Güímar es hija de La Laguna y
desde muy pequeña anduvo a la sombra de su hermana mayor, aunque eran
completamente diferentes. Ya hemos hablado de que La Orotava fue desde niña muy
agraciada, vivo retrato de su madre; a Güímar, en cambio, le decían que era
“monilla" y cuando no querían comprometerse con un halago, señalaban que
era muy educada, o muy estudiosa, o cualquier otro calificativo que evitase
decir la palabra “guapa”. Ella lo asumió sin ningún tipo de traumas.
Su madre, como vimos, en parte
por sus problemas de salud durante su infancia y porque había puesto todas sus
esperanzas en la primogénita, convencida
de que ya habría tiempo para dedicarle al resto, se entregó en cuerpo y alma a
la mayor. Lo cierto es que durante su infancia y adolescencia, hasta que se
emancipó, sus hermanas fueron sencillamente su cortejo, en medio de las cuales
brillaba como una estrella.
Otro tanto podemos decir de su
carácter. Como Vilaflor y Fasnia, Güímar era muy introvertida, callada y
obediente, justo lo que se esperaba de una niña y después de una muchacha: que
no llamase excesivamente la atención. Aunque en honor a la verdad, estas normas
se aplicaban a las poco “agraciadas”, porque a La Orotava se le permitía y
fomentaba ese espíritu arrollador, que no dejaba a nadie impasible por donde
pasaba.
Pero como dicen, la naturaleza es
sabia, o por lo menos, es justa en muchas ocasiones. Dotó a la niña de una
extraordinaria belleza interior, una inteligencia muy por encima de la media
familiar y una profunda vida espiritual. El único inconveniente por el que no
pudo desarrollar totalmente todas estas virtudes fue su papel de “segunda” y el
ambiente agobiante de su niñez, dominado por la omnipresencia materna y la
“tiranía” de la primogénita. Todo ello provocó que la pequeña se cerrase en sí
misma y se abstuviese de compartir sus vivencias.
Desde muy niña se aficionó a la
lectura y no había libro en la biblioteca familiar que no hubiese pasado por
sus manos, y lógicamente, por su vista. Fue ella quien aconsejó a su hermano
adoptivo El Rosario, muy sutilmente, que pasase de los colorines a los libros,
cuando por su cumpleaños le regaló la “Historia de Robinson Crusoe”; a partir
de entonces éste se convirtió en un lector
empedernido. Sin que nadie en casa lo advirtiese, se intercambiaban lecturas a pesar de la diferencia de edad;
asistían también a las charlas que se celebraban en la Real Sociedad Económica de Amigos del País o
en el Ateneo. Aunque hay que decir que
la suya era una cultura más bien tradicional, nada que ver con los gustos de su
hermana Santa Cruz.
Volviendo a Güímar, los
primeros años fue educada en casa, como
correspondía a una niña de buena familia, aprovechando todo el séquito que su
madre había establecido para La Orotava. Sin embargo, posteriormente comenzó a
asistir, junto con Fasnia y Vilaflor, a un selecto colegio que una congregación
religiosa había establecido hacía poco en Aguere. Hay que decir no obstante, que dentro del mismo centro
existían aulas diferenciadas; unas para las alumnas procedentes de la “buena
sociedad lagunera” y de otras localidades de la isla, ya que también era
internado. Sus familias costeaban el mantenimiento del centro a base de
sustanciosas “aportaciones voluntarias” que tenían más que ver con el prestigio
que por un interés en la educación; por otra parte, existían también aulas
destinadas a niñas procedentes de las capas medias y bajas de la sociedad
lagunera y de sus alrededores, con las
que se llevaba a cabo una acción “caritativa”.
La niña adquirió una sólida
formación, muy superior a lo que se le exigía. El trabajo en las aulas y su
vocación lectora la dotaron de un notable bagaje cultural, que obviamente
pasaba desapercibido, en parte porque no era un tema que se valorase entre los
que la rodeaban, y también, porque a ella no le gustaba hacerse notar. Poseía
dotes extraordinarias para la escritura y la poesía, y lo que nadie sabe es que
desde los catorce o quince años era la autora de todos los pregones de las
fiestas del Cristo o de la Semana Santa, aunque siempre se presentaban con
el pseudónimo de “El Conde Mor”. Se
había corrido la voz de que se trataba
de un importante escritor peninsular al que no le gustaba viajar en barco, por
lo que siempre realizaba su lectura un miembro del clero lagunero elegido al
azar.
Cuando abandonó su casa llevaba
consigo el mayor de sus secretos, un enorme baúl donde conservaba todos y cada
uno de sus escritos: poemas, ensayos, narraciones, incluso novelas.
Desgraciadamente ese tesoro se ha perdido, por lo que jamás podremos valorar a
Güímar como le correspondería. Acabados sus estudios medios, siguió la
tradición inaugurada por su hermana mayor y cursó la carrera de letras, pero a
diferencia de ésta y de la mayoría de las muchachas con las que compartía
estudios, ella se decantó por las lenguas clásicas y la archivística. Cuando
acabó la carrera, su mayor deseo era continuar en la universidad como profesora
de griego o de paleografía, pero como esta actividad estaba vedada aún a las
mujeres, y ella no era pionera en nada, ni lo pretendía, optó por dedicarse a bibliotecaria y archivera,
para continuar en la universidad.
Cuando se lo planteó a su madre,
como cabría esperar, aunque no lo había
sopesado, aquella montó en cólera y le dijo, usando una terminología bastante
plebeya que se dejase de “machangadas”. Ya había cumplido con su obligación de
adquirir cierta cultura y estudios, como correspondía a una chica de su
condición, pero que superado este trámite, ahora lo prioritario era encontrar
un buen marido y casarse, que era su
verdadera misión en esta vida. La Laguna pensaba que urgía ponerse manos a la
obra, porque dado que la chica no era especialmente agraciada y la escasa
oferta de chicos casaderos de buena familia que había en la isla, la tarea iba
a ser complicada, aunque esto, por un ataque de delicadeza, no se lo comentó a
la chica.
Güímar había estado tan
enfrascada los últimos años con sus
estudios que las palabras de su madre, sorprendentemente le sonaron a nuevo. Es
cierto que a veces salía a pasear con sus hermanas y amigos comunes, por lo
general compañeros de clase. Los chicos habitualmente pasaban el tiempo
revoloteando alrededor de La Orotava, y tanto a ella como al resto de sus
hermanas ni caso les hacían, así que con el tiempo se acostumbró, o mejor dicho,
se acostumbraron a la situación y dejaron de pensar en pretendientes.
No obstante, Güímar tenía, como
hemos dicho, una intensa vida interior que con nadie compartía; desde hacía
cierto tiempo pensaba mucho en un muchacho que había conocido en una
conferencia sobre archivística. Apenas recordaba su nombre, pero le impactó el
hecho que como éste le contó, en la hacienda familiar existía un enorme archivo
con documentos que databan de la época de la conquista, y que necesitarían que
alguien entendido los ordenase y catalogase. Era consciente, desde un primer
momento,que ese chico no se iba a fijar en ella jamás, al menos como se hubiera
fijado en su hermana, así que no se hizo ilusiones, pero a partir de entonces
se convirtió en su amor “imposible” o platónico, al que dedicaba infinidad de
poemas.
Mientras su madre hacía lo
imposible dedicada a buscarle marido, ella seguía entregándose a sus labores
“intelectuales” y a prepararse el ajuar para compartir con un futuro marido al
que desconocía. Y en esto estaban las
cosas cuando se celebró la boda de su hermana mayor, a la que como dijimos
asistió la flor y nata de la sociedad tinerfeña. Entre estos personajes se
encontraba la viuda de un terratenientes del Sur con su hijo, que como imaginarán los lectores resultó ser el
muchacho “del archivo” como ella lo llamaba. Digo que los lectores imaginarán,
porque a estas alturas del relato, habrán comprobado que este “humilde
juntaletras” es bastante previsible en su línea argumental y el encuentro entre
ambos jóvenes es lo que procede en este momento.
En efecto, coincidieron en varias
ocasiones durante los distintos actos que se celebraron con motivo del
casamiento y la pareja tuvo tiempo de compartir charlas y risas. La Laguna, que estaba en todo, al verlos
juntos comprendió que ya tenía pretendiente para su hija. Cuando poco después
se produjo el ultimátum de su primogénita y todos los conflictos que ello
acarreó, la “ilustre dama” comprendió
que había que acelerar la boda de Güímar, que bastantes quebraderos de
cabeza tenía ya.
El chico pertenecía a una buena
familia de origen italiano que se había establecido poco después de la
conquista en las proximidades del barranco de Badajoz. Las tierras donde se
instalaron habían sido cedidas por su abuelo, don Alonso, a condición de que
las dedicaran al cultivo del azúcar. Allí construyeron su hacienda y su ingenio
con el que obtuvieron grandes beneficios; sin embargo, pasados los años, tal
como ocurrió en Taganana, la competencia del azúcar de las colonias arruinó el
negocio y tuvieron que dedicar sus tierras a otros cultivos. Todo indicaba que
era el candidato ideal, así que en muy poco tiempo se estaban proclamando las
amonestaciones en las misas de la Catedral.
Güímar, al ser informada por su
madre, se mostró impasible, como correspondía, para hacerle ver que aceptaba
sus decisiones de buen grado. Interiormente no cabía en sí de gozo, más que por
el muchacho, que también, por la posibilidad de dedicarse a organizar y
catalogar aquel supuesto archivo lleno de documentos, cartas y legajos
“entongados”. Porque como estaba previsto, tras la boda se trasladaría a vivir
a la hacienda de su futuro marido. Además, su madre le comunicó, que como dote,
aparte de una sustanciosa cantidad de “reales” recibiría un extenso lote de
tierras que lindaban con las de su marido, aunque en realidad se trataba
del malpaís, que desde el volcán de la
cumbre llegaba casi hasta la costa. El terreno no tenía ningún valor agrícola,
pero quizás en un futuro podría dedicarlo a otros usos, además, con la fortuna
de su marido tendrían más que suficiente para llevar una vida más que holgada
Apenas pasados unos meses de la boda, la flamante esposa pudo comprobar
que lo de “holgada situación económica” era más un eufemismo que realidad. Las
pocas tierras que poseía su marido eran sencillamente eriales en la costa,
poblados de pencas y tabaibas, donde pastaban las cabras y algunos canteros
abandonados cerca del monte. Las mejores habían sido malvendidas tiempo atrás
en vida aún de su padre. En suma, que con esas “propiedades” y sin otras
entradas económicas, porque su dote tampoco era ni por asomo, como la de su
hermana, era muy difícil mantener con dignidad a una muchacha que pertenecía a
la alta sociedad de Aguere. En consecuencia,
para evitar el escándalo y sobre todo, la ira de su suegra, el muchacho
se embarcó para Cuba, como hacía buena parte de sus paisanos dejando a la chica
con el encargo de atender a su suegra.
Aparentemente, el motivo del viaje era mejorar la situación económica de
la recién creada familia, pero en realidad, como el tiempo se encargó de
demostrar, lo que hizo el recién casado fue poner tierra, o mejor dicho, agua,
por medio. Nunca más se supo de él, o al menos, durante mucho tiempo. Todos los
intentos de La Laguna y sus abogados por encontrarle fueron en vano, a pesar de que su suegra tenía
numerosos contactos en la “perla de las Antillas”. Parece ser que de La Habana,
se dirigió rápidamente a Texas, donde existía una colonia de canarios bastante
numerosa, precisamente para evitar ser localizado. Allí, donde nadie le
conocía, se supone que rehízo su vida, pues no tenía la menor intención de
volver a Tenerife. En consecuencia, Güímar se pasó los primeros años de su
matrimonio esperando noticias de su marido… hasta que se cansó.
Hay
que decir que a la recién casada esta historia no le pilló desprevenida. Ya
desde que transitaban con el carruaje por la “Cuesta de Las Tablas” el muchacho
empezó a comentarle que su hogar iba a necesitar de unas pequeñas reparaciones,
porque como no había tenido intenciones de casarse por el momento y pensaba
seguir viviendo en un hotel en Añazo, había descuidado su mantenimiento. Su
madre, ante las incomodidades de la “hacienda”, según le dijo, desde que enviudó
llevaba residiendo con una tía suya unas cuevas que tenía en la playa del
Socorro. Ante el asombro de la muchacha de que su suegra fuese una “troglodita”
éste la calmó comentándole que mucha gente en el Valle habitaba en cuevas de
tosca, que eran “muy fresquitas en verano y calentitas en invierno”, aunque la
chica no quedó muy convencida con esa explicación.
Como
sabemos, Güímar no tenía un pelo de tonta, y
lo que restaba de camino hasta su nuevo hogar, se lo pasó imaginando qué
era lo que se iba a encontrar. Como el lector podrá suponer, lo que encontró no
había por dónde cogerlo; la hacienda se
encontraba en un estado de ruina tal, que las primeras semanas de estancia en
el valle tuvieron que pasarlos en aquella fonda donde años atrás residió su
hermana durante el invierno. Y como la extracción de áridos continuaba, la
pareja tuvo que tragarse las “polvaceras” procedentes de los carros que
transitaban por el lugar.
Durante
estas semanas se realizaron las reparaciones de urgencia y se adecentaron algunas habitaciones para
comenzar juntos su nueva vida. Por suerte, la suegra volvió a su cueva y no
tendrían que compartir este pequeño espacio con ella. Ni que decir tiene que
para la realización de las obras la muchacha tuvo que aportar una parte de los
“reales” de su dote, porque el marido, justo en ese momento, no disponía de
efectivo y estaba esperando recibir el pago de unos medianeros que tenía, según
parece, en la zona de Agache.
A
Güímar en realidad no le importó tanto la situación con la que se encontró,
porque no era una chica demasiado exigente, estaba habituada a adaptarse a
cualquier circunstancia. Lo que realmente le dolió, y es algo que jamás
perdonará a su marido, es el “archivo” con que se topó. Ella había soñado mil
veces con dedicar sus esfuerzos en convertir aquellos fondos, que había
idealizado en su mente, todo hay que decirlo, en un ejemplo de orden y
limpieza. Habría soportado estoicamente los inconvenientes de su nuevo hogar,
si hubiera tenido ocasión de pasar todo su tiempo organizando legajos y
documentos. Pero la realidad con la que aparecía ante sus ojos distaba bastante
de lo que había imaginado.
En un
par de salas que no se habían abierto durante décadas y con un olor a humedad
indescriptible, se hallaban amontonados cientos de legajos y documentos, la
mayor parte irrecuperables por su mal estado. Pero la chica, en cuanto se quedó
sola, y sin nada que hacer y pasado el primer momento de disgusto, se entregó
de lleno a la catalogación y estudio de lo que aún se podía recuperar. Su
actitud y por qué no decirlo, la excelente preparación que había adquirido
durante sus estudios, que ella muy bien supo aprovechar, le permitieron
conseguir muy buenos resultados en la tarea que se había impuesto. Además, como
veremos, le permitieron mejorar muy
pronto su situación económica.
Güímar
se convirtió al poco tiempo de casada en
viuda, como dicen algunos, “una viuda con el muerto en
pie”. Supo sacar muy pronto fuerzas de flaqueza y comenzó a poner orden en
su vida en cuanto su marido fue dado oficialmente por “desaparecido”, gracias a
la colaboración de su madre, que se sentía
culpable de la situación a la que había llevado a su hija, aunque no
quería reconocerlo.
Como era muy voluntariosa, aunque no
entendía mucho de agricultura, lo primero que hizo fue poner en cultivo la
mayor parte de los eriales próximos a la costa, propiedad de la familia de su
marido, y de los que era usufructuaria. Mujer de gran cultura, como sabemos,
entendió que las personas más preparadas para
trabajar aquel terreno semiárido deberían se las que habitualmente
desarrollasen su vida en un medio similar. Aprovechando sus contactos
familiares en las islas orientales, contrató a numerosas familias majoreras y
conejeras que en poco tiempo se
asentaron en sus tierras con sus rebaños de camellos (“dromedarios” que diría
el lector enteradillo, en eso estamos de acuerdo, pero aquí siempre se les ha
llamado camellos).
Como había proyectado, toda la zona baja
del Valle en poco tiempo se transformó en un vergel, donde se cultivaban
tomates, plátanos y otros cultivos tropicales para la exportación. Siguiendo el
consejo de su cuñado Valle Guerra, instaló también numerosos invernaderos a los
pies de la ladera. Los enormes beneficios que obtuvo los invirtió en acciones de las galerías de agua
que se estaban abriendo en la zona, lo que supuso, a corto plazo un aumento
sustancial de sus ingresos.
Aquella muchacha, abandonada por su
marido y con pocos conocimientos en temas económicos, aunque dotada de una
excelente preparación, supo ver negocio
hasta debajo de las piedras y nunca mejor dicho, como veremos. Paralelamente a
estas actividades “empresariales”, ya hemos visto que se dedicó a recuperar del
archivo familiar lo que fuese posible y allí descubrió una serie de documentos,
bastante antiguos, que nadie conocía. Con ellos perfectamente restaurados y
visados por un notario, emprendió diversas actividades.
Resultó, que la familia de su marido,
mucho tiempo atrás había obtenido del Cabildo una concesión a perpetuidad, a
cambio de una suma importante, en los extensos pinares de Agache. La propiedad
continuaba siendo del Cabildo, pero los usufructuarios podían obtener
anualmente determinadas cantidades de pez y madera, además de toda la pinocha. La brea o pez y la madera se utilizaban desde los tiempos
inmediatamente posteriores a la conquista para la construcción naval. Los
troncos eran transportados desde las cumbres hasta la costa, donde eran
embarcados, a través de los caminos “Arrastraderos”. Así que hizo valer estos
derechos incrementando extraordinariamente sus beneficios.
También encontró otro legajo donde
aparecía la explotación, a cambio de un “suculento” canon, de los depósitos de
áridos situados en los barrancos del Río y Badajoz, terrenos propiedad de la
familia. Con el paso del tiempo ésta había olvidado la existencia de tal
documento y la extracción había continuado, pero gratis, para los
concesionarios. Güímar hizo valer sus derechos, actualizando el contrato de
explotación y perdonando las cantidades no satisfechas hasta la fecha, a cambio
de que a partir de entonces los carruajes fuesen cubiertos, evitando la dichosa
“polvacera” o como solían decir los vecinos que la sufrían a diario “esa
polvacera de los cojo…”.
No acaban aquí los “triunfos” de Güímar,
fruto de su proceder metódico y de una excelente preparación. En “su archivo”
pudo restaurar un legajo relativo a la utilización de las aguas del Río y
Badajoz, con destino a primitivo ingenio azucarero. Esas aguas se perdían en su
mayor parte por el barranco, así que reclamando los derechos de utilización de
las mismas, instaló una pequeña central hidroeléctrica, similar a las que
existían en La Orotava, convirtiéndose en las dos únicas localidades de la isla
que podían abastecerse de electricidad por este sistema.
Sus triunfos y su enriquecimiento,
asombro de quienes la conocían, la convirtieron en la localidad, perdón, la
persona, más importante de toda la vertiente meridional de la isla. Su
autoestima de cara a los demás mejoró mucho, y llegado el momento pidió a su
madre que le tramitase la concesión del título de villa. La Laguna continuaba
con el sentimiento de culpa que le provocó el fracaso matrimonial de su hija, y
muy orgullosa por como ésta, sin ayuda alguna, pudo salir airosa de tal
situación, no solo le consiguió lo que le pedía, sino que poco tiempo después
le fue otorgado el de ciudad. Inmediatamente, Güímar comprendió que después de esos honores, había llegado el momento de hacer algo que rumiaba
desde hacía tiempo y que ahora nadie iba a ponerle impedimento. Así, igual que
su hermana mayor, decidió, que el valle donde tenía su residencia y sus tierras,
debería tomar su nombre, dados los méritos que había adquirido en poco tiempo.
Desde entonces, toda la comarca comenzó a denominarse Valle de Güímar.
Hay un
episodio en su vida que la ha marcado profundamente, mucho más que la decepción
que le produjo el abandono de su marido: el nacimiento de su hijo Arafo, del
que nadie sabe a ciencia cierta quien es el padre. Las malas lenguas del Valle dicen que es el fruto de una noche de pasión
que compartió con El Escobonal, cuando
en compañía de unas vecinas había asistido a un baile por las fiestas de San
José de Agache. El Escobonal, por aquel entonces, era un “pollito” de buen ver,
con bastantes propiedades en Agache, donde vivía con dos hermanas, también
solteras, que controlaban su vida: La Medida y Pájara.
Parece
que al muchacho no le hubiera importado hacerse cargo de la criatura y
“juntarse” con Güímar, ya que el matrimonio era imposible, por la situación
legal de aquella en esos momentos. Además era una chica resultona, con estudios
y muy rica, pero sus hermanas hicieron lo imposible para hacerle cambiar de
idea, pues no les apetecía que éste emparentase con alguien que no era “ni casada, ni soltera, ni viuda, ni divorciada”.
Por su parte, tampoco Güímar tenía
interés alguno en compartir su
vida y todo lo que había conseguido a base de esfuerzo con un muchacho como
aquél.
Como
hemos señalado, El Escobonal era el típico solterón parrandero y con tierras,
pero que no quería responsabilidades. Tenía claro que cuando un hombre cometía
un “error” tenía que asumirlo y si era necesario darle su apellido, pero no
pensaba ni por asomo cambiar su estilo de vida. Por eso, y sin que ello
implique una aceptación de tal paternidad por parte de Güímar, a partir de
entonces, no han vuelto a encontrarse a pesar del tiempo transcurrido; ésta,
quizás para no dar más pie a las habladurías, no ha vuelto a subir por la
Ladera, ni siquiera a tomarse un cortado al mirador de Don Martín.
Además,
cuando tiene que hacer alguna visita a sus parientes del sur de la isla, evita
transitar por la carretera general, al menos por el tramo que atraviesa Agache
y sus caseríos. Le resulta más cómodo hacerlo por vía marítima. Se lleva
estupendamente con los pescadores del Puertito, sobre todo desde que les hizo
la pequeña barriada junto a la playa, así que siempre hay alguno dispuesto a
trasladarla a cualquiera de los embarcaderos que proliferan por la costa
meridional de la isla. Si va a ver a su hermana Fasnia, se traslada a Los
Roques y si es a Arico, pues entonces lo hace al Porís. Por el contrario, si lo que quiere es visitar a
sus sobrinos Granadilla o San Miguel, desembarca indistintamente o en El Médano
o en Los Abrigos. Cuando se traslada a casa de su hermana Vilaflor o a la de su sobrina Arona, entonces,
obviamente, utiliza el desembarcadero de Los Cristianos.
Como el lector puede comprobar, la chica, haciendo frente a la adversidad, consiguió
sacar adelante a su hijo sin apoyo alguno, ni siquiera del presunto padre de la criatura. La familia,
desde aquellos años, no ha cesado de criticarla por tal motivo,
especialmente su madre, La Laguna, quien a la menor
oportunidad no tiene reparos en afearle su desliz.
A
pesar de que después de este problema se le agrió un poco el carácter,
perfectamente explicable por las continuas críticas y murmuraciones, Güímar
siempre ha sido muy buena persona, muy respetada y querida por todo el Sur de
la isla, donde la conocen muy bien. Quizás para congraciarse con su entorno,
organiza cada año la conocida romería del Socorro, que transcurre desde la
parroquia de San Pedro hasta la ermita en la playa de Chimisay, donde apareció
tiempo atrás la imagen de la virgen de Candelaria. Por ello, sin quererlo, cuando
se reúne en familia siempre sale a relucir el dichoso tema de las “romerías” y
cuál es la “más”. Su hermana mayor alega que la que ella organiza es la más
conocida y multitudinaria, su madre que la suya tiene categoría “regional” y
ella, después de investigar bastante tiempo en los archivos del Cabildo, y
obtener la certificación pertinente, las deja calladas afirmando que la suya es
“la más antigua”.
En
cuanto su hijo creció, volvió de nuevo a dedicarse a los negocios y parece que
no le han ido del todo mal, pues ha obtenido beneficios incluso de los peores
terrenos que poseía. Primero, vendió algunos próximos a la costa, donde el
cultivo es prácticamente imposible por las características del suelo, conocido
como “Los toscales de la Viuda” a un grupo de inversores de Añazo, para
instalar algo así como un “polígono industrial”. Ella, que no es precisamente
una ignorante, desconoce totalmente el significado de esas palabras, pero le da
igual, porque ha conseguido quitarse de encima y a muy buen precio esos
eriales. Otro negocio que ha realizado recientemente y que le ha salido
redondo, es la parcelación y venta como solares de parte del malpaís que había
recibido de dote materna y allí se han instalado numerosas familias del Valle.
También
se vio tentada por el “negocio turístico”. Solía pasar los veranos en una cueva
de la costa, no porque le gustase demasiado, sino para que el niño disfrutara
de la playa, y con ese objetivo se sacrificaba. Más tarde se construyó una casa
en condiciones, y algunas más pequeñas que alquilaba a familias de la comarca e
incluso de Añazo. Pero cometió el error de vender algunos solares a un chico de
fuera llamado El Puertito y a partir de ahí se acabó la tranquilidad. El
muchacho construyó bloques de apartamentos que alquila a forasteros (como dice
ella), además de montar numerosos bares y restaurantes, con lo que la zona ha
dejado de ser lo que era y Güímar no ha vuelto más por allí.
En los últimos años, sin proponérselo,
Güímar se ha visto envuelta en una polémica bastante desagradable de la que ha
sabido salir airosa gracias a su dominio y conocimientos sobre archivística. Un día apareció un extranjero por el despacho
que tiene en la plaza de San Pedro dispuesto a comprarle todos los terrenos que
le quedaban aún por vender en el sector del malpaís, conocido como Chacona,
terrenos que dicho sea de paso, jamás había visitado. Los terrenos fueron
vendidos a muy buen precio. En menos que canta un gallo, el extranjero y sus
socios con el pretexto de que habían descubierto varias pirámides escalonadas
correspondientes a la edad Antigua montaron un
parque etnográfico. Güímar, en cuanto se enteró y haciendo uso de sus
conocimientos en historia, paso semanas entre archivos y bibliotecas, y al fin
publicó un breve ensayo en el que desmontaba tales teorías, demostrando que las
“supuestas pirámides” eran simplemente majanos o acumulaciones de piedras
realizadas poco tiempo atrás por los propios campesinos. El parque etnográfico
sigue funcionando, pero ella dejó muy claro el origen de las citadas
construcciones.
Por otra
parte, siempre ha apoyado a sus dos hermanos solteros que viven muy cerca de
ella: Fasnia y Arico. Incluso, se hizo cargo de su “sobrina” Candelaria, cuando
ésta quedó huérfana, siendo aún muy niña y a la que trató siempre como una
hija. Evidentemente, su vida no ha sido
fácil, quizás por ello sea algo tradicional y conservadora en sus ideas.
Después de la amarga experiencia de
aquel baile en Agache, que la compañía de su hijo ha ido mitigando poco a poco,
sus únicas salidas son a la romería del Socorro y a las procesiones de San
Pedro. Sin olvidar tampoco la reunión
familiar que tiene lugar cada 15 de agosto en la Villa Mariana. Del resto, no
sale del Valle si no es para ir de médicos a la capital o a algún compromiso
para un funeral en cualquier parte de la isla, ya que tiene familia y conocidos
por toda ella.
Nadie
creería que jamás se ha dado un baño en el Puertito, pero es así. Tampoco hay
manera de que se apunte a los viajes del IMSERSO, a los que tan aficionados son
sus hermanos Arico y Fasnia, que pese a su insistencia no han conseguido aún que los acompañe. En la actualidad, su
vida la llenan el cuidado de su hijo, que ya está hecho un hombre y aún
permanece soltero, y las frecuentes visitas de su hermana Fasnia.
José Solórzano Sánchez ©