había sido
capturado por los castellanos y cristianizado; con el tiempo había logrado
escapar y regresar a la isla.
Una vez conquistada Tenerife, precisamente el dos de enero de 1497, el
Adelantado don Alonso Fernández de Lugo celebró en la cueva de Achbinico la
primera fiesta de Las Candelas, coincidiendo con la festividad de la
Purificación de la Virgen. Se considera, por tanto, que aquí se inicia la
devoción a la advocación cristiana de La Candelaria.
Posteriormente se construyó una primitiva iglesia a donde fue trasladada
la imagen desde aquella cueva. Junto al templo se creó un convento dominico,
orden que hasta la fecha la ha venido custodiando. Después del traslado, en la
gruta de Achbinico se colocó una talla de San Blas, de ahí el cambio de
denominación de la misma.
La imagen fue robada unas décadas antes de la conquista por Sancho de
Herrera y trasladada a Fuerteventura, pero fue devuelta poco después tras la
aparición de una epidemia de peste atribuida al robo sacrílego. El culto a la
virgen de La Candelaria se difundió rápidamente por todas las islas y en 1559
fue declarada Patrona del Archipiélago. Como ejemplo del auge de esta devoción baste
señalar que en la localidad de Teror, donde se venera a la virgen del Pino,
patrona de Gran Canaria, a fines del siglo XVI existía ya una cofradía de La
Candelaria; por otra parte, en la segunda iglesia que se construyó en honor a
la virgen del Pino, donde se encuentra su actual basílica, hubo un altar
dedicado a la virgen de La Candelaria.
Tuvo que pasar más de un siglo después de su declaración como patrona
del Archipiélago para que se construyese la primera basílica (fines del siglo
XVII). Casi un siglo más tarde, un terrible incendio destruyó la basílica y el
convento, aunque la imagen se salvó milagrosamente y volvió de nuevo a su
primitivo emplazamiento en la cueva de San Blas. Con posterioridad la iglesia
fue reconstruida, pero en 1826, el famoso aluvión que arrasó la isla se llevó
hasta el mar la primitiva imagen de La Candelaria que había sido venerada en
aquella comarca desde hacía casi cuatro siglos. Unos años más tarde ya se
contaba con otra nueva, obra del escultor orotavense Fernando Estévez. Por
último, en 1959 se inauguró la actual basílica, dos años después de la adquisición
del título de villa.
Por tanto, queda claro después de este informe elaborado por Güímar, que
es la localidad la que tomó el nombre de la virgen que allí se veneraba. Como
es fácil de entender, cuando se instaló la imagen en la cueva de Achbinico no
existía poblado alguno en el lugar, sino que con el paso del tiempo fue
surgiendo el caserío en torno a la cueva y posteriormente a la iglesia y al
convento.
Quien haya tenido la ocasión de
leer el capítulo de este relato dedicado a Adeje y Arona, habrá percibido que en su informe, Güímar se abstuvo de hacer la
menor referencia a la imagen de la virgen de La Candelaria que se conserva en
la iglesia de Santa Úrsula de aquella localidad sureña. El lector recordará que
Güímar había descubierto que aquella imagen era la auténtica, la que se había
venerado en la isla desde hacía siglos y que todos creían desaparecida tras el
aluvión de 1826. Según parece, el entonces marqués de Ponte, patrono y
protector de la imagen, consciente de los peligros que acechaban a ésta y en
connivencia con los monjes, la había trasladado a Adeje, sustituyéndola por una
copia, que en definitiva fue la que desapareció arrastrada por las aguas. También
recordarán los lectores que en aquella conversación entre ambos convinieron en dejar
las cosas como estaban y no entrar en polémicas; tenían la seguridad de que
éstas podrían a afectar a la devoción que los isleños sentían por la nueva
imagen que presidía la iglesia desde 1830 y también dañar la reputación tanto de Adeje como de toda la familia.
Para concluir con lo relativo a vírgenes y patronazgos convendría
señalar ciertas curiosidades que tal vez algunos lectores desconozcan. Aunque
la virgen de La Candelaria fue declarada por el papado Patrona de Canarias en
1599 y confirmada como Patrona Principal del Archipiélago en 1867, en realidad
no es la patrona oficial de Tenerife. En efecto, si bien popularmente se le
adjudica este título, la patrona de Tenerife y de la diócesis Nivariense, que
abarca las cuatro islas occidentales, es la virgen de Los Remedios, que se
venera en la catedral lagunera, cuya denominación correcta es “catedral de
Nuestra Señora de Los Remedios”.
