domingo, 15 de noviembre de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 17. ARAFO. UN ENAMORADO DE LA MÚSICA.

 




Arafo es hijo de Güímar y presuntamente de El Escobonal.  Su “llegada” a la familia Nivaria-Achinech es una de las “historias”, por llamarla de alguna manera, que ni siquiera el paso del tiempo ha podido esclarecer. Su madre, mujer discreta donde las haya, ha guardado siempre un hermetismo absoluto sobre su paternidad. Esta incerteza generalizada entre sus familiares y conocidos ha provocado que por los indicios que se tienen se le asigne al Escobonal.  Güímar, por su parte,  a lo largo de los años siempre ha mantenido la misma postura, como suele decir: “ni confirmo ni desmiento, simplemente no me pronuncio”.

El agachero, a pesar de su fama de tarambana, ha tenido siempre una actitud respetuosa hacia Güímar y nadie puede decir que de su boca haya salido comentario al respecto. Ni siquiera cuando ha estado un poco “chispado”  sus amigos han conseguido sacarle palabra alguna. Pero todo hay que decirlo, es de suponer que sea verdad o no, en su fuero interno debe sentirse profundamente orgulloso de que se piense que ha tenido un hijo con la gran señora del Valle.

 Como ya señalamos en el capítulo dedicado a Güímar, después del nacimiento de Arafo,  ésta ha evitado cualquier contacto con el “presunto” padre, hasta el punto que nunca más ha sobrepasado la ladera que lleva su nombre para trasladarse al Sur, a fin de no encontrárselo y mucho menos de dar pie a más comentarios y murmuraciones. Declaró “terreno infranqueable” al tramo de camino real y luego de carretera general que atraviesa Agache. Para trasladarse a visitar a sus hermanos y sobrinos  de Abona ha optado por  la vía marítima; el muelle del Puertito lo tiene muy cerca y siempre hay algún pescador dispuesto a llevarla  a cualquiera de los embarcaderos que pueblan la costa sureña. Cuando visita a Fasnia o a Arico, se traslada a Los Roques o al Porís, respectivamente. Si lo que quiere es visitar a su sobrina Granadilla, se dirige al Médano y  si es a San Miguel, entonces desembarca en  Los Abrigos. En cambio, cuando lo que quiere es ir a casa de su hermana Vilafor o de su sobrina Arona, pide que la lleven  hasta Los Cristianos.

Ya comentamos también los problemas que el inesperado embarazo le causó  con el resto de la familia, especialmente con su madre. Aunque también habría que decir que desde el primer momento tuvo el apoyo incondicional de su hermana menor Santa Cruz, chica moderna y liberal, y de Arico y Fasnia, a los que estaba muy unida.

La Laguna, desde que se enteró de la noticia, propuso un traslado de su hija a cualquier otra isla, hasta el alumbramiento ¿a qué nos suena esto? y  la entrega en adopción de la criatura a algún pariente lejano, o como mucho, su ingreso en la Casa Cuna, donde podría visitarla ocasionalmente en calidad de “madrina”. Evidentemente, la embarazada se opuso rotundamente a tales propuestas y gracias a ello contamos con otro personaje para nuestro relato.

Como hijo único y sin la presencia de la figura paterna,  Arafo creció en sus primeros  años  sobreprotegido y atado a las faldas de su madre y aún más   a las de su tía Fasnia, que durante mucho tiempo vivió con ellos y  en buena medida volcó sobre su sobrino sus ansias maternales. No obstante, su tío Arico actuó siempre como  contrapeso a esta influencia femenina siendo un modelo para él y dedicándole muchos de sus ratos de descanso. Hay quien dice que fue la abuela, La Laguna, mujer chapada a la antigua,  quién insistió en esta intervención de Arico, temiendo como dijo en más de una ocasión, que el niño “se amariconase” viviendo “enconejado” con sus dos hijas. Pero nosotros que conocemos a Arico, podemos deducir, que independientemente de las sugerencias de su madre, su actitud hacia su sobrino hubiese sido la misma.

Ambos tíos apadrinaron a recién nacido cuando fue bautizado en la parroquia de San Pedro. Su tía y madrina, Fasnia,  propuso el nombre que le sería impuesto y tanto a la madre como al padrino les resultó muy adecuado, sobre todo, porque los tres compartían también un nombre aborigen. Fasnia estaba leyendo por aquellos tiempos el poema de Antonio de Viana, donde se relataba la conquista de Tenerife y en cierto modo la historia de buena parte de su familia. Le pareció muy curioso el nombre de Arafo, que jamás había oído. Según parece, fue un sigoñé o achimencey guanche de Añaterve de Güímar, que se exilió voluntariamente  junto al mencey de Taoro, Bencomo, pues no aceptaba la paz concertada entre Añaterve y el adelantado Alonso Fernández de Lugo; según se cuenta en el poema, murió en la batalla de Acentejo luchando contra los castellanos.

Con respecto a la ceremonia y al nombre elegido, habría que comentar que  muy pocos familiares asistieron al bautizo, porque aún existían tensiones entre madre y abuela, y muchos temían contrariar a la matriarca, así que mandaron su regalito y excusaron su ausencia con diferentes motivos. Quien sí acudió, aparte de los padrinos y la madre, fue su tía Santa Cruz, quizás más por desairar a La Laguna, que por la ceremonia en sí.

  Por otra parte, Güímar, persona muy culta y especialista en temas de historia y prehistoria de la isla, como ya sabemos, era conocedora de las débiles bases históricas que sustentaban el citado poema, en el que mucho de sus personajes no existieron realmente, sino que fueron producto de la imaginación o creatividad, según se mire, de su autor. Así que, en cuanto tuvo tiempo y ocasión, se dedicó a investigar minuciosamente al respecto y llegó a la conclusión de que, efectivamente, Arafo, aunque formara parte del léxico aborigen, no correspondía a ningún personaje, al menos, de los que participaron en la conquista. Sin embargo, haciendo gala de su educación y prudencia, mantuvo en secreto su investigación, dejando las cosas como estaban.

El niño, conforme crecía, animado por las historias que le contaba su tía Fasnia sobre el origen de su nombre, se sentía fascinado por aquél guerrero, al que trataba de emular siempre que jugaba con sus amigos por los barrancos y malpaíses del Valle, portando el banot que le había fabricado su padrino.



Entre sus compañeros de juegos de la infancia se encontraba un pequeño grupo de vecinos del Valle: Malpaís, Cuevecitas y Araya, hijos de Igueste, que como se comentó en otro capítulo era medianero de Candelaria; también dos hermanos, El Socorro y La Hidalga, que vivían muy cerca. Muy pronto, ese pequeño grupo se vio incrementado con la llegada a su casa de su “prima” Candelaria. Ya comentamos, en el capítulo referente a ésta, como sus orígenes familiares son un tanto inciertos, aunque sí está claro que era huérfana desde muy niña, que pertenecía de alguna manera a la familia de los Nivaria-Achinech, y que desde la pérdida de sus padres quedó bajo la protección de La Laguna.

También sabemos que la matriarca, era buena “organizadora” de la vida de los demás, pero ya estaba algo mayor para hacerse cargo de una criatura, porque todos  sus hijos ya se habían emancipado, así que se la encomendó a Güímar, que en aquellos momentos dedicaba todos sus esfuerzos a criar a su unigénito. Güímar aceptó gustosa “el encargo”, así que los “primos” se criaron como “hermanos”. Hay quien dice, no obstante, que la intención de este encargo era doble, por una parte miraba por el bien de la huérfana y por otra, “castigaba” a su hija con un doble esfuerzo de “crianza” por no haber aceptado sus sugerencias en lo relativo al embarazo.

Sea como fuere, lo cierto es que Fasnia montó una pequeña escuelita en casa de su hermana, en la que enseñaba a leer y escribir y los rudimentos del cálculo y numeración a sus sobrinos, además de a los hijos de los vecinos que ya hemos citado.  Luego realizaban el examen de “ingreso” que se celebraba anualmente en el instituto de Canarias y si lo superaban ya estaban listos para cursar el bachillerato, si era su deseo.

