viernes, 24 de enero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 6. GÜÍMAR. SENSIBILIDAD Y ESFUERZO.







Güímar es hija de La Laguna y desde muy pequeña anduvo a la sombra de su hermana mayor, aunque eran completamente diferentes. Ya hemos hablado de que La Orotava fue desde niña muy agraciada, vivo retrato de su madre; a Güímar, en cambio, le decían que era “monilla" y cuando no querían comprometerse con un halago, señalaban que era muy educada, o muy estudiosa, o cualquier otro calificativo que evitase decir la palabra “guapa”. Ella lo asumió sin ningún tipo de traumas.

Su madre, como vimos, en parte por sus problemas de salud durante su infancia y porque había puesto todas sus esperanzas  en la primogénita, convencida de que ya habría tiempo para dedicarle al resto, se entregó en cuerpo y alma a la mayor. Lo cierto es que durante su infancia y adolescencia, hasta que se emancipó, sus hermanas fueron sencillamente su cortejo, en medio de las cuales brillaba como una estrella.

Otro tanto podemos decir de su carácter. Como Vilaflor y Fasnia, Güímar era muy introvertida, callada y obediente, justo lo que se esperaba de una niña y después de una muchacha: que no llamase excesivamente la atención. Aunque en honor a la verdad, estas normas se aplicaban a las poco “agraciadas”, porque a La Orotava se le permitía y fomentaba ese espíritu arrollador, que no dejaba a nadie impasible por donde pasaba.
Pero como dicen, la naturaleza es sabia, o por lo menos, es justa en muchas ocasiones. Dotó a la niña de una extraordinaria belleza interior, una inteligencia muy por encima de la media familiar y una profunda vida espiritual. El único inconveniente por el que no pudo desarrollar totalmente todas estas virtudes fue su papel de “segunda” y el ambiente agobiante de su niñez, dominado por la omnipresencia materna y la “tiranía” de la primogénita. Todo ello provocó que la pequeña se cerrase en sí misma y se abstuviese de compartir sus vivencias.

Desde muy niña se aficionó a la lectura y no había libro en la biblioteca familiar que no hubiese pasado por sus manos, y lógicamente, por su vista. Fue ella quien aconsejó a su hermano adoptivo El Rosario, muy sutilmente, que pasase de los colorines a los libros, cuando por su cumpleaños le regaló la “Historia de Robinson Crusoe”; a partir de  entonces éste se convirtió en un lector empedernido. Sin que nadie en casa lo advirtiese, se intercambiaban lecturas  a pesar de la diferencia de edad; asistían   también a las charlas que se celebraban en la  Real Sociedad Económica de Amigos del País o en el Ateneo.  Aunque hay que decir que la suya era una cultura más bien tradicional, nada que ver con los gustos de su hermana Santa Cruz.

Volviendo a Güímar, los primeros  años fue educada en casa, como correspondía a una niña de buena familia, aprovechando todo el séquito que su madre había establecido para La Orotava. Sin embargo, posteriormente comenzó a asistir, junto con Fasnia y Vilaflor, a un selecto colegio que una congregación religiosa había establecido hacía poco en Aguere. Hay que decir  no obstante, que dentro del mismo centro existían aulas diferenciadas; unas para las alumnas procedentes de la “buena sociedad lagunera” y de otras localidades de la isla, ya que también era internado. Sus familias costeaban el mantenimiento del centro a base de sustanciosas “aportaciones voluntarias” que tenían más que ver con el prestigio que por un interés en la educación; por otra parte, existían también aulas destinadas a niñas procedentes de las capas medias y bajas de la sociedad lagunera y de  sus alrededores, con las que se llevaba a cabo una acción “caritativa”.

La niña adquirió una sólida formación, muy superior a lo que se le exigía. El trabajo en las aulas y su vocación lectora la dotaron de un notable bagaje cultural, que obviamente pasaba desapercibido, en parte porque no era un tema que se valorase entre los que la rodeaban, y también, porque a ella no le gustaba hacerse notar. Poseía dotes extraordinarias para la escritura y la poesía, y lo que nadie sabe es que desde los catorce o quince años era la autora de todos los pregones de las fiestas del Cristo o de la Semana Santa, aunque siempre se presentaban con el  pseudónimo de “El Conde Mor”. Se había corrido la  voz de que se trataba de un importante escritor peninsular al que no le gustaba viajar en barco, por lo que siempre realizaba su lectura un miembro del clero lagunero elegido al azar.

Cuando abandonó su casa llevaba consigo el mayor de sus secretos, un enorme baúl donde conservaba todos y cada uno de sus escritos: poemas, ensayos, narraciones, incluso novelas. Desgraciadamente ese tesoro se ha perdido, por lo que jamás podremos valorar a Güímar como le correspondería. Acabados sus estudios medios, siguió la tradición inaugurada por su hermana mayor y cursó la carrera de letras, pero a diferencia de ésta y de la mayoría de las muchachas con las que compartía estudios, ella se decantó por las lenguas clásicas y la archivística. Cuando acabó la carrera, su mayor deseo era continuar en la universidad como profesora de griego o de paleografía, pero como esta actividad estaba vedada aún a las mujeres, y ella no era pionera en nada, ni lo pretendía, optó  por dedicarse a bibliotecaria y archivera, para continuar en la universidad.

Cuando se lo planteó a su madre, como cabría esperar, aunque  no lo había sopesado, aquella montó en cólera y le dijo, usando una terminología bastante plebeya que se dejase de “machangadas”. Ya había cumplido con su obligación de adquirir cierta cultura y estudios, como correspondía a una chica de su condición, pero que superado este trámite, ahora lo prioritario era encontrar un buen marido y casarse,  que era su verdadera misión en esta vida. La Laguna pensaba que urgía ponerse manos a la obra, porque dado que la chica no era especialmente agraciada y la escasa oferta de chicos casaderos de buena familia que había en la isla, la tarea iba a ser complicada, aunque esto, por un ataque de delicadeza, no se lo comentó a la chica.
Güímar había estado tan enfrascada los  últimos años con sus estudios que las palabras de su madre, sorprendentemente le sonaron a nuevo. Es cierto que a veces salía a pasear con sus hermanas y amigos comunes, por lo general compañeros de clase. Los chicos habitualmente pasaban el tiempo revoloteando alrededor de La Orotava, y tanto a ella como al resto de sus hermanas ni caso les hacían, así que con el tiempo se acostumbró, o mejor dicho, se acostumbraron a la situación y dejaron de pensar en pretendientes.

No obstante, Güímar tenía, como hemos dicho, una intensa vida interior que con nadie compartía; desde hacía cierto tiempo pensaba mucho en un muchacho que había conocido en una conferencia sobre archivística. Apenas recordaba su nombre, pero le impactó el hecho que como éste le contó, en la hacienda familiar existía un enorme archivo con documentos que databan de la época de la conquista, y que necesitarían que alguien entendido los ordenase y catalogase. Era consciente, desde un primer momento,que ese chico no se iba a fijar en ella jamás, al menos como se hubiera fijado en su hermana, así que no se hizo ilusiones, pero a partir de entonces se convirtió en su amor “imposible” o platónico, al que dedicaba infinidad de poemas.

Mientras su madre hacía lo imposible dedicada a buscarle marido, ella seguía entregándose a sus labores “intelectuales” y a prepararse el ajuar para compartir con un futuro marido al que desconocía.  Y en esto estaban las cosas cuando se celebró la boda de su hermana mayor, a la que como dijimos asistió la flor y nata de la sociedad tinerfeña. Entre estos personajes se encontraba la viuda de un terratenientes del Sur con su hijo, que  como imaginarán los lectores resultó ser el muchacho “del archivo” como ella lo llamaba. Digo que los lectores imaginarán, porque a estas alturas del relato, habrán comprobado que este “humilde juntaletras” es bastante previsible en su línea argumental y el encuentro entre ambos jóvenes es lo que procede en este momento.

En efecto, coincidieron en varias ocasiones durante los distintos actos que se celebraron con motivo del casamiento y la pareja tuvo tiempo de compartir charlas y risas.  La Laguna, que estaba en todo, al verlos juntos comprendió que ya tenía pretendiente para su hija. Cuando poco después se produjo el ultimátum de su primogénita y todos los conflictos que ello acarreó, la “ilustre dama” comprendió  que había que acelerar la boda de Güímar, que bastantes quebraderos de cabeza tenía ya.



El chico pertenecía a una buena familia de origen italiano que se había establecido poco después de la conquista en las proximidades del barranco de Badajoz. Las tierras donde se instalaron habían sido cedidas por su abuelo, don Alonso, a condición de que las dedicaran al cultivo del azúcar. Allí construyeron su hacienda y su ingenio con el que obtuvieron grandes beneficios; sin embargo, pasados los años, tal como ocurrió en Taganana, la competencia del azúcar de las colonias arruinó el negocio y tuvieron que dedicar sus tierras a otros cultivos. Todo indicaba que era el candidato ideal, así que en muy poco tiempo se estaban proclamando las amonestaciones en las misas de la Catedral.

Güímar, al ser informada por su madre, se mostró impasible, como correspondía, para hacerle ver que aceptaba sus decisiones de buen grado. Interiormente no cabía en sí de gozo, más que por el muchacho, que también, por la posibilidad de dedicarse a organizar y catalogar aquel supuesto archivo lleno de documentos, cartas y legajos “entongados”. Porque como estaba previsto, tras la boda se trasladaría a vivir a la hacienda de su futuro marido. Además, su madre le comunicó, que como dote, aparte de una sustanciosa cantidad de “reales” recibiría un extenso lote de tierras que lindaban con las de su marido, aunque en realidad se trataba del  malpaís, que desde el volcán de la cumbre llegaba casi hasta la costa. El terreno no tenía ningún valor agrícola, pero quizás en un futuro podría dedicarlo a otros usos, además, con la fortuna de su marido tendrían más que suficiente para llevar una vida más que holgada

Apenas pasados unos meses  de la boda, la flamante esposa pudo comprobar que lo de “holgada situación económica” era más un eufemismo que realidad. Las pocas tierras que poseía su marido eran sencillamente eriales en la costa, poblados de pencas y tabaibas, donde pastaban las cabras y algunos canteros abandonados cerca del monte. Las mejores habían sido malvendidas tiempo atrás en vida aún de su padre. En suma, que con esas “propiedades” y sin otras entradas económicas, porque su dote tampoco era ni por asomo, como la de su hermana, era muy difícil mantener con dignidad a una muchacha que pertenecía a la alta sociedad de Aguere. En consecuencia,  para evitar el escándalo y sobre todo, la ira de su suegra, el muchacho se embarcó para Cuba, como hacía buena parte de sus paisanos dejando a la chica con el encargo de atender a su suegra.

     Aparentemente, el motivo del viaje era mejorar la situación económica de la recién creada familia, pero en realidad, como el tiempo se encargó de demostrar, lo que hizo el recién casado fue poner tierra, o mejor dicho, agua, por medio. Nunca más se supo de él, o al menos, durante mucho tiempo. Todos los intentos de La Laguna y sus abogados por encontrarle fueron  en vano, a pesar de que su suegra tenía numerosos contactos en la “perla de las Antillas”. Parece ser que de La Habana, se dirigió rápidamente a Texas, donde existía una colonia de canarios bastante numerosa, precisamente para evitar ser localizado. Allí, donde nadie le conocía, se supone que rehízo su vida, pues no tenía la menor intención de volver a Tenerife. En consecuencia, Güímar se pasó los primeros años de su matrimonio esperando noticias de su marido… hasta que se cansó.

        Hay que decir que a la recién casada esta historia no le pilló desprevenida. Ya desde que transitaban con el carruaje por la “Cuesta de Las Tablas” el muchacho empezó a comentarle que su hogar iba a necesitar de unas pequeñas reparaciones, porque como no había tenido intenciones de casarse por el momento y pensaba seguir viviendo en un hotel en Añazo, había descuidado su mantenimiento. Su madre, ante las incomodidades de la “hacienda”, según le dijo, desde que enviudó llevaba residiendo con una tía suya unas cuevas que tenía en la playa del Socorro. Ante el asombro de la muchacha de que su suegra fuese una “troglodita” éste la calmó comentándole que mucha gente en el Valle habitaba en cuevas de tosca, que eran “muy fresquitas en verano y calentitas en invierno”, aunque la chica no quedó muy convencida con esa explicación.

        Como sabemos, Güímar no tenía un pelo de tonta, y  lo que restaba de camino hasta su nuevo hogar, se lo pasó imaginando qué era lo que se iba a encontrar. Como el lector podrá suponer, lo que encontró no había por dónde cogerlo;  la hacienda se encontraba en un estado de ruina tal, que las primeras semanas de estancia en el valle tuvieron que pasarlos en aquella fonda donde años atrás residió su hermana durante el invierno. Y como la extracción de áridos continuaba, la pareja tuvo que tragarse las “polvaceras” procedentes de los carros que transitaban por el lugar.

        Durante estas semanas se realizaron las reparaciones de urgencia  y se adecentaron algunas habitaciones para comenzar juntos su nueva vida. Por suerte, la suegra volvió a su cueva y no tendrían que compartir este pequeño espacio con ella. Ni que decir tiene que para la realización de las obras la muchacha tuvo que aportar una parte de los “reales” de su dote, porque el marido, justo en ese momento, no disponía de efectivo y estaba esperando recibir el pago de unos medianeros que tenía, según parece, en la zona de Agache.

        A Güímar en realidad no le importó tanto la situación con la que se encontró, porque no era una chica demasiado exigente, estaba habituada a adaptarse a cualquier circunstancia. Lo que realmente le dolió, y es algo que jamás perdonará a su marido, es el “archivo” con que se topó. Ella había soñado mil veces con dedicar sus esfuerzos en convertir aquellos fondos, que había idealizado en su mente, todo hay que decirlo, en un ejemplo de orden y limpieza. Habría soportado estoicamente los inconvenientes de su nuevo hogar, si hubiera tenido ocasión de pasar todo su tiempo organizando legajos y documentos. Pero la realidad con la que aparecía ante sus ojos distaba bastante de lo que había imaginado.

        En un par de salas que no se habían abierto durante décadas y con un olor a humedad indescriptible, se hallaban amontonados cientos de legajos y documentos, la mayor parte irrecuperables por su mal estado. Pero la chica, en cuanto se quedó sola, y sin nada que hacer y pasado el primer momento de disgusto, se entregó de lleno a la catalogación y estudio de lo que aún se podía recuperar. Su actitud y por qué no decirlo, la excelente preparación que había adquirido durante sus estudios, que ella muy bien supo aprovechar, le permitieron conseguir muy buenos resultados en la tarea que se había impuesto. Además, como veremos,  le permitieron mejorar muy pronto su situación económica.

Güímar  se convirtió al poco tiempo de casada en   viuda, como  dicen algunos, “una viuda con el muerto en pie”. Supo sacar muy pronto  fuerzas de flaqueza y comenzó a poner orden en su vida en cuanto su marido fue dado oficialmente por “desaparecido”, gracias a la colaboración de su madre, que se sentía  culpable de la situación a la que había llevado a su hija, aunque no quería reconocerlo.

      Como era muy voluntariosa, aunque no entendía mucho de agricultura, lo primero que hizo fue poner en cultivo la mayor parte de los eriales próximos a la costa, propiedad de la familia de su marido, y de los que era usufructuaria. Mujer de gran cultura, como sabemos, entendió que las personas más preparadas para  trabajar aquel terreno semiárido deberían se las que habitualmente desarrollasen su vida en un medio similar. Aprovechando sus contactos familiares en las islas orientales, contrató a numerosas familias majoreras y conejeras  que en poco tiempo se asentaron en sus tierras con sus rebaños de camellos (“dromedarios” que diría el lector enteradillo, en eso estamos de acuerdo, pero aquí siempre se les ha llamado camellos).

        Como había proyectado, toda la zona baja del Valle en poco tiempo se transformó en un vergel, donde se cultivaban tomates, plátanos y otros cultivos tropicales para la exportación. Siguiendo el consejo de su cuñado Valle Guerra, instaló también numerosos invernaderos a los pies de la ladera. Los enormes beneficios que obtuvo los  invirtió en acciones de las galerías de agua que se estaban abriendo en la zona, lo que supuso, a corto plazo un aumento sustancial de sus ingresos.

        Aquella muchacha, abandonada por su marido y con pocos conocimientos en temas económicos, aunque dotada de una excelente preparación,  supo ver negocio hasta debajo de las piedras y nunca mejor dicho, como veremos. Paralelamente a estas actividades “empresariales”, ya hemos visto que se dedicó a recuperar del archivo familiar lo que fuese posible y allí descubrió una serie de documentos, bastante antiguos, que nadie conocía. Con ellos perfectamente restaurados y visados por un notario, emprendió diversas actividades.

        Resultó, que la familia de su marido, mucho tiempo atrás había obtenido del Cabildo una concesión a perpetuidad, a cambio de una suma importante, en los extensos pinares de Agache. La propiedad continuaba siendo del Cabildo, pero los usufructuarios podían obtener anualmente determinadas cantidades de pez y madera, además de toda  la pinocha. La brea o pez  y la madera se utilizaban desde los tiempos inmediatamente posteriores a la conquista para la construcción naval. Los troncos eran transportados desde las cumbres hasta la costa, donde eran embarcados, a través de los caminos “Arrastraderos”. Así que hizo valer estos derechos incrementando extraordinariamente sus beneficios.

      También encontró otro legajo donde aparecía la explotación, a cambio de un “suculento” canon, de los depósitos de áridos situados en los barrancos del Río y Badajoz, terrenos propiedad de la familia. Con el paso del tiempo ésta había olvidado la existencia de tal documento y la extracción había continuado, pero gratis, para los concesionarios. Güímar hizo valer sus derechos, actualizando el contrato de explotación y perdonando las cantidades no satisfechas hasta la fecha, a cambio de que a partir de entonces los carruajes fuesen cubiertos, evitando la dichosa “polvacera” o como solían decir los vecinos que la sufrían a diario “esa polvacera de los cojo…”.



        No acaban aquí los “triunfos” de Güímar, fruto de su proceder metódico y de una excelente preparación. En “su archivo” pudo restaurar un legajo relativo a la utilización de las aguas del Río y Badajoz, con destino a primitivo ingenio azucarero. Esas aguas se perdían en su mayor parte por el barranco, así que reclamando los derechos de utilización de las mismas, instaló una pequeña central hidroeléctrica, similar a las que existían en La Orotava, convirtiéndose en las dos únicas localidades de la isla que podían abastecerse de electricidad por este sistema.

        Sus triunfos y su enriquecimiento, asombro de quienes la conocían, la convirtieron en la localidad, perdón, la persona, más importante de toda la vertiente meridional de la isla. Su autoestima de cara a los demás mejoró mucho, y llegado el momento pidió a su madre que le tramitase la concesión del título de villa. La Laguna continuaba con el sentimiento de culpa que le provocó el fracaso matrimonial de su hija, y muy orgullosa por como ésta, sin ayuda alguna, pudo salir airosa de tal situación, no solo le consiguió lo que le pedía, sino que poco tiempo después le fue otorgado el de ciudad. Inmediatamente, Güímar comprendió que  después de esos honores, había  llegado el momento de hacer algo que rumiaba desde hacía tiempo y que ahora nadie iba a ponerle impedimento. Así, igual que su hermana mayor, decidió, que el valle donde tenía su residencia y sus tierras, debería tomar su nombre, dados los méritos que había adquirido en poco tiempo. Desde entonces, toda la comarca comenzó a denominarse Valle de Güímar.

        Hay un episodio en su vida que la ha marcado profundamente, mucho más que la decepción que le produjo el abandono de su marido: el nacimiento de su hijo Arafo, del que nadie sabe a ciencia cierta quien es el padre.  Las malas lenguas del Valle  dicen que es el fruto de una noche de pasión que  compartió con El Escobonal, cuando en compañía de unas vecinas había asistido a un baile por las fiestas de San José de Agache. El Escobonal, por aquel entonces, era un “pollito” de buen ver, con bastantes propiedades en Agache, donde vivía con dos hermanas, también solteras, que controlaban su vida: La Medida y Pájara.

        Parece que al muchacho no le hubiera importado hacerse cargo de la criatura y “juntarse” con Güímar, ya que el matrimonio era imposible, por la situación legal de aquella en esos momentos. Además era una chica resultona, con estudios y muy rica, pero sus hermanas hicieron lo imposible para hacerle cambiar de idea, pues no les apetecía que éste emparentase con alguien que  no era “ni casada, ni soltera, ni viuda, ni divorciada”. Por su parte, tampoco Güímar tenía  interés alguno  en compartir su vida y todo lo que había conseguido a base de esfuerzo con un muchacho como aquél.

        Como hemos señalado, El Escobonal era el típico solterón parrandero y con tierras, pero que no quería responsabilidades. Tenía claro que cuando un hombre cometía un “error” tenía que asumirlo y si era necesario darle su apellido, pero no pensaba ni por asomo cambiar su estilo de vida. Por eso, y sin que ello implique una aceptación de tal paternidad por parte de Güímar, a partir de entonces, no han vuelto a encontrarse a pesar del tiempo transcurrido; ésta, quizás para no dar más pie a las habladurías, no ha vuelto a subir por la Ladera, ni siquiera a tomarse un cortado  al mirador de Don Martín.

        Además, cuando tiene que hacer alguna visita a sus parientes del sur de la isla, evita transitar por la carretera general, al menos por el tramo que atraviesa Agache y sus caseríos. Le resulta más cómodo hacerlo por vía marítima. Se lleva estupendamente con los pescadores del Puertito, sobre todo desde que les hizo la pequeña barriada junto a la playa, así que siempre hay alguno dispuesto a trasladarla a cualquiera de los embarcaderos que proliferan por la costa meridional de la isla. Si va a ver a su hermana Fasnia, se traslada a Los Roques y si es a Arico, pues entonces lo hace al Porís. Por  el contrario, si lo que quiere es visitar a sus sobrinos Granadilla o San Miguel, desembarca indistintamente o en El Médano o en Los Abrigos. Cuando se traslada a casa de su hermana Vilaflor o  a la de su sobrina Arona, entonces, obviamente, utiliza el desembarcadero de Los Cristianos.

 Como el lector puede comprobar, la chica,  haciendo frente a la adversidad, consiguió sacar adelante a su hijo sin  apoyo  alguno, ni siquiera  del presunto padre de la criatura. La familia, desde aquellos años, no ha cesado de criticarla por tal motivo, especialmente  su  madre, La Laguna, quien a la menor oportunidad no tiene reparos en afearle su desliz.

        A pesar de que después de este problema se le agrió un poco el carácter, perfectamente explicable por las continuas críticas y murmuraciones, Güímar siempre ha sido muy buena persona, muy respetada y querida por todo el Sur de la isla, donde la conocen muy bien. Quizás para congraciarse con su entorno, organiza cada año la conocida romería del Socorro, que transcurre desde la parroquia de San Pedro hasta la ermita en la playa de Chimisay, donde apareció tiempo atrás la imagen de la virgen de Candelaria. Por ello, sin quererlo, cuando se reúne en familia siempre sale a relucir el dichoso tema de las “romerías” y cuál es la “más”. Su hermana mayor alega que la que ella organiza es la más conocida y multitudinaria, su madre que la suya tiene categoría “regional” y ella, después de investigar bastante tiempo en los archivos del Cabildo, y obtener la certificación pertinente, las deja calladas afirmando que la suya es “la más antigua”.

        En cuanto su hijo creció, volvió de nuevo a dedicarse a los negocios y parece que no le han ido del todo mal, pues ha obtenido beneficios incluso de los peores terrenos que poseía. Primero, vendió algunos próximos a la costa, donde el cultivo es prácticamente imposible por las características del suelo, conocido como “Los toscales de la Viuda” a un grupo de inversores de Añazo, para instalar algo así como un “polígono industrial”. Ella, que no es precisamente una ignorante, desconoce totalmente el significado de esas palabras, pero le da igual, porque ha conseguido quitarse de encima y a muy buen precio esos eriales. Otro negocio que ha realizado recientemente y que le ha salido redondo, es la parcelación y venta como solares de parte del malpaís que había recibido de dote materna y allí se han instalado numerosas familias del Valle.



    También se vio tentada por el “negocio turístico”. Solía pasar los veranos en una cueva de la costa, no porque le gustase demasiado, sino para que el niño disfrutara de la playa, y con ese objetivo se sacrificaba. Más tarde se construyó una casa en condiciones, y algunas más pequeñas que alquilaba a familias de la comarca e incluso de Añazo. Pero cometió el error de vender algunos solares a un chico de fuera llamado El Puertito y a partir de ahí se acabó la tranquilidad. El muchacho construyó bloques de apartamentos que alquila a forasteros (como dice ella), además de montar numerosos bares y restaurantes, con lo que la zona ha dejado de ser lo que era y Güímar no ha vuelto más por allí.
    
        En los últimos años, sin proponérselo, Güímar se ha visto envuelta en una polémica bastante desagradable de la que ha sabido salir airosa gracias a su dominio y conocimientos sobre archivística.  Un día apareció un extranjero por el despacho que tiene en la plaza de San Pedro dispuesto a comprarle todos los terrenos que le quedaban aún por vender en el sector del malpaís, conocido como Chacona, terrenos que dicho sea de paso, jamás había visitado. Los terrenos fueron vendidos a muy buen precio. En menos que canta un gallo, el extranjero y sus socios con el pretexto de que habían descubierto varias pirámides escalonadas correspondientes a la edad Antigua montaron un  parque etnográfico. Güímar, en cuanto se enteró y haciendo uso de sus conocimientos en historia, paso semanas entre archivos y bibliotecas, y al fin publicó un breve ensayo en el que desmontaba tales teorías, demostrando que las “supuestas pirámides” eran simplemente majanos o acumulaciones de piedras realizadas poco tiempo atrás por los propios campesinos. El parque etnográfico sigue funcionando, pero ella dejó muy claro el origen de las citadas construcciones.

     Por otra parte, siempre ha apoyado a sus dos hermanos solteros que viven muy cerca de ella: Fasnia y Arico. Incluso, se hizo cargo de su “sobrina” Candelaria, cuando ésta quedó huérfana, siendo aún muy niña y a la que trató siempre como una hija.   Evidentemente, su vida no ha sido fácil, quizás por ello sea algo tradicional y conservadora en sus ideas. Después de la amarga  experiencia de aquel baile en Agache, que la compañía de su hijo ha ido mitigando poco a poco, sus únicas salidas son a la romería del Socorro y a las procesiones de San Pedro.  Sin olvidar tampoco la reunión familiar que tiene lugar cada 15 de agosto en la Villa Mariana. Del resto, no sale del Valle si no es para ir de médicos a la capital o a algún compromiso para un funeral en cualquier parte de la isla, ya que tiene familia y conocidos por toda ella.

     Nadie creería que jamás se ha dado un baño en el Puertito, pero es así. Tampoco hay manera de que se apunte a los viajes del IMSERSO, a los que tan aficionados son sus hermanos Arico y Fasnia, que pese a su insistencia no han conseguido  aún que los acompañe. En la actualidad, su vida la llenan el cuidado de su hijo, que ya está hecho un hombre y aún permanece soltero, y las frecuentes visitas de su hermana Fasnia. 



José Solórzano Sánchez ©

lunes, 13 de enero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH.5. LOS HIJOS "ADOPTIVOS" DE LA LAGUNA (2)






Para finalizar con los  hijos “adoptivos” de La Laguna, nos queda únicamente hablar de El Rosario, hijo “ilegítimo” (según la terminología de la época) del Capitán General y la “lecherita” del Batán.

El Rosario posee un carácter tímido y reservado, lo único que le interesa es pasar desapercibido. Se parece mucho, por su forma de ser, a su hermana mayor Fasnia, con la que convivió unos años en la casa materna. No sabemos si por algún trauma relacionado con su infancia, pero lo cierto es que se trataba de un niño diferente; a pesar de ser un año mayor, cuando jugaba con los mellizos eran ellos los que llevaban la voz cantante y la iniciativa y él quien andaba a remolque.

Le entusiasmaba mucho la lectura, muy acorde con ese carácter melancólico, quizás heredado de su madre. Nada más llegar del colegio se sentaba con un bocadillo y un “fleje” de colorines a los pies de  Fasnia,  casi en penumbra, mientras ésta se dedicaba a la costura oyendo en la radio programas de canciones con dedicatoria.

Cuando por las tardes llegaba del seminario para merendar su “hermano mayor”  Arico y contemplaba la escena,  empezó a pensar que si seguía así, el niño se iba a “amariconar”  (según la terminología de la época)  y rápidamente se lo comentó a su madre. Ella se dio cuenta de que tenía razón y buscó el modo de que todas las tardes, después del bocadillo y de hacer la tarea, acompañase a los mellizos al campo de La Manzanilla a entrenar al fútbol.  

El remedio fue “mano de santo” porque el niño, que jamás había tocado un balón, se reveló como un óptimo futbolista. Los mellizos no salían de su asombro y empezaron a mirar con otro talante a su hermano. A partir de entonces, cada vez que los domingos, después de misa, se reunía la chiquillería en la plaza del Cristo para dar patadas al balón y se formaban los equipos, todos querían ser del Rosario, que obviamente, tenía asignado casi por decreto el título de uno de los capitanes. Los primeros en ser elegidos eran sus hermanos, aunque no estuvieran entre los mejores, pues buena se pondría su madre si se enteraba que los tres no compartían equipo.

Los siguientes Reyes le trajeron el mejor par de botas de fútbol que se había visto en la isla, regalo que cayó en casa de su hermana Santa Cruz, que las había hecho traer de Inglaterra por medio de un consignatario amigo. Y lo que en principio fue una afición, se convirtió en pasión. El muchacho solamente pensaba en dar patadas a la pelota, empezando a descuidar sus estudios de primero de bachillerato. La Laguna comenzó a darse cuenta del problema y decidió a atarlo en corto. El asunto adquirió un nuevo cariz cuando se presentaron en casa “ojeadores” de dos equipos que lo habían visto jugar en La Manzanilla y le ofrecían un futuro prometedor.

Uno de ellos era muy conocido de la familia, amigo íntimo de su  tía Santa Cruz, que le ofertó pasar a formar parte de la plantilla de infantiles del mejor club de la isla con sede en Añazo. Su madre lo atendió por cortesía, pero cuando se enteró que el chiquillo tendría que bajar todas las tardes, después de clase, a entrenar en el campo de Don Pelayo, puso el grito en el cielo y lo despachó con cajas destempladas. ¡Faltaría más, otro de sus hijos relacionado con Añazo!. El segundo, representante de uno de los mejores cubes de la Península, le ofreció una carrera llena de triunfos y de fortuna, a cambio de trasladarse, desde ya, como interno a las instalaciones del club. Ante tal propuesta, la “ilustre dama” ni respondió, simplemente le indicó la puerta mientras le decía dándole la espalda: “Bona tarda, i mai torni a casa meva de nou” que para los que no entiendan el “segundo idioma más hablado en España” vendría a ser un “Buenas tardes, y no vuelva nunca más a  mi casa”, o lo que es lo mismo, en jerga toscalera: “lárgate y no güervas”.

Cuando El Rosario se enteró de lo que había sucedido, se limitó a “colgar” las botas sin rechistar y volvió a ser el niño de antes, callado y melancólico. Continuó sus estudios medios y luego acabó Filosofía y Letras, más por inercia que por interés. Se esperaba de él, que como sus hermanos cursara estudios universitarios y así lo hizo, pero no tenía la menor intención de dedicarse a la enseñanza. Lo único que sacó de positivo es que por ser alumno de la facultad podía acceder sin problemas a la Biblioteca Universitaria y allí devoró a lo largo de los años centenares de libros.

Hemos dicho que el muchacho “devoró centenares de libros”, pero éstos se “lo cobraron” y con creces, pues le devoraron a gusto la vista y se la llenaron de dioptrías. Había nacido con una leve miopía que con el paso de los años se le fue acentuando por su afición lectora y la escasa iluminación que imperaba en la casa materna, donde su progenitora controlaba mucho el consumo eléctrico, no por conciencia ecológica, sino por cierta racanería, como se pueden imaginar. Aquellas tardes casi en penumbra leyendo colorines junto a Fasnia mermaron bastante su capacidad visual, problema que se acentuó durante los estudios, para convertirse en un drama tras su etapa universitaria.



La óptica y la oftalmología no estaban especialmente desarrolladas por aquellos años y el muchacho se graduó en Filosofía y Letras con unos “culos de botella” que impresionaban. Ante el grosor de los cristales, no quedaba otro remedio que unas gafas de pasta negra, que cuando se caían al suelo sonaban como si se tratase de una hoz o un almirez; de lo dicho  podrán los lectores adivinar su peso y consistencia.

Cuando se vio con esas gafas en la foto de la orla en medio de sus compañeros y escuchó algunos comentarios al respecto, sobre todo de las chicas, la guardó para siempre y jamás volvió a mirarla. Se moría de vergüenza solo de imaginar que muchos de sus compañeros la enmarcarían y la pondrían en sus despachos o cuartos de trabajo y cualquiera que las mirase, en lo primero que se fijaría sería en su cara.

Este hecho no hizo sino acentuar más su timidez, y lo que es peor, desencadenó una crisis de autoestima tan seria que lo llevó a buscar la soledad. Su familia, consciente del problema trató de animarle y restar importancia al asunto, pero no sirvió de nada.

  Aparte de la lectura, era un enamorado de la naturaleza, por lo que empezó a dar largos paseos por los bosques cercanos, unas veces en Las Mercedes y otros en La Esperanza, pero siempre solo, no quería compañía. Que le gustase  la naturaleza no quiere decir que le atrajese el trabajo del campo, al menos como a sus hermanos. Su madre andaba muy preocupada porque ni ejercía su carrera ni mostraba interés por otras actividades y sobre todo, porque aún no tenía novia y los mellizos ya estaban casados.

Después de mucho pensar, le ofreció hacerse cargo del cuidado de los pinares de La Esperanza, al fin y al cabo allí pasaba la mayor parte del día. El muchacho aceptó y parece que  la madre había atinado con el encargo. Organizó rápidamente las cuadrillas que se encargaban de la recogida de pinocha y la saca de madera sobrante para el carboneo  ¡nunca se vieron esos montes más limpios y cuidados!. Mientras trataba con las campesinas de la zona, cuando repartía la pinocha para el estiércol, se le ocurrió que podía organizar un servicio de distribución de leche fresca en La Laguna y Añazo y dicho y hecho. Su madre sintió una sensación extraña en su interior al enterarse de la iniciativa, pues le vino a la memoria el recuerdo del Capitán General y la “lecherita” que ya casi tenía olvidado.

La Laguna, viéndolo más animado y sociable, dio el visto bueno a todas sus propuestas y solamente le puso una condición, que nunca acompañase a las lecheras hasta Añazo, temiendo quizás que por lazos del destino se encontrase con su verdadera madre.

Desde entonces, todas las madrugadas,  una legión de esperanceras bajaban a La Laguna y a Santa Cruz, a pie o en burro, cargadas de leche fresca y volvían por la tarde con pescado seco, frutas y otros productos.

Como era un chico serio y “estudiado” estas iniciativas comenzaron a rendir rápidamente, beneficiando a todas aquellas familias que hasta la fecha estaban muy desatendidas.  Se sentía tan a gusto entre aquella gente que se hizo una casita en Lomo Pelado y cada vez bajaba menos a La Laguna. Pero si en la ciudad hacía frío y humedad, aquí estos inconvenientes se acentuaban por la mayor altitud. Así que comenzó a utilizar la manta “esperancera” que usaban los hombres del lugar y se aficionó tanto a ésta que no se la quitaba ni en invierno ni en verano.



Un día, sin darse cuenta, bajó con ella puesta  a casa de su madre, que al verlo, casi se desmaya. Le costaba respirar de solo  pensar que su hijo había transitado con esas pintas por la calle de la Carrera. Cuando se repuso, se mostró bastante enfadada, le dijo que parecía un mago y eso no lo pensaba consentir. A partir de ahora, ni de broma bajar a verla con la dichosa manta.

Anécdotas aparte, La Laguna estaba muy satisfecha con su hijo, pues al fin y al cabo se estaba labrando un porvenir. Sus ganancias las había invertido en terrenos cerca de la costa, por debajo de Barranco Hondo y El Chorrillo. Todos le decían que esa inversión era inútil, esas tierras no servían ni para cultivos de secano, eran simplemente tabaibas y pedregales. El chico, como siempre, evitaba discutir y simplemente asentía. Lo que nadie sabía era que su hermana Santa Cruz, la “economista” de la familia, le había vendido o casi regalado los terrenos a cambio de hacer otro tipo de negocios en un futuro. No obstante, para  una  madre siempre hay algún ”pero”  y pese a que el chico últimamente solo le daba satisfacciones, no había manera de que se echara novia y eso la tenía en un “sinvivir”.

Con aquellos “culos de botella” que llevaba desde su graduación el muchacho perdía mucho. Además, esa inseguridad lo volvía más retraído delante de las chicas y aumentaba su   insatisfacción, lo que le impedía salir de aquel círculo vicioso. Así que para sobrevivir a la ansiedad, como diría un chico de hoy, empezó “a pasar del tema”.

Un día, Santa Cruz lo citó con el mayor de los secretos en un bar del Chorrillo, de esos que aparecían en cada curva de la antigua Carretera General del Sur. El motivo era hablar de “negocios” ¡y muy bien que salieron! Santa Cruz tenía experiencia en eso de la compraventa de solares, negocio que aportaba grandes beneficios con muy poco riesgo. Como ejemplo, baste recordar el “pelotazo” que para ella supuso la venta de terrenos para la instalación de la refinería, de lo que hablaremos en otro capítulo. Así, le comentó que todos aquellos eriales que le había vendido poco tiempo atrás, muy cerca de donde se encontraban, eran codiciados por una serie de empresas constructoras que pretendían realizar varias urbanizaciones turísticas y residenciales. Con su venta podría ganar diez veces más de lo que gastó en su adquisición. El problema estribaba en que ella no podría participar en la operación porque aunque los terrenos habían sido adquiridos honradamente, debido a su posición, podría tener problemas legales; por tanto, prefería que la ganancia se la llevase su hermano y no un extraño.

La operación fue todo un éxito, gracias al asesoramiento y la intervención de su hermana. Además del producto de la venta, El Rosario obtuvo varios apartamentos en Tabaiba y Radazul, regalo de las constructoras. Su hermana no pidió comisión económica alguna por el favor, únicamente la cesión “voluntaria” de una serie de terrenos que El Rosario poseía en los límites con Añazo, de poco valor, pero indispensables para la expansión hacia el sur de la ciudad. Incluían algunos barrios como El Tablero y El Sobradillo, y allí se ubicarían posteriormente urbanizaciones como Añaza, Acorán, Santa María del Mar, La Gallega, etc.

El encuentro con su hermana en aquel bar del Chorrillo iba a cambiar por completo la vida del Rosario, no por el negocio, sino por otra cuestión para él más importante. Ésta, nada más verlo, le comentó que no podía presentarse ante aquellos ejecutivos peninsulares y extranjeros con esas gafas de pasta y menos con la manta, que estaba muy bien para el monte, pero aquí abajo daba calor hasta a quien lo miraba. Le habló de un nuevo invento llamado lentillas, incluso de una operación quirúrgica que acababa de un plumazo con la miopía, ambas le permitirían quitarse definitivamente esas gafas horribles. El muchacho no daba crédito a sus palabras, pero como confiaba plenamente en ella a la par que le profesaba una gran admiración, se dejó hacer. Ella lo organizó todo, una sencilla intervención en la clínica de un conocido,  unas lentillas y listo.



El chico parecía otra persona al poco tiempo, cambió  algo su estilismo asesorado por su hermana y resultó que la gente ni lo reconocía. Se convirtió de la noche a la mañana en un galán con mucho gancho para las chicas. No hay que olvidar que su padre era muy apuesto y su madre, muy bonita, por eso se encaprichó de ella el Capitán General. La Laguna estaba como loca con el cambio y él recuperó su autoestima de sopetón. Como era una madre controladora, ya había dado muestra de ello en repetidas ocasiones, comprendió que era su última oportunidad de hacer de casamentera, y para matar dos pájaros de un tiro, decidió que Candelaria, que además de chica soltera y con porvenir era pariente, resultaría una buena candidata.

Habló a la “futura” pareja, por separado, de las virtudes de uno y otro, y con la ayuda de su hija Güímar, a la sazón madre adoptiva de la muchacha, trazaron  un plan. El chico estaba bastante ilusionado con la propuesta, además de vivir relativamente cerca el uno del otro, la chica era guapísima y muy moderna. Pero por desgracia, ella no estaba por la labor y con mucho tacto, hizo desistir al pretendiente. El Rosario a punto estuvo de volver  a su retraimiento pasado, pero como dice el refrán “siempre hay un roto para un descosido” aunque en este caso no se trató  ni de lo uno ni de lo otro.

Había muy cerca de su casa en Lomo Pelado una vecinita, sobrina de las Rosas y Las Barreras, llamada Esperanza, que desde que El Rosario comenzó a frecuentar la zona se había enamorado perdidamente de éste, aún con sus gafas de pasta. Según ella, nunca había visto a nadie que le quedara tan bien la manta “esperancera” y cuando además echaba mano de la “cachimba” estaba para comérselo. Y ahora, con los últimos cambios, ¡que podría decir! Pues, ni corta ni perezosa, sin dar tiempo a que otra se le adelantara, tomo la iniciativa y se declaró al muchacho. Para éste fue un auténtico descubrimiento, la verdad que no se había fijado en ella, no porque la chica no mereciera la pena, sino por sus propios complejos. Como es sabido, ambos unieron sus destinos y viven felizmente en las cercanías del monte. Allí pasan todo el año, excepto los veranos que se trasladan a uno de los apartamentos de Tabaiba.

Y con el “emparejamiento” de El Rosario, el último de sus hijos adoptivos en crear una familia, La Laguna tomó conciencia de que la misión que se había impuesto, cuando recuperó a los mellizos de la Casa Cuna, había llegado a su fin.



José Solórzano Sánchez ©


HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 4.LOS HIJOS "ADOPTIVOS" DE LA LAGUNA (1)




La Laguna, además de otras muchas cualidades, fue muy prolífica. En su época, esta característica tenía una gran valoración social, porque a diferencia de lo que ocurre actualmente, se consideraba que la principal misión de la mujer casada era traer hijos al mundo. Fueron seis las criaturas que tuvo con  el Capitán General: La Orotava, Güímar, Vilaflor, Fasnia, Arico y Santa Cruz.

Nadie puede negar que se mostró   siempre como una buena madre, preocupada por dar la educación más esmerada a sus retoños y cubrir todas sus necesidades, pero, al mismo tiempo, bastante “controladora” de sus vidas. Como es de suponer, esta actitud provocó bastantes conflictos con algunos de sus retoños.

La Orotava,  además de ser la mayor, como ya hemos visto, “sacó“ la belleza y el carácter de su madre por lo que los conflictos entre ambas llegaron a unos extremos insospechados. La Laguna tenía muchas expectativas puestas en el futuro de su primogénita; era la más agraciada, como solían decir los que la conocían: ¡una auténtica belleza de la época!  que con seguridad, muy pronto empezaría a hacer sombra a su madre; pero también, la más dotada intelectualmente, o por lo menos, la que había llegado más lejos en su formación.

Güímar, Vilaflor y Fasnia, las siguientes por orden de nacimiento, a pesar de determinadas particularidades de sus caracteres, eran completamente diferentes a su hermana mayor, y obviamente, a su madre. Muy calladas, a cada cual más, se mostraron habitualmente sumisas ante las directrices de la matriarca, siguiendo sin rechistar sus “consejos u orientaciones”, como a ella le gustaba decir. Pocos problemas surgieron entre ellas o con el resto de sus hermanos y siempre se comportaron como buenas hijas. Ninguna dio disgusto alguno a su madre, al menos mientras vivieron  con ella.

Arico, es un caso muy diferente al de sus hermanas. Era el único chico de la familia y quizás por ello, desde que nació, se convirtió en el ojito derecho de su padre. Se lo imaginaba convertido en un Capitán General, ¿y por qué no? en un virrey de las Indias ¡todo era posible, poniendo los medios! sin embargo, el traslado forzoso del Capitán a la Península, por los motivos que ya conocemos, hicieron que todos aquellos planes cayeran en el olvido.

A pesar de perder a la figura paterna a una edad muy temprana, desde el punto de vista emocional y afectivo no sufrió las consecuencias de tal pérdida. Su madre nada más enviudar se volcó en él. Unos dicen que porque coincidió su cambio de estado civil con la adolescencia de La Orotava y el comienzo de los conflictos  entre ambas, como hemos dicho, por su carácter tan parecido. Otros, en cambio, sostienen que la marcha y posterior óbito del Capitán General coincidió con una etapa de intenso fervor religioso en la dama lagunera, que empezó a fantasear con la posibilidad de que el niño se convirtiese en obispo, y por qué no, en el primer arzobispo de Canarias. Y a ello, como veremos, dedicó todo su cariño y esfuerzos, dejando un poco desatendida, según parece, a la benjamina.

Santa Cruz, por ser la más joven, vivió otra época y por ello, los desencuentros con su madre, muy tradicional,  fueron el pan de cada día en cuanto se hizo  mayor. El ambiente que la rodeaba la oprimía: la humedad, los cielos encapotados, la lluvia constante, el tañer de las campanas y la omnipresencia de su madre se convirtieron de una carga difícil de sobrellevar. Ella prefería el ambiente soleado de Añazo, su claridad, las casitas blancas, las palmeras y las fincas de plataneras, el ambiente cosmopolita del puerto y sobre todo el pescadito fresco de los Llanos. Así que en cuanto podía, sin que su madre se enterase, se daba una escapada a la “Caseta de Madera”.

Como se verá en otro capítulo, los destinos de Santa Cruz y de Añazo,  estaban destinados a discurrir por el mismo sendero. La benjamina abandonó muy joven el hogar materno, quizás demasiado pronto, pero nunca se arrepintió de ello. Además, su madre, que tenía ojos en todos los rincones de la isla, se encargó de tenerla controlada estrechamente, al menos en sus primeros momentos de independencia.

Hasta aquí hemos esbozado algunas características de los hijos de la” ilustre señora”, se entiende, de los hijos nacidos de su matrimonio con el Capitán General. Pero La Laguna, además de aquellos, fue madre adoptiva de algunos más, incluyendo, al fruto de su “encuentro” con Amaro Pargo.

Habíamos quedado en que los mellizos fueron internados en la Casa Cuna de Añazo al poco de su nacimiento. La Laguna estuvo al tanto de sus vidas durante sus primeros años, siempre de una manera discreta y por medio de terceros. Además, mediante una sustanciosa aportación consiguió que los niños no necesitasen ser dados en adopción, porque su manutención estaba asegurada. Fueron bautizados por las religiosas que regentaban la institución nada más llegar, y se le impusieron los nombres de Tegueste y Tacoronte.

Pasado un tiempo,  cuando las hijas mayores comenzaron a abandonar el hogar familiar, La Laguna sintió cada vez con más fuerza la ausencia de las criaturas, al fin y al cabo eran sus hijos y no podía consentir que los convencionalismos sociales le impidiesen disfrutar de los mismos. Se vio atenazada por un instinto maternal  desbocado, más fuerte aún que el de los primeros años de matrimonio, quizás por el sentimiento de culpa, o por el deseo de tener una parte de aquel corsario recientemente fallecido, que le había robado el corazón y casi la reputación.

Después de mucho reflexionar ideó una estratagema para poder traerlos a casa. Comenzó a comentar entre sus conocidos que había hecho una  solemne promesa al Cristo para que fuese por fin  restaurada la diócesis nivariense. Dado que “el milagro” se había producido, había llegado el momento de hacerla pública y sobre todo de cumplirla. Se trataba de prohijar a dos huérfanos de la Casa Cuna, y dicho y hecho, en pocos días tenía en casa a los mellizos, convirtiéndose en su madre (que lo era) al tiempo que extendía su fama de mujer caritativa y devota.

Dado que sus planes habían resultado perfectos, fue un poco más allá. Hacía algún tiempo que se comentaba que la “lecherita” del Batán, ante la imposibilidad de hacerse cargo de la criatura que tuvo con el Capitán General, había dejado a su hijo en la Casa Cuna y se había puesto a servir en Añazo, en casa de un mercader. Resultó que nada más abandonar la isla el caballero, ésta se vio  repudiada por sus familiares y vecinos, ante el temor de una posible venganza de la esposa engañada, sobre todo, porque la mayoría eran medianeros de sus tierras. Se trataba de un niño, un año mayor que los mellizos y según parece, la viva estampa de su padre.

Un sentimiento de culpa empezó a embargarla, sentía que no era justo que la criatura se encontrase internada en aquella institución mientras los mellizos estaban con ella. Al fin y al cabo era tan hijo de su marido como el resto de los mayores. Así que volvió a utilizar la misma argucia; declaró que el Cristo le había concedido el favor que había pedido, esta vez la restauración de la sede universitaria, por lo que para cumplir su promesa, iba a prohijar otro huérfano, y como es lógico, el agraciado fue el niño del Capitán General. La criatura había sido internada como hijo de padres desconocidos y dado que llevaba entre las ropas un rosario que había dejado su madre, quizás con la esperanza, quien sabe, de algún día poder recuperarlo, las religiosas lo tuvieron muy fácil y le pusieron el nombre de El Rosario.

Parecía que con esta adopción se completaba la misión que se había propuesto. Todo salió a las mil maravillas pues nadie supo ni sospechó nada y pudo disfrutar, por un tiempo, de la felicidad de volver a tener criaturas en su casa, esta vez con la ayuda inestimable de sus hijas mayores, por los menos de las que permanecían en casa.

En sus visitas frecuentes a la Casa Cuna, La Laguna se había fijado en una de las niñas de más edad, pero  niña al fin y al cabo, muy diligente y servicial, que ayudaba a las religiosas con el cuidado de los más pequeños, incluyendo,  sobra decirlo, a sus hijos. Era muy cariñosa y dispuesta, así que en parte por agradecimiento y quizás, esta vez sí, por un sentimiento caritativo sin interés, adoptó también a la niña, de nombre Tejina,  que desde ese momento pasó a formar parte de su familia.

Como suele suceder, con el transcurrir del tiempo estas criaturas fueron creciendo y se convirtieron en hombres y mujeres. Resulta curioso, que estos hijos “adoptivos” se encuentren en la actualidad más cerca de su madre que los verdaderos y la cercanía no es solo física, sino también afectiva. Los vástagos que tuvo con el Capitán General, a medida que se iban independizando, se instalaban en distintos lugares de la isla para abrirse camino en la vida. Pero como suele decir la “ilustre dama” Tenerife no es Groenlandia ni Madagascar, pero las distancias son las distancias, de eso no cabe duda, y no es lo mismo un traslado en carruaje hasta Chasna, sea por el Sur o por Las Cañadas, que un paseo en tranvía hasta Tacoronte.

Excepto la benjamina, el resto puso tierra por medio con su madre simplemente por una cuestión, como suele decirse,  de “salud mental”. No obstante, a pesar de la proximidad física, era precisamente Santa Cruz la que tenía más claro que jamás iba a recibir visitas imprevistas de su progenitora porque ésta nunca rebasaría los límites de la Cuesta, o como mucho, Vistabella, salvo para ver el belén de San Juan de Dios durante las navidades.

Sus hijos adoptivos, en cambio, residen muy cerca de la matriarca, se sienten muy próximos a ella, quizás por un sentimiento de cariño mezclado con agradecimiento. Todos se consideran huérfanos sin familia reconocida rescatados de una infancia, quien sabe si desgraciada. Además, las peculiares condiciones de su niñez, compartiendo momentos en la Casa Cuna, produjo unos vínculos muy estrechos entre los hermanos, porque eso es lo que se consideran. Sus relaciones con los mayores son buenas, pero no tan estrechas como entre ellos.

Tacoronte fue el primero en salir de casa, estudió Magisterio, que nunca ejerció, y luego hizo un peritaje en agronomía. Desde muy pequeño, la proximidad de la vega y sus campesinos hizo que sintiese un interés especial por la actividad agrícola. Nada más acabar el servicio militar en Ceuta, su madre le regaló unos terrenos de muy buena calidad y se dedicó con afán a la viticultura, pero de su vida hablaremos con más detalle en otro capítulo de este relato. Solamente apuntar que se enamoró  de Santa Úrsula, con la que se casó pasado el tiempo de noviazgo preceptivo. Convendría aclarar que Santa Úrsula es la hija menor de La Orotava, y por tanto su sobrina, real y ficticia.

Su mellizo Tegueste también estudió Magisterio, que tampoco ejerció, y posteriormente se matriculó en el curso puente de Geografía e Historia, con la idea de dedicarse a la enseñanza secundaria. Pronto se dio cuenta, que como su hermano, lo que le gustaba realmente era la agricultura y a ella se dedicó en cuanto acabó el servicio militar. Como a Tacoronte, su madre le regaló unos buenos terrenos agrícolas, por debajo de Las Canteras, en los alrededores de la Cuesta de San Bernabé.

Cuando iba diariamente a trabajar sus fincas desde La Laguna, todavía soltero, paraba siempre en un bar de Las Canteras para desayunar. Con el tiempo hizo muy buenas migas con la muchacha que le atendía, se "ennoviaron" y acabaron casándose e instalándose cerca de sus tierras, en lo que llamaban “Tegueste Viejo”. De su matrimonio con Las Canteras nacieron tres niños : Pedro Álvarez, El Socorro y El Portezuelo,   que como su padre, cursaron estudios superiores, pero al final se dedicaron a la agricultura, siguiendo la tradición instaurada por su progenitor y su tío. La Laguna, siempre que va o vuelve de Bajamar, donde veranea, hace una parada de rigor en su casa, pues le coge de camino y siempre es bien recibida.

Las Canteras es una buena madre y esposa, cariñosa con sus hijos y muy apreciada por su suegra. Es hija  única de unos medianeros de La Laguna, que con el tiempo dejaron la actividad agrícola cuando la vega empezó a urbanizarse y montaron un bar en el cruce. Desde pequeña tuvo mucha relación con la “ilustre dama”, pues estudió en el colegio de las dominicas, junto al ayuntamiento, y en muchas ocasiones iba a merendar a su casa. Además, La Laguna siempre tuvo como norma comprar los libros y pagar la guagua a los hijos de sus medianeros que se decidían a estudiar, y obviamente servían para ello; en realidad era una especie de “beca” que estableció, más por un sentimiento “clasista” que realmente altruista.

Pero Tegueste, aunque se repite continuamente que está enamorado de ella, de quien lo está realmente es de su ”medio hermana”  Tejina, unos años mayor que él. Siempre se sintió muy unido a ella, desde los tiempos de la Casa Cuna, por eso cuando se fue a vivir con ellos se sintió el niño más feliz de mundo. Este cariño, con el paso de los años se transformó en amor, pero en un amor imposible. A nadie habló de sus sentimientos, ni tan siquiera a su mellizo. Para todos y para él mismo, eran hermanos.



Lo bueno es que viven muy cerca y mantienen muy buena relación. Cuando va con la familia a darse un bañito a Bajamar o La Punta, siempre suele pasar a saludarla. Lo mismo ocurre cuando Tejina sube a La Laguna a hacer diligencias, o a  ver a su madre, siempre encuentra la ocasión de parar a saludarlo. Él la mira siempre embobado, y ella le sonríe, pues lo trata casi como a un hijo, aunque en realidad  se llevan dos o tres años.

Tegueste es muy trabajador, el campo ocupa casi todo su tiempo y rara vez abandona sus tierras. Cuando llega el último domingo de abril celebra una de las romerías de más raigambre en la isla, dedicada a San Marcos. Todos conocen como elementos característicos de estos festejos la presencia de la ”Danza de las flores” y los barcos. Danzas similares a ésta es posible verlas en otros festejos de la isla o del Archipiélago, pero lo de los barcos sí es una originalidad. Resulta que el chico hizo el servicio militar en San Fernando, precisamente en un cuartel muy cerca de los astilleros y allí se aficionó a la construcción de barcos, de tanto observar a los artesanos en su tiempo libre. Cada vez que Las Canteras se quedaba embarazada, Tegueste se pasaba las horas libres de esos nueve meses construyendo un barco de madera para  regalar al recién nacido. Eso explica que en la romería podamos ver los cuatro barcos.

Hay quien dirá, mientras lee estas líneas, que los cuatro barcos que aparecen en la Romería representan a Tegueste y solamente  a dos de sus hijos: Pedro Álvarez y El Socorro, porque el cuarto corresponde al caserío de San Luis, y éste no forma parte de la familia. Y tiene toda la razón, efectivamente faltaría el correspondiente  al benjamín de sus vástagos: El Portezuelo. Para éste también construyó su padre un barco antes de su nacimiento y  durante su infancia y juventud participó en compañía de sus hermanos puntualmente en el homenaje al santo; sin embargo, mientras estudiaba en la universidad se produjo un conflicto “familiar” y a partir de entonces acabaron sus intervenciones por deseo de Tegueste.



En honor a la verdad convendría aclarar esta historia, para disipar cualquier tipo de dudas entre los posibles lectores. Pues bien, como habían hecho anteriormente sus hermanos mayores, la vuelta a casa desde la universidad la realizaba El Portezuelo inicialmente en la línea de TITSA que unía La Laguna con Bajamar, que lo dejaba justamente al lado de su casa, en la parada de “la Cuesta de San Bernabé”. Cuando estaba en tercero de carrera coincidió en clase con una chica que vivía un poco más allá de Los Rodeos llamada Guamasa, los apellