Los
primeros tiempos del matrimonio entre La Orotava y el Realejo Alto fueron, como
corresponde, una verdadera “luna de miel”, sobre todo porque ésta había
conseguido, tras una simple ceremonia, todo lo que ansiaba desde hacía mucho
tiempo: un marido al que amaba, pero del que no dependía; escapar por fin de la
tutela materna sin excesivas complicaciones; residir en el lugar con el que
soñaba desde niña y por último, convertirse en la segunda localidad, perdón
persona, más importante de la isla tras la “ilustre dama”.
El
Realejo Alto también era inmensamente feliz porque tenía como esposa a una
mujer bellísima e inteligente, y a pesar de las capitulaciones prematrimoniales
que había firmado, pensaba, iluso él, que de alguna manera, tarde o temprano la
situación se reconduciría y su esposa le cedería el lugar que le correspondía.
Dicho
esto y como apuntaría en esta ocasión aquel conocido pensador y sociólogo
grancanario, don José Monagas: ¿qué puede ocurrir tras la unión de un ser y
otro ser? ¡pues que nace un nuevo ser! y la venida al mundo de esa criatura, un
año justo después de la celebración de aquella fastuosa ceremonia en la
catedral, vino a colmar de felicidad a la joven pareja y a la vez, a toda la
familia, tanto paterna como materna. El recién nacido, porque además era varón
y eso estaba muy valorado por mor de las
primogenituras, títulos, herencias etc. era no solo el primer hijo de la
pareja, sino además, el primer nieto de La Laguna y el primer sobrino de todos
sus tíos y tías.
Lo cierto
es que el niño no vino al mundo con un pan bajo el brazo, pero sí con una
ramita de olivo, cual paloma de la paz,
lo que permitió limar las asperezas existentes entre abuela y
progenitora y que duraban ya algún tiempo. Como dijo muy acertadamente
el Realejo Alto, ninguna ”se bajó del burro”, pero con la visita de La Laguna a
su hija tras el alumbramiento, acompañada de todos sus hermanos, pareció que
por fin llegaba la paz a la familia.
Dice el
refrán que “lo bueno, si breve, dos veces bueno” y en este caso, la paz debió
de ser “buenísima”, por lo “breve”. La
flamante abuela, tan “mangoneadora” como siempre, en esa misma visita comentó
que a su nieto había que “cristianarlo” cuanto antes y ya por eso se había
adelantado para agilizar trámites y preparar su bautizo en la catedral. Alegó
que su primer nieto, como ella y todos sus hijos, debía ser bautizado en
Aguere. Además, también comentó que aunque la costumbre era que el primer nieto
fuese apadrinado por los abuelos paternos, dado que éstos habían pasado a mejor
vida, sería ella la madrina y su hijo Arico el padrino; a continuación, no se
cortó un pelo al añadir que menos mal que ella estaba en todo y resolvía los
problemas que iban surgiendo.
Lo que pretendía
ser una simple visita de cortesía que
sirviese para la firma de la paz, pudo derivar en un recrudecimiento del
conflicto latente entre madre e hija. La propuesta cogió desprevenidos a los
asistentes, pero La Orotava, que había heredado el “rejo” materno y tras unos
instantes de estupefacción contraatacó velozmente, alegando que en lo del
madrinazgo estaba de acuerdo, pero en lo que se refería al padrinazgo ella
tenía ya un compromiso que no podía romper. Arico, tranquilamente manifestó que
no tenía ningún inconveniente y que no quería causar problemas; intentó seguir
con su explicación pero la mirada fulminante de
su madre lo paró en seco.
La
Orotava comentó que había adquirido este compromiso meses atrás con un comerciante británico con
el que hacía muy buenos negocios y que residía en las proximidades del
embarcadero de Martiánez. Éste se encargaba de comercializar en Inglaterra toda
la malvasía que se producía en el Valle y proporcionaba a La Orotava una serie
de productos suntuarios muy difíciles de conseguir en la isla, incluso en la
Península. La abuela, con una media sonrisa, aceptó. En su fuero interno era
consciente de que esa propuesta no era viable; para ella, todos los extranjeros
eran “ingleses” y obviamente, “protestantes”, por lo que su candidatura no iba
a ser admitida de ningún modo por el obispado, con lo que sin lugar a dudas, su
hijo Arico la acompañaría en el momento del bautizo.