Precisamente el día de su examen de ingreso en La Laguna, Arafo protagonizó una anécdota que no hay reunión de la familia en la que no se cuente. Su tía Fasnia lo llevaba a La Laguna siempre que iba a visitar a su madre o a realizar alguna diligencia. Tenían que coger el coche de caballos de madrugada y hacer transbordo en La Cuesta; pernoctaban en casa de la abuela y regresaban al día siguiente. Fasnia siempre fue muy mirada para el dinero y trataba de ahorrar de donde podía. El billete Güímar-La Laguna costaba ocho reales ida y vuelta y los menores de 7 años, la mitad. Arafo fue siempre un niño grandullón y en cuanto el conductor del carruaje preguntaba la edad, Fasnia decía 5 años, medio billete. Pasó el tiempo y el conductor por prudencia, y porque la conocía desde hacía muchos años, hacía la vista gorda. Pero el día del examen de ingreso, éste, después de preguntar a Fasnia y convencido de que aquel mocetón de diez años y con pelusilla en el bigote había pasado ya hacía tiempo por los siete, preguntó al niño, para poner en evidencia a su tía, ¿cuántos años tienes?, Arafo, aturdido por la pregunta, totalmente pálido, estuvo un buen rato en silencio, mirando a Fasnia y al conductor y al final respondió: ¡Los que diga mi madrina!

 Desde muy pequeño mostró una sensibilidad especial por la música, afición que nadie consigue explicar de dónde le viene, porque en su familia hasta la fecha a ninguno le había dado por el arte de Euterpe. Sin embargo, siempre hay alguien  que en tono irónico comenta que posiblemente sea debido a que fue concebido con los acordes del pasodoble “Islas Canarias” en las fiestas de San José de Agache. Sea como fuere, lo cierto es que en cuanto acababa sus tareas escolares y sus juegos infantiles, cogía la guitarra, la bandurria o cualquier otro instrumento y pasaba las horas muertas tocándolos.

        Cuando obtuvo el título de Bachiller y pese a la insistencia de su madre, decidió no proseguir sus estudios y comenzó a dedicarse a las tareas agrícolas, que siempre le habían gustado. Le encantaba perderse por los canteros de su madre situados en la zona de Los Loros, cerca de Añavingo y cuidar con esmero sus viñas y frutales. Allí era donde se sentía realmente a gusto. 

En lo que se refiere a sus amores de juventud, y  esto es algo que solamente él sabe, siempre estuvo profundamente enamorado de su prima Candelaria, a la que consideraba su “amor secreto”. Desde que ésta regresó de Venezuela, ya hecha una mujer, está como loco, pero sabe que es un amor imposible. Para Candelaria es como un hermano y por eso, él jamás se atrevería a declararse. Casi todas las tardes, con el pretexto de echar un ojo  a los canteros, se subía al Pico de “Cho Marcial” y allí pasaba las horas muertas observando a la muchacha, mientras ésta tomaba el sol junto a la cueva de San Blas.

Pero al chico aquella vida le agobiaba un poco y después de mucho pensárselo, como tantos jóvenes isleños de la época, decidió embarcarse en la aventura americana. Su padrino le había comentado en varias ocasiones que uno de sus compañeros de estudios con el  que compartía pensión en Cádiz, oriundo del Río de La Plata, había alcanzado una extraordinaria posición tras la vuelta a las colonias. Se había dedicado al negocio de la exportación de cereales y carne de vacuno y las cosas le habían ido muy bien. Mantenían desde su época estudiantil correspondencia frecuente; no olvidemos que incluso La Laguna lo había barajado como posible pretendiente para su primogénita. Arafo le pidió a su padrino que le buscase alguna recomendación con su amigo Buenos Aires, para iniciar allí su aventura.

Dado que el trabajo de gaucho en las estancias de la Pampa o de estibador en los muelles podría resultar excesivo para un chico sin demasiada experiencia, decidieron que de acuerdo con sus dotes musicales podría dedicarse a esta actividada. Le buscarían una colocación de guitarrista en uno de los muchos locales de la ciudad que por aquellos años se dedicaban a un nuevo género musical en auge, el tango argentino. Al muchacho le pareció bien y su madre no puso excesivos reparos, así que comenzaron a tramitar los permisos necesarios para emigrar a las colonias, ya que La Laguna sostenía que todo debía hacerse siguiendo todos los cauces legales.

En el transcurso de estos trámites comenzaron a surgir problemas, porque  por aquellas fechas solo se permitía emigrar a familias completas, para evitar que las colonias se llenasen de aventureros y gente de mal vivir. Parecía que el traslado iba a demorarse por bastante tiempo, hasta que La Laguna encontró la solución. Resulta ser que las malas relaciones con Portugal determinaron que el monarca, para garantizar que España siguiera manteniendo el control total del Río de la Plata, había decidido fundar frente a Buenos Aires una ciudad en el lugar que hoy ocupa Montevideo. Para tal fin  se decretó que esta fuese poblada inicialmente por 25 familias provenientes de Canarias, concretamente de Tenerife, y otras 25 de Galicia (aunque estas últimas nunca llegaron a embarcar). La Laguna, que todavía controlaba el Cabildo de la isla y tenía contactos en todas partes consiguió que su nieto fuese incluido como hijo de una de estas familias, precisamente unos medianeros que trabajaban para ella en San Benito. Una vez llegados allí, el paso hacia Buenos Aires sería fácil.



 Pero en vez de ir las 25 familias,  finalmente solo pudieron viajar 20 pasajeros, entre ellos Arafo. Partieron desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife en el navío Nuestra Señora de la Encina (también conocida como La Bretaña) y 3 meses después llegaban definitivamente a su destino. Ni que decir tiene que acudió a despedirlo al muelle casi toda su familia, registrándose escenas de tristeza y emoción, fundamentalmente su madrina Fasnia. Y así es como sin proponérselo, aquel muchacho participó en la expedición fundacional  de una de las ciudades más conocidas de las colonias americanas.

De su estancia en el Río de la Plata poco se sabe, salvo lo que éste ha contado a su vuelta. A los pocos meses de fundarse Montevideo, el muchacho cruzó el río y se estableció en Buenos Aires. Inmediatamente se colocó como guitarrista en uno de aquellos locales de tangos;  tardó poco en darse cuenta que aquel empleo  le permitía vivir con dignidad, pero nunca conseguiría alcanzar esa gran fortuna con la que todos soñaban al embarcar en los puertos isleños. Así que transcurridos unos años y bastante decepcionado Arafo regresó a casa con el consecuente regocijo de su madre y padrinos.

 El chico, no obstante, había reunido “unas perritas” y después de aquella experiencia americana, venía con muchas ganas de trabajar en el campo, que era lo que en realidad le gustaba; no obstante, tampoco pensaba dejar de lado la música, pero a ella le dedicaría sus ratos libres.

Desde que llegó, sus parientes del Sur trataron de convencerlo para que se fuese a trabajar  con ellos de camarero o en la construcción. En Las Américas  no falta el trabajo y tampoco tendría problemas en lo que respecta al alojamiento, porque son muchos los familiares  que residen en la zona y las puertas de sus casas están todas abiertas para él.  Pero Arafo no se ha decidido a dar ese paso. La excusa es que no quiere dejar sola a  su madre durante mucho tiempo y que cuando saque el carnet de conducir volverá a planteárselo, porque entonces, con un coche, las circunstancias serán diferentes. Excusa absurda a todas luces, con el servicio de guaguas tan bueno que hay para el Sur (como dicen sus primos). Lo que sí es un pretexto  a todas luces es el argumento del carnet de conducir, porque aún sin éste, solo habría que ver la pericia que tiene subiendo con su viejo “jeep” por los caminos de la cumbre.

       Todos en la familia ya empezaban a comentar que llevaba el camino de su tío Arico y  de convertirse en un solterón. Su madre y su tía Fasnia lo animaban para que visitase a sus parientas  y conocidas del Norte,  que son todas unas chicas muy decentes y hogareñas, aunque un poco mayores para él. En cambio, no dicen lo mismo de las del Sur, según su madre, con eso del turismo estaban últimamente un poquito “zafadas”. 

        Al muchacho estos comentarios no le afectaban, porque después de su estancia en las colonias se había forjado un carácter bastante firme para su edad. Así que pidió a su madre que le cediese en propiedad algunos terrenos, más allá del malpaís, para emanciparse definitivamente. Güímar no tuvo inconveniente en acceder a sus deseos viendo la seriedad y buena disposición de su hijo. El chico se estableció en las cercanías de la antigua ermita de San Juan Degollado y comenzó a dedicarse de lleno a la actividad agrícola. Además, aconsejado por sus padrinos, invirtió parte de su capital en las galerías, obteniendo pingües beneficios, ya que el acuífero de la cumbre estaba muy poco explotado en aquellos momentos.

    Con el tiempo se le ocurrió que con el excelente grano que cultivaba y la abundancia de agua en sus terrenos podría dedicarse a la elaboración de pan. De su tiempo como emigrante en Buenos Aires había aprendido una receta de un cocinero italiano que fabricaba un pan de un sabor muy especial. Así que se puso manos a la obra y montó una tahona, obteniendo unas barras de una calidad excelente que en poco tiempo alcanzaron fama por toda la isla. Así es como el famoso “pan de Arafo” comenzó a ocupar un puesto fundamental en todas las mesas de Nivaria.