Siguiendo con curiosidades, resulta que la advocación que dio nombre a
la localidad y al municipio, Candelaria, no es la patrona de la denominada
“Villa Mariana”, sino su madre, Santa Ana; esta es la advocación a la que está
dedicada la pequeña iglesia situada en el sector más antiguo de la localidad y que fue erigida en 1795.
Candelaria ha cambiado mucho en los últimos
años; ha llevado a cabo muchas inversiones y desde que el plan de ordenación
urbana le reclasificó unas fincas abandonadas que tenía entre el Pozo y Las
Caletillas, convirtiéndolas de la noche a la mañana en unos solares muy apetecibles, como dicen sus familiares,
ha dado el mayor de los “pelotazos”. Eso sí, siempre dentro de la legalidad,
porque a ella no le gustan los chanchullos y eso que la rondaron por algún
tiempo algunos personajes poco recomendables, pero ese es otro asunto.
Sin embargo, no todo en su existencia es
positivo, y eso que la chica piensa que ha sido especialmente afortunada a
pesar de sus traumáticos comienzos en esta vida o en “este valle de lágrimas”
como suele decir su tía Fasnia. Lo que en un principio le pareció una inversión
muy provechosa se ha convertido en los últimos años en un auténtico quebradero
de cabeza. Siguiendo los consejos de Santa Cruz, que tanto éxito tuvo con una
operación similar allá por los años treinta, con la instalación de la refinería, hace ya algunas décadas vendió unos terrenos
a muy buen precio a la antigua UNELCO para establecer la central eléctrica. Lo
que en principio fue un estupendo negocio se ha vuelto contra ella y sus
intereses.
Por un lado, Las Caletillas, una chica
peninsular, funcionaria de la delegación de Hacienda de Santa Cruz, le alquiló un apartamento cuando
aún ni estaba la autopista construida, buscando el buen clima, la tranquilidad
y la relativa cercanía a la capital. Desde muy pronto hicieron buenas migas y enseguida
se las vio practicando “running” por la avenida o tomando unas cañas. Incluso aquella
llegó a invitarla a pasar unas vacaciones en Galicia, donde vive su familia.
Pero con el paso del tiempo empezaron las quejas que han llegado al
extremo de acabar con una bonita amistad. Que si la carbonilla de la eléctrica
me deja la ropa tendida tan negra que hay que volver a lavarla y lo mismo con
el coche; que los niveles de contaminación del aire son superiores a lo
recomendado; que si las fiestas en el hotel no me dejan descansar y al día
siguiente tengo que trabajar; que no hay donde aparcar en la avenida, etc. Pero como dice Candelaria: “la eléctrica ya
estaba funcionando cuando alquilaste el apartamento y el hotel también estaba,
cerrado, eso sí, pero ya estaba”. Además,
ha intentado hacerle ver que no depende de ella el funcionamiento de ambas
instalaciones. Y así siguen, sin ponerse de acuerdo y lo que es peor, sin
saludarse.
Por otro lado, también tiene problemas con Igueste, un medianero que
lleva sus mejores terrenos desde no se sabe cuánto tiempo, tanto que ya le
llaman “el de Candelaria” para distinguirlo de un primo conocido como “el de
San Andrés”; este también se queja de lo mismo, de la eléctrica, pero a él sí
que le llega el humo de frente cuando sopla la brisa marina. Candelaria insiste
en que no puede hacer nada, pero el problema le está ocasionando fuertes
pérdidas económicas, porque Igueste insiste en el humo y la carbonilla provocan
que los rendimientos de las fincas disminuyan, con lo que al ir a medias, los
ingresos por este concepto son cada vez menores.
En más de una ocasión Candelaria ha pensado si el medianero será más listo de
lo que parece y está sacando más tajada
de lo que le corresponde, aprovechando la excusa de la eléctrica. Pero no sabe
qué hacer, son ya muchos los años desde que se conocen y encontrar otro medianero no resultaría
fácil. Además, si rompe el contrato, aunque haya sido de palabra, corre el
riesgo de entrar en temas judiciales y eso es algo que le horroriza, porque
como dice su tía Fasnia, muy amiga de refranes, “Pleitos, ni aunque los ganes”.