Lo cierto
es que el “candidato” elegido hablaba inglés, pero no era de esta nacionalidad,
sino irlandés, y tan católico o más que la “ilustre dama”. Por lo que el
dublinés don Diego Barry O’Brien se convirtió sin ningún tipo de problemas en
el padrino de la criatura, ante el estupor y después la indignación de la
madrina. Curiosamente, parece que este hecho, que podría entrar dentro del
campo de la casualidad, iba a tener
consecuencias importantes en la vida futura del neonato y sus relaciones con la
“Pérfida Albión”.
La
criatura recibió el nombre de “Puerto del Valle de La Orotava”, pero sus
familiares y conocidos lo llamaban “Puerto de La Orotava” o sencillamente “El
Puerto”. Realizó sus primeros estudios en el colegio masculino que una orden
religiosa había instalado en la Villa y
el bachillerato en el Instituto de Canarias de Aguere.
El Puerto
tenía unas características físicas muy peculiares: desde muy niño resultaba
bastante pequeño en medio de sus compañeros y amigos. Esta característica no
pasaba inadvertida para nadie y mucho menos para sus padres. La Orotava muy
pronto empezó a preocuparse, aunque no hacía comentarios al respecto, confiando
que en cualquier momento el niño diese un “estirón”. Pasado un tiempo de espera prudencial, el ansiado “estirón” no se
produjo y el ya muchacho continuó con su
“pequeñez”. Sus padres acudieron a toda clase de médicos y tratamientos, pero
no hubo nada que hacer. Sin embargo, lo que para progenitores y familiares era
un problema y motivo de desazón, para el chico no tenía importancia alguna. En
verdad era “pequeño” pero podía hacer lo
que todos sus amigos, incluso mejor: corría más que ninguno, jugando al fútbol
era extraordinario, e incluso en la lucha canaria su “maña” suplía a la fuerza
en todos los encuentros.
El Puerto
era extremadamente feliz, ajeno a las preocupaciones de su entorno por su
constitución física; era “pequeño”, pero proporcionado y de aspecto agradable.
Dicen que la naturaleza es sabia, o por lo menos justa. y salvo excepciones,
procura mitigar ciertas carencias con algunas virtudes. En efecto, este dicho
era perfectamente aplicable al Puerto, porque no había muchacho más
inteligente, simpático, agradable y emprendedor en todo lo que había sido el
antiguo valle de Taoro.
Con este
carácter y su constante afán de superación, el chico, sin proponérselo,
consiguió la admiración y el reconocimiento de todos los que lo rodeaban:
familiares, compañeros de estudio y vecinos. Con el tiempo, su aspecto físico
pasaba totalmente desapercibido, como veremos, disimulado por una personalidad
arrolladora.
Desde muy
niño frecuentaba la casa de su padrino, el señor O’Brien y solía acompañarlo en
sus actividades mercantiles. Disfrutaba subiendo al torreón de su casa para
avistar la llegada de los navíos cargados de mercancías, porque según costumbre
de la época, el primer comerciante en llegar a los barcos era a
su vez el primero que tenía derecho a hacer las transacciones y negocios que
quisiera. De estos torreones se conserva actualmente el denominado “del
Ventoso”. No hay que olvidar que casi desde los años que siguieron a
la incorporación de la isla a Castilla se había ido constituyendo una colonia
de comerciantes y mercaderes extranjeros en las proximidades de Martiánez.
Desde allí se daba salida a buena parte de la producción agrícola de la zona
más rica de Tenerife, el valle de La Orotava.
Lo
curioso es que realmente no existía un “muelle” tal como podríamos concebirlo.
En la actualidad, es difícil entender como desde el pequeño embarcadero, al que
denominamos muelle pesquero, o desde San Telmo, pudiese desarrollarse en el
pasado un tráfico de mercancías tan intenso, que hizo de esa localidad el
puerto más importante de la isla, tras desbancar a Garachico a comienzos del
siglo XVIII.
Lo cierto
es que el litoral portuense es excesivamente rocoso y sometido a frecuentes
mareas e intenso oleaje, por lo que los barcos no atracaban propiamente en un
muelle, sino que fondeaban en lo que se denominaban “limpios” (lugares de fondos arenosos y con cierta
profundidad) situados a escasa distancia
de la costa. Hasta allí se trasladaban los lanchones que varaban en las playas
de callaos y realizaban las operaciones de carga y descarga. Existían varios
fondeaderos o “limpios”, como los denominados ““Limpio de las Carabelas” y
“Limpiogrande”.
En
aquellas playas pasaba su tiempo libre
observando el trasiego de los lanchones con mercancías y también, la
llegada de las pequeñas barcas de los
pescadores que habitaban en las casas de La Ranilla. Sus mujeres les esperaban
con sus cestas y nada más recoger el pescado
se dirigían en pequeños grupos a pie a
venderlo en los caseríos vecinos, incluso en la Villa.