Pero como hemos dicho en infinidad de ocasiones, la vida está conformada de matices y por muy bien que transcurran las cosas, siempre hay algún nubarrón acechando. Por esta época tuvo nuestro protagonista un disgusto que le duró bastante tiempo y de “carambola” cambió su vida para siempre. Resulta que el ministerio de Obras Públicas ejecutaba las obras de la que sería Carretera General del Sur, que seguía el trazado de antiguos caminos de herradura; la primera fase cubría el tramo Santa Cruz-Güímar, por entonces la localidad más importante del Sur. Arafo daba por hecho que el recorrido de la misma pasaría por la localidad, pero cuál no sería su sorpresa al comprobar que en lugar de esto, discurriría unos kilómetros más abajo, muy cerca de donde vivía La Hidalga. Se cogió un enfado monumental, incluso decidió retirarle el saludo a la chica, a la que por cierto no veía desde que eran pequeños. Ésta no tenía culpa alguna, y todo dependía de las directrices del Ministerio. Güímar no podía hacerlo entrar en razón, ni siquiera cuando le ofreció pavimentarle el camino que los unía y que utilizaban habitualmente cuando querían encontrarse.

Pasado un tiempo, se presentó en su casa una muchacha, a la que no conocía. Solo cuando dijo su nombre reconoció a aquella compañera de escuela y de juegos de su infancia, a la que no había vuelto a ver desde que hizo el “ingreso”. La chica quería congraciarse con él y decirle que no había tenido nada que ver en el asunto del trazado de la carretera. No vamos a transcribir el desarrollo de la conversación, ni la atmósfera en la que discurrió, pero como todos los lectores habrán imaginado, la chica era un ”guayabo” como la habría calificado Arico, y aquel primer encuentro después de tantos años desembocó en un veloz noviazgo y la pertinente boda. La pareja recibió de sus parientes como regalo y símbolo de su unión el conocido ramal de Arafo, que une esta localidad con La Hidalga y a su vez con la Carretera General del Sur, eso sí, perfectamente pavimentado, acorde con la tecnología de la época. Por su parte, su abuela, quizás para compensarle por el trato que le dispensó durante su infancia, les otorgó el título de villa.

Si tuviésemos que identificar algún elemento que singularice  la historia reciente de la localidad y del protagonista, es sin lugar a dudas la actividad musical,  algo que nunca descuidó a pesar de sus obligaciones cotidianas. Arafo ha promocionado la constitución de  varias bandas de música y agrupaciones corales entre sus vecinos, a las que hay que añadir los grupos folklóricos, las rondallas y más de una docena de orquestinas.

A partir de entonces Arafo ha tenido una vida tranquila y sosegada junto a su esposa y con la vecindad de las personas que más aprecia en este mundo: su madre, sus padrinos y su prima Candelaria.



José Solórzano Sánchez ©

 

 


domingo, 1 de noviembre de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 16. LOS REALEJOS. SEÑORES DE TIGAIGA Y LA RAMBLA.

      


El lector que esté siguiendo este relato recordará que en el capítulo dedicado a “la señora de Taoro” hicimos algunas referencias a estos hermanos, especialmente al Realejo Alto. Este tuvo “la fortuna” de emparentar con la “ilustre dama” tras contraer matrimonio con su primogénita. También recordará que aquel casamiento no fue lo que podríamos calificar de “modélico”; en efecto, aunque en los primeros momentos llegó a parecer una prolongación de la luna de miel, sobre todo tras la llegada de sus dos retoños, en muy poco tiempo aquella relación se transformó en un “matrimonio de conveniencia” que ni tan siquiera compartía residencia.

Procede ahora profundizar algo más en el origen de estos mellizos, que para muchos resulta algo confuso. Comentamos ya que uno de sus antepasados, de origen peninsular, había acompañado al Adelantado en las últimas escaramuzas con los aborígenes y en compensación recibió de éste amplios terrenos en la mitad occidental del valle de Taoro. Sabemos también que se había casado con una muchacha de la nobleza aborigen, prima de Aguere, y por tanto, formaban parte de lo que podríamos denominar “aristocracia” de Achinech”.

Se estableció en el entorno de lo que posteriormente se llamaría barranco de Godínez y donde posteriormente surgirían las parroquias de Santiago Apóstol y La Concepción. Mantuvo estrechas relaciones con el Adelantado tras la conquista, ya que éste se había reservado parte de las tierras más fértiles de la isla en lo que se denominaba “campo del Rey”, nombre con el que los conquistadores se referían a las posesiones del mencey Bencomo. Allí estableció su hacienda, iniciando el cultivo de la caña de azúcar. Como curiosidad habría que señalar que fue precisamente en esta hacienda donde se sembraron por primera vez viñas en la isla de Tenerife, introducidas por el portugués Alfons Velho en 1497. La que había sido Hacienda del Realejo, cambió su nombre a fines del XVI por el de Hacienda de los Príncipes, denominación que se ha mantenido hasta la actualidad.

Tenemos la certeza, como ya comentamos en otro capítulo, que uno de sus descendientes directos se había colado en un barco de los que pasaban por las Islas con destino a las colonias, tras una discusión familiar, y se había instalado en la costa venezolana, en los alrededores de Maracaibo. A pesar de que inicialmente se dedicó a la agricultura, actividad que había desarrollado en la isla, se orientó posteriormente a los intercambios comerciales. Maracaibo por aquel tiempo era el punto de salida del café y el cacao de los Andes hacia Europa y el canario amasó una notable fortuna gracias a estos productos. Residió en aquella ciudad durante mucho tiempo y ya muy mayor y viudo regresó a Tenerife con sus mellizos “Los Realejos”.

Resulta curioso que tras muchos años de estancia en Venezuela y de convertirse en padre a una edad bastante avanzada, bautizó a sus hijos con este nombre que aludía a su lugar de procedencia. Según parece “realejo” hace referencia al sitio donde está acampado un ejército; no olvidemos que en aquella zona de Taoro había establecido su campamento el ejército castellano en las últimas fases de la conquista. En lo que no hay duda es en los calificativos de “Alto” y “Bajo”, porque como ya hemos comentado, aunque  mellizos, desde muy niños era evidente la diferencia de estatura entre ambos.

A pesar de que habían pasado su primera juventud por aquellas tierras, a los muchachos no les costó mucho adaptarse a la vida de Achinech, especialmente porque nada más llegar, como sabemos, se trasladaron a realizar sus estudios superiores a Aguere. Enseguida hicieron infinidad de amistades porque tenían un carácter y una forma de entender la vida bastante peculiar: eran juerguistas y vividores y no había chica a la que no le “echasen los tejos”, incluyendo a las hijas de La Laguna.

De su etapa estudiantil en Aguere y de su relación con la familia de la “ilustre dama” ambos hermanos tuvieron experiencias bastantes diferentes. Ya sabemos que “El Alto” acabó casándose con la primogénita y estableciéndose en el sector oriental del valle de Taoro, donde su esposa había recibido de la matriarca  grandes extensiones de terreno. Su hermano, por el contrario, tuvo un comportamiento que podríamos calificar de “poco honroso” con otra de las hijas de La Laguna, como ya sabemos, y cuyas consecuencias, a pesar del tiempo pasado, siguen grabadas a fuego en el corazón de la entonces muchacha.

En efecto, eran compañeros de curso cuando estudiaban en la Normal, pero éste solía fugarse con frecuencia y Fasnia le prestaba los apuntes y le invitaba ocasionalmente a comer en su casa o a comer chocolate con churros. El Realejo Bajo, por su parte, la invitó alguna que otra vez a pasear por la calle de La Carrera o el Camino Largo. La chica se ilusionó bastante hasta que comprobó que todo era una treta para seguir aprovechándose de sus apuntes y del chocolate con churros. Ella continuó como si nada hubiera ocurrido hasta acabar la carrera y después de esto, como sabemos, prefirió perderle de vista. El muchacho, con el tiempo, pasada la inconsciencia de la juventud comprendió el daño que le había ocasionado y a pesar de su arrepentimiento, jamás reunió el valor para acercarse a ella y pedirles disculpas. El resto de sus vidas, por motivos diferentes, ambos se limitaron a ignorarse.