Y no acaban aquí los problemas; también los tiene con otro de sus
inquilinos, Barranco Hondo, al que le
tiene arrendados unos terrenos entre la Montaña Bermeja y el Picacho, fincas
que cultiva a tiempo parcial los fines de semana, porque trabaja de camionero
en el muelle. Éste la ha amenazado con rescindir el contrato, alegando que con
los atascos de la autopista cada vez le cuesta más llegar a Santa Cruz y lo de
madrugar no es que le agrade mucho. Pero
como dice Candelaria con cara de asombro cada vez que hablan del tema: “¡y qué
culpa tengo yo de eso!
A pesar de estos inconvenientes, tal como le dice su primo Arafo, al que
le gusta mucho filosofar, la vida no es blanca ni negra, sino que tiene muchos
matices, y en la de Candelaria predominan los colores claros. Lo cierto es que
tiene mucha razón, la huérfana de ayer se ha convertido en una potentada a la
que envidia todo el mundo, ha tenido suerte, pero ella también ha puesto mucho de su parte.
Hablando de envidias, aunque sean sanas o no tan sanas, hay que
referirse a su tía Güímar, que ha sido
tradicionalmente el personaje más ilustre de
la comarca, a la par del que gozaba de una situación económica más
holgada. No hay que olvidar que fue como una madre para Candelaria en su niñez
y además voluntariamente. Es cierto que por sugerencia de la matriarca, pero
siempre le ha tenido un gran cariño. Afecto, eso sí, para que negarlo, pero teñido de ciertos
tintes de compasión, como el que se siente por alguien al que en cierto modo se
considera “inferior”.
Y no es que Güímar sea tan “clasista” como su madre o su hermana mayor,
La Orotava, pero es algo que como se suele decir “mamó de pequeña” y no puede
controlarlo. Por eso, cada vez le resultan más insufribles los éxitos y
progresos de su “casi” hija, aunque lo mantiene en secreto y con nadie lo comenta.
Continuamente está haciendo cuentas, comparando lo que tienen una y otra, y
cuando confirma que la fortuna de Candelaria es muy superior a la suya le entra
una sensación de ahogo que solo se le pasa yendo a confesarse a la iglesia de
San Pedro. Su inquietud más profunda y oculta es que en algún momento, la zona
donde viven y que lleva su nombre, el conocido “Valle de Güímar”, cambie alguna
vez de denominación por “Valle de Candelaria”. Esa pesadilla le quita el sueño,
aunque ignora que su sobrina la quiere y la respeta tanto que jamás permitiría
algo así, al menos, mientras su tía estuviese viva.
Antes de que algún lector me llame la
atención y me acuse de lanzar la piedra y esconder la mano, considero que ha
llegado el momento de aclarar una cuestión que dejamos pendiente en el primer
párrafo de este capítulo. Nos referimos
al origen, si no oscuro, al menos poco claro, de Candelaria. Y no se trata que
tenga especial interés en hacerlo conocer, pero si estamos relatando la vida de
nuestra protagonista, es necesario abordar todos los episodios de la misma de
los que tengamos constancia, sobre todo, si tuvieron especial relevancia para
ella.
Según parece, nada más volver de
Venezuela y fijar su residencia en Candelaria, la chica comenzó a tener sueños
bastante extraños y recurrentes. Para ella eran una novedad, pero además eran
muy frecuentes y la dejaban en tal estado de ansiedad que la desvelaban por
completo. Probó todo tipo de remedios e incluso llegó a ir al médico para que
le recetase cualquier medicamente que le permitiese dormir las horas
necesarias. Ni siquiera estos surtieron efecto y ante la repetición de las
noches en vela su salud comenzó a resentirse. Con el tiempo logró descifrar
alguna parte de aquellos extraños sueños y parece que tenían que ver con sus
padres, de los que apenas conservaba un vago recuerdo puesto que era muy niña
cuando fallecieron.
Por aquellos años había cobrado mucha
notoriedad en toda la isla una veinteañera que habitaba en las proximidades de
la iglesia de Santa Ana llamada Antonia Tejera, más conocida como “la Iluminada
de Candelaria”. Muchos acudían a ella en busca de consejo y orientación en lo
espiritual y en lo humano y para encontrar remedio a todo tipo de enfermedades.