Una vez
acabado el bachillerato, llegó el momento de proseguir sus estudios superiores,
como correspondía al primogénito de la “señora del Valle”. Por aquellos años,
su padre se encontraba aún en Venezuela
a donde se vio obligado a trasladarse, como ya sabemos, después de los
problemas que le ocasionó las crisis del cultivo de la cochinilla. Así que su
madre era la que tenía toda la responsabilidad sobre él y su hermana pequeña
Santa Úrsula. La Orotava estaba empeñada en que el chico estudiase alguna
carrera que le permitiese ejercer una actividad de prestigio, como médico, juez
o notario, con la suficiente autonomía y tiempo libre como para poder dedicarlo
a la administración del patrimonio familiar, cuando ella no pudiese hacerlo, o
como solía decir, cuando “faltase”.
El
muchacho estaba muy poco interesado en este tipo de actividades y se le ponían
los pelos de punta cada vez que su madre sacaba el tema y empezaba con sus
“sugerencias”. Era una persona tremendamente emprendedora, con infinidad de
proyectos y ganas de llevar a cabo cambios e innovaciones tanto en su vida como
en su entorno y en absoluto se conformaba con estar sujeto a normas que
dictasen otros.
Estas
inquietudes venían siendo fomentadas desde hacía mucho tiempo por la
correspondencia que mantenía con su padre, con quien tenía una gran confianza a la vez que le hacía partícipe de sus anhelos
y aspiraciones. Sentía su respaldo y le seducían sus recomendaciones para que
viajase, conociese mundo, otras personas y culturas, y después, con el bagaje
que adquiriese, volviese a la isla y llevase a cabo todos sus proyectos. No
quería que su hijo fuese como el resto de la familia cuyo mundo se limitaba a
los escasos dos mil kilómetros cuadrados de Tenerife, con algún salto ocasional
a otra isla del Archipiélago.
Por otra
parte, en cierto modo ya había empezado a poner en práctica los consejos de su
padre, cuando en compañía de su padrino, el señor O’Brien, alternaba con
comerciantes y navieros de media Europa y asistía a las tertulias que se
celebraban en alguna de las casonas de la Plaza del Charco, donde residía una
incipiente burguesía local, junto a numerosos empleados y representantes de
compañías extranjeras.
En estas
tertulias se hablaba de todo, de lo humano y lo divino, de poesía, historia,
viajes y comercio. El chico, poco a poco, fue adquiriendo una cultura que no
podía conseguir en otros lugares de Nivaria. No olvidemos que por aquellos años el embarcadero de La Orotava
se había convertido en el puerto más importante de la isla, tras la ruina de Garachico bajo las lavas del volcán de
Arenas Negras. Se encontraba en su
momento de máximo esplendor, auge que duraría algunas décadas más hasta
que el de Añazo lo suplantó definitivamente
como puerta de entrada y salida de la isla.
En
estas tertulias tuvo ocasión de conocer a dos personajes portuenses de gran
relevancia. A don Tomás de Iriarte y Nieves Ravelo, fabulista, traductor,
dramaturgo, poeta y músico, considerado el introductor del género de la fábula
en la literatura española. Y también a don Agustín de Bethencourt y Molina, prestigioso ingeniero
civil y militar, arquitecto, ensayista, precursor de la telegrafía y la termodinámica, que trabajó para el Reino de España y el Imperio Ruso..
Su
padrino, desde muy pequeño, le fue enseñando los rudimentos de la lengua
inglesa, en la que con la práctica casi
diaria entre navegantes y mercaderes llegó a alcanzar un nivel más que
aceptable. Por supuesto, este conocimiento era mantenido en secreto para no
provocar la ira de su madre y su abuela, para quienes el inglés era una lengua
de herejes.
Con todas
estas vivencias, el chico no se resignaba a pasar el resto de sus días en una
notaría o en el estrado de un tribunal de justicia, después del pertinente paso
por la universidad. Tenía otros intereses y al final se enfrentó a su madre confesándole
que lo que realmente le gustaba eran las actividades comerciales para lo que
los conocimientos contables eran fundamentales. Ante la oposición de ésta no le
quedó otro remedio que amenazarla con trasladarse a Venezuela para labrarse un
porvenir junto a su padre.