Ambos hermanos habían estudiado Magisterio, más por imposición familiar que por intención de dedicarse a la enseñanza. Realejo Alto, cuando finalizó sus estudios, como pretexto para quedarse en Aguere, donde ya tenía novia, cursó un par de ciclos relacionados con la agricultura; su hermano, por el contrario, regresó al valle, dispuesto a iniciar su vida de “adulto responsable”. Poco tiempo después falleció su padre y ambos heredaron sus amplias posesiones en aquellas tierras; su progenitor, como podría esperarse de un “indiano” retornado, invirtió en terrenos la gran fortuna amasada en las colonias, ya que al fin y al cabo este era el bien más rentable en aquellos momentos. Resulta curioso que a la hora del reparto los hermanos decidieran usar sus “apodos”: “El Alto” se quedó con las propiedades situadas más cerca de la cumbre y su hermano “El Bajo” con las más próximas a la costa.




El primer desencuentro serio entre los mellizos se produjo cuando, tras su matrimonio, el Realejo Alto se estableció con su esposa en el Valle y ésta decidió cambiar la denominación del mismo, de Taoro por La Orotava, alegando que aquel le resultaba demasiado “aborigen”. Aunque su marido aceptó de buen grado, quien sabe si bajo los efectos aún de la “luna de miel”, el resto de sus vecinos, especialmente  el Realejo Bajo, no estuvieron tan de acuerdo pues consideraban que desde tiempo inmemorial se había venido utilizando el de Taoro. Los hermanos tuvieron una seria discusión al respecto sin que llegasen a ningún acuerdo. Desde entonces, el Realejo Bajo pudo comprobar que aquella muchachita simpática y agradable, con la que compartía paseos y meriendas en su etapa universitaria, se había convertido en una “cuñada” con demasiadas “ínfulas”.

A partir de aquellos momentos los hermanos vivieron como vecinos dedicándose cada uno a sus ocupaciones. Realejo Alto, como sabemos, tras unos años de convivencia matrimonial y después del nacimiento de sus hijos Puerto de la Cruz y Santa Úrsula, se cansó de aquel papel de consorte “segundón” y acordó con su esposa que se trasladaría a vivir a sus tierras y dedicarse a la puesta en cultivo de las mismas. Conocimientos no le faltaban; además él no estaba hecho para las recepciones oficiales cargadas de formalismos. El acuerdo satisfizo a ambas partes; la esposa quedaba libre de obligaciones “familiares”, que para ella eran secundarias, y el marido podría desarrollar libremente todas sus potencialidades, especialmente su vena “parrandera” que en los últimos tiempos se le había acentuado.

Vimos en un capítulo anterior como  con el auge de la cochinilla cubrió de nopaleras todas sus tierras, obteniendo enormes ganancias. Su esposa le reprochó en varias ocasiones este cambio de cultivos, especialmente por el nombre tan vulgar que tenía aquel insecto: ¡cochinilla!, en lugar de continuar con los cultivos tradicionales, como la vid, que aportaba “glamour” y distinción. Llegó a decirle en más de una ocasión que esos cambios representaban un retroceso y que todo lo que había avanzado con sus estudios universitarios y casándose con ella iba a borrarlo de un plumazo, convirtiéndose en un “mago” como todos los que le rodeaban.

El Realejo Alto, acostumbrado a los desplantes de su mujer, no le hizo ni caso y continuó con sus actividades, mientras percibía que la separación de ambos cónyuges era algo  más que evidente y lo de matrimonio era para ellos una palabra “vacía”. Además, lo que hasta ahora habían sido pequeñas aventurillas, desembocó en un auténtico desenfreno.

Se consideraba un hombre soltero, aunque tenía que guardarle la cara a su mujer, más por temor a su reacción que por respeto. Reinició con fuerza su vida parrandera de antaño y volvió a ser el mujeriego de su juventud. Con la connivencia de su hermano, que permanecía soltero, lo pasaba en grande. Para evitar que sus aventuras llegasen a oídos de su mujer, se trasladaba para divertirse a las localidades más alejadas del norte, Icod y Daute, donde su esposa y su suegra tenían pocos conocidos. No había romería a la que no asistiese ni moza a la que no galantease.




A Realejo Bajo, por el contrario, no le llamaba la atención la actividad agrícola y como su padre, sentía un interés especial por el mundo de los negocios. A decir verdad, era bastante diferente a su mellizo en algunos aspectos de su personalidad. Mientras uno era conformista, el otro tenía un claro espíritu aventurero. Era consciente de que en la isla sus expectativas se limitaban a dirigir sus tierras, formar una familia cuando llegase el momento y compartir lo que él llamaba el “aplatanamiento” de sus paisanos. Así que tras ceder sus fincas a diferentes medianeros, bajo la supervisión de su mellizo mientras durase su ausencia, se dispuso a “cruzar el charco” como había hecho su padre tiempo atrás.

Aunque en Maracaibo tenía familia y conocidos que podrían arroparlo en esta nueva etapa de su vida, consideró que lo mejor era trasladarse a un lugar donde las posibilidades de encontrar a un conocido fuesen mínimas, si lo que realmente quería era tener nuevas experiencias. Por aquellos tiempos, La Habana se había convertido en el punto de partida de numerosas expediciones colonizadoras hacia los nuevos territorios que iba incorporando la monarquía en el continente. Así que su destino inicial fue aquella ciudad de la “perla del Caribe”.

La llegada a La Habana fue un poco diferente a la de la mayoría de sus paisanos compañeros de viaje. Si bien es cierto que casi todos tenían algún conocido que los acogería en los primeros momentos de su estancia, no lo es menos que también llegaban con los bolsillos, o dicho con más propiedad, con “la bolsa” casi vacía. Si se atrevían a cruzar el océano era por pura necesidad, cuando no por “desesperación”, pero Realejo bajo llegaba con la bolsa lo suficientemente llena como para no preocuparse por su supervivencia durante un largo periodo de tiempo.

Como dice el refrán, “dinero llama a dinero” y disponiendo de medios no le fue difícil contactar con personas que le introducirían en el mundo de los negocios. Muy pronto empezó a trabajar como responsable de los ingenios “Caridad” y “San Pedro”, aprovechando su condición de isleño y sus estudios, ya que el propietario de los mismos era un paisano suyo el valle de Taoro. Su posición le permitió entablar amistad con los ingenieros palmeros José Eulogio y Fernando Crespo, originarios del pueblo de Puntallana. Con ellos colaboró en el diseño y planificación del reparto (barrio) “Canarias” de la ciudad de Cabaiguán (provincia de Sancti Spiritus) donde la colonia canaria era bastante numerosa. A las nueve calles que componían el barrio se le dieron nombres relacionados con Canarias: Tenerife, La Palma, Gomera, Hierro, Fuerteventura, Gran Canaria, Lanzarote, Puntallana y Teide.

La fortuna le sonreía y parecía que iba camino de convertirse, con el tiempo, en un auténtico potentado; pero no era esto lo que había venido a buscar a las colonias. Su afán de aventuras le obligó a abandonar todo lo que había conseguido en tan poco tiempo para dar el salto al continente. Cuando tuvo noticias de que en poco tiempo arribaría al puerto de La Habana un navío con un “cargamento” muy particular, consideró que había llegado ese momento. En efecto, el barco había salido desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife con un grupo de veinte familias de las distintas islas destinadas a poblar los nuevos territorios que la corona había ido  incorporando en la región de Texas.




En realidad se trataba de una emigración forzada, conocida como “tributo o impuesto de sangre”. El problema estribaba en que se había estipulado que los nuevos pobladores deberían ser grupos familiares, para evitar que las colonias se llenasen de aventureros y gentes de mal vivir. Sin embargo, gracias a sus contactos, que llegaban hasta las más altas jerarquías de la colonia, el Realejo Bajo consiguió que se le incorporase a la expedición en calidad de “escribano” dado que los integrantes de aquellas familias eran todos campesinos analfabetos. Los colonos salieron de La Habana con destino al puerto de Veracruz y desde allí por tierra, hasta Texas, donde llegaron después de un año de su partida de Achinech. Se considera que estas familias canarias fueron los primeros pobladores de la ciudad de San Antonio de Béjar en Texas, en la actualidad, simplemente San Antonio.

Los primeros tiempos fueron muy complicados para los recién llegados, pero poco a poco lograron trasplantar las costumbres y formas de vida de las islas en aquel remoto rincón, muchas de las cuales se han mantenido casi inmutables después de casi tres siglos. Durante el tiempo que residió en San Antonio vivió un episodio bastante curioso que tiene cierta relación con alguno de sus familiares “postizos”. Cuando ya la pequeña comunidad de colonos estaba en marcha comenzaron a llegar nuevos pobladores procedentes de otros lugares de las colonias americanas, atraídos por las perspectivas de mejorar en la “nueva frontera”.

Entre ellos llegó, procedente de La Habana,  un personaje bastante curioso que desde el primer momento atrajo su interés. Aunque con apellidos de origen italiano, era indudable que se trataba de un isleño natural de Achinech; sin embargo, nada tenía que ver con tantos abandonados de la fortuna que había conocido desde que llegó a América. Por su modo de hablar y sus formas se notaba que era de muy  buena familia, aunque mantenía un hermetismo casi absoluto sobre sus orígenes y procedencia. Los jóvenes establecieron cierta amistad, dado que era de las pocas personas del lugar con las que se podía mantener cierto tipo de conversaciones, que no se refiriesen al tópico de las cosechas o los ganados. Sin embargo, durante todo el tiempo que compartieron en San Antonio lo único que pudo saber de él es que recién casado tuvo que abandonar a su esposa y embarcarse rumbo a Cuba; su objetivo era mejorar su situación económica, ya que aunque se trataba de un joven de buena familia, aquella se encontraba completamente arruinada.

Estoy convencido de que todos aquellos que han seguido los distintos capítulos de este relato habrán adivinado quien era este curioso personaje; para quienes tengan alguna duda, les dejo una pista: está muy relacionado con una de las cuñadas de su hermano Realejo Alto.

Anécdotas aparte, como el lector podrá imaginar, no era precisamente esta la vida de aventuras que buscaba nuestro protagonista y en muy poco tiempo empezó a idear el modo de salir de aquel lío en el que se había metido, porque en realidad, su situación era más la de un “destierro” que otra cosa.

Por su posición de “burócrata” estaba perfectamente informado de todo lo que se  “cocía” en aquellos territorios; en efecto hacía poco que había llegado a sus oídos que el gobernador español de Luisiana, Bernardo de Gálvez, deseoso de poblar el territorio recién adquirido, buscaba reclutas de las Canarias. Estos tendrían que ser preferentemente casados y con hijos para que se alistaran en el ejército español  y fueran enviados a Luisiana, ofreciéndoles la posibilidad de escapar de la miseria y mejorar su situación. Unos pocos miles habían elegido hacerlo; así, tras llegar a Nueva Orleans procedentes de las islas, los inmigrantes fundaron tres comunidades en la región: Villa de Gálvez (actual Galveston), San Bernardo y Valenzuela.

Una vez más, aprovechando sus conocimientos y experiencia,  Realejo Bajo consiguió su traslado como “escribano” a la Villa de Gálvez. Allí compatibilizó las labores oficiales con la actividad privada, convirtiéndose en el principal comerciante de la recién creada población. Gran parte de la riqueza de Texas tenía su salida por aquel puerto, así que en muy poco tiempo se convirtió en propietario de algunos barcos con los que trasladaba aquellos productos a los puertos de Veracruz y La Habana.




Pero como solía ocurrir a la mayor parte de los isleños que emigraban, una vez conseguido el objetivo de mejorar su situación económica sentían con fuerza la necesidad de retorno al lugar de procedencia. En su caso había alcanzado con creces las metas que se había trazado cuando salió del puerto de Añazo: había amasado una fortuna más que considerable, superior incluso a la que poseía su padre cuando regresó de Venezuela, al tiempo que había colmado sus ansias juveniles de aventura. Así que una vez liquidados sus negocios en Galveston regresó a las Islas pasando antes por La Habana.

Su llegada al valle de Taoro, perdón, ahora de La Orotava, supuso un auténtico acontecimiento: aquel joven que dejó estas tierras en busca de aventuras, regresaba, después de los años, como un auténtico “indiano”, es decir, cargado de reales y experiencias. Además, tuvo la suerte de que su hermano había gestionado con eficacia la administración de sus tierras, por lo que estas se habían revalorizado sensiblemente, incrementando aún más su cuantioso patrimonio.

Durante un tiempo  residió en la vivienda que le había correspondido por herencia, junto a la iglesia de La Concepción y muy cerca de su hermano, que habitaba en una enorme casona  al otro lado del barranco, frente a la iglesia de Santiago Apóstol. No olvidemos que incluso ya antes de su partida hacia las colonias, su mellizo había abandonado el domicilio conyugal y se habían convertido de nuevo en vecinos.

No obstante, con el tiempo empezó a darse cuenta que su residencia no se correspondía con su nueva posición de indiano enriquecido. Tierras poseía en abundancia, por lo que consideró que sería conveniente invertir en una morada acorde con su nuevo “estatus”. Primero pensó en “El Castillo”, un bello edificio con reminiscencias medievales situado junto al camino que se dirigía a las tierras de su sobrino en Martiánez; sin embargo, pronto comprendió que la vivienda que cumplía realmente sus necesidades era la antigua hacienda de los Castro.

Se trataba de  una magnífica casona rodeada de espléndidos jardines y amplias extensiones de cultivos de regadío (casi 100 fanegadas), en las proximidades de la costa, entre el barranco de Godínez y la Rambla del Mar.

Su perímetro correspondería casi con exactitud con la data del portugués Fernando de Castro y su hijo Luis de castro, que había fundado el mayorazgo a mediados del siglo XVI. Una vez realizadas las mejoras pertinentes se trasladó allí con algunos sirvientes y sus familias. Desde el momento que se instaló en su nueva morada se dedicó a realizar todo tipo de mejoras transformándola en una de las haciendas más prestigiosas del valle de Taoro, quise decir de La Orotava.

A causa del estado de inseguridad que reinaba en la costa norte, por la presencia de piratas que asaltaban las naves que partían de los puertos de la zona, mandó a construir en un pequeño acantilado, muy cerca de la casona, una fortaleza defensiva que constaba de cinco cañones y que fue conocido como “el fortín de san Fernando. Al mismo tiempo mandó a restaurar la vecina ermita de San Pedro que había sido construida en el siglo XVI y que se encontraba en un estado lamentable. Poco después le incorporó una imagen del Apóstol, magnífico ejemplo del barroco isleño.

Las circunstancias, en estos momentos, comenzaron a diferir entre los mellizos; en efecto, mientras que Realejo bajo disfrutaba de una situación envidiable en todas las parcelas de su vida, para su hermano las cosas empezaron a ir a peor. La cochinilla, que tantos beneficios le había dado en sus primeros momentos, después de algunas décadas empezó a entrar en crisis hasta la quiebra definitiva. Quedó totalmente arruinado. No se sentía con fuerzas para presentarse ante su esposa y pedirle volver al hogar conyugal, y mucho menos, aceptar la ayuda de su hermano. No le parecía correcto que pusiese a su disposición parte de lo que había conseguido con tanto esfuerzo en su aventura americana; así que tomó la determinación de emigrar. Efectivamente, tras la crisis del cultivo de las pencas, miles de isleños habían buscado el desahogo de la emigración y él contaba con la ventaja de tener familia en Venezuela que podía acogerlo y ayudarlo.

Dicho y hecho; después de una breve despedida de sus hijos y esposa, embarcó rumbo a las colonias. La Orotava no puso pegas; aunque usó muy buenas palabras para animarle, en el fondo no quería tener un fracasado cerca, y mucho tuvo que contenerle para no gritarle: ¡ Te lo dijeeeeee!

No conocemos demasiado de su estancia americana, excepto que se estableció en los alrededores del lago Maracaibo, donde contaba con “valedores” que lo apoyaron desde su llegada. Gracias a sus aptitudes para la actividad agrícola, se dedicó al cultivo cafetero y más tarde, como su padre, orientó su labor hacia los intercambios comerciales, con bastante éxito. Sabemos también que en pocos años obtuvo beneficios como para compensar todas las pérdidas que le ocasionó la crisis de la cochinilla. En Canarias las cosas no le fueron mal del todo; Realejo Bajo se encargó de administrar sus propiedades durante su ausencia y distribuirlas entre un numeroso grupo de medianeros que las dedicaron a cultivos de subsistencia, con lo que sin esfuerzo alguno tenía asegurada una ganancia mínima.



Durante su estancia en Venezuela, su mellizo, Realejo Bajo continuó con su vida de indiano acomodado, dedicado a la administración de sus bienes. Aunque no era propiamente un intelectual, animado por su sobrino el Puerto de la Cruz, asistió en más de una ocasión a las tertulias en aquellas casonas de la Plaza del Charco, que congregaban a buena parte de la burguesía local. Si bien es cierto que sus conocimientos en Literatura e Historia eran mediocres, no podemos decir lo mismo de su experiencia como viajero y comerciante, por lo que sus relatos concitaban vivamente la atención de los presentes, sobre todo de su sobrino. En estas tertulias tuvo ocasión de conocer a dos personajes portuenses de gran relevancia. Por una parte, a don Tomás de Iriarte y Nieves Ravelo, fabulista, traductor, dramaturgo, poeta y músico, considerado el introductor del género de la fábula en la literatura española. Y también a don Agustín de Bethencourt y Molina, prestigioso ingeniero civil y militar, arquitecto, ensayista, precursor de la telegrafía y la termodinámica.