Aunque era analfabeta, poseía una increíble lucidez y un discurso fluido; era
considerada una médium a través de la cual se manifestaban Jesús, la Virgen en
sus diferentes advocaciones y algunos santos. Candelaria consideraba a aquella
mujer y a todos la que la seguían un producto de la incultura e ignorancia
tradicional que pervivía en algunos
sectores de la sociedad isleña; pero como dice el proverbio, “el fin justifica los medios” y por eso decidió
visitarla para intentar resolver
aquel problema, que nunca mejor dicho, le quitaba el sueño.
Concertó una cita con “la Iluminada” por
medio de unos conocidos y con bastante discreción acudió a la misma. La chica
le contó los problemas que le afligían sin demasiadas esperanzas; durante aquel
encuentro, Antonia, como solía ocurrir, experimentó una transfiguración,
modificando los rasgos de su rostro y su voz
y pronunció algunos mensajes
aparentemente inconexos, pero que hablaban de Aguere, de deshonra y del valle
de Salazar, que era como se denominaba por aquellos años al valle de San Andrés.
Para no alargar demasiado el relato, baste
decir que a Candelaria le costó poco entender que la clave de todo aquel asunto
la tenía aquella a quien llamaba su tía,
nos referimos a La Laguna y a ella acudió. Después de escuchar su relato, a la
“ilustre dama” no le quedó otro remedio que hablarle del gran secreto de la
familia Nivaria-Achinech, que a
ella atañía en buena medida, aunque
pidiéndole la máxima discreción.
Según parece, el Adelantado don Alonso,
casi al tiempo de celebrar su matrimonio
con aquella joven llamada Aguere, perteneciente a la nobleza aborigen, sedujo y
deshonró a una de sus hermanas menores, cuyo nombre desconocemos. Ante el
embarazo de la muchacha, concertó su boda con uno de los capitanes que le
acompañaron en la conquista, don Lope de Salazar. Esto explicaría que nunca se
supo el nombre aborigen de su esposa y solo figure el castellano, Beatriz de
Párraga. A cambio de este favor y de otros recibidos durante la conquista, le entregó a él y a sus descendientes el valle
de las Higueras o de Abicore e Ibaute, que por él se llamó de Salazar. Sabemos
también que con el tiempo se le denominó de San Andrés, porque la ermita que
allí erigió don Lope estaba dedicada a este santo.
La citada Beatriz de Párraga tuvo “oficialmente” tres hijos con don
Lope: don Diego de Salazar, don Luis de
Salazar y una hija de nombre desconocido
que en realidad lo era de don Alonso y por tanto, hermana de padre y prima hermana de La Laguna. A la “ilustre
dama” solo le llegaron estas informaciones por boca de su madre, tras el
fallecimiento de don Alonso, adquiriendo el compromiso de mantener siempre este
secreto que manchaba tanto la memoria de su padre como de los Nivaria-Achinech.
La hija ilegítima de don Alonso y
su cuñada contrajo matrimonio con un rico hacendado de Taganana, propietario de
un ingenio y extensas plantaciones de viñedo; pertenecía a la familia de los
Guillama, oriundos de Lanzarote y que formaban parte del primer contingente de
colonos que se asentaron en el lugar. Tuvieron una hija a la que bautizaron
como Candelaria, que no era pariente lejana de La Laguna, como hasta ahora
hemos creído, sino su única sobrina. En uno de aquellos viajes entre el
embarcadero de Roque de las Bodegas y Añazo, el pequeño buque de cabotaje que
los transportaba junto a numerosos toneles de vino, naufragó mientras bordeaba
la península de Anaga y Candelaria quedó huérfana. La Laguna de hizo cargo de
la niña, más bien Güímar, como sabemos, como si de una pariente lejana se
tratase.
Para concluir, según parece, tras esta conversación Candelaria recuperó
la estabilidad perdida y volvió a ser la muchacha, mejor dicho, la localidad
que siempre había sido.
En
definitiva, como Santa Cruz, con la que comparte tantas cosas, Candelaria vive
plenamente su situación actual, admirada y respetada por todos en la familia,
sin excepción, ya que valoran enormemente sus esfuerzos por prosperar a pesar
de los obstáculos que ha tenido que superar.
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