La Orotava ante tal “advertencia” y
atemorizada por la determinación del muchacho no tuvo más remedio que recular, permitiéndole
iniciar los estudios de perito mercantil; por tanto, se inscribió en la Escuela
de Comercio de Añazo. Durante el tiempo que duraron los estudios residió en
casa de su tía Santa Cruz que era no solo la más joven de todas ellas, sino que
además tenía un carácter muy afín al suyo. Era conocedor de que en las reuniones de familia tanto su madre como su abuela la criticaban
por su carácter liberal y emprendedor. En este periodo se inició un afecto y camaradería profundo entre
tía y sobrino que ha durado hasta el momento. No hay que olvidar que ésta había
realizado los mismos estudios y siempre que era necesario le ayudaba y
orientaba en sus tareas.
El
ambiente de Añazo le atraía enormemente, al fin y al cabo era muy parecido al
embarcadero de La Orotava, pero como solía decir “a lo grande”. Nada que ver
con la Villa o con Aguere, a las que consideraba señoriales pero aburridísimas.
En esta época tuvieron lugar sus primeros amores, que han pasado al olvido.
Frecuentaba los paseos de la Alameda, donde alternaba con las hijas de la
burguesía local y también los bailes del Casino, donde gracias a su tía tenía
las puertas abiertas. Allí siempre había quien le mencionase a su abuelo, el
Capitán General, de quien había heredado mucho de su carácter y saber estar.
Una de las
cosas con las que más disfrutaba eran los carnavales, fiestas multitudinarias y
únicas en Nivaria. Ya desde aquella época se le metió en la cabeza la idea de
que en algún momento, el embarcadero de La Orotava contase con unos festejos
similares. Una vez finalizados sus estudios, el chico volvió al Valle de Taoro,
no sin cierta tristeza, pero lleno de proyectos para el futuro. La Orotava y La
Laguna al fin descansaron, pues durante todo este tiempo habían temido que el
chico se “intoxicase” con las ideas de su tía y con aquel ambiente, en su
opinión, nada recomendable.
Lo que
para su madre había sido una “calentura” juvenil, ya superada con su retorno al
“redil”, dio paso a un verdadero conflicto familiar. En efecto, El Puerto, nada
más llegar puso en conocimiento de su progenitora que en unas semanas se
trasladaba a la ciudad de Bristol, en Inglaterra, para hacer las prácticas de
contabilidad. Su padrino había enviado cartas de recomendación a una de las
consignatarias para las que trabajaba y el muchacho había sido admitido. Por
otra parte, su tía Santa Cruz, conocedora de estos proyectos y sabedora de que
su hermana pondría todo tipo de inconvenientes, se había comprometido a pagarle
el viaje, mientras que su padrino se encargaría de la manutención durante los
primeros meses de estancia en Inglaterra.
La
Orotava, muy ducha en estas lides, como sabemos, no estaba preparada en cambio para un ultimátum de estas
características. Además, su hijo no le pedía opinión o autorización,
simplemente le presentaba un plan de hechos consumados. Obviamente puso el
grito en el cielo y cuando se quedó sin argumentos trató de chantajearlo
emocionalmente con uno de sus socorridos “cólicos nefríticos” que tan buenos
resultados solían darle. Pero todo fue
inútil ante la determinación del muchacho y a las pocas semanas éste se
embarcaba en una goleta cargada de malvasía rumbo al puerto inglés de Bristol.
El chico
se integró sin problemas en su nuevo ambiente, de una parte porque las cartas
de recomendación de su padrino le abrieron muchas puertas, además de las de la
empresa; de otra, porque por su personalidad, esfuerzo y afán por aprender,
enseguida se ganó el favor de sus jefes. El idioma tampoco fue problema porque
durante su estancia en Santa Cruz, su tía le había conseguido unas clases
intensivas con un empleado inglés de una de las consignatarias radicadas en la
calle de la Marina.
La estancia
en Bristol fue breve, ya que a los pocos meses los propietarios de la compañía,
conscientes de su valía, lo enviaron a las oficinas centrales en Londres, o
London, como decían ellos. Convendría señalar no obstante, que el traslado era
un poco interesado, porque la compañía miraba por su futuro y era muy
conveniente tener a su servicio un joven que pertenecía a la élite isleña y en
un futuro, con su vuelta a casa, podría defender sus intereses comerciales desde
la mejor de las posiciones.
Su
estancia en Londres, aparte de perfeccionarlo profesionalmente, fue para él una
etapa de enriquecimiento personal. Allí comprobó que todas aquellas ideas que
bullían en su cabeza no eran vanas ilusiones, sino que bien planificadas y
desarrolladas podrían llevarse a cabo. Él quería volver a su tierra tarde o temprano,
pero consideraba que debía llevar consigo todo lo bueno e innovador que había
encontrado a orillas del Támesis. Allí se codeó con parte de la buena sociedad
británica y despertó mucho interés entre las señoritas y ladies. Todas
consideraban “a very handsome/good looking” caballero a aquel muchacho proveniente de las Canary
islands.
Además de divertirse
y aprender mucho, El Puerto entabló amistad con numerosas personalidades a
quienes no dejaba de hablar de las excelencias de Valle de La Orotava, tanto
paisajísticas como climáticas. Recomendaba a todos sus conocidos que visitasen
el lugar, especialmente en el templado invierno, cuando el frío y la nieve
hacían estragos en Londres. Tuvo ocasión de conocer al doctor William Robert
Wilde, una de las figuras más reconocidas de la medicina en la Inglaterra
victoriana y padre del escritor Oscar Wilde,
a quien recomendó una visita a las tierras de su madre, comentándole las
excelentes condiciones para los enfermos con problemas respiratorios y poniendo
como ejemplo el caso de ésta durante su infancia.
Una vez
finalizada su etapa en la Gran Bretaña, El Puerto regresó a Tenerife cargado de
proyectos e ilusiones. Estos eran inviables si no contaba con la autonomía
suficiente al margen de la tutela materna, así que con el apoyo de su padre,
que había regresado de Venezuela mientras él residía en Inglaterra, solicitó a la
“señora del Valle” unos terrenos en los alrededores del embarcadero de
Martiánez.
La
Orotava no estaba preparada para esta petición; se había hecho a la idea de que una vez vuelto del extranjero su hijo permanecería
siempre a su lado, viviendo en su casa y ayudándola en la gestión de su
patrimonio, ocupando en cierto modo el puesto que había dejado vacío su marido
como “hombre de la casa”. Tampoco había contemplado que tuviese que
desprenderse de parte alguna de las
propiedades que logró arrancarle a La
Laguna tras su matrimonio, pues consideraba que todo su patrimonio debería
pasar “intacto” a su primogénito cuando ella “faltase”.
Esta situación, como
el lector podrá imaginar, provocó un
grave conflicto entre madre e hijo; sin embargo, El Puerto fue muy comedido en sus peticiones, y apenas le
solicitó la zona del litoral de Taoro. Recordando situaciones vividas con
anterioridad y temerosa de que ésta se le escapase de las manos, La Orotava al
fin transigió y accedió a las peticiones de su hijo. Hay que hacer notar que en
estos momentos se produjo uno de los episodios más bochornosos de su vida, por
calificarlo de algún modo y del que se ha avergonzado profundamente hasta el
momento presente. Únicamente la discreción y el respeto de su hijo han permitido que éste jamás haya
salido a la luz.
Según sabemos, cuando
La Orotava decidió finalmente aceptar la solicitud de su hijo, lo invitó a
almorzar en el guachinche de una de sus medianeras, Aguamansa. El menú, como
podrán imaginar consistía básicamente en truchas, gofio y castañas, además del
famoso postre casero; también habría que decir que los comensales no pudieron
disfrutarlo como se esperaba, ya que aparte de lo comprometido del asunto que
iban a tratar, llegaron completamente “asfixiados” a aquellas alturas después
de ascender por el empinado “Camino de Chasna”. La Orotava, a la hora del
postre, aún con el sabor a frangollo en la boca, comunicó a su hijo que accedía
a su petición. A continuación, apostilló,
con cierta sorna, que dado que éste no
era “excesivamente grande” tampoco iba a necesitar demasiado espacio para vivir
y desarrollar sus actividades, con lo que le concedía únicamente el terreno que
rodeaba al litoral de Martiánez. Este comentario, como el lector comprenderá,
fue impropio de cualquier persona y mucho más de una madre, pero El Puerto no
se lo tuvo en cuenta contento de haber conseguido lo que deseaba sin demasiadas
complicaciones.
La Orotava, siempre
se ha avergonzado, aunque no sabemos si también arrepentido, de aquel
comentario y ha estado sometida al temor de que alguna vez saliese a la luz,
pero como sabemos, El Puerto es una localidad, perdón, una persona muy discreta
y respeta demasiado a su madre como para hacerle ese feo. Además, ésta le
comentó en esa misma conversación, con
un “chupito” de licor de plátano en la mano, que no pensase que se iba a quedar
con todo el frente costero de sus
tierras, sino que ella se reservaba lo que hoy denominamos “El Rincón”, con las
playas del Boyuyo, Los Patos y El Ancón. Estas playas, con el tiempo, le
crearon bastantes problemas cuando buena parte de ellas comenzó a dedicarse a
la práctica del nudismo, comprometiendo, como solía decir, su buena fama y
reputación.
Si El Puerto se
alegró de la noticia, tanto o más lo hizo su abuela, al comprobar que su hija
había tenido que experimentar la misma situación por la que le hizo pasar ella en el pasado, pues consideraba que ésta
había recibido su justo castigo. Además, siempre que salía el tema a colación
en cualquier reunión familiar, se apresuraba a comentar con sorna que “donde
las dan las toman”. Lo que su hija no sabe es que cuando no estaba presente,
cambiaba la frase anterior por otra mucho más dura: “a cada cerda le llega su
San Martín”, feliz de que pasado el tiempo la justicia divina hubiera actuado
como correspondía.
Después de todo lo
que se ha relatado en los últimos párrafos, el lector podrá entender por qué El
Puerto de la Cruz posee el término municipal más reducido no solo de Tenerife,
sino de todo el Archipiélago. En efecto, su extensión territorial es doce veces inferior a la media de todos los
municipios de la isla y apenas el cuatro por ciento de la extensión del mayor de ellos, precisamente La Orotava. Con estos datos el lector podrá comprobar lo
“tacaña” que fue la “señora del Valle”
en sus concesiones.
Lo primero que hizo
el chico, en cuanto se trasladó a su nuevo domicilio, fue cambiar el nombre del
lugar, al menos el oficial, porque él siempre seguiría siendo El Puerto, a
secas, para familiares, amigos y conocidos. Consideró que no procedía mantener
lo de “Puerto de La Orotava” que denotaba cierta dependencia o sumisión con
respecto a su madre y pensó que mejor sería denominarlo “de Taoro”; sin embargo,
dado que la primera noche que pasó en su nuevo domicilio fue precisamente un
tres de mayo, fecha que quedó grabada en su mente porque las exhibiciones
pirotécnicas en Los Realejos no le permitieron pegar ojo, decidió cambiarlo por
“Puerto de la Cruz” y de paso le hacía un guiño a su tía, a la que tanto debía
y quería. No hay que decir que este cambio de nombre le sentó fatal a la
“señora del Valle”, pero se contuvo y abstuvo de comentar nada al respecto,
puesto que tenía mucho por lo que callar.
Poco tiempo después
el muchacho llegó a cuestionarse si realmente había sido una buena idea lo de
la “autodeterminación”, porque en el momento de hacer planes, no había contado
con la centralización del tráfico portuario en Añazo, según decisión
gubernamental, con lo que el ahora el Puerto
de la Cruz iba quedando relegado a simple puerto pesquero y de cabotaje. Mermada, por no decir perdida, su
principal fuente de recursos, procedía llevar a cabo iniciativas innovadoras y
creativas a fin de lograr la supervivencia de la recién creada entidad. En
efecto, los terrenos agrícolas eran insignificantes en relación a otras
localidades vecinas y la pesca de bajura no era una base sólida para el
crecimiento.
Ya dijimos que El
Puerto tenía muchos proyectos en la cabeza y llego a la conclusión que había
llegado el momento de llevarlos a cabo. Aprovechando sus contactos, lo primero
que hizo fue solicitar que se instalase en su territorio el “Jardín de Aclimatación”, conocido como el
“Jardín Botánico” o simplemente “El Botánico”. El monarca había decretado que los
científicos recolectores en las colonias españolas del Nuevo Mundo debían de reunir plantas exóticas en este
jardín, y después de un periodo de aclimatación, posteriormente trasladarlas a sus
jardines reales de Madrid y Aranjuez; convirtiéndose, por tanto, en el segundo jardín
botánico de España, tras el de Madrid. Hay que decir, no obstante, que los intentos
de aclimatación en su traslado a la Península no funcionaron pues el clima de
la Meseta es muy diferente al de Tenerife.
La “señora
del Valle” luchó denodadamente para que éste se instalase en sus tierras, pero
no lo consiguió. No obstante, en un primer momento, dado que su nombre era
mucho más conocido que el de su hijo y también por su relativa proximidad a la
villa, se le denominó Jardín de aclimatación de La Orotava. El Puerto, sin
embargo, por el respeto que sentía por su madre y en aras de la buena vecindad
propició que fuese instalado un vivero o “hijuela” del Botánico en el mismo
centro de la Villa, precisamente en lo que habían sido los jardines del antiguo
convento de San José.
Coincidiendo
con la inauguración del “Jardín de Aclimatación” visitó la isla un viejo
conocido de El Puerto en su etapa laboral en Inglaterra. En efecto, el doctor William R. Wilde, intrigado quizás por los comentarios de aquel
joven canario, pasó un breve periodo en el valle de La Orotava y de vuelta a su país recomendó al Puerto de
la Cruz como un destino mejor que Madeira y
las famosas “rivieras” italiana y francesa. Estas recomendaciones representaron
una propaganda fundamental para el lugar, precisamente en unos momentos en los
que tras las guerras napoleónicas, la estabilidad en aguas atlánticas permitió
la llegada a las islas de numerosos británicos con problemas de salud en busca
de un clima que favoreciese su convalecencia. Consecuentemente, el Puerto de la Cruz, por aquel entonces el segundo embarcadero de la isla, se convirtió
el primer destino turístico de Tenerife y Canarias.
Sin embargo, estas vacaciones terapéuticas no eran el único
objetivo de los visitantes del Puerto por aquellos años. También hubo “excursionistas” por ocio o placer. Según parece, a mediados del siglo XIX llegó una expedición de
británicos desde Madeira para realizar una excursión al Teide, obviamente mucho antes que el primer tour organizado por Thomas Cook a los
Alpes.
El Puerto de la Cruz comprendió que su futuro estaba en la
actividad turística, por encima de cualquier otra y a promocionarla dedicó
todos sus esfuerzos. Uno de los hechos
más significativos en este sentido fue la inauguración del primer “sanatorium”
de Canarias, para acoger a los turistas enfermos. Se denominó
“Orotava Grand Hotel”, futuro Thermal Palace. Este último, se
instaló en un edificio de estilos neogótico y victoriano construido con madera importada de
Alemania y montada por especialistas alemanes; en su decoración intervino Francisco Bonnín. Poco después iniciaron su andadura algunos
otros como los hoteles Marquesa, Monopol y Buenavista y sobre todo el Gran Hotel
Taoro.
Este último ha sido quizás el más representativo a lo largo de la
historia reciente del lugar. Edificado en la cima de una colina denominada
montaña Miseria, con sus 217 habitaciones se convirtió en el mayor establecimiento
turístico del Archipiélago y lugar de recepciones para todas las personalidades
ilustres que nos visitaban: reyes, príncipes, duques, jefes de estado,
escritores, etc.
Aquel muchacho “pequeño”,
en el transcurso de los años consiguió, volcándose en la actividad turística,
superar todos los inconvenientes que representaban sus “escasas dimensiones”,
su carencia de recursos tradicionales y la crisis portuaria, hasta convertirse en el motor económico de toda la
vertiente septentrional de la isla, especialmente del valle de La Orotava.
Logró superar a su madre, si no en belleza o relevancia histórica, sí en fama internacional y ofreció trabajo y
sustento durante décadas a buena parte de sus parientes y vecinos.
Para concluir con esta vocación turística de El Puerto, desde hace
más de una centuria, habría que señalar un hecho anecdótico que tuvo lugar a mediados de los años cincuenta del siglo
pasado, cuando empezaron a ponerse las
bases del turismo de “masas” que se desarrollaría en las décadas siguientes.
Por estas fechas se crea el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias y se
establece una Oficina Local de Turismo. El Ayuntamiento pretendía declarar a la
localidad “ciudad turística” y se encontró con que a pesar de ser el núcleo más
poblado de todo el norte de la isla, por delante incluso de La Orotava, desde
el punto de vista administrativo era considerado simplemente “lugar”, lo que
representaba un escalón inferior al de ciudad o villa; por tanto, no quedó más
remedio que declararla oficialmente como “Lugar de Interés Turístico”. Este
desajuste, quizás fruto de la desidia y
poca previsión de las administraciones,
fue subsanado inmediatamente al año siguiente con la concesión oficial del
título de ciudad.
Pero no solamente los británicos y las actividades de salud y ocio
contribuyeron al desarrollo económico de la localidad con posterioridad a su
“independencia”. Otras nacionalidades europeas se sintieron también atraídas
por el lugar y sus peculiaridades. En este punto del relato a los posibles
lectores les vendrá a la cabeza la familia alemana Kiessling y su peculiar
zoológico de Loro Parque, que además de parque temático lleva a cabo una
intensa labor conservacionista y de investigación. Sin embargo, posiblemente
muchos desconozcan que un precursor suyo en este tipo de actividades fue el
también alemán y psicólogo Wolfgang Köhler, uno de los principales teóricos de
la psicología de la Gestalt que dirigió entre los años 1913 y 1918 la Estación
de Antropoides de Tenerife, promovida por la Academia Prusiana de Ciencias de
Berlín. La citada estación tuvo su sede en la denominada “Casa Amarilla” o
“Casa de los monos”, para la población local, una antigua casa de campo ubicada
en el término municipal del Puerto de la Cruz y que tuvo el privilegio de ser
el primer centro de estudios primatológicos de la historia.
Cada vez que en
una reunión familiar se habla del muchacho, de sus triunfos y conquistas y
también de la historia del turismo en el Puerto, la abuela siempre concluye
dirigiéndose a los contertulios, con una mezcla de “ordinariez y mala baba”,
que se dejen de “machangadas” y de dulcificar la historia de su nieto, que ella
tiene muy claro el verdadero origen del turismo en la localidad y este es muy
anterior a la llegada a la isla de los ingleses, incluso a la de su padre el Adelantado, y comenzó
en el momento en que los guanches bajaban en el solsticio de verano desde las Cañadas
para bañar sus cabras en la playa de Martiánez.
El Puerto de la Cruz, como hemos podido
comprobar, ha tenido una vida muy intensa desde su más temprana juventud,
perfectamente conocida por todo el mundo. Sin embargo, no ocurre lo mismo con
su vertiente privada, especialmente en el tema “amoroso”. Conocemos, eso sí, el
enorme éxito que tuvo con las jovencitas chicharreras mientras estudiaba en
Añazo y con aquellas “misses” y “ladies” británicas; pero nunca llegó a un
compromiso serio que cristalizase en matrimonio. Sabemos a ciencia cierta que
desde su vuelta de Londres su madre, con la ayuda de La Laguna, hizo lo
imposible por buscarle una joven con la que compartir su futuro, proponiendo
incluso a alguna de sus primas del Sur. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron
los problemas relativos a la emancipación del muchacho y a petición de éste, su
madre dejó de inmiscuirse en su vida personal.
Sabemos también, que sus medio primas “las
morochas”, desde que llegaron de Venezuela con el Realejo Alto cayeron rendidas
a sus pies nada más conocerlo y han continuado enamoradas en secreto de él
durante todo el tiempo que ha transcurrido, de ahí que permanezcan solteras.
Sin embargo, para El Puerto, son simplemente sus primas, por las que siente un
profundo afecto. Por otro lado, hay una parte de su vida íntima, a la que hemos
tenido acceso por casualidad, que a punto estuvo de acabar en uno de los
mayores escándalos de la familia, pero que su saber estar y extrema discreción
pudo resolver sin graves consecuencias.
El lector recordará que durante el tiempo que
su hermana Santa Úrsula estuvo cursando su bachillerato en Aguere estuvo
asistida en la casa donde residía por dos muchachas del Valle, La Vera y Las
Arenas, hermanas por más señas. Cuando acabó su cometido en Aguere, La Orotava
se comprometió a conseguirles una nueva ocupación y al poco tiempo pasaron a
trabajar como asistentas en uno de los hoteles recién abiertos en El Puerto. La
mayor de ellas, La Vera, era una muchacha muy vistosa, una auténtica belleza
isleña, como solían calificarla los turistas extranjeros y que despertaba
pasiones allá por donde pasaba. Ambas hermanas residían a medio camino de La
Villa y El Puerto, en concreto, La Vera tenía su casa justo en los límites de
tres municipios: La Orotava, Los Realejos y el Puerto de la Cruz. Según parece,
el muchacho se enamoró perdidamente de ella y se veían ocasionalmente en casa
de ésta cuando sus ocupaciones se lo permitían. A pesar de que El Puerto nunca
habló de compromiso, la chica se convirtió en lo que podríamos llamar, según la
costumbre de la época, ”su amante
oficial”.
El idilio se mantuvo en secreto durante
bastante tiempo y finalizó de manera abrupta cuando el muchacho comprobó por
casualidad que la chica, quizás por motivos de “vecindad geográfica” compartía
favores no solo con su tío Realejo Bajo, sino también con su hermano Realejo
Alto (su propio padre). Nada más enterarse y aunque cualquiera podría
apostillar en tono de sorna que “todo quedaba en familia”, El Puerto, en parte por escrúpulos y también por evitar
el escándalo, decidió finalizar aquella relación clandestina.
Como él suele decir, es un soltero empedernido y convencido. Lleva
a cabo con una actividad tan intensa que
le impediría adquirir cualquier tipo de compromisos familiares, por lo que se
contenta con tener innumerables “amigas especiales” a las que sabe atender como
corresponde y que acuden puntualmente cada año a visitarlo en cuanto empieza a apretar
en frío en los países nórdicos, en las islas británicas o en Alemania.
José Solórzano Sánchez ©