No obstante, con quien si mantuvo una estrecha relación, fundamentalmente epistolar,  fue con el también “realejero” José de Viera y Clavijo. Sentía una profunda admiración y respeto por este sacerdote, historiador, biólogo y escritor, reconocido como el mayor exponente de la Ilustración canaria. Autor muy prolífico, escribió una obra monumental “Noticias de la Historia General de las islas de Canaria” y un magnífico “Diccionario de Historia natural de las Islas Canarias”

Además de estas inquietudes, Realejo Bajo, como prototipo de indiano “venido a más”, consideraba que era necesario llevar a cabo algunas acciones que sirviesen para perpetuar su memoria entre sus convecinos. Estas servirían no solo para demostrar su agradecimiento a Dios por la fortuna obtenida en su aventura americana, sino también como muestra de generosidad, compartiendo aquellos beneficios con los menos afortunados.

Empezó empedrando de su bolsillo algunas calles y plazuelas, así como instalando varias fuentes para el abasto público. Sin embargo, todo aquello le parecía poco; así que, asesorado por su amigo Viera y Clavijo, consideró que la mejor manera de cumplir con estas metas era donar a sus paisanos una imagen religiosa que atrajese la fe de los realejeros, y por qué no, del resto de los pobladores del valle de Taoro.

Por aquellos años los intercambios comerciales entre Génova y las Islas eran intensos, como ya hemos visto en capítulos anteriores. Canarias enviaba vinos y otros productos agrícolas y desde aquel puerto italiano se traían todo tipo de manufacturas, sobre todo artísticas: pilas de mármol, fuentes, esculturas, textiles, etc. Tuvo conocimiento de que hacía muy poco tiempo había llegado a Santa Cruz la fuente de mármol de Carrara que se instaló en la plaza de Weyler, que como el lector recordará se produjo gracias a la intervención de aquel joven sureño llamado Adeje y que desde hacía muchos años residía en la capital ligur. Tuvo la oportunidad de trasladarse a Añazo para admirar la belleza de aquella fuente y decidió encargar su imagen en el mismo taller.

Todos los contactos se llevaron a cabo por vía epistolar y éste dio plena libertad a los artistas, a condición de que la imagen representase a la virgen del Carmen. Resulta curiosa la elección de esta advocación, porque por lo general se asocia a localidades de marinos y pescadores, como el Puerto de la Cruz, sin ir más lejos. Pero conociendo un poco más a nuestro protagonista podremos entender aquella opción; resulta que esta advocación era la patrona de la ciudad de Galveston e incluso uno de sus navíos, el más potente, tenía este nombre.

Una vez llegó de Génova, la imagen fue instalada en el convento de San Andrés y Santa Mónica del barrio de San Agustín, y allí permaneció durante casi dos siglos, hasta que éste fue destruido por un incendio. Con posterioridad, en su solar fue construido un santuario que la acoge en la actualidad. Cuando la imagen llegó a la localidad causó verdadera expectación, tanto que  escultores como Luján Pérez o Fernando Estévez la tomaron como referente para algunas de sus obras. Se considera que la imagen de la Virgen del Carmen de santa Cruz de la Palma es una réplica de la misma; posteriormente, gracias a la intervención de Realejo bajo se convertiría en patrona del valle de la Orotava.

La llegada de la Virgen del Carmen coincidió con el retorno de su hermano desde Venezuela y aparentemente las cosas le habían ido muy bien. Pero ya nada era igual con su esposa, La Orotava; con los hijos emancipados, acostumbrado el uno y el otro a hacer su vida por separado, decidieron que el matrimonio ya no tenía sentido, así que acordaron que cada uno siguiera su camino. Eso sí, para no dar disgustos a La Laguna, y también por “el qué dirán”, a efectos legales seguirían casados. Lo único que le pidió la esposa es que le guardase la cara y no la pusiera en evidencia con sus aventuras futuras.

En los capítulos dedicados a  los otros municipios, perdón, pobladores del Valle, ya comentamos todo lo relativo a la vuelta de Realejo Alto junto con La Perdoma y La Cruz Santa, por lo que pasaremos por alto este periodo de su vida para no resultar reiterativos. Lo mismo podríamos decir del bochornoso “affaire” que protagonizaron “los mellizos” y el Puerto de la Cruz con aquella muchacha llamada La Vera.

Una de las particularidades de los dos hermanos, desde muy jóvenes y que hemos tenido ocasión de comprobar, es que se trataba de unos auténticos “juerguistas”, en el amplio sentido de la palabra. Como también hemos podido ver, esta atracción por lo festivo no afectaba en absoluto a otras parcelas de la vida, como por ejemplo el trabajo o la familia. Hablando de fiestas, ya sabemos que Realejo Alto le organizó a una de las “morochas”, su sobrina La Cruz Santa, más por “chinchar” a su mujer que por otra cosa, una romería dedicada a San isidro, y que a decir verdad, no tienen nada que envidiarle a la de la Villa. Igualmente, su otro tío, el “Bajo” fue su padrino de confirmación, y a partir de entonces, cada año celebra por el día de su santo unas fiestas de renombre en todo el Archipiélago, en las que participa también, aunque en tono de rivalidad, su mellizo.

Nos referimos a las fiestas de La Cruz y a la conocidísima exhibición pirotécnica que tiene lugar la noche del tres de mayo, al paso de la procesión. Esta exhibición es fruto del “pique” o rivalidad entre los dos “mellizos”: la calle de El Medio representaría al Realejo bajo y la calle de El Sol al Alto. Según parece esta rivalidad se remonta a épocas ya pasadas donde imperaban grandes diferencias sociales: los propietarios de las tierras que residían en la calle de El Medio, también conocida como de Los Marqueses, y los medianeros y pequeños campesinos de la calle de El Sol. Las desigualdades entre ambos grupos sociales habrían sido el desencadenante del “pique” y la procesión de la Santa Cruz no era sino un pretexto que permitía la rivalidad y que incluso acabó relegando a un segundo término el carácter religioso de la festividad.



Los fuegos de mayo han potenciado el desarrollo de la actividad pirotécnica desde fecha muy tempranas, a la que los “mellizos” han prestado especial atención; en este sentido baste recordad que en esta localidad se encuentra la pirotecnia veterana de las Islas, con una antigüedad de más de doscientos años.

El lector se preguntará a estas alturas del relato que ocurrió con la vida personal, o quizás más íntima, de Realejo Bajo. Es cierto que la de su hermano la conocemos con bastante detalle: su matrimonio con la “señora del Valle”, sus descendientes, algo de sus devaneos, y entre estos, aquel episodio que compartió, sin proponérselo con su hermano e hijo. Sin embargo, poco hemos aportado en este sentido, sobre Realejo Bajo, en los párrafos precedentes. Pues quizás sea ya el momento de ponernos manos a la obra.

Lo primero que debemos aclarar es que Realejo Bajo, a diferencia de su hermano, ha permanecido soltero hasta el presente, por lo que dada su edad, muchos lo calificarían de “solterón” usando viejos estereotipos. Esto no significa que a lo largo de su vida, especialmente durante su juventud, que coincidió con su estancia en las colonias, no tuviese todo tipo de aventuras, y quien sabe si más de un fruto de las mismas, aunque en realidad no podemos asegurarlo. De lo que sí podemos hablar es de lo que aconteció en Tenerife; pues bien, ya sabemos que ambos hermanos poseían gran cantidad de terrenos en la mitad occidental del valle de Taoro, unos procedentes de la herencia paterna y otros de inversiones que llevaron a cabo tras sus respectivas estancias en las colonias. Estas tierras estaban trabajadas por medianeros y solamente las más próximas a la costa , por jornaleros, cuando empezaron a extenderse los cultivos comerciales.

En las zonas más altas trabajaban las tierras medianeros como Palo Blanco, Las Llanadas, El Viñático y El Brezal, mientras que en las zonas medias y bajas las tierras se habían entregado a otros como La Longuera, El Toscal, La Montañeta y las hermanas Zamora (Alta y Baja).

Además de estos medianeros existían otros vecinos por los alrededores, como Tigaiga, una señora mayor que habitaba en las faldas de la ladera homónima, que cierra el valle por su confín occidental. Estaba muy orgullosa de su pasado y a todos repetía, a la primera ocasión, que desde lo alto de aquel risco se despeñó Bentor, penúltimo mencey de Taoro, en un suicidio ritual que realizó para no entregarse a las tropas castellanas que habían conquistado sus tierras.

Otro personaje que residía en la zona, este más relevante para nuestro relato, era La Rambla, cuyas tierras abarcaban todo el talud costero a los pies de la ladera de Tigaiga, entre las tierras de los Castro y el barranco de Ruiz. Se trataba de una joven, que sus contemporáneos calificarían como a otras muchas mujeres canarias de “viuda con el muerto en pie”; en efecto, como otras tantos casos, su marido, apenas celebrado el matrimonio partió a la aventura americana dejándola a cargo de las administración de sus tierras, pero de éste, nunca más se supo.

Desde el momento que Realejo Bajo adquirió la hacienda de los Castro y se trasladó a vivir a ella, ambos se convirtieron en vecinos, y además, en los únicos moradores de aquel rincón noroccidental del valle de Taoro. Parece ser que estas estrechas relaciones de “vecindad” desembocaron en otras de índole diferente. El problema residía en que La Rambla, como ya vimos en el caso de Güímar, tenía un estado civil indefinido, es decir, ni soltera, ni casada, ni viuda ni divorciada, por lo que contraer nuevas nupcias era algo impensable.

Pero una cosa son los aspectos “legales” de la convivencia y otros los reales, y esta relación “semiclandestina” tuvo como consecuencia el nacimiento de dos mellizos que fueron bautizados como San Juan e Icod, no obstante, para evitar confusiones con otras localidades, perdón, personas de la isla, se completaron sus nombres con calificativos como “de la Rambla” y “el Alto”, respectivamente. Ya hemos señalado que el matrimonio de sus padres nunca se celebró, pero ello no fue obstáculo para que los cuatro viviesen como una auténtica familia, amparados en buena medida por el relativo aislamiento del lugar donde habitaban.

Un ejemplo que evidencia esta relación lo constituye el conocido elevador de aguas de Gordejuela. Realejo Bajo quiso poner en cultivo la mayor parte de las tierras pertenecientes a la hacienda de  Castro y otras lindantes que había ido adquiriendo con los años. Ante las buenas perspectivas que estaba teniendo la expansión del cultivo del plátano en otros lugares del Valle, consideró que sería conveniente cubrir sus tierras de plataneras; el suelo y el clima eran ideales, además existían varios caseríos por los alrededores que podrían satisfacer la necesidad de jornaleros, sin embargo, el único problema era el agua.

Justo a los pies de la casona existían unos manantiales, conocidos como los nacientes de Gordejuela, cuyos enormes caudales se perdían en el mar, al estar situados en un acantilado a unos 50 metros sobre el nivel de éste. Haciendo uso de sus contactos, se asoció con la empresa Hamilton de Santa Cruz, para la instalación de una estación de bombeo hidráulica, con el fin de aprovechar estas aguas. La obra marcó un hito en su época, no solo por lo complicado de la orografía, sino porque en su interior se instaló la primera máquina de vapor de la isla de Tenerife.



Los caudales obtenidos se utilizaron además de para dar fuerza motriz a un molino harinero, para el riego de sus tierras. No obstante, la primera medida que tomó Realejo bajo fue derivar una parte de estos, de manera gratuita, a las propiedades de La Rambla, para que ella también pudiera beneficiarse del cultivo platanero.

Aunque la situación “legal” de  sus padres era algo anómala, los mellizos tuvieron una infancia feliz. En el momento del bautismo se le ofreció el “padrinazgo” a Realejo Alto y La Orotava, sus familiares más próximos. La Orotava, como no podía ser de otra manera, haciendo gala de sus prejuicios y clasismo rechazó la invitación, eso sí, educadamente y con una excusa bastante absurda. Sin embargo, sabemos que comentó a su marido que no iba a participar en aquel circo donde se iba a “cristianar” a aquellos niños fruto de una relación “pecaminosa”. Realejo Bajo jamás ha perdonado este desaire, aunque al final se alegró de no tener relación alguna con su cuñada, a la que realmente detestaba. El problema se solucionó ofreciendo el madrinazgo a la Cruz Santa, que aceptó encantada.

Los chicos cursaron sus estudios elementales y medios en el centro religioso de la Villa y posteriormente se trasladaron a Aguere para los superiores. Realejo Alto no les impuso opción alguna, así que los muchachos eligieron aquellos estudios que más les atraían. Icod el Alto lo tenía muy claro; desde niño pasaba su tiempo libre entre plataneras, canales y empaquetados, hasta el punto que conocía los nombres de todos los jornaleros que trabajaban las tierras de sus progenitores. Como intuirá el lector, se matriculó en la escuela de peritos agrícolas. Su hermano San Juan estaba más interesado en asuntos legales y administrativos; desde pequeño solía sentarse en silencio junto a su padre cuando este trabajaba en su despacho organizando la gestión de sus propiedades. No es de extrañar, por tanto, que el chico se decantase por los estudios de Derecho.

Una vez finalizada su formación superior, los mellizos regresaron a Taoro dispuestos, como solía decirse, a labrarse un porvenir. Empezaron por ayudar a sus padres en la gestión de las fincas, resolviendo contratos con medianeros, etc. al tiempo que iban poniendo en práctica los conocimientos adquiridos en su etapa lagunera.

Ambos estaban muy apegados a su padrino, que desde hacía mucho tiempo, como sabemos, llevaba una vida de “soltero”; su padre, en cambio, que durante mucho tiempo le había acompañado en sus juergas, desde que conoció a La Rambla había sentado la cabeza. Solían acompañarlo en todas las verbenas y romerías en las tierras de Daute y la Isla Baja, ya que su tío no podía permitirse estas libertades en Taoro o Aguere, donde esposa y suegra tenían oídos y ojos en cada rincón. Allí conocieron a una muchacha, La Guancha, hija de Icod de los Vinos y ambos hermanos se enamoraron perdidamente de ella. La chica al final eligió a San Juan y desde entonces, el otro pretendiente ha vivido con el corazón herido, como efecto del desamor.

Poco después contrajeron matrimonio y la pareja recibió de sus progenitores tierras suficientes como para vivir de manera holgada. San Juan de la Rambla recibió una estrecha franja de cumbre a mar comprendida entre los barrancos de Ruiz y el de La Cantera-Don Bruno. Fijó su residencia en una pequeña plataforma costera a los pies del abrupto acantilado, junto al camino real que unía el valle de Taoro con la comarca de Daute. Allí se encontraba una pequeña ermita dedicada a San Juan Bautista, que posteriormente se convertiría en parroquia. El caserío había sido fundado tras la conquista por el colono portugués Martín Rodríguez.

La Guancha recibió como dote una franja de terreno, de similar superficie a la de su esposo, que se extendía desde los pinares a la costa, entre los barrancos de La cantera-Don Bruno y Las Aguas-Las Goteras. Ella prefirió asentarse en las medianías, a unos 500 metros de altitud, cerca del lugar denominado “Fuente de la Guancha”. Este topónimo alude, según la tradición a un episodio de la conquista de la isla; estando los castellanos haciendo batidas por la zona encontraron a una mujer guanche  recogiendo agua de una fuente y la persiguieron. La joven prefirió lanzarse por un barranco antes de ser apresada. De ahí que en el escudo de la localidad figure un torrente de agua y dos mujeres aborígenes canarias que sostienen un cuenco de barro junto al lema: “nombre te dieron agua y mujer”.

Parece ser que el caserío donde se estableció había sido fundado por un grupo de colonos procedentes de Gran Canaria y se situaba junto al camino que, por las medianías, unía Icod de los Vinos con Los Realejos. La pequeña ermita dedicada al Dulce Nombre de Jesús se convertiría en parroquia con el paso de los años.

A pesar de haberse asentado en dos espacios geográficos tan dispares: una pequeña plataforma costera el uno y una superficie topográfica de medianías tremendamente accidentada, la otra, se trata de un matrimonio muy bien avenido. Esta unión tuvo como frutos tres caseríos, perdón, hijos. Primero nacieron dos mellizas, para continuar con la tradición familiar de padre y abuelo: Santa Catalina y Las Aguas; ambas han estado siempre muy unidas a su padre y viven muy cerca de éste, junto al mar.

El caso del benjamín es diferente; no sabemos por qué motivo, pero desde adolescente San José comenzó a tener fricciones con su padre, por el contrario, se sintió siempre muy apegado a su madre. Posiblemente un especialista hablaría de “complejo de Edipo”, pero estas son simples elucubraciones. Cuando se emancipó se estableció en las medianías, en las proximidades de La Guancha, dedicándose a la agricultura tradicional. Más tarde contrajo matrimonio con una chica del lugar, La Vera, aunque todavía no han hecho abuelos a sus progenitores. Las fricciones de la adolescencia derivarían, como veremos, en graves conflictos con su padre, San Juan de la Rambla, a pesar de la mediación que siempre ha ejercido La Guancha.

No podríamos concluir esta breve biografía de San Juan sin hacer referencia a sus tradicionales labores de cantería. En efecto, desde los  tiempos que siguieron a la conquista se han venido explotando unas canteras situadas en el extremo occidental del pueblo, junto al barranco que sirve de límite con La Guancha. Estas actividades posiblemente experimentaron un impulso considerable tras la llegada del maestro cantero aruquense Blas Falcón de Armas, en el siglo XIX, que pudo aportar a la zona  gran parte de la tradición de su pueblo natal. Las canteras se prolongan por la jurisdicción de La Guancha, de ahí que su hija Santa Catalina también se dedicase a estas labores desde fechas muy tempranas. Posiblemente haya tenido mucho que ver esta actividad artesanal en la concesión a la localidad del título de villa por Alfonso XIII en 1925.



Queda todavía un protagonista de este capítulo del que apenas hemos hablado, Icod el Alto, el segundo de los mellizos de Realejo Bajo y La Rambla. El desengaño amoroso que tuvo en plena juventud, cuando La Guancha prefirió a su hermano para compartir el resto de sus vidas, cambió mucho su carácter. Se encerró en sí mismo y poco a poco fue aislándose del resto de la familia y amigos.

Tras el matrimonio de su hermano consideró que era el momento de emanciparse y abandonar el hogar familiar; así que solicitó a su padre tierras donde comenzar su nueva vida, algo así como su herencia por anticipado. Realejo bajo no fue mezquino, le cedió un territorio de similar extensión al de su mellizo, una franja rectangular de mar a cumbre, entre la ladera de Tigaiga y el barranco de Ruiz. Lo de “mar” en este caso  forma parte de una frase hecha, cuando solemos referirnos a los municipios de Tenerife, porque en realidad, sus tierras acaban en un imponente acantilado antes de llegar al océano. La única condición que le puso su progenitor es que jamás se constituyese en municipio independiente, al menos mientras él viviese, algo que tampoco supuso un inconveniente para el muchacho; en realidad, no estaba especialmente interesado en temas legales y lo que quería era simplemente poner en cultivo cuanto antes las tierras recibidas.

Sus propiedades son todas terrenos de medianías y estas han condicionado sus cultivos. Siempre tuvo más relación con su tío y padrino Realejo Alto que con su padre. Además, una de las razones por las que eligió este lugar para establecerse era su relativa proximidad a La Guancha, de la que siguió enamorado el resto de su vida, hasta el punto de que jamás contrajo matrimonio.

Solía visitarla con frecuencia, recorriendo el camino real que unía Taoro con Icod de los Vinos por las medianías. En estas visitas normalmente hacía una parada en casa de su sobrino San José, con quién departía un rato mientras tomaban café. Puede que viese en el muchacho el hijo que nunca tuvo con La Guancha ¡quién sabe! Lo cierto es que con los años se fue forjando entre ambos una estrecha amistad que iba mucho más allá del parentesco. No hay que olvidar que Icod el Alto, merced a sus estudios, poseía bastantes conocimientos relacionados con la agricultura y solía compartirlos con su sobrino y cuñada, orientándolos cuando era necesario. No podemos olvidar que los tres compartían el mismo espacio agrario, es decir, parte de las medianías del norte de Tenerife.

Icod el Alto, como dijimos, con el paso del tiempo se convirtió en una persona retraída que una vez acabadas sus labores pasaba horas en el mirador de El Lance, entregado a sus pensamientos. Desde allí disfrutaba de una vista extraordinaria del valle de Taoro e incluso más alla, de las tierras de Acentejo. Que fuese introvertido no significaba que sus relaciones con el resto de sus convecinos no fuesen excelentes. En una de aquellas ocasiones en las que meditaba en El Lance se le ocurrió una manera de complementar la economía de estos, a la vez que mejorar sus vidas.

Todos se dedicaban a las labores agrícolas y ocasionalmente al trabajo de los montes, así que les propuso que simultáneamente se iniciasen en la cría  de cochinos y en los momentos de absentismo comercializarlos por el resto de la isla. La sugerencia no cayó en saco roto y a partir de entonces cobraron fama “los cochineros” de Icod el Alto. Estos utilizaban los mulos como medio de transporte y en sus albardas llevaban dos raposas a cuestas, una a cada lado, donde incorporaban la carga. Con ella se trasladaban a diferentes puntos de la isla, incluso al Sur, lugar que debían alcanzar atravesando la cumbre.

Hemos hablado de las fricciones existentes, durante la adolescencia del muchacho, entre San Juan de la Rambla y su hijo San José; parece ser que estas desaparecieron o al menos se aletargaron desde el momento en que aquel se emancipó y se fue a vivir a las medianías: la distancia, aunque escasa, consiguió suavizar la situación. Resulta que con el tiempo, aquella zona de medianías del término experimentó un desarrollo económico y demográfico mucho más intenso que el de la rasa costera donde residían San Juan y su hija Las Aguas. Aquí era donde en sus inicios se concentraba la mayor parte de la población y de la actividad agrícola; sin embargo el espacio era muy limitado y no permitía ampliar la zona de cultivo o el crecimiento de los caseríos. En los últimos años la situación dio un vuelco y las medianías  más que duplicaban en población al sector costero.

En estas circunstancias San José comprendió que había llegado el momento de enfrentarse a su padre y arrebatarle la capitalidad del municipio. Su tío Icod el Alto parece ser que tuvo mucho que ver en este asunto; en efecto, no paraba de calentarle la cabeza al joven con la idea de que las medianías habían estado siempre muy abandonadas y ya era hora de dar un vuelco a esa situación. La realidad era, como suele decirse, que le “tenía ganas” a su hermano desde que le quitó la novia. La Guancha intentó mediar entre padre e hijo, pero San José, junto a otros vecinos de la zona, como su esposa La Vera, las Rosas y Los Quevedos, entraron en pleitos con la cabecera municipal, es decir, San Juan de la Rambla. Después de un largo periodo de litigios consiguieron el traslado del Ayuntamiento a las medianías y con ello, en cierto modo, obtuvieron la capitalidad del municipio.

San Juan de la Rambla, después de la sentencia que  consagraba este traslado, ha apelado a todas las instancias pertinentes sin que hasta el momento haya habido respuesta a su favor. De todas formas, como buen padre y persona sensata  no ha permitido que los temas “legales“ enturbien la armonía familiar. En este sentido habría que señalar que del mismo modo, el resto de los familiares, próximos y no tanto, se han mantenido al margen de este asunto sin mostrar su apoyo a ninguno de los litigantes, al menos de manera evidente.

Para finalizar este capítulo convendría abordar un asunto completamente diferente al que acabamos de tratar, pues se refiere a la fusión de los dos hermanos, mejor dicho, municipios, en uno, que es el que existe en la actualidad.

El camino hacia la unión de ambos términos se inicia casi desde la propia constitución de los ayuntamientos de Realejo Alto y Realejo Bajo, al amparo de las Cortes de Cádiz de 1812. Ambas corporaciones tardaron poco menos de una década en llevar a efecto la primera unión de hecho de Los Realejos que se vino a materializar en febrero de 1823, pero apenas duró unos meses tras la restauración del Antiguo Régimen. Poco después hubo un segundo e infructuoso intento, sin embargo, la inestabilidad política de aquella centuria se patentiza en la frustración de ambos hermanos, quiero decir Corporaciones, en sus intentos de unificación, hasta el punto de abandonarse la idea durante casi noventa años. Por fin, a mediados del siglo XX, en 1955, pudo llevarse a cabo la ansiada unión entre ambos “hermanos”.

Esta fusión, considerada como el hecho de mayor relevancia política en la historia de ambos municipios, permitió reequilibrar el papel de los distintos términos del valle de Taoro. Frente al papel hegemónico que La Orotava desempeñó tradicionalmente en todos los órdenes y el posterior auge comercial y turístico del Puerto de la Cruz, ambos Realejos, por separado, venían ocupando un papel secundario en aquel espacio. Sin embargo, tras la unión, el nuevo municipio pasó a ocupar el segundo lugar en el Valle, por su volumen de población, y durante varias décadas el cuarto de la isla, hasta el despegue turístico y demográfico del Sur

En la actualidad, podemos afirmar que los “mellizos” viven la existencia serena de la madurez, recordando aventuras pasadas y en perfecta armonía con sus familiares de Taoro e Icode.



José Solórzano Sánchez ©