lunes, 5 de febrero de 2024

Buenavista, Los Silos y Tegueste están en Tenerife y también en Gran Canaria.

 

Para un tinerfeño o residente en  esta  isla constituye un hecho  realmente sorprendente cuando por cualquier motivo toma por primera vez la carretera GC-220, entre las localidades de San Isidro y Juncalillo, en el municipio grancanario de Gáldar.


        Mientras asciende por la vía, trascurridos algunos minutos, se encuentra a un lado de ésta una señal indicando que el pequeño caserío que atraviesa se denomina “Buenavista”; le resulta curioso, sobre todo porque siempre había pensado que en Canarias, a pesar de que hay mil y un motivos para encontrar bellas panorámicas, la única localidad con este nombre se encontraba en el norte de Tenerife.

        

    Apenas le ha dado tiempo de encajar tal revelación, cuando pasados dos o tres minutos aparece otro cartel indicativo, rotulado como “Los Silos”. La sorpresa inicial deja paso a la incredulidad ¿acaso se trata de una broma? ... ¡Imposible! … es evidente que son señales  oficiales. No queda otra que seguir procesando la información recibida en tan poco tiempo y continuar conduciendo y ascendiendo por la GC-220.


        Unos minutos más tarde dejamos la entrada al caserío de Hoya de Pineda y la mente parece que vuelve a encontrar su punto de equilibrio, que dura muy poco, todo sea dicho, porque por tercera vez otra señal indicativa vuelve a “noquearlo” con un topónimo inconfundiblemente tinerfeño: ¡Tegueste!.




        Son demasiadas sorpresas en tan corto espacio de tiempo, y sobre todo, en  un ámbito tan cercano. Si la  información hubiese estado distribuida de manera aleatoria a lo largo y ancho de la superficie insular hubiese sido más fácil de digerir para el conductor, incluso resultaría anecdótica. Pero “toparse” con estos tres topónimos situados en un tramo de pocos kilómetros y casi sin solución de continuidad  resulta cuanto menos inquietante.


        La curiosidad va sustituyendo poco a poco al estupor y adueñándose de la mente del conductor. Si por este fuera, pararía el vehículo para investigar el origen de tales topónimos y su ubicación “correlativa” en este tramo de carretera. Pero hay que echar mano de la paciencia y esperar, por el momento urgen otros intereses.


        Estos tres pequeños caseríos han estado tradicionalmente agregados al de Hoya de Pineda y en consecuencia, sus habitantes contabilizados en éste. Desde comienzos del siglo XX, en todos y cada uno de los nomenclátores de población (publicados cada 10 años) los cuatro caseríos aparecen como una única entidad con la denominación de Hoya de Pineda. Es normal, por tanto, que pasen desapercibidos incluso para personas acostumbradas a trabajar con este tipo de documentos, como es el caso, y solamente en los últimos años, con la digitalización y tratamiento exhaustivo de este tipo de información estadística cuando ha sido posible hacer un rastreo individualizado de los mismos.


        A comienzos de 2023, según el nomenclátor de población y vivienda, el caserío de Hoya de Pineda contaba con 181 habitantes distribuidos de la siguiente manera: Hoya de Pineda (85), Buenavista y los Silos (58), aparecen como entidad única, y Tegueste (38).


        Curiosamente, si nos trasladamos a mediados del siglo XIX, no se habían formado aún estos caseríos y el nomenclátor registra tres casas de labranza, constituidas por un edificio cada una: Hoya de Pineda, Buenavista y Los Silos, sin que aparezca referencia alguna a Tegueste.


        Por lo que respecta a los tres topónimos que nos interesan y que queramos o no, evocan a la isla de Tenerife, especialmente por aparecer tan próximos entre sí, habría que hacer algunas consideraciones. Tanto Buenavista como Los Silos son tan genéricos que podrían aparecer en cualquier lugar de la geografía del Archipiélago, e incluso nacional, y la única relación que podríamos encontrar con Tenerife es el hecho de que sean dos entidades limítrofes, como las de aquella isla. Fuera de esto, como ya se indicó anteriormente, el Archipiélago  cuenta con infinidad de puntos con magníficas panorámicas que podrían ser calificadas como “Buenavista”. Otro tanto podría decirse de “Los Silos”, término que sin lugar a dudas puede asociarse a cualquier espacio agrícola. Con respecto a Tegueste, la explicación no resulta tan sencilla.


        Según el investigador grancanario Humberto Pérez, el topónimo Buenavista, más reciente, “es en sí mismo el reconocimiento que desde el lugar se percibe de la Vega de Gáldar”. Por el contrario, Los Silos es un nombre mucho más antiguo, y hace referencia a las hornacinas que construían los aborígenes horadando la roca, para almacenar en el ellos el grano de las cosechas y todo tipo de productos de recolección. Ya en 1750, en un testamente se hace referencia a un cortijo denominado “Lomo de Pineda, en Los Silos”.




        Para el investigador Gabriel Betancor Quintana, el topónimo Tegueste, así como otro muy próximo, la Hoya del Guanche, estaría vinculado a la presencia de guanches de Tenerife,  deportados y obligados a establecerse en este territorio. Así señala como avecindados en Gran Canaria a Francisco de Güímar, Sebastián de Anaga, Juan de Tegueste (…) en sus asentamientos de Guayadeque, Tasautejo, Hoya de Pineda, Agaete (…). Igualmente, en el Archivo  Histórico Provincial de las Palmas, en la documentación existente figura un Juan de Tegueste como vecino de Gáldar ya en 1526.


        Por tanto, todo es pura coincidencia y la combinación que tanta sorpresa generaría en cualquier tinerfeño es el resultado de una serie de casualidades y no de una vinculación específica de este espacio galdense con el norte de Tenerife, si exceptuamos el último caso y siempre que aceptemos las teorías formuladas por los investigadores. Lo que sí es una certeza es que se puede afirmar con rotundidad que Buenavista, Los Silos y Tegueste están en Tenerife y también en Gran Canaria.


© José Solórzano Sánchez

sábado, 24 de junio de 2023

Un mapa muy curioso (o como infligir miedo a las personas).

 

Curioseando por la red me he encontrado con un mapa bastante singular, del que no aparece más información que la del motivo de su elaboración.

Según parece forma parte de todo el sistema de propaganda creado por los Aliados durante la Primera Guerra Mundial y en él se  mostraba lo que ocurriría con los Estados Unidos si ganaban la guerra las  potencias Centrales.




La imagen refleja el territorio de los estados Unidos y áreas adyacentes tras la supuesta ocupación y división entre las potencias enemigas.

1.”Nueva Prusia”

La mayor parte del territorio correspondería al Imperio Alemán, y recibiría el nombre de “Nueva Prusia”. No hay que olvidar que Prusia era el estado más importante de la Confederación Germánica y su rey, a la vez, emperador alemán.

Los nombres de accidentes geográficos y de ciudades pasarían a tener una denominación en alemán; los grandes lagos, por ejemplo, recibirían el nombre de distintas cervezas alemanas: el lago Superior cambiaría su nombre por “Pilsener” y el Ontario, por “Lager”, etc. El río Misisipi sería rebautizado como “Nuevo Rhin”; el sector del Atlántico que baña la costa oeste sería el océano Von Tirpitz (almirante de la Marina imperial alemana durante la Primera Guerra Mundial). El golfo de México cambia su nombre a golfo del Odio y el estrecho de Florida, al de estrecho del Horror.

Lo mismo ocurriría con las ciudades, así, Nueva York pasaría a llamarse Nueva Potsdam; Boston,  Kulturplatz; Washington, Nueva Berlín; Nueva Orleans, Nuevo Hambourg; Chicago, Schlauturhaus, etc. Curiosamente, o tal vez no, la capital de Dakota del Norte mantiene su nombre alemán: Bismark.

2.”Japonica”

Los estados más orientales, los que bordean el Pacífico, serían ocupados por el Japón, de ahí el nombre que tomaría toda la región: Japonica. Igualmente, las grandes ciudades de la región cambiarían su nombre por otros más acordes con la potencia dominante: Los Ángeles por Yokohanjalez, San Francisco por San Sisko, Seattle por   Nagaseatle y Portland por Nuevo Kobe.

3.”Turconia”

Al Imperio turco le correspondería el estado de Florida, que tomaría el nombre de Turconia y sus ciudades más importantes, como sería lógico, cambiarían de denominación: Constantinopla Basura, por Tampa y Bagdad por Jacksonville.

 

4.”Austriana”

Por último, el Imperio Austrohúngaro sería la potencia menos favorecida por este reparto territorial, ya que únicamente le correspondería la península de California, que en realidad formaba parte de México y no de los Estados Unidos. Este sector cambiaría su nombre por Austriana, con capital en Nueva Viena.

5.Otros territorios.

México aparece como una especie de protectorado, denominado  Provincia de México, con capital de denominación alemana: Wilmalburg o un nombre parecido, difícil de interpretar por la calidad del mapa.

Al mismo tiempo, el territorio canadiense, aparece simplemente rotulado como “Bárbaros” y las grandes Antillas con un nombre genérico en alemán. Únicamente la isla de Jamaica aparece rotulada como Nueva Renania.

Quizás lo más llamativo del mapa, a mi modo de ver un “desliz” de sus creadores, es el pequeño espacio situado junto a la frontera mejicana, en el estado de Texas, denominado “Reserva Americana”, con capital en “Paso de Ganso”. Supongo que sería un lugar destinado a reunir a los estadounidenses, al modo de como ellos hicieron con los aborígenes, pobladores originales del país.

José Solórzano Sánchez ©


lunes, 8 de mayo de 2023

¿ Y SI NAPOLEÓN HUBIESE GANADO LA GUERRA?

 

La actual división provincial de España lleva en vigor casi dos siglos y se corresponde con el proyecto presentado por el político Javier de Burgos en 1833 (1).

(1)La propuesta de Burgos mantenía en esencia el proyecto de 1822, durante el Trienio Liberal; Se pretendía que esta organización fuese la trama única para las actividades administrativas, gubernativas, judiciales y económicas, según criterios de igualdad jurídica, unidad y eficacia.


Dividía el territorio nacional en 49 provincias partiendo de criterios racionales, con un tamaño relativamente homogéneo (2) y eliminando la mayor parte de los enclaves y propios del Antiguo Régimen.

(2)El término “relativo” referido a la homogeneidad de su superficie, sería en este caso bastante “relativo”, valga la redundancia; basta observar el mapa de la división provincial para comprobarlo.



Mapa de las provincias de España(3)

(3)La superficie de los archipiélagos aparece distorsionada, muy superior a como es en realidad.

 

Agrupaba además las provincias en regiones con un carácter meramente clasificatorio, ya que carecían de las competencias administrativas o jurisdiccionales que sí poseían las provincias que agrupaban.


 

Mapa de las regiones y provincias de España.


Esta división provincial se ha mantenido prácticamente sin cambios durante 190 años, si exceptuamos la creación de la provincia de Las Palmas en 1927, con lo que su número es de 50 en la actualidad.


El estado de las autonomías tomó como base, en general, las regiones propuestas por Javier de Burgos, con algunas modificaciones. Las provincias de Castilla la Vieja y León se agruparon en una única autonomía, salvo las de Logroño y Santander que se constituyeron en comunidades autónomas “uniprovinciales”. De las que constituían Castilla la Nueva, se segregó Madrid, al crearse la comunidad autónoma homónima y se incorporó Albacete, que formaba parte  de  la región de Murcia.


Sin embargo, con anterioridad a esta propuesta hubo otra, bastante singular, que de haberse llevado a cabo, además de otro tipo de consideraciones, hubiera cambiado el destino de algunas de las ciudades más importantes del país.


En efecto, en 1810, en plena guerra de la Independencia, el gobierno de José Bonaparte se propone ordenar el territorio español, dividiéndolo en 38 prefecturas, al estilo de las establecidas en Francia y 111 subprefecturas, según el proyecto del ingeniero y matemático José maría Lanz. Las prefecturas recibirían nombres relativas a accidentes geográficos, fundamentalmente ríos y cabos. Esta división hacía pasaba por alto cualquier tipo de condicionamiento histórico aunque nunca llegó a entrar en vigor ya que este gobierno solo controlaba una parte del territorio español. Se crearon 38 prefecturas peninsulares más Baleares y Canarias.




 Propuesta de división de España en Prefecturas (1810)

 

 Las distintas prefecturas (equivalentes a los departamentos franceses) tomarían su nombre atendiendo a criterios de carácter geográfico, tal como ocurre en aquellos. Atendiendo a su denominación podemos establecer cinco categorías:

 

1_Tramo, superior o inferior, de un río (por ejemplo en Francia los departamentos de Bas-Rhin o Haute-Loire)   

(9 prefecturas).


 -Guadalquivir Bajo. Capital Sevilla (provincias de Huelva y Sevilla). Subprefecturas de Sevilla, Ayamonte y Aracena.

-Guadalquivir Alto. Capital Jaén (provincia de Jaén). Subprefecturas de Jaén, Úbeda y La Carolina.

-Júcar Alto. Capital Cuenca (provincia de Cuenca). Subprefecturas de Cuenca y Tarazona de la Mancha.

-Guadalaviar Alto. Capital Teruel (sur de la provincia de Teruel). Subprefecturas de Teruel y Aliaga.

-Guadalaviar Bajo. Capital Valencia (provincia de Valencia y sur de Castellón) Subprefecturas de Valencia, Castellón de la Plana y Segorbe.

-Tajo Alto. Capital Guadalajara (provincia de Guadalajara y noroeste de Cuenca). Subprefecturas de Guadalajara, Sigüenza y Huete.

-Miño Alto. Capital Lugo. (norte de la provincia de Lugo y tierras asturianas al oeste del Navia). Subprefecturas de Lugo, Mondoñedo y Vivero.                

-Miño Bajo. Capital Vigo (provincia de Pontevedra). Subprefecturas de Vigo, Pontevedra y Tuy.

-Duero Alto. Capital Soria (provincia de Soria). Subprefecturas de Soria, El Burgo de Osma y Medinaceli.

 

2_La unión de dos ríos (por ejemplo en Francia los departamentos de Indre-et-Loire o Loir-et-Cher) (8 prefecturas).

 

-Guadalquivir y Guadajoz. Capital Córdoba (provincia de Córdoba). Subprefecturas de Córdoba, Écija y Lucena.

-Tajo y Alagón. Capital Cáceres (dos tercios meridionales de la provincia de Cáceres y sector occidental de Toledo). Subprefecturas de Cáceres, Plasencia y Talavera de la Reina.  

-Tajo y Alberche. Capital Toledo (norte de la provincia de Toledo desde el Tajo y provincia de Madrid sin la prefectura de Manzanares). Subprefecturas de Toledo, Ocaña y Casarrubios del Monte.

-Guadiana y Guadajira. Capital Mérida (provincia de Badajoz y oeste de Ciudad Real). Subprefecturas de Mérida, Badajoz y Llerena.

-Ebro y Cinca. Capital Huesca (provincia de Huesca). Subprefecturas de Huesca, Jaca y Barbastro.

-Ebro y Jalón. Capital Zaragoza (provincia de Zaragoza y norte de Teruel). Subprefecturas de Zaragoza, Calatayud e Híjar.

-Cinca y Segre. Capital Lérida (noroeste de la provincia de Lérida). Subprefecturas Lérida, Seo de Urgel y Talarn.

-Duero y Pisuerga. Capital Valladolid (provincia de Valladolid, sur de Burgos, Segovia y este de Ávila). Subprefecturas de Valladolid, Aranda de Duero y Segovia.

 

3_Simplemente la denominación de un río (por ejemplo en Francia los departamentos de Loire o Moselle) (16 prefecturas).

 

-Guadalete. Capital Jerez de la Frontera (provincia de Cádiz y sector noroccidental de Málaga). Subprefecturas de Jerez de la Frontera, Cádiz y Ronda.

-Salado. Capital Málaga (provincia de Málaga y sureste de Sevilla). Subprefecturas de Málaga, Antequera y Osuna.

-Genil. Capital Granada (provincias de Granada y Almería). Subprefecturas de Granada, Almería y Baza.

-Segura. Capital Murcia (provincia de Murcia, noreste de Granada, central de Albacete y vega baja del Segura en Alicante). Subprefecturas de Murcia, Cartagena, Albacete y Huéscar.

-Ebro. Capital Tarragona (provincia de Tarragona, sureste de Lérida, este de Zaragoza, nordeste de Teruel y norte de Castellón). Subprefecturas de Tarragona, Tortosa y Alcañiz.

-Llobregat. Capital Barcelona (provincia de Barcelona). Subprefecturas de Barcelona, Manresa y Solsona.

-Ter. Capital Gerona (provincia de Gerona). Subprefecturas de Gerona, Vich y Camprodón.

-Manzanares. Capital Madrid (ciudad de Madrid y áreas circundantes). Subprefecturas de  Madrid y Alcalá de Henares.

-Águeda. Capital Ciudad Rodrigo (sur de la provincia de Salamanca y norte de Cáceres). Subprefecturas de Ciudad Rodrigo, Béjar y Navarredonda.

-Tormes. Capital Salamanca (provincia de Zamora y norte de Salamanca). Subprefecturas de Salamanca, Toro y Zamora.

-Esla. Capital Astorga (provincia de León y norte de Zamora). Subprefecturas de Astorga, León y Benavente.

-Tambre. Capital La Coruña (provincia de La Coruña). Subprefecturas de La Coruña, Santiago de Compostela y Corcubión.

-Sil. Capital Orense (provincia de Orense y sur de Lugo. Subprefecturas de Orense, Monforte de Lemos y Monterrey.

-Carrión. Capital Palencia (provincia de Palencia). Subprefecturas de Palencia, Carrión de los Condes y Cervera de Pisuerga.

-Arlanzón. Capital Burgos (centro de la provincia de Burgos y Logroño). Subprefecturas de Burgos, Logroño y Calahorra.

-Bidasoa. Capital Pamplona (provincia de Navarra y gran parte de Guipúzcoa). Subprefecturas de Pamplona, San Sebastián y Olite.

 

4_Accidentes geográficos como cabos o manantiales (por ejemplo en Francia los departamentos de Pyrénées orientales o Bouches du Rhône) (5 prefecturas).

 

-Cabo de la Nao. Capital Alicante (provincia de Alicante, sur de valencia y este de Albacete). Subprefecturas de Alicante, Játiva y Denia.

-Cabo de Peñas. Capital Oviedo (provincia de Asturias salvo las tierras comprendidas entre el Navia y el Eo). Subprefecturas de Oviedo, Gijón y Navia.      

-Cabo Mayor. Capital Santander ( Cantabria y norte de Burgos). Subprefecturas de Santander, Laredo y Villarcayo.

-Cabo Machichaco. Capital Vitoria (el país Vasco excepto una parte de Guipúzcoa). Subprefecturas de Vitoria, Bilbao y Azcoitia.

-Ojos del Guadiana. Capital Ciudad Real (provincia de Ciudad Real, sur de Toledo y oeste de Albacete). Subprefecturas de Ciudad Real y Alcaraz.     

 

5_Otro tipo de accidentes geográficos como los dos archipiélagos. (2 prefecturas).

 

-Canarias. Capital Santa Cruz de Tenerife (actuales provincias de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas).Sin subprefecturas.

-Baleares. Capital Palma de Mallorca. Sin subprefecturas.

 

     De haberse mantenido esta organización administrativa, tendríamos que de las actuales cincuenta  capitales provinciales, ocho quedarían reducidas a la categoría de simples capitales comarcales (o capitales de subprefecturas) ya que el territorio de  sus actuales provincias aparece parcial o totalmente integrado en otras. Este sería el caso de Almería, Albacete, Bilbao, Castellón de la Plana, Logroño, Segovia, San Sebastián y Zamora.


Es el caso de Bilbao, que aparece como una capital de subprefectura de la provincia (o prefectura) de Cabo  Machichaco, con capital en Vitoria, y que incluiría los territorios de las actuales provincias de Álava, Vizcaya y parte de Guipúzcoa.


Tres más, Cádiz, León y Badajoz, también comparten esta categoría de capital de subprefectura mientras que otras localidades de sus actuales provincias ocupan el lugar de capital de prefectura: Jerez de la Frontera, Astorga y Mérida, respectivamente.


Otra categoría la ocupan las ciudades de Huelva y Ávila, que no llegan tan siquiera a ser consideradas capital de subprefectura; en el primer caso, otras localidades de su actual provincia, como Aracena y Ayamonte alcanzan tal categoría, mientras que en el segundo, ni una sola entidad abulense lo consigue.


Un caso singular es de  la localidad salmantina de Ciudad Rodrigo, que alcanza la categoría de capital de prefectura (Águeda) que ocuparía el territorio meridional de la actual provincia de Salamanca y el norte de Cáceres.


Por último, Canarias se considerada en su conjunto como prefectura, con capitalidad en Santa Cruz de Tenerife, mientras que la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria ni siquiera adquiere la categoría de capital de subprefectura.


Como curiosidad, habría que señalar que ese propósito “racionalista” e incluso “igualitario” a la hora de establecer la superficie de las diferentes prefecturas en España choca con la realidad que impone un territorio quebrado y desigual.


Francia posee un territorio extremadamente llano, las cordilleras más importantes (Alpes, Pirineos) se encuentran prácticamente en las fronteras del país (4).

(4)El Macizo Central no es excesivamente elevado, su punto culminante no alcanza los 1.900 m. de altitud.




 Mapa físico de Francia.

 

En el caso de España la imagen es completamente diferente: cordilleras, mesetas, macizos, se distribuyen por casi toda la superficie del país.(5)

(5)La altitud media de Francia es de 375 m. mientras que la de España es casi el doble, 705 m.

 

 

Mapa físico de España.

 

Por esta razón, pretender  una división administrativamente homogénea (en lo que respecta a la superficie de las diferentes entidades), como la francesa (6) resulta tarea más que imposible en España.

(6)Ver mapa de los departamentos franceses.

 

Mapa de los departamentos de la Francia metropolitana.


La Francia metropolitana tiene 551,500 km2 por lo que el promedio por departamento seria de 5.744 km2. La superficie de los mismos, como puede observarse es bastante homogénea. Si tenemos en cuenta solo  los creados en 1790 (y no aquellos que aparecieron por subdivisiones posteriores)  el más extenso es Gironda con 9.976 km2 y el más pequeño Alto Rin 3.525, es decir ni siquiera triplica su superficie.


El caso de  España es muy diferente;  los 506.000 km2 de extensión entre las 49  provincias creadas inicialmente dan una superficie promedio de  10.326 km2, es decir, casi el doble que la media de departamentos franceses. Pero además, basta con  ojear un mapa de las  organización provincial de España para comprobar que frente a la “homogeneidad superficial” de los departamentos hay una mayor diferenciación en el tamaño en aquellas. Así, la más extensa, Badajoz, con 21,766 km2, es casi 11 veces mayor que la de menor extensión,  Guipúzcoa, con  1.980 km2.


 En Francia, con una superficie ligeramente superior a la española,  no hay ni un solo departamento que alcance los 10.000 km2, mientras que en España, más de la mitad de las provincias (25) superan esta cifra y   ocho tienen más de 15.000 km2.


José Solórzano Sánchez ©

 

miércoles, 20 de enero de 2021

MI ÚLTIMO RELATO.

 

La idea fundamental de este relato surgió  de improviso la mañana del pasado 11 de octubre. Me encontraba practicando senderismo aquel domingo en la isla de El Hierro y acababa de ascender hacía justo un rato por el camino de Jinama; nos dirigíamos a Valverde atravesando la comarca de Nisdafe y posiblemente, fue la visión de aquellos muros de piedra seca que delimitaban los campos, o las ruinas de La Albarrada, los que pulsaron mi imaginación.

Todo esta historia es ficticia, tanto personajes como situaciones, excepto algunos, de carácter histórico, perfectamente reconocibles. El único individuo de este relato, no histórico, pero real, es fácilmente identificable por las personas que me conocen.

       Además, se han modificado, parcial o totalmente, la mayoría de los topónimos relativos a la isla de La Herradura, aunque con un mínimo de conocimiento de la geografía insular, pueden distinguirse sin dificultad.

      Por último, me he permitido la licencia de cambiar el lugar habitual del título, colocándolo al final del relato, para no dar demasiadas pistas desde el comienzo del mismo.




 

(La Herradura, 26 de junio, 1404)

Aquel día, Jean de Béthencourt, valiéndose del engaño, ocupa prácticamente sin luchar La Herradura, la isla más pequeña de las Canarias y toma como esclavos al jefe aborigen Armiche y a todos los que le acompañaban cuando ante él se presentaron. En realidad, aparte de los cautivos, apenas quedaban ya algunos centenares de bimbaches escondidos por aquellos riscos, porque las continuas razias de piratas y corsarios habían diezmado enormemente la población de la isla.

 

(Madrid, 26 de junio, 2017)

        Apenas había dormido dos horas seguidas y se levantó con muy mal cuerpo. No obstante, le comentó a su mujer, mientras desayunaban, que había descansado bien porque consideraba que no servía de nada preocuparla relatándole la tortura de aquella noche…  y de las anteriores.

Hacía una semana que había recibido la llamada de la administradora de la Residencia informándole que la salud de su tía había empeorado,  por lo que fue  necesario su ingreso en una clínica. Desde aquel día,  aquellos sueños se repitieron noche tras noche. No eran una novedad; desde  muy pequeño y ocasionalmente le asaltaban aquellas pesadillas que nunca se repetían, pero que tenían como común denominador la sangre. Pero desde el pasado martes era como si aquella llamada hubiera presionado un interruptor en su subconsciente haciendo que la angustia lo asaltase sin darle tregua, como jamás antes había sucedido.

Nunca se le había pasado por la cabeza acudir a cualquier compañero del departamento de Psiquiatría del hospital donde trabajaba para hablarle de sus sueños. Siempre trató de abordar este asunto con grandes dosis de racionalidad, porque consideraba que era normal que por su profesión  la sangre, en cualquiera de sus manifestaciones, formase parte de su vida. Estaba considerado como uno de los mejores oncólogos del principal hospital de Madrid, además de un reputado cirujano. Lo curioso es que en los cientos de intervenciones que llevó a cabo en casi 35 años de actividad profesional,  aquel líquido rojizo y más o menos viscoso jamás le perturbó, excepto cuando su presencia  significaba un peligro para la vida del paciente. En cambio, una vez abandonaba el hospital, le era imposible enfrentarse a ella; sentía una repugnancia extrema e irracional  hacia aquella sustancia.

Cuando afeitándose se producía un pequeño corte,  le costaba mucho no perder el conocimiento; la carne siempre la pedía muy hecha, tanto si la preparaba su esposa como en los restaurantes; cuando en alguna ocasión reclamaba a los camareros que la quería más “hecha”, estos lo miraban sorprendidos murmurando cuando se retiraban que si la deseaba “carbonizada”. Esta aversión llegaba a tal extremo que era incapaz de ver una película o serie televisiva, incluso un documental, en los que aquel fluido pudiese aparecer, por lo que seleccionaba muy bien lo que veía. Y si por casualidad ésta aparecía por sorpresa en alguna escena, cerraba los ojos y giraba la cara bruscamente, como un cobarde.

En realidad esta reacción tenía su explicación, sentía el temor que una simple imagen desencadenase esa noche otra de sus pesadillas. Sabía que aquellas sensaciones inexplicables se encontraban en lo más profundo de su conciencia, pero también que no tenían nada que ver con su profesión, porque aquellos sueños ya le asaltaban ocasionalmente durante su infancia. Pero incluso aceptando este hecho, por más que lo intentaba, no conseguía  reconocer  alguna experiencia de aquellos años que lo explicase.

Cuando era niño y algunas mañanas, mientras se tomaba el cola-cao antes de ir a clase, hablaba con incredulidad  de aquellas pesadillas a su madrina, esta le explicaba que seguramente tenían que ver con el accidente que costó la vida a sus padres; pero él no recordaba absolutamente nada de  aquel terrible suceso.

Después del desayuno, preparó las maletas y su mujer lo llevó al aeropuerto. Ella no podía acompañarlo, eran momentos muy complicados a las puertas del verano  para reorganizar turnos y mucho más con la falta de personal del que siempre adolecía el hospital. Además, ni siquiera tenía la seguridad del tiempo que iba a permanecer en Tenerife, quizás una semana o tal vez un mes.  Para José Padrón, su marido, la cuestión era otra; por un lado, se trataba de un asunto personal de cierta importancia, puesto que su madrina era el único familiar  conocido que le restaba; por otro, después de más de treinta años de entrega absoluta a aquel hospital en el que había desarrollado la totalidad de su carrera, y del prestigio conseguido durante todo ese tiempo, le era muy fácil conseguir una licencia, más o menos abierta, que podía ser de una semana, dos , e incluso un mes.

Tras dejarlo en las puertas de salida de la T2, Marisa continuó hacia su lugar de trabajo,  donde con toda seguridad le esperaba una intensa jornada.  Después de acomodarse en su asiento de ventanilla, José Padrón  cerró los ojos en los momentos del despegue intentando recuperar parte del sueño perdido la noche anterior …  y las precedentes. Empezó a pensar en la última vez que había volado a Tenerife y cayó en la cuenta, con sorpresa, que iba ya para un año. Desde que ingresó a su madrina en aquella residencia, hacía ya algún tiempo, sus viajes fueron espaciándose. Al principio dos o tres veces al año, pero más tarde, cuando comprendió que de nada servían porque ella no lo reconocía, se limitaron a la visita obligada por su santo, el día 16 de julio, festividad del Carmen.

En más de una ocasión José celebró su cumpleaños solo, porque cumplía justo tres días antes de la onomástica de su madrina y sus visitas solían ser muy breves, apenas unos días. Solía alojarse en alguno de los hoteles situados en los alrededores del Parque ya que se encontraban muy cerca de la residencia donde estaba ingresada su madrina, en La Rambla; durante su estancia, la sacaba a diario  a dar un corto paseo en su silla de ruedas por los alrededores o por el Parque, en los momentos que aún no pegaba el sol de julio con toda su fuerza. Se sentaba en un banco y le contaba lo que se le ocurría; ella solía mirarlo con atención mientras le hablaba, pero jamás le respondía, quizás ni siquiera le escuchaba. En esta ocasión, sin embargo, había elegido, por primera vez, el Mencey, a medio camino entre la Residencia y la Clínica.

La casa del Toscal, donde vivió su infancia y parte de su juventud, no había vuelto a pisarla desde que  su madrina se trasladó a la Residencia. En sus últimos viajes ni siquiera traía las llaves  y cada vez se le hacía más difícil ir a echarle un vistazo; no quería ni pensar en qué condiciones se encontraría. También  evitaba imaginar el estado de su madrina en aquellos momentos; si habían decidido ingresarla es porque considerarían que se encontraba en las últimas y con 100 años recién cumplidos, tampoco las expectativas eran muy optimistas. No es que le asustase ver cuerpos como solían decir en la jerga hospitalaria “pidiendo pista”, porque los había visto a cientos, pero en este caso se trataba de alguien muy especial, quizás la persona más importante de su vida y a la que más debía (este pensamiento jamás se le hubiera ocurrido verbalizarlo delante de Marisa).

En el transcurso del vuelo entabló conversación con su vecino de asiento, un tipo bastante curioso, muy cordial y con una conversación interesante. Según contó, volvía a casa después de haber pasado una semana repitiendo el mismo itinerario, que por la Alcarria,  llevó a cabo Camilo José Cela en los años cuarenta   y plasmado, posteriormente, en su libro. Había ejercido de maestro durante treinta y cinco años,  que habían finalizado hacía poco menos de dos semanas.; dos días después emprendió aquella ruta para cumplir un sueño que acariciaba desde hacía tiempo. Mientras hablaban de las peculiaridades de aquella comarca de Guadalajara, José Padrón sintió por un momento como estaba desperdiciando su tiempo con esa dedicación absoluta al hospital. Un lugar tan especial, como otros tantos,   apenas a una hora de Madrid y jamás lo había visitado; pensó  que quizás  desde hacía ya mucho estaba confundiendo la vocación con la “esclavitud” y se propuso que nada más volver a casa organizaría un fin de semana con Marisa por los caminos de la Alcarria.

Mientras comentaban algunas fotos de aquellos lugares que le mostraba su compañero de vuelo, excelentes, todo sea dicho, percibió que aquel tipo aparentaba muchos menos años que los sesenta que estaba a punto de cumplir. Justo los mismo que él y, aunque no hizo el menor comentario, concluyó que por lo visto  la enseñanza era más benévola con sus “asalariados” que la medicina, o por lo menos con algunos. Él ni siquiera le habló de su profesión ni de los motivos de su visita a Tenerife, aunque era obvio que de la conversación podría deducirse fácilmente que se trataban de unas vacaciones.

Una vez aterrizó el avión y recogidas las maletas, se despidió de su compañero de vuelo, al que ni siquiera había preguntado su nombre y se dirigió a las oficinas de alquiler de coches a recoger el  opel Corsa que había reservado dos días antes.

 

(La Herradura, 27 de junio, 1597)

      El Concejo de la isla se reúne en la ermita de Santa Catalina de Villaverde, la falta de lluvias de los dos últimos años no ha hecho sino acentuar la precariedad de sus recursos hídricos. Están ocupados en redactar un escrito de solicitud para el Conde, señor de La Herradura. Le ruegan que cese la concesión de permisos para la tala indiscriminada de bosques y el carboneo. Estas actividades, después de casi dos siglos de ocupación castellana,  han acabado con la buena parte de la masa forestal de la isla.

         La situación en La Herradura es completamente diferente al resto del Archipiélago y depende más que ninguna otra de sus bosques; la ausencia de manantiales y pozos hace que las únicas aguas de que dispone el vecindario son la que durante las lluvias del invierno se recoge en aljibes. El agua que destilaban los bosques, producto de la lluvia horizontal y que había originado la  leyenda del Garoé, se acumulaba en enormes depósitos excavados en el terreno; luego se destinaba al el abastecimiento de ganados y vecinos, muchos de los cuales esperaban impacientes a las puertas del Concejo. Aquellos enormes depósitos, antiguamente repletos de agua, se encontraban ahora vacíos, por culpa de la tala, provocando la sed de pobladores y rebaños.

      Esta penuria de recursos hídricos, que impedía una actividad agrícola que no fuese la de secano, sometida al capricho e irregularidad de las lluvias, hizo que los colonos llegados a la isla no tuvieran otro remedio que copiar el sistema económico de los aborígenes: el pastoreo, complementado con la recolección y la pesca. De ahí que en aquellos casi doscientos años de dominio señorial la población de la isla se hubiese mantenido prácticamente estable, en torno a las mil almas, la mayoría concentradas en Villaverde.

 

(Santa Cruz de Tenerife, 27 de junio, 2017)

      Después de un sueño reparador y un desayuno más que abundante, José Padrón dirigió sus pasos hacia la clínica en la que se encontraba ingresada su madrina. Estaba situada a menos de cincuenta metros del Mencey, en la misma Rambla, camino de la Avenida de Anaga. El día anterior, tras su llegada, decidió no pasarse por allí dado que su tía se encontraba en la UCI y los médicos no podían atenderlo hasta el día siguiente.

        Apenas pudo verla por los cristales y enseguida comprendió lo que poco después le comunicaría el médico; el desenlace era inminente, aunque la enferma, a pesar de sus cien años, parecía que luchaba por prolongarlo. No quiso telefonear a Marisa porque debería estar muy ocupada para atenderle y  le dejó un mensaje de voz. Le informaba escuetamente de la situación y de su intención de permanecer cierto tiempo en la isla, porque aunque el desenlace no se retrasase, luego debería dejar todos los asuntos resueltos antes de regresar a Madrid; no le apetecía tener que volver a las pocas semanas por el mismo asunto.




No tenía nada que hacer en la clínica, dejó su teléfono por si necesitaban ponerse en contacto con él y sin pensarlo dos veces empezó a deambular por las calles del “Chicharro”; cualquier cosa antes que ir a su casa, no le apetecía, pero sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. Ascendió de nuevo por la Rambla y atravesó el Parque camino de la calle del Pilar. Todo lo parecía muy diferente al Santa Cruz de su niñez, parecía otra ciudad, quizás porque al no haber residido aquí, no había ido asumiendo los cambios paulatinos que se habían ido produciendo.

Se sentó en el bar de la plaza del Príncipe y pidió una cerveza. Solía venir muchos domingos con sus padrinos a tomar un refresco cuando era pequeño; en realidad su casa se hallaba muy cerca, apenas adentrándose un poco en el Toscal por la calle de La Rosa.  Y comenzó a pensar en sus tíos, o mejor dicho en sus padrinos, como ellos querían que los llamase. Su tío paterno, Juan Padrón Padrón,  había nacido en 1907 en La Herradura y emigrado a Cuba en 1925, aparentemente para escapar de la leva para la Guerra de Marruecos. Hombre trabajador, le costó muy poco encontrar empleo entre sus paisanos. Por aquellos años los españoles controlaban los puestos de carne y tejidos en el Mercado Único de Cuatro Caminos de La Habana, los chinos por su parte, acaparaban la mayoría de los de frutas y verduras. Empezó como dependiente en un puesto de carnes de una familia palmera y en poco tiempo se convirtió en propietario de otro.

        Las cosas no le fueron mal y a los pocos años se trajo a su hermana menor Lupe, que como solían decir quienes la conocían “había nacido soltera”. Era una muchacha callada y bastante extraña, pero muy trabajadora, por lo que se convirtió en ayudante de su hermano, a cambio de manutención, vivienda, y sobre todo, protección.  Juan Padrón se casó por aquellos años con una gallega que trabajaba en un puesto de tejidos en el mismo mercado, Carmen García, que siempre tuvo problemas de salud. Aunque no tuvieron hijos, fueron un matrimonio muy unido, especialmente porque ambos eran dos buenas personas, en el sentido literal de la expresión.    

  En 1957, cuando las cosas empezaron a ponerse feas en Cuba, vendieron su casa, traspasaron el puesto y los tres se trasladaron a Tenerife. Juan nunca había vuelto a La Herradura, ni cuando vivía en Cuba, ni cuando falleció su padre, ni tan siquiera tras  establecerse en Santa Cruz, había algo que le impedía reencontrarse con  sus raíces, pero jamás habló de ello, ni siquiera a su esposa.

Aunque no volvieron como indianos ricos, sí con lo suficiente para vivir con cierta holgura. Compraron un solar en el barrio del Toscal y fabricaron una casa de dos plantas, la superior la dedicaron a vivienda familiar y en la inferior instalaron un negocio. Aunque su intención desde que llegaron había sido adquirir un puesto para despacho de carnes en la Recova que en la década anterior había mandado construir el general Serrador, dadas las dificultades para conseguirlo, no les quedó otro remedio que instalar una carnicería, que había sido su ocupación durante toda su vida, en los bajos de la casa. El resto de sus ahorros los invirtieron en algunas acciones de galerías y en la conocida empresa de prestamistas de Santaella, como hacía buena parte de los emigrantes retornados.

El tío continuó con su negocio de carnes ayudado por su hermana Lupe, como en La Habana, mientras que su esposa Carmen, siempre delicada de salud, se encargaba de la casa, muchas veces con la ayuda de Lupe o de cualquier chiquilla del vecindario. En estos pensamientos estaba cuando el camarero le preguntó si quería otra cerveza, apenas la había probado y estaba realmente caliente. Pidió otra  y algo de comer y regresó al hotel donde permaneció el resto del día.

 Por la noche consiguió hablar con Marisa y la puso al tanto de la situación, esta vez con todo detalle. En medio de la conversación ésta le preguntó si había pasado por su casa y él le contestó que aún no, que posiblemente al día siguiente. En realidad ni se lo había planteado, no quería pensar en ello y como solía decir, estaba dándose su tiempo.

 

(La Herradura, 28 de junio, 1643)

      A pesar de la preocupación de vecinos y Concejo, las talas y el sobrepastoreo habían continuado  durante décadas y como consecuencia de ello las terribles sequías en cuanto faltaba la lluvia. Particularmente dura fue la de los años 1641, 1642 y 1643. Los pobladores de La Herradura estaban tan desesperados que muchos acudieron a La Dehesa, donde se veneraba la Virgen de Los Pastores y la sacaron en procesión. En la pequeña aldea de Los Pedregales, uno de los primeros asentamientos europeos en la isla, apenas quedaba una familia, porque el resto había huido a Villaverde tras la muerte de todo su ganado. Aquí se había dejado sentir con más fuerza que en otros lugares la sequía. Al desaparecer el arbolado, las pequeñas concavidades en las que antaño recogían algo de agua estaban completamente secas y tan siquiera habían podido echar mano de la fuente de Tazofa, como había ocurrido en otras ocasiones, aunque fuese simplemente para calmar la sequedad de sus labios. Ésta se encontraba al sur, en el caserío de Jisora, a unos tres cuartos de legua de distancia. En realidad, esta fuente, que dio nombre  a toda la zona, era el típico manantial en capa de almagre que apenas rezumaba algo de agua para paliar la sed de los desesperados; lo duro  y largo de la sequía la habían convertido en una franja de tierra roja y cuarteada donde la humedad había desaparecido ya hacía mucho tiempo.

        Casi todo el rebaño familiar había muerto de hambre y sed y Andrés Padrón consideró que había llegado el momento de refugiarse en la Villa, donde al menos contarían con la caridad de las autoridades. Antes de partir tenía que sacrificar los animales que aún restaban, tan famélicos como ellos. La familia completa se puso en camino con sus escasas  pertenencias, pero antes pasaron por la gorona; Andrés y sus hijos mayores entraron con sus cuchillos mientras las mujeres y los niños miraban entre los huecos de las paredes de piedra seca. La sangre empezó a brotar de los cuellos de cabras y ovejas como manantiales y algo ancestral invadió de improviso las mentes de aquellas gentes muertas de sed; súbitamente, todos se abalanzaron como posesos sobre los animales moribundos y se desató una orgía de sangre y gemidos en aquel corral. Al final calmaron su sed o creyeron que la habían saciado.

     Algo más tarde, ensangrentados, siguieron su camino hacia la Villa, en silencio, jadeantes y sin poder verbalizar pensamiento alguno sobre lo que había sucedido. Apenas habían recorrido media legua del sendero, casi llegando a las primeras casas de Fiñor,  se desató una lluvia intensa, como no recordaban, y volvieron sobre sus pasos camino de su aldea. Luego supieron que  las plegarias dirigidas a la Virgen de Los Pastores de La Dehesa, unas horas antes, habían surtido efecto y lo sucedido en la gorona impregnó para siempre la esencia de aquel linaje de pastores.  Aquellas lluvias, consideradas como un milagro por los habitantes de La Herradura, propiciaron que la imagen a la que dirigieron sus súplicas fuese declarada “Patrona Titular de Las Aguas” pocos días después.

 

(Santa Cruz de Tenerife, 28 de junio, 2017)

        Sobre las seis de la mañana le despertó el canto de un gallo, algo curioso en el centro de una ciudad en el siglo XXI. Luego preguntaría en recepción y le comentaron que aún había quien tenía gallinas y cabras en el barrio de Los Lavaderos, situado justo entre la trasera del hotel y el barranco de Ancheta.      Había dormido perfectamente por segunda noche consecutiva sin que le asaltara pesadilla alguna. Este hecho se tradujo en un despertar sereno y sin prisas por levantarse, al fin y al cabo era demasiado temprano para pasarse por la clínica.

El canto del gallo trajo a su memoria el gallinero que la tía Lupe tenía en la azotea; no era una excepción, casi todos los vecinos tenían gallinas en patios y azoteas con lo que al menos se aseguraban los huevos y la posibilidad de un buen caldo de vez en cuando. En ese momento, pensando en la casa de su niñez, decidió que hoy sin falta procedía una visita a la misma, por mucho que le costase y por la ansiedad que le producía la idea de cómo la iba a encontrar después de tanto tiempo cerrada.

Tras el desayuno pasó por la clínica,  donde le informaron que con más claridad que el día anterior que su familiar se encontraba en una situación irreversible, y que si no quería permanecer en recepción, al menos que estuviese localizable.      Salió de la clínica y continuó Rambla abajo hasta su confluencia con Méndez Núñez; allí se encontró de frente con la fachada de la iglesia de San José, donde iba cada domingo con sus padrinos y en la que había hecho la primera Comunión. Aunque tenía las puertas abiertas no sintió la necesidad de pasar; la religión había ocupado un lugar importante en su infancia y primera juventud, más por convencionalismo que por otros motivos, pero en cuanto llegó a Madrid, ésta pasó a un segundo plano, hasta desaparecer totalmente de su vida cotidiana. Tuvo la suerte de que Marisa, que venía de una familia de izquierdas, compartía ese sentimiento; de hecho, fueron los primeros en su grupo de amistades que se casaron “por lo civil” en aquel  Madrid de comienzos de los ochenta.

Tomó la calle del Saludo y poco a poco se fue adentrando en  el barrio del Toscal. Al llegar se percató de lo mucho que había cambiado su calle en los últimos años. Lo que antes fueran casas terreras y como mucho, alguna de dos plantas, como la suya, habían sido sustituidas por edificios de cierta altura, oscureciendo la  vía y sobre todo, dándole una sensación de estrechez exagerada. En todo aquel tramo, la suya era la única casa que quedaba, en aquel estilo de finales de los cincuenta, sobrio pero resistente. Algunos desconchones en las paredes dejaban ver aquellos bloques de toba amarilla, pero en general se mantenía en buenas condiciones. Cuando llegó a la puerta y echó mano del bolsillo en busca de las llaves, por un momento deseó haberlas olvidado en la habitación del Mencey, pero allí estaban.

Subió las escaleras dejando a un lado la puerta de acceso a lo que había sido la carnicería, de la que no tenía llave, aunque seguramente estaría arriba en cualquier cajón. La verdad es que la casa se conservaba exactamente igual que la recordaba, los mismos muebles antiguos, la misma televisión en blanco y negro y mismos los paños de crochet que solía hacer su madrina, pero ahora de un tono amarillento,  producto del polvo y del paso de los años. Aparte de olor a cerrado, la impresión que se llevó era muy diferente a lo esperado.

La única habitación en la que entró fue la del final del pasillo, el  “sancta sanctorum” de su padrino. Todo estaba exactamente igual que lo recordaba desde niño, nada había cambiado: varias sillas, algunas repisas y un enorme buró junto a la ventana donde hacía sus cuentas y guardaba las facturas y documentos de la carnicería, pero sobre todo, donde hacía lo que más le gustaba. En efecto, en Cuba se había aficionado a fumar en puro, pero solo los que él elaboraba. La familia palmera con la que había trabajado en sus primeros años en el Mercado conocía perfectamente la técnica de elaboración de puros, ya que habían estado empleados durante un tiempo en una empresa de tabacos; ellos se fabricaban los que fumaban y de ellos aprendió a elaborarlos.

 Cuando tenía un rato libre, especialmente por las tardes o los domingos, le gustaba sacar las herramientas de las gavetas y elaborar los puros que se iría fumando durante la semana. El tabaco se lo mandaban de La Palma y lo guardaba colgado  en la trastienda de la  carnicería, donde las condiciones de conservación eran mejores. Mientras trabajaba solía tener la radio encendida y escuchaba noticias o partidos de fútbol. La enorme radio que trajeron de Cuba aún se encontraba en aquella repisa de la pared, en lo alto, ahora con el cable del enchufe colgando.

Siempre se fumaba su puro después de comer, sentado en la cocina y con un vasito de ron, otra costumbre que había adquirido en Cuba; eran sus únicos vicios, aquel hombre sencillo no tomaba otro tipo de alcohol, ni siquiera café,  y tampoco fumaba cigarrillos. La televisión jamás la vio, le impedía trabajar con sus puros, en cambio a la radio la consideraba una verdadera compañera.

Su tío fue como un padre para él,  a pesar de todas sus limitaciones, fue un ejemplo se seriedad y honradez.  Tenía previsto si conservaba las fuerzas, jubilarse a los setenta años y luego traspasar la carnicería o simplemente alquilar el salón. Con eso y con sus pequeñas o grandes inversiones tendrían los tres la vejez resuelta. Justo un año antes, en 1976, cuando contaba 69 años, se produjo la suspensión de pagos y el hundimiento de la agencia de Préstamos de Santaella, acontecimiento de enorme repercusión en la sociedad tinerfeña de la época. La noticia derrumbó a aquel hombre que había estado luchando desde su juventud, convencido de que todo estaba perdido y de un negro futuro, no pudo superarlo y a los pocos meses murió de un infarto.

Por suerte, la situación fue menos terrible de lo esperado inicialmente, sus tías, como el resto de las casi nueve mil personas que allí habían depositado sus ahorros, lograron recuperar tras un largo proceso buena parte de lo invertido, aunque con notables pérdidas y un daño psicológico enorme. Recuerda perfectamente que en aquellos momentos se encontraba estudiando el segundo curso de carrera en Madrid y la sensación de angustia que lo embargaba durante su viaje a Tenerife para asistir al entierro. Por un momento se le escaparon unas lágrimas, las primeras en mucho tiempo.

        Abrió la ventana  de la habitación que daba al patio interior para echar una ojeada y allí pudo observar aquel espacio completamente desnudo, organizado en torno al típico sumidero central, donde tantas tardes había pasado solo jugando con el balón. En un rincón, con evidentes muestras de herrumbre, las dos bombonas que usaba de portería.

       Estaba a punto de marcharse cuando recordó la azotea,  aquel espacio representaba el territorio de la tía Lupe, sus dominios… ahora que estaba solo experimentó la misma curiosidad que cuando niño y buscó en su mesilla de noche las llaves. Mientras subía por la escalera pensó en ella; era muy extraña, sin muestra alguna de sentimientos, hablaba justo lo necesario, nunca se portó mal él, pero tampoco le demostró cariño. Desde que la había conocido siempre ayudaba a su hermano y también se encargaba de la carnicería cuando este se trasladaba al matadero por cualquier motivo. Jamás leía porque era analfabeta, pero tampoco lo necesitaba, entendía de cuentas, que era lo que le interesaba para su trabajo.

        Abrió la puerta y  reconoció su mundo, sus dominios: aquel inmenso espacio donde sí que se podría jugar desahogadamente  al fútbol  y cuya  superficie solo se hallaba interrumpida por las “liñas” de tender la ropa, en las que se podía aún ver el esqueleto metálico muy oxidado de lo que habían sido trabas. A la derecha,  un pequeño habitáculo techado donde se encontraba la piedra de lavar; a la izquierda, los resto de un enorme gallinero y al fondo, aquella misteriosa habitación de la que solo ella tenía la llave.




        Mientras la recorría despacio recordó que aquel “territorio” estaba vedado para todos en la casa; quizás para mantenerlo sin profanar ella se encargó siempre de lavar y tender la ropa, alimentar a las gallinas y recoger diariamente los huevos; eran tantos  que permitían el abastecimiento de la familia, la venta ocasional en la carnicería y el tradicional “bizcochón” de los domingos que hacía su madrina antes de salir para la misa, en la iglesia de San José.

Solo ocasionalmente encargaba a algunos muchachos del barrio la limpieza a fondo del enorme gallinero a cambio de unas pesetas, porque las moscas, sobre todo en verano, se convertían en un problema; pero siempre bajo su supervisión, jamás los dejaba allí solos. En muy contadas ocasiones él mismo tuvo ocasión se subir a aquel lugar, únicamente cuando era muy pequeño; entonces, mientras  ella lavaba o tendía la ropa, él observaba  hipnotizado las  gallinas tras la tela metálica.

Donde nunca había entrado era en aquella “misteriosa” habitación, pues la puerta además de la llave contaba con un grueso candado. Tenía también un pequeño ventanuco, casi siempre abierto, que le servía de ventilación. El único contacto directo que tuvo con aquel lugar que se le antojaba “secreto” fue durante la gran nevada que conoció la isla a comienzos de los setenta; no recordaba con exactitud, pero debería tener 14 o 15 años, pues se encontraba estudiando quinto de bachiller. Había escuchado que desde los lugares más altos de Santa Cruz se podían ver las cumbres y la nieve que llegaba  casi hasta La Esperanza. Armándose de valor había entrado en la habitación de la tía Lupe y buscado las llaves; luego subió a la azotea acompañado por dos amigos que habían venido a casa con el pretexto de realizar un trabajo de geografía.

      Aunque la azotea aún conservaba buenas vistas hacia el norte, no hubo manera de divisar por el sur la nieve de las montañas; la casa tenía dos plantas y el Toscal, por aquellos años, se estaba llenando de edificios de cierta altura. La expedición a la azotea fue un chasco, aunque luego tuvo ocasión de ver la nieve desde el muelle, alejándose un poco de la plaza de España por muelle Sur, cuando aún se podía pasear por él, y desde donde las cumbres nevadas eran perfectamente visibles.

        No obstante, esa tarde fue la ocasión de ver por primera vez el interior de aquel cuarto que con tanto cuidado la tía Lupe mantenía herméticamente cerrado. Apoyando un enorme barreño de metal que se utilizaba en el lavado de la ropa y sobre este un balde, también de metal, pudo llegar hasta el ventanuco abierto. La imagen le impactó, porque quizás esperaba cualquier otra: un catre desvencijado en un lado, donde quizás descansaba la tía Lupe las noches de verano en que el calor apretaba (era esta la excusa que solía poner para dormir en la azotea). Posiblemente también allí habría pasado las noches durante el largo periodo que siguió a aquella fuerte discusión con sus padrinos en la que él, sin comprenderlo, había sido protagonista. También otro barreño junto a un grifo, similar al que se encontraba bajo sus pies, varios baldes y un pequeño mueble con botellas, vasos y cazos. Pero lo que más le llamó la atención fue el intenso olor a lejía, que casi le quemaba al introducir su cara en el interior para tener una mejor visión. Pensó que quizás su tía ponía allí la ropa en remojo cuando llovía y luego la tendía,  aunque no vio “liñas” por ningún lado. La desilusión por no haber podido ver la nieve y un poco también la vergüenza por no haber podido cumplir la promesa que hizo a sus compañeros, hizo que pronto se olvidara de aquella inspección ocular de los dominios de su tía y perdiera para siempre el interés por la azotea y aquel habitáculo.

        Siguió deambulando por la azotea, que ahora se le antojaba mucho más pequeña, especialmente porque con la construcción de edificios de varias plantas en los solares vecinos, esta aparecía encajonada y provocaba cierta sensación de agobio. Daba la impresión de que de un momento a otro podría caer cualquier objeto desde las azoteas vecinas y dar justamente en su cabeza. Llegó sin darse cuenta el “cuartucho” de la tía  Lupe que seguía cerrado a cal y canto con el mismo candado, aunque con bastantes muestras de óxido. No había visto otras llaves en la gaveta de su mesilla, y pensó con ironía, que dado el sentimiento de propiedad que tenía hacia aquel espacio, posiblemente habría sido enterrada con las llaves del candado y  de la puerta en los bolsillos de su mortaja…  y una sonrisa iluminó su cara.

       El ventanuco seguía medio abierto y le picó la curiosidad, pero aunque evidentemente  había crecido algo desde aquella vez que se asomó por él, no lo suficiente como para ver sin problemas su interior. Echó una ojeada y vio en un rincón medio bloque de toba, que en algún momento tendría un propósito pero ahora parecía el guardián solitario de aquellas alturas. Lo arrastró como pudo y se subió en él. Tenía una perspectiva perfecta de todo el interior de aquella habitación. Se mantenía exactamente igual a como la recordaba, la  única diferencia, aparte de que el olor a lejía había desaparecido por completo,  era que  le parecía más pequeño. Sin embargo, pudo reconocer todos los objetos que había visto  hacía ya más de cuarenta años: el barreño, los baldes, las botellas, etc.

En esta ocasión, no obstante,  experimentó una extraña sensación que le encogió el alma, sin poder explicarlo. Aquel espacio le recordaba a cualquier laboratorio de un hospital: el orden, la limpieza, la ausencia de elementos quizás innecesarios; y volvió la sonrisa a sus labios… ¡qué podía saber aquella mujer analfabeta de laboratorios! Bajó del bloque y salió de la casa, después de cerciorarse que había dejado las tres puertas perfectamente cerradas.

       Enseguida dirigió sus pasos hacia la calle de La Rosa, que fue siempre la “calle mayor” del barrio, y desde allí, atravesando la plaza del Príncipe y la calle de San José, acabó en la plaza de España. Era mediodía y estaba llena de turistas, muchos de los cuales remojaban sus pies en aquella suerte de laguna que el Ayuntamiento había construido años atrás. La perspectiva general de lo que se consideraba “la puerta de la ciudad”, especialmente cuando su único punto de entrada era el muelle, había cambiado bastante, transmitía una sensación de “modernidad” incluso de “cosmopolitismo”. Pero como suele ocurrir a ciertas edades, recordó el pasado con nostalgia, quizás un poco difuminado y embellecido por el transcurso de los años, y consideró que aquella plaza de España de su niñez, aunque más provinciana, era mucho más acogedora. Pidió un par de cervezas y algo para picar en el bar Atlántico  y seguidamente volvió al hotel; el cuerpo le pedía urgentemente una siesta.

 A las cinco y media  le despertó el teléfono, era Marisa, había acabado justamente en ese momento su jornada laboral y le preguntaba por cómo iban las cosas; después de charlar un rato sobre temas banales, colgó. Y quedó en la cama, aún medio adormecido, mientras las cortinas le protegían de los intensos rayos de sol. Se había echado sobre la cama vestido  y sintió una molestia en el bolsillo trasero del pantalón, algún objeto que le hacía daño. Metió la mano y sacó las llaves de la azotea, se había despistado y con las prisas había olvidado dejarlas en su lugar, la gaveta de la mesilla de noche de la tía Lupe. Y de nuevo le asaltó la misma pregunta ¿dónde coño estarían las llaves de aquel cuartucho? Poco a poco comenzó a adormecerse de nuevo y al despertarse, apenas media hora más tarde, se dio cuenta que había tenido la primera pesadilla desde que llegó a la isla; breve, pero tan intensa que aún sentía los latidos de su corazón que parecía que quería salirse por su boca.

En esta ocasión fue un sueño muy claro, perfectamente identificable, y más que un sueño, había sido la evocación de una situación vivida en su infancia y que había olvidado por completo, al menos en sus detalles. Ocurrió posiblemente unos meses después de haberse trasladado a vivir con sus padrinos desde La Herradura, por lo que debería tener como mucho cuatro años. Todo se relacionaba con aquella gran discusión que tuvo lugar entre sus padrinos por un lado y la tía Lupe por otro, y él, en medio, sin saber por qué. Fue la única vez que se alzó la voz en aquella casa, al menos que recordase.

       Se vio de la mano de la tía, subiendo por las escaleras de la azotea; ella llevaba un cesto con ropa en una mano y con la otra lo ayudaba a subir. Por primera vez en su vida recordó que había entrado en aquel cuartucho y que su tía lo sentó en el catre, mientras él se entretenía mirando para el gallinero, a través de la puerta abierta; le llamaban la atención aquellos animales, porque solo conocía perros y gatos callejeros. Poco después, le obligó a tomar un biberón; él no recordaba haberlo tomado cuando era más pequeño, según parece,  su madre lo había amamantado casi hasta los tres años; pero sabía qué era aquel objeto y para que servía, pues había visto infinidad de veces a sus vecinas dándoselo a sus hijos sentadas en los “chaplones” de la calle.

Recordó la impaciencia de su tía porque se lo tomase, pero sin brusquedades por lo que no sintió miedo; pero  también su sensación de que ella mostraba preocupación porque alguien llegase; evocó su sorpresa inicial, porque se consideraba mayor para tomar biberones, pero sobre todo, porque no era blanco, como los que estaba acostumbrado a ver; era muy oscuro y el primer buche que tomó era tan espeso y desagradable que le dieron ganas de vomitar, aquello no era leche, de eso estaba seguro. Menos mal que en ese momento entró su madrina y se produjo un gran escándalo;  no entendía nada,  pero era evidente que el motivo de aquella discusión  tenía que ver con él y con el dichoso biberón. Con el alboroto apareció el tío Juan dando voces a su hermana, que mantenía aquella cara inexpresiva sin decir nada, mientras la madrina lloraba desconsoladamente.

Al rato volvió la calma  y durante varios días reinó el silencio más absoluto en aquella casa. La tía Lupe dejó de comer con ellos durante bastante tiempo y durmió en aquel cuarto de la azotea, hasta que la normalidad volvió de nuevo a su casa, y el asunto, al menos para él, cayó en el olvido. De lo que nunca se enteró fue de la conversación que habían tenido sus padrinos tras la discusión, que aparentemente sirvió para que las aguas volviesen a su cauce. El tío Juan le había comentado a su esposa que no debía preocuparse, que eran cosas de campesinos ignorantes; en Los Pedregales, donde había residido su familia toda la vida, era costumbre que las mujeres mezclasen algo de sangre del ganado o de las gallinas del corral con la leche de los niños como una especie de vacuna, para reforzar sus defensas ante posibles enfermedades; en fin, cosas de campo. En todo caso, le dejó muy claro que de ninguna manera había intentado hacerle daño a la criatura, sino todo lo contrario. No obstante, el tío también abstuvo de contar otros detalles de aquella “inofensiva” costumbre.

Lo que sí recordaba ahora  con mucha  claridad es que a partir de aquel día su madrina estaba siempre a su lado y se inició entre ellos una relación de afecto y complicidad que llegaría a la actualidad.

 

(La Herradura, 29 de junio, 1740)

      La Herradura llevaba meses de  dura sequía; aunque frecuentes, estos periodos  de desolación que azotaban la isla y diezmaban gentes y ganados, no eran fáciles de asumir. La población estaba habituada a la escasez de agua, pero la de este año del señor de 1740, como solían decir los párrocos en sus sermones, no tenía comparación con las que anteriormente habían superado sus pobladores. La situación era tan terrible que muchos de ellos marcharon a la cueva del Caracol, en La Dehesa, para pedir agua a la imagen  de la Virgen de los Pastores. Presa de la desesperación, era el único recurso que les quedaba, porque no en balde, cien años antes había sido declarada “Patrona Titular de las Aguas”.  La auparon en sus hombros y la llevaron en procesión de rogativas a Villaverde, la capital de la isla.

        Después de casi seis leguas de camino, cuando la muchedumbre se encontraba a los pies de la montaña de Ajares, en las puertas de la Villa, se produjo el milagro y lluvias torrenciales cayeron sobre la isla. A partir de ese milagro, la Virgen de los Pastores fue aclamada como patrona de La Herradura, aunque hasta ese momento y desde los inicios de la ocupación europea (1405) ese título lo ostentaba la Inmaculada Concepción, que se veneraba en la parroquia de la capital de la isla.

        Como símbolo de agradecimiento por aquella lluvia milagrosa, los habitantes de La Herradura proclamaron el voto de llevar en peregrinación a la Virgen de los Pastores desde su santuario en La Dehesa, hasta Villaverde, cada cuatro años. La primera “Bajada” tuvo lugar en 1745, y desde entonces se celebra el primer sábado de julio. Sin embargo, a pesar del mantenimiento del voto de sus habitantes, durante casi tres siglos, las sequías siguieron perturbando periódicamente a la isla de La Herradura.

        Si bien la falta de agua afligía enormemente a los “herreros” y a sus ganados, no ocurría con todos por igual. En la  pequeña aldea de Los Pedregales, los miembros de la familia de los “Padrón”, si no todos, al menos la mayoría, afrontaban mejor el problema. Aunque trabajadores y buena gente, las otras dos familias del lugar mostraban cierto recelo hacia ellos, un recelo que no sabían explicar, pero debía tener algún motivo. Muchas veces, por las noches, especialmente durante las épocas de sequía y cuando no tenían siquiera fuerzas para abrir alguna de las pequeñas ventanas de sus casas, les parecía oír el ir y venir de personas que en silencio se dirigían a las goronas donde los ”Padrón” guardaban el ganado; sin embargo, a la mañana siguiente y ante sus comentarios, aquellos manifestaban no haber oído nada. Lo más que les sorprendía era que en tales momentos de sequía y hambre por la falta de agua, cuando tanto personas como animales mostraban en su rostro y cuerpo sus efectos, la mayor parte de aquella familia presentaba un aspecto saludable, como si fueran las únicas personas de La Herradura a los que no afectaba aquel infortunio.

En su interior, los “Padrón” siempre habían creído que no le debían gratitud a la Virgen de Los Pastores y por ello  nunca fueron participantes activos en “las Bajadas”, al menos en las primeras. Tenían muy claro que ellos, y solo ellos, desde hacía muchísimos años habían descubierto un sistema que los protegía de la escasez de agua, mucho más efectivo que los rezos y procesiones.

 

(Santa Cruz de Tenerife, 29 de junio, 2017)

      Otra vez los gallos interrumpieron, quizás demasiado pronto, el sueño de José Padrón; pero no se molestó, había descansado mucho y bien, sin que lo asaltase pesadilla alguna como se temía, después de desagradable siesta del día anterior. Tenía la sensación de que en este viaje a Tenerife debía ordenar un “puzzle”, con el simple recurso de sus recuerdos, porque las personas que podrían ayudarlo respondiendo a sus preguntas, o habían fallecido o estaban a punto de hacerlo.



        El marco de este “puzzle” lo constituían las pesadillas que de manera recurrente le habían acompañado a lo largo de su vida y que tenían el común denominador de la sangre. La siesta del día anterior fue esclarecedora, por fin  encontraba una posible explicación a la repulsión que sentía por la sangre, una experiencia como la del biberón, a esa edad, podría ser traumatizante. Pero a lo que no encontraba explicación era a aquellos sueños, mejor dicho pesadillas; estaba seguro que no tenían nada que ver, de manera directa, con aquel episodio; de hecho jamás se había repetido y lo había olvidado por completo después de casi sesenta años. Tampoco encontraba una explicación al comportamiento de la tía Lupe en aquella situación, ¿qué motivo habría tenido para hacerle daño? , de hecho, a pesar de ser poco cariñosa, siempre se había portado bien con él; no recordaba ningún episodio desagradable durante su infancia, al contrario, era ella quien le llevaba los domingos a las cuatro al Teatro San Martín o al  Royal Victoria a ver películas de vaqueros y luego a tomar una granizada en La Alicantina, en la calle de La Rosa. Su madrina normalmente solo salía a misa, por la mañana, y eso ya era un gran esfuerzo para ella, así que  difícilmente podría haberlo acompañado al cine. Por otra parte y a pesar de aquella discusión, estaba seguro que si hubiese tenido la intención de provocarle algún mal, sus padrinos no lo hubieran consentido, y por suerte los hechos lo demostraban porque en poco tiempo todo quedó en el olvido.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el teléfono, era Marisa que le daba los buenos días y le pedía el “parte”. Después de desayunar se dirigió a la clínica y solicitó información sobre el estado de la enferma. Como médico sabía que era una cuestión de espera, al menos estaba sedada y no experimentaba sufrimiento alguno. Aunque era evidente que nada podía hacer allí para ayudarla, consideró que al menos debería quedarse un rato cerca de ella para hacerle compañía. Se sentó en un sillón frente a la puerta de la UCI y de nuevo volvió a evocar el pasado.

        El primer recuerdo que le viene de ella es muy borroso, más que recuerdos son imágenes elaboradas a través de lo que ella le contaba alguna que otra vez ante sus preguntas. En el verano de 1960, apenas cumplidos los tres años,  sus padrinos habían ido a recogerlo a Villaverde. Según parece, unos días antes, cuando junto a sus padres y abuela se trasladaba en la tradicional mudada al Valle del Abrigo desde Los Pedregales donde residían, ocurrió un terrible accidente. Viajaban en el camión de un vecino de La Linde que se encargaba de estos menesteres, y por una razón que se desconoce el vehículo se precipitó por uno de los barrancos que bordeaban la carretera. Excepto él, no hubo otro superviviente, ni tan siquiera entre los animales domésticos que les acompañaban. Él apenas sufrió unas pocas contusiones y seguramente algún golpe en la cabeza, porque jamás recordó nada de lo ocurrido, ni de su vida anterior en La Herradura. Quedó al cuidado del párroco  de Villaverde y de su hermana, hasta que después de dos semanas llegaron sus tíos y se lo llevaron a Tenerife. Dada la precariedad de las comunicaciones interinsulares en aquella época, y sobre todo de lo que costó localizar a sus parientes, ni siquiera éstos habían podido asistir al entierro de sus padres.

En aquellos años, donde para ciertas situaciones no eran necesarios demasiados formulismos burocráticos, el niño fue “recogido” por su tío  Juan Padrón y su esposa, ya que la otra pariente viva que le restaba, la tía Lupe, era soltera. A pesar del cariño y la atención que le dedicaron durante toda su vida, jamás lo adoptaron “oficialmente”, porque posiblemente no lo considerarían necesario,  y a pesar de que lo trataron como a un hijo, nunca se dirigió a ellos como padre o madre, sino como padrino y madrina, que fue  lo que ambos establecieron desde el primer momento.

Mientras fue menor de edad, en todos los documentos oficiales, ambos figuraron como tíos y responsables. Únicamente cuando se solicitaron los certificados necesarios al registro civil de Valverde, que era el municipio al que pertenecían Los Pedregales, para realizar los trámites del DNI, tuvo ocasión de ver por primera vez los nombres de sus progenitores en un documento. Durante mucho tiempo, hasta que se modificó el formato de este, figuraron en el reverso de su documento de identidad.

        Sí recordaba perfectamente el momento que bajó del  correíllo en el muelle de Santa Cruz, donde los esperaba la tía Lupe, completamente vestida de negro. Esta imagen quedó fijada en su mente por un hecho particular, justo en el momento que bajaba por las escalerillas en los brazos de su madrina y esta le señalaba a la tía, un movimiento en falso hizo que cayera al agua un cochito metálico que le habían llevado sus tíos, el primer juguete que había tenido en su vida o al menos que recordaba.       La tía Carmen se comportó siempre como una madre y hasta como un padre. Era muy cariñosa y educada, además de tener una amplia cultura, al menos para una mujer de la época, construida a base de pocos años de escolarización y muchos de lectura. Todo lo contrario de su padrino y a la tía Lupe, personas poco dadas a las muestras de afecto, al menos explícitas, poco habladoras y con un nivel instructivo muy limitado, nulo en el caso de la tía.

        Su madrina   guió sus primeros pasos con la lectoescritura hasta que lo inscribieron en el grupo escolar Onésimo Redondo, situado en la calle de la Rosa esquina a San Antonio, a poca distancia de su domicilio. A pesar de su delicado estado de salud, lo llevaba y recogía diariamente del colegio, hasta que pudo valerse por sí mismo, dado que el resto de la familia se encontraba ocupada en la carnicería. Allí había cursado sus primeros años de escolaridad hasta que una vez superado el examen de Ingreso, sus padrinos lo matricularon en el colegio de La Salle.

        La proximidad y empeño de su madrina hicieron de él un alumno ejemplar y también,  que no desperdiciase la inteligencia con la que posiblemente había nacido. Sobresalientes y matrículas de honor eran el elemento  distintivo de sus calificaciones, tanto en bachillerato como en COU, que realizó en el recién creado Instituto Andrés Bello. En una época en las que las ayudas al estudio dependían prioritariamente de las calificaciones, más que de otras consideraciones, las suyas le permitieron trasladarse a Madrid e iniciar la carrera de medicina, aunque siempre contó con la ayuda suplementaria de sus padrinos, más que por obligación, porque eran conscientes de su valía y que ese dinero no estaba desperdiciado en absoluto.

      En Madrid tampoco perdió el tiempo,  aparte de las clases, siempre tuvo algún trabajo  que le ayudaba a mantenerse. En estos pensamientos estaba cuando percibió dos cosas a las que nunca antes había prestado atención. A pesar de que residía en Madrid desde los 17 ó 18 años, sus padrinos jamás fueron a visitarlo, por un motivo u otro; por otra parte, ahora que lo pensaba, durante el tiempo que residió en Tenerife, aparte de compañeros de clase, no creó lazo alguno de amistad con nadie. De hecho, excepto su madrina, no había otra persona  en toda la isla a la que pudiera calificar de “conocido” e ir a encontrarse con ella en estos momentos.         Comprendió de golpe que era una persona sin raíces, ni en La Herradura, donde había nacido, ni en Tenerife, donde había vivido su infancia y juventud. Pero lo más serio es que ni siquiera en Madrid, porque a pesar de llevar allí casi cuarenta años, la verdad era que consideraba aquella estancia como algo temporal,  y sin embargo ya se encontraba muy cerca de la jubilación.

        Lo único que le unía a las islas y a su pasado era su madrina, y ese cordón estaba a punto de romperse para siempre.  Ella le había inculcado el gusto por la lectura, desde muy pequeño; empezó con los colorines y directamente pasó a los libros. Recuerda que cuando aprobó el examen de Ingreso,  trámite previo e imprescindible para acceder a los estudios de bachillerato, lo llevó a la librería Goya  de la calle Pérez Galdós y le compró el Robinson Crussoe de Defoe, que todavía conservaba  y  siempre había sido su lectura preferida.

 La tía Carmen, además de ser una de las usuarias más fieles del servicio de préstamo de la Biblioteca Municipal, contaba con una  enorme biblioteca. Muchos de sus libros los había traído de Cuba, pero otros los había adquirido bien en Goya o en la librería El Águila de La Laguna, a las que acudía con la frecuencia que sus achaques le permitían. También se había hecho socia del Círculo de Lectores que la surtía de las últimas novedades. Y con ella pasaba las tardes leyendo después de hacer sus tareas, a los pies de su cama, mientras aquella hacía punto o también leía.

Recordaba perfectamente aquellas noches, bastante tarde, mientras seguía leyendo antes de dormir y veía a lo lejos, reflejada en el  pasillo, la luz de su mesilla de noche, signo de que también ella leía, acompañado todo ello por la sinfonía de ronquidos de su padrino y la tía Lupe. Volvieron otra vez las lágrimas y decidió que era ya el momento de salir de allí y airearse un poco.

        Después de almorzar y cuando volvió al hotel para echarse una siesta, le preguntó a la recepcionista que le recomendaba para pasar el sábado sin alejarse demasiado de Santa Cruz. Él conocía perfectamente la isla,  al menos por carretera, la había recorrido varias veces; pensaba que quizás había algo que le pudiera interesar y que desconocía. La chica le comentó que precisamente el fin de semana anterior, aprovechando que libraba, había ido a un lugar relativamente cercano de la capital y del que jamás había oído hablar. Se trataba de la playa de Antequera, a poco distancia de las Teresitas, a la que solamente se podía acceder andando o por mar. Había una empresa que en horarios determinados realizaba trasladados de ida y vuelta desde San Andrés. Según ella la experiencia había sido muy interesante y merecía la pena, por  su espectacularidad y por lo cercana que se encontraba aquella playa de Santa Cruz.

Mientras hablaban le pareció recordar que años atrás, en una de las ocasiones que había venido con su mujer, había encontrado cierta publicidad de un barco que realizaba excursiones a aquella playa, pero dado que las embarcaciones y Marisa eran incompatibles, a menos que desease enviudar en el momento, ni siquiera le planteó aquella excursión.   Cuando llegó a la habitación estuvo buscando información sobre la playa y la empresa que realizaba los trasladados; le pareció una buena idea para pasar el sábado y reservó los billetes de ida y vuelta en el taxi acuático; ida a las 11 y vuelta a las cinco de la tarde. Se dio cuenta que no había traído bañador y antes de la cena compró uno, además de una gorra, en la calle del Pilar; la toalla era lo de menos, llevaría una del hotel.

 

(La Herradura, 30 de junio, 1947)

      A pesar de que los pobladores de La Herradura estaban habituados a periodos de ausencia de lluvias, la que se produjo a finales de los años cuarenta del siglo pasado fue la más dura que aquellos habían vivido. En 1946 había llovido poco, pero es que en 1947 no llovió nada y el año siguiente había de ocurrir lo mismo. Esta calamidad natural, unida  a la escasez y el racionamiento de la posguerra determinaron un destino fatal para una gran parte de la población “herrera”.

El 30 de junio de 1947 se reúne el Cabildo de la isla  en Villaverde y se acuerda que su presidente se traslade a Madrid en busca de auxilio económico ante el Gobierno. La situación había llegado a ser tan difícil que hubo que transportar agua desde Santa Cruz, en los vapores-correos, para el abastecimiento de los vecinos, lo que supuso un sacrificio económico enorme para las arcas locales.  Por suerte el auxilio llegó, porque el Ministerio de Marina ordenó que se condujese agua desde Santa Cruz en los buques aljibes situados en la Base Naval de Las Palmas. La agricultura y la ganadería fueron totalmente nulas en producción durante los años 1947 y 1948, porque como aparece reflejado en documentos oficiales, las tierras permanecieron infecundas y gran parte del ganado murió de hambre y sed mientras que el sobreviviente fue exportando con urgencia para el abastecimiento de otras islas ante el temor que corriese la misma suerte.

        Quizás el único pastor de la isla que no se deshizo de su rebaño y  al que le procuró sustento durante aquellos años, más que a él mismo,  fue el joven Antonio Padrón, que junto a su madre, eran los últimos residentes que quedaban en el caserío de Los Pedregales. Para ellos,  aquellos  animales  refugiados en la gorona eran su “vida”, en sentido literal, mucho más que para cualquier otro pastor de la isla.

 

(Santa Cruz de Tenerife, 30 de junio, 2017)

      Aquel sábado de junio José Padrón se anticipó a los gallos de Los Lavaderos y desde poco más de las cinco ya estaba despierto. Se dio una ducha y navegó por internet sin un objetivo fijo, excepto ver cómo iba el mundo fuera de la isla. Después de desayunar pasó por la clínica donde todo seguía igual, es decir, empeorando por momentos. Volvió a la habitación a cambiar de atuendo, más acorde con una excursión playera, y se dirigió a coger el coche. Saliendo por la puerta  del Mencey se dio cuenta que no recordaba  con exactitud donde lo había dejado el martes; de hecho ni siquiera se había fijado en  su color, solo que era un opel Corsa.

Deambuló por las calles de los alrededores y al final vio uno de color rojo aparcado en la avenida Veinticinco de Julio, con el logotipo de la empresa de alquiler; indudablemente era ese, probó desde cierta distancia con el dispositivo de apertura y funcionó. Desde allí se dirigió a los aparcamientos de  Las Teresitas, porque según había mirado, las embarcaciones partían desde el “muellito” que se encontraba junto a  la cofradía de pescadores.

En menos de media hora ya estaba en Antequera. Verdaderamente era una playa casi virgen y de aspecto increíble. La marea aún estaba baja  y tenía ante sus ojos una “enorme” playa (a escala canaria, o mejor dicho, tinerfeña)  de arena negra que invitaba al baño. Apenas había gente, excepto el pequeño grupo que desembarcó con él y que rápidamente se había dispersado por los contornos.  Nada más llegar se percató que no había un lugar en toda la playa donde protegerse del sol, ni un simple matojo, excepto la  enorme cavidad, en el extremo norte, cerca del embarcadero; tampoco un mísero “chiringuito” donde tomarse una cerveza fresca. Menos mal que el camarero del bar del Mencey que le había preparado un “picnic”, sabiendo donde venía, le había puesto con el bocadillo algo de fruta y una botella de agua casi congelada.

Empezó con la sesión de baños, porque no era persona de tomar el sol, especialmente  ahora que empezaba a apretar. La playa se fue llenando de usuarios, algunos que llegaban en barcos de recreo, en otros servicios-de taxi acuático y sobre todo, a pie;  varios grupos de senderistas procedentes  del camino que venía de Igueste  o desde otro barranco situado más al norte, empezaban a ocupar la playa.   A la una del mediodía y a pesar de que casi no había salido del mar, tanto la botella de agua como él se encontraban en proceso de “ebullición”. Y lo peor es que se había olvidado de comprar crema protectora para el sol, pese a que en la página de la empresa de traslados se aconsejaba proveerse de aquella. No le quedó otro remedio que echarse por encima la toalla y decidió trasladarse a aquella cavidad para por lo menos protegerse del sol. Aún le quedaban cuatro horas de espera hasta la partida.

Cuando se dirigía en busca de aquel refugio, caminando por una arena que abrasaba las plantas de sus pies, vio que gente bajaba por el camino  con bebidas en la mano; les preguntó y le indicaron que  en una pequeña casa que se ubicaba en la altura podía adquirir bebidas frescas incluso algo de comer. Así que se puso los tenis y subió en busca de más agua y de una cerveza si fuera posible.

Cosas del destino, en la puerta del improvisado bar se tropezó con un grupo de senderistas y entre ellos reconoció al tipo que había conocido en el avión y al momento se saludaron.  Según le comentó venían caminando desde la cumbre, en la carretera de Chamorga e iban a pasar un par de horas en la playa hasta que los recogiese el taxi-acuático. Tan contento se puso de ver a alguien conocido en aquel lugar que le invitó a una lata de cerveza y empezaron a conversar mientras bajaban a la playa.

Ya se había percatado en el avión que le iba el “cachondeito” o el “vacilón” como seguramente hubiera dicho él, por eso no se extrañó que al momento y  con cara de sorna,  le hizo notar que como buen peninsular ya estaba entrado en “modo salmonete”. No se lo tomó a mal, la verdad era que todo su cuerpo, excepto la parte cubierta por el bañador, empezaba a mostrar un aspecto lamentable. Al enterarse que no tenía protección solar, le ofreció  la suya,  de la que  venía bien provisto, y de nuevo, en tono de sorna le aclaró que se buscase la vida, porque si esperaba que se la extendiese por la espalda, lo tenía claro.




Dado que estaba solo, lo invitó a que se integrase en  su grupo y así lo hizo. Allí siguieron conversando en una charla distendida entre baño y baño. Se enteró de que eran tocayos y que compartían la misma fecha de nacimiento, día, mes y año, pero  lugares diferentes. Y que también habían coincidido en COU en el  recién creado Instituto Andrés Bello, y aunque en clases diferentes, porque uno pertenecía a la rama de ciencias y el otro a la de letras,  posiblemente se habrían cruzado en los pasillos o en el patio en más de una ocasión.

       El otro José, o Pepe como le llamaban sus compañeros, tenía la hora de recogida a las tres y él a las cinco, pero viendo que su situación “dermatológica” empeoraba por momentos, le ofreció intercambiar los billetes de regreso, al fin y al cabo él podría regresar con otro grupo de compañeros y aparentemente estaba más preparado para resistir aquel “solajero”. A José Padrón no se le hubiera ocurrido sugerir aquel intercambio, pero agradeció con todo el alma  su ofrecimiento.

      A las tres y media estaba ya en San Andrés y a las cuatro en Santa Cruz, pero antes de regresar al hotel no le quedó otro remedio que acercarse a una farmacia a comprar alguna crema para mitigar aquel ardor de piel. Si sus colegas de oncología lo hubiesen visto con aquella piel enrojecida no lo hubieran creído. Cuando llegó a la habitación lo primero que hizo fue telefonear  a la clínica, porque en Antequera no había cobertura y temía que le hubiesen llamado durante la mañana, sin embargo, no tenía ninguna “perdida”, así que respiró tranquilo. Le informaron que la situación seguía igual que por la mañana, es decir, “empeorando” dentro de la gravedad.

 

( La Herradura, 1 de julio, 2005)

      Un grupo de senderistas  peninsulares se adentra por la meseta de Tisdafe  en busca del famoso Garoé, fin de su ruta. Han dejado el coche junto a la iglesia de La Candelaria, en el valle de El Refugio, y ascendido por el camino de Sinama hasta el mirador homónimo; desde allí, tras pasar por las últimas viviendas  del caserío de San José, se desvían de su ruta unos centenares de metros para visitar  Los Pedregales.

        Según indica el panel informativo se encuentra a unos 1.070 m. de altitud, en un paraje oculto al mar, buscando  quizás la protección ante los piratas que antaño frecuentaban las aguas de las islas. Fue uno de los primeros asentamientos de los colonos tras la ocupación de La Herradura, ahora totalmente abandonado y convertido en un conjunto de muros de piedra seca. Rodeado de tierras con cierta aptitud agrícola y con buenos pastos, una pared de piedra seca cerca todo el conjunto habitado, con el fin de evitar la entrada del ganado a las pequeñas parcelas que se encontraban dentro del poblado.

        Las casas también eran de piedra seca, de una sola planta y pequeñas dimensiones, con cocina adosada y retrete separado de la casa. La techumbre era de paja y las paredes carecían de revestimiento exterior. Cada casa contaba con un aljibe enterrado donde se almacenaba el agua de lluvia. Existe un camino central del que parten otros más estrechos a cada una de las viviendas y al exterior. En este espacio tan reducido lograron sobrevivir un par de decenas de familias herreras durante siglos con lo que la naturaleza ponía a su alcance.

 

(Santa Cruz de Tenerife,1 de julio, 2017)

      José Padrón había pasado una noche “de perros” y tan agotado estaba que ni siquiera había oído “el despertador” de Los Lavaderos. Por suerte no se trataba de ninguna pesadilla, simplemente la espalda y las extremidades parecía que estaban en “llaga viva”. Tuvo que aplicarse aquella crema en varias ocasiones durante la noche. Cuando despertó eran más de las nueve y tenía varias llamadas perdidas en el móvil, eran de la clínica.

         Solamente dedicó unos minutos a asearse y sin tan siquiera tomar un café se dirigió al centro temiendo lo peor. En efecto, le comunicaron que sobre las cinco de la mañana doña Carmen había fallecido. Sintió un profundo dolor, pero en esta ocasión no pudo echar ni una lágrima, quizás en su interior pensaba que al fin su madrina había alcanzado el descanso que necesitaba, aquel sufrimiento de los últimos días era ya innecesario, estaba de más.

A pesar de que era domingo no tuvo problemas en contactar con la compañía de decesos que inmediatamente se hicieron cargo de todos los trámites, mientras en la clínica se llevaban a cabo los que les correspondían. Como era costumbre en la época, sus tíos nada más llegar de Cuba habían contratado un seguro de decesos con El Ocaso, que durante años pagaron religiosamente con la tranquilidad que tendrían asegurado un sepelio digno cuando llegase el momento.

Al medio día se trasladó al tanatorio de Santa Lastenia donde ya había llegado el féretro y lo estuvo velando un par de horas. Le parecía absurdo estar sentado allí solo, pero no había a nadie a quien llamar para que le acompañase en el trance. Marisa le había propuesto coger el primer vuelo con destino a Tenerife, aunque tuviese que hacer escala en otra isla, pero él se negó, al fin y al cabo nada podría hacer ya y en un par de días regresaría a Madrid.

        Harto de estar sentado en aquel habitáculo se decidió a dar una vuelta por el interior del cementerio. Recordaba muy bien donde se encontraban las tumbas de su padrino y la tía Lupe, porque había asistido a sus entierros  tiempo atrás. En efecto, su memoria no le fallaba, sus tumbas estaban una junto a otra: Juan  Padrón Padrón  (1907-1976) y María Guadalupe Padrón Padrón (1910-1991)  y a su lado, el espacio destinado a la tía Carmen y que habían adquirido “a perpetuidad” mucho tiempo atrás, cuando esta modalidad aún era posible.

Su madrina, en los últimos años de su vida, al menos en los que aún estaba en sus cabales,   había manifestado que deseaba ser incinerada; desde niña tenía pavor al hecho de ser devorada “por los gusanos”, como ella solía decir, y cuando conoció la posibilidad de la incineración respiró tranquila. Pero no quería que sus cenizas se esparciesen por ningún lugar, simplemente descansar junto a su marido. Y en efecto, a la mañana siguiente sus últimos deseos se verían cumplidos.

Después de que los empleados del cementerio colocaran la urna con las cenizas en el nicho y la sellaran con una sencilla lápida,  donde solo aparecía: María del Carmen  García Pita (1917-2017) tomó conciencia de ahora sí que era el único miembro  vivo de su familia paterna, que era en realidad la única que había conocido: el último “Padrón”; lo de último era seguro, después de varios años de casado y de infinidad de pruebas y tratamientos era evidente que la imposibilidad de engendrar un hijo era suya, y no de Marisa.  Asumieron con tranquilidad la situación y ni siquiera se plantearon el tema de la adopción, ni  por supuesto, la adquisición de un perro. Se tenían uno al otro y el trabajo los llenaba plenamente.

En estos pensamientos se encontraba cuando percibió que jamás había visitado la tumba de sus padres; desde su infancia, aquellos habían quedado en el olvido más absoluto; no sabía nada de ellos. Cuando alguna vez preguntó a sus tíos, poco pudieron decirle; solo que era el menor de los tres, que se llamaba Antonio y que poco más recordaban de él, pues muy jóvenes abandonaron el hogar familiar. De su madre, ni siquiera eso, jamás la habían visto y lo poco que se sabía fue de cuando tuvieron que tramitarle el DNI; simplemente que era herrera y se llamaba María Febles Castañeda.

        Se le ocurrió que había llegado el momento de visitar el lugar de origen de su familia y donde había nacido. Cuando gran parte de peninsulares había conocido la mayoría del Archipiélago, él, siendo canario, ni siquiera había visitado La Herradura. Y en ese momento tomó la decisión; en cuanto resolviese los problemas legales que implicaban la muerte de su madrina, iría a pasar unos días a La Herradura, al fin y al cabo tenía una licencia abierta y el desenlace se había demorado menos de lo esperado.

   

(Los Pedregales, isla de La Herradura, 13 de julio de 1957)

        La mujer de Antonio Padrón estaba dando a luz en el caserío de Los Pedregales. El calificativo le venía grande, en realidad lo que había sido un pequeño caserío como otros muchos de la isla de La Herradura había corrido peor suerte que el resto. Apenas quedaba una casa en pie, la suya,  rodeada por numerosas paredes de piedra seca a modo de esqueletos de lo que en tiempos no muy lejanos fueron viviendas como la suya; pobres, sí, pero con moradores laboriosos, en su mayoría pastores como él. Hacía muchos años que sus últimos vecinos, medio familia, abandonaron Los Pedregales y en lo que había sido su vivienda crecían pencas y matojos.

      Él también debía haber abandonado aquel lugar hacía años, como su hermanos Juan y Lupe, que se marcharon a Cuba muy jóvenes y nunca más regresaron, ni tan siquiera cuando padre murió, ni tan siquiera por una “bajada”. Pero su madre se negaba a abandonar la casa donde nació, donde había parido a sus hijos y donde estaba a punto de nacer el último “Padrón”. Años atrás podría haberse ido a Venezuela o a Tenerife, como otros muchos pastores que abandonaron las tierras de Tisdafe y Jazofa en busca de una vida mejor para ellos y sus familias, sobre todo tras la gran “seca” del 47.  Cuando ya había perdido las esperanzas de encontrar una mujer que quisiera compartir sus penas y las de su madre, se tropezó con María Febles.

        María era mucho más joven que él, la había conocido en una de las últimas mudadas, por el camino de Sinama, mientras bajaba con su madre y los animales al Valle de El Refugio. María estaba sola, más que él, que al menos tenía a su madre; no le importaron los cuarenta años que él había cumplido ni el lugar donde tendría que vivir, en medio de la nada, entre San José y Fiñor. Enseguida se casaron en la iglesia de San José; era la primera vez desde que su madre recordaba que se celebraba un matrimonio con alguien que no fuese Padrón, y ahora, pasados unos meses, estaba a punto de nacer el primer Padrón desde hacía casi medio siglo. Era ya de madrugada y se alejó de la casa a echarse un cigarro y mirar a los animales. En medio de la oscuridad se oían los gritos de María, pero solo los escuchaba él, las viviendas más cercanas estaban a casi dos kilómetros. Bueno, él y su madre, que a pesar de su vejez y ya  medio ciega, la ayudaba como podía. Ella siempre se había enorgullecido de  haber parido sola a sus tres hijos, como el ganado, los últimos “Padrones” de Los Pedregales, mientras su marido estaba con las ovejas en el campo.

        Ya  amanecía cuando cesaron los gritos y se acercó a la casa. María, en la cama, trataba de darle el pecho a la criatura. A la luz de una vela vio por primera vez a su hijo,  ¡un Padrón! No podía hacer nada más, eso eran cosas de mujeres, así que tras tomarse un tazón de leche con gofio y unos higos pasados se dirigió a la gorona en busca de las ovejas. Hoy iba a celebrar el nacimiento de su hijo, le apetecía hacerlo, así que llevó consigo un cacharro de latón, la navaja la llevaba siempre.  Pero antes de partir, le quedaba una última tarea, no hizo falta que su madre le diera indicación alguna, sabía lo que tenía que hacer, así que en silencio, para no despertar a las mujeres agotadas por los trabajos pasados y a la criatura que seguramente dormiría, dejó en el patio el borreguillo más pequeño del rebaño.  Un par de horas más tarde, su madre,  a tientas, salía al patio con un cuchillo en la mano.

        Convencido de que no había otros pastores por los alrededores, esa mañana, Antonio Padrón se dio un verdadero “atracón”. Estaba contento por el nacimiento de su hijo y había que festejarlo, pero lo cierto es que ya lo necesitaba, porque desde que María vino a vivir con ellos no había vuelto a probarla.

 

(Tenerife, 13 de julio, 2017)

      El puerto de Los Cristianos iba quedando atrás y ante él aparecía una imagen de la isla completamente diferente a la que había visto en infinidad de ocasiones,  cuando los aviones preparaban el aterrizaje en Los Rodeos. En apenas cuatro horas llegaría a La Herradura donde pasaría unos días.

       Atrás quedaba más de una semana de complicaciones, notaría, abogados, catastro, etc. Una verdadera pesadilla; jamás pensó que todo aquello iba a resultar tan complicado, a pesar de que se trataba del único heredero. Pero al fin estaba casi todo resuelto. Lo único positivo de estos días fue que en cuanto tenía tiempo libre, a cualquier hora, se trasladaba a Las Teresitas y disfrutaba  de la playa como antes nunca había hecho. En las contadas ocasiones en las que había pasado una semana con Marisa en cualquier playa de Levante o del Cabo de Gata, permanecía la mayor parte de tiempo bajo la sombrilla,  leyendo, y volvía a casa sin rastro en  el color de su piel de aquellas semanas. Pero ahora era todo diferente, el espejo del baño no engañaba,  después del percance de Antequera su piel había ido cogiendo color, ahora sí podría pasar “desapercibido” entre los chicharreros. Seguro que si se volviese a encontrar con Pepe éste le haría alguna observación al respecto, en todo caso, ya no quedaba rastro alguno de aquel “modo salmonete”.

Había heredado la casa familiar del Toscal y además algunos terrenos en La Herradura. El tío Juan y su hermana Lupe,  pasados unos años de la muerte de sus hermano menor, habían organizado todo para que en su momento él quedase como propietario como último de los “Padrón”; sin embargo, nunca se había hablado de ello y aquellos documentos de propiedad que permanecieron durante décadas en la notaría, solo deberían darse a conocer tras la muerte de doña Carmen.   

       En realidad tenían un escaso valor económico, tanto por su superficie como por la calidad de las tierras,  y con certeza esta habría empeorado tras décadas sin atención. La casa de Los Pedregales, dónde había vivido la familia posiblemente durante siglos, había sido expropiada por el Cabildo años atrás cuando se ejecutó un plan de mejora de aquel caserío en ruinas, a cambio de cancelar la deuda que poseía la propiedad en impuestos que no se habían abonado en décadas. Por otra parte, poco quedaba en el banco, la tía Carmen había estado durante casi quince años en una de las residencias más caras de la ciudad y esto había mermado considerablemente sus ahorros y los que heredó tanto de su marido como de su cuñada.

Aunque aún no los había visto, no tenía intención de  desprenderse de aquellos terrenos familiares de La Herradura, ya lo había hablado con Marisa, y lo mismo pensaba de la casa del Toscal. Dado que se había mantenido en tan perfecto estado después de quince años cerrada, pensaba que podía continuar así algunos más y mientras meditaría con tranquilidad que hacer; ahora su capacidad de aguante en temas legales había llegado al límite seguramente por una larga temporada.

Al fin atracó el barco en el Puerto del Poste, puerta de entrada y salida de La Herradura durante  más de seis siglos, al menos hasta que se abrió el aeropuerto. Al bajar con el coche  y adentrarse en la carretera que se dirigía a Villaverde, capital de la isla, experimentó una impresión desconcertante, casi angustiosa, la carretera ascendía serpenteante por aquellos paredones y resecos, dejando atrás un pequeño núcleo de casitas blancas junto a la figura descomunal del ferry. Le dio la impresión de que era imposible que personas pudieran vivir en aquel ambiente. Sin embargo, aquella sensación cambió completamente a los pocos minutos cuando entró en la Villa; ésta se extendía entre pequeños lomos a lo largo de la carretera, que actuaba como calle principal. A pesar de la sequedad del verano se respiraba cierto frescor debido a la altitud y sobre todo una sensación de gran serenidad.

Durante los días que había estado preparando el viaje encontró bastante información sobre la isla y las recomendaciones iban siempre dirigidas al Valle de El Refugio. Así que había reservado una habitación en un pequeño hotel en La Linde, la capital municipal. Paró en un bar de la calle principal de Villaverde y enseguida llamó su atención la forma de hablar del camarero. Por un momento le vino a la cabeza su tío Juan, aquella forma de hablar tan diferente a todas las personas que conocía,  aquellas eses tan sonoras; ni siquiera décadas en Cuba hicieron que perdiera su acento herrero, que conservó hasta su muerte. La tía Lupe, en cambio, no lo conservaba, quizás porque se trasladó a Cuba mucho más joven y enseguida adoptó buena parte de aquel acento caribeño.




        A continuación se dirigió a pie a la iglesia de La Concepción donde había quedado con el párroco por teléfono. Le había comentado sobre sus orígenes y su deseo de conocer algo más de su familia, y para ello,  aparentemente la única fuente serían los registros parroquiales. El sacerdote, que además de párroco de La Concepción de la Villa ostentaba la condición de arcipreste de La Herradura,  era relativamente joven y muy cordial;  le explicó que había tenido suerte en su propósito, porque los archivos de todas las parroquias de la isla estaban centralizados en Villaverde. En la década de los sesenta del siglo pasado únicamente se dejaron en las sacristías de las diferentes parroquias los libros de nacimientos, matrimonios y defunciones que estaban en uso; todo el resto de los archivos parroquiales, algunos correspondientes al siglo XVII, se habían trasladado a la sede del arciprestazgo. Esta decisión había sido tomada por motivos de seguridad, debido a la gran oleada emigratoria de aquellos años que vació la mayoría de los caseríos y redujo la población de La Herradura casi a la mitad. Por desgracia en aquellos momentos no lo podría atender porque había surgido un imprevisto, pero quedaron para la mañana del día siguiente.

        En lugar de dirigirse al hotel a través del túnel de Los Roquillos, decidió pasarse antes por Los Pedregales, lugar donde había nacido justo hacía 60 años, puesto que aquel día era su cumpleaños. Salió de la Villa y comenzó a ascender por la carretera camino de Tisdafe; a los pocos minutos bordeó el caserío de Fiñor y algo más adelante atravesó San José; quería antes de nada acercarse al mirador de Sinama, desde donde era posible encontrar las mejores vistas del Valle de El Refugio. En efecto, el panorama era extraordinario, un desnivel impresionante y un azul increíble del cielo y el océano que se confundían en la distancia. Pero lo que realmente más le había impresionado desde que se acercó a San José era la horizontalidad del paisaje, algo que jamás había visto en Tenerife y que sin embargo le recordaba, salvando las distancias, a los campos  meseteños, a no ser por la infinidad de muretes de piedra que delimitaban las parcelas y cuadriculaban el paisaje.

Volvió sobre sus pasos hasta San José y siguiendo la reciente carretera que se dirigía al centro de interpretación del Garoé, se desvió a la derecha hasta Los Pedregales. A pesar de que era verano y la isla debería estar llena de turistas, apenas se había tropezado con algunos coches desde que salió de la Villa y un par de personas en San José; de resto,  la única señal de vida con la que se encontró había sido el escaso ganado que  descansaba en aquellos cercados.

Cuando bajó del coche y comenzó a deambular por Los Pedregales sintió en varias ocasiones un intenso escalofrío. Hacía sesenta años que había nacido en cualquiera de aquellas casas en ruina, cuyo único recuerdo eran unos muros de piedra seca colonizados por la vegetación, sobre todo las pencas que alcanzaban unas dimensiones enormes. Allí seguramente habría correteado bajo la vista atenta de sus padres y su abuela, pero no recordaba absolutamente nada.

        En aquel silencio, que jamás había experimentado en su vida, interrumpido solo por el sonido de sus pisadas, sintió una sensación intensa  de “pertenencia”, posiblemente de vuelta a su verdadero hogar,  el lugar donde con seguridad los “Padrón” habían vivido y sufrido durante siglos. Allí permaneció un tiempo indeterminado, explorando cada rincón, releyendo el panel informativo del Cabildo e intentando encajar sus primeros años en aquellas notas asépticas y frías; pero sobre todo, experimentando sensaciones únicas que le marcarían, con certeza,  para el resto de sus días.

Cuando abandonó Los Pedregales tuvo la necesidad de llamar a Marisa y contarle esta experiencia, pero fue en vano, tenía el móvil apagado, posiblemente estaría realizando alguna intervención. Pero  también salió de allí con la convicción de que debería regresar a aquel lugar en cuanto tuviera ocasión, por supuesto acompañado por Marisa. En lugar de continuar la carretera hasta Tarazoca y desde allí tomar el túnel, que era la ruta más corta, decidió coger la vía que tradicionalmente  desde la Villa se dirigía al Valle de El Refugio y donde casi sesenta años atrás se había producido aquel terrible accidente que acabó con sus padres y cambió por completo su vida.

 

(La Herradura, 14 de julio, 2014)

      Después de unos meses de pruebas entra en funcionamiento la central hidroeléctrica de La Herradura, la primera central de producción de electricidad que aúna cinco generadores, dos depósitos de agua de diferente altura, una estación de bombeo y una central hidroeléctrica. La isla se convierte en referente mundial al producir la mayor parte de la electricidad que necesita abasteciéndose únicamente con energías renovables.

       Lo más importante es que por fin se acaba con la precariedad hídrica que durante siglos pesó sobre los herreros como una maldición, porque esta electricidad producida con energías limpias hace funcionar a las tres pequeñas desalinizadoras de agua del mar que abastecen a la isla.

 

(Villaverde, isla de La Herradura, 14 de julio 2017)

        José Padrón no había salido de la habitación  desde que llegó de Los Pedregales el día anterior;  apenas un momento para comprar agua en la recepción. El único alimento que había tomado en todo el día, además del desayuno, fue una enorme piña tropical que el hotel había dejado como regalo de cortesía en su mesilla de noche. Las emociones de la mañana habían sido muy intensas y estaba agotado, necesitaba asimilarlas.

       Se había levantado muy temprano y antes de desayunar había dado una vuelta por los alrededores. Subió al pequeño cono volcánico donde se ubicaba el campanario de la parroquia de La Candelaria, la segunda más antigua de la isla y que se situaba a los pies del mismo. También se fotografió junto al   cartel de inicio del antiguo camino de Sinama, el que con toda seguridad utilizarían sus ancestros en las tradicionales “mudadas” desde Los Pedregales hasta el Valle de El Refugio.

        Había quedado a las diez con el párroco de Villaverde, así que tomando el túnel, en menos de media hora ya había llegado a la iglesia. El sacerdote le comentó que el archivo, situado  en la sacristía,  era todo suyo, que en realidad había unas estrictas normas de uso pero tratándose de él no había ningún inconveniente en que revisase lo que venía buscando. Le señaló la estantería donde se encontraban todos los libros y documentos de la parroquia de San José, excepto los más recientes, pero esos no tendrían interés para él.  Le indicó que cuando acabase, si él no había llegado se lo indicase a las señoras que estaban a cargo de la iglesia para que cerrasen las puertas.

      Se puso manos a la obra y después de un par de horas de investigar concluyó que los “Padrón” residían en Los Pedregales, caserío perteneciente a la parroquia de San Andrés,  desde la creación de ésta en el siglo XVII y posiblemente desde mucho antes. También observó  que pese a la endogamia en espacios tan limitados como La Herradura era un fenómeno normal, en el caso de su familia era exagerado; en realidad, a lo largo de varios siglos salvo contadas excepciones, solo aparecía el apellido Padrón en los libros de matrimonio, nacimiento y defunción. La más reciente  de aquellas había sido su madre, María Febles Castañeda, hija natural de Reyes Febles Castañeda, del caserío del Piñal.  Había nacido en 1935, por lo que cuando se casó apenas tenía 22 años  y 25 cuando falleció. Su padre, Antonio Padrón, había nacido en 1917 y ya tenía cuarenta años cuando contrajo matrimonio; falleció en aquel accidente tres años más tarde.

En realidad no era mucha más la información que podría obtener de aquellos libros sobre sus padres;  así que se puso a rebuscar entre algunas cajas que se encontraban en la parte baja de la estantería. Daba la impresión de que no se habían abierto en décadas, incluso antes de ser trasladadas desde la parroquia de San Andrés. La mayoría carecía de interés y en su mayor parte eran ilegibles, dada su antigüedad y los efectos de la humedad, tan constante en Tisdafe.  De todo lo que allí había, llamó su atención un pequeño cuaderno, cerrado herméticamente con varias cintas descoloridas y que tuvo que abrir con mucho cuidado para no deshojarlo.

Estaba fechado en 1918 y redactado por el sacerdote que se hacía cargo, por aquel entonces,  de las parroquias de San Andrés y El Piñal. Le intrigaron los primeros párrafos, donde  el sacerdote indicaba que la información que allí se reflejaba procedía del secreto de confesión y por tanto, no podía hablar de ella con nadie; sin embargo, después de haberlo meditado profundamente durante un tiempo, consideraba que debía plasmarla, por lo menos por escrito, para que su conciencia quedase tranquila.

     Según parece, cuando a su llegada a la parroquia procedió a visitar los caseríos que de ella dependían para seleccionar a los niños y niñas que debía preparar para la primera comunión, había encontrado ciertas reticencias en Los Pedregales; allí, en dos viviendas, residían los miembros de una misma familia, que había puesto muchos inconvenientes para que una niña de unos ocho  años, María Guadalupe Padrón, asistiese a la catequesis que se celebraba los domingos, a continuación de la misa. Alegaban que la iglesia se encontraba algo alejada y no había nadie que la acompañase, además de que tenía que ayudar a su madre con su hermano recién nacido. A pesar de tales inconvenientes, tal como siguió relatando, consiguió que la niña asistiese a misa y a la catequesis con relativa frecuencia, tras la promesa  de que a la vuelta a casa la acompañarían dos  muchachas de San José. 

      José Padrón  seguía leyendo mientras el corazón parecía que iba a salir de su pecho por la velocidad que tomaban sus latidos; al mismo tiempo, continuos escalofríos recorrían su cuerpo conforme avanzaba párrafo tras párrafo. Era indudable, que aquella niña era su tía Lupe. Temía seguir leyendo, porque no quería imaginar, ante lo críptico de la presentación de los primeros párrafos, con lo que se podía encontrar.

        Según parece, el domingo antes de tomar la comunión, y temerosa de hablar de  sus “pecados”, la niña en su inocencia,  le había preguntado al sacerdote si una cosa que quería contarle era o no pecado, para poder confesarse. Ésta le había relatado que en su casa tenían una costumbre de la que no podían hablar a nadie, ni siquiera entre ellos. Desde pequeños, a los Padrón se le mezclaba sangre de los animales con la leche de vez en cuando, especialmente cuando eran muy pequeños; ella misma preparaba el cazo para su hermano que había nacido meses atrás. Según su madre esto se hacía para acostumbrarse a beber la sangre de aquellos; así, cuando no hubiera agua, porque no llovía y se secaba el aljibe, podrían beberla y lo morir de sed, como le pasaba a otras personas que no conocían este remedio.

       Su madre le contó que gracias a esta costumbre, su familia  había sobrevivido a muchas “secas” en el pasado. Lo que pasaba es que luego cuando crecían, aunque no faltara el agua, daban muchas ganas de beber sangre, casi siempre. Pero no a todos, su hermano mayor Juan y su padre, nunca la bebían;  pero ella y su madre, cuando se quedaban solas, muchas veces cogían algunas gallinas y las desangraban cortándoles la cabeza  para beberla, porque los animales grandes estaban en el campo.

        Según refería el sacerdote en su relato, quedó profundamente impresionado por las explicaciones de aquella inocente y sintió una gran pena cuando al final de su relato, la niña le preguntó si aquello era pecado y tenía que confesarlo. Le había contestado que posiblemente no lo fuera, pero que el próximo domingo, antes de la comunión, lo confesase. En realidad, y según escribió, era un modo de que toda aquella información se mantuviese como secreto de confesión y no se viese en la obligación de trasladarlo al párroco de La Concepción, superior de todos los de la isla, o a las autoridades. Confesó también que después de varios días de inquietud y muchas oraciones, había decidido reflejar por escrito aquel relato, justo la misma tarde en que maría Guadalupe hizo su primera comunión.

       El lector podrá imaginar la sensación de ansiedad que generó aquella lectura a José Padrón, pero al mismo tiempo, un sentimiento de tranquilidad; era como si por fin hubiese encontrado la ficha que le restaba para completar aquel “puzzle” donde se resumía su historia y la de todo su linaje.

        Dejó aquel manuscrito tal como lo había encontrado y abandonó el archivo parroquial de Villaverde. A partir de ese momento se dedicó a recorrer todos los rincones de aquella isla en la que tenía sus orígenes, embriagándose con sus paisajes, sus olores y sus silencios. En cualquier rincón donde hacía una parada, instintivamente ordenaba y reorganizaba sus recuerdos, ayudado por la luz que había aportado aquella lectura y resolviendo todas las dudas que sobre ellos tenía. La última noche que pasó en el hotel convenció a Marisa, por teléfono, de que lo más pronto posible deberían retornar juntos a La Herradura. Y se prometió que la historia quizás inconfesable del linaje de los Padrón se mantendría en el más absoluto de los secretos y moriría con él, el último Padrón.

       El día de su partida salió muy temprano del hotel, quería visitar la tumba de sus padres antes de embarcar en el ferry. Desgraciadamente, a pesar de que se trataba de un camposanto de pequeñas dimensiones, nada que ver con el que conocía de Madrid, le fue imposible localizar la tumba de sus progenitores. A pesar de que revisó bien el patio donde se ubicaban los nichos correspondientes a finales de los cincuenta y principios de los sesenta no encontró nada. Preguntó a uno de los trabajadores que por allí se encontraba realizando labores de mantenimiento y  según él, no se había realizado ningún tipo de obras desde aquellos años en ese sector. Lo más probable es que si los nichos no eran “en propiedad”, pasado el periodo pertinente, los huesos pasaban al osario  si nadie los reclamaba antes para trasladarlos a un nicho “de restos”.

      A pesar de la frustración  que sintió, no le apetecía acercarse al osario, así que con un nudo en la garganta ante la imposibilidad de darle un sencillo homenaje a sus padres, simplemente con su presencia después de casi sesenta años, tomó en camino del ferry.

 

(Los Rodeos, Tenerife, 17 de julio, 2017)

      Después de tres semanas de su partida, Juan Padrón regresaba a casa; se sentía otra persona diferente después de haber resuelto tantos enigmas de su vida, y sobre todo, tenía el convencimiento de que nunca más volverían a presentarse aquellas pesadillas que desde que era niño le habían estado persiguiendo.

      Tras dejar el coche en el aparcamiento de la compañía de alquiler y entregar las llaves, se dirigió al mostrador de facturación.  Cuál no sería su sorpresa cuando en que la fila vecina, de otra compañía aérea,  volvió a encontrarse con Pepe, al que acompañaba su mujer. Según le comentó, se dirigía con destino a Madrid y al día siguiente partían rumbo a Jamaica donde pasarían unos días de vacaciones.

      Mientras esperaban sus vuelos y charlaban distendidamente tomando un café,  José Padrón no hacía sino pensar en las casualidades de la vida; estas le habían hecho encontrarse con aquel tipo en tres momentos diferente, y que sin conocerlo de nada, era la persona con la que más tiempo había hablado desde que había salido de Madrid. Al despedirse, intercambiaron sus números de teléfono, pues tenía previsto volver muy pronto a la Tenerife y quería invitarles a almorzar, aunque solo fuese como modo de agradecimiento por aquel intercambio de tickets del taxi-acuático que casi le salva la vida.

Simplemente… una cuestión de hemoglobina.

  José Solórzano Sánchez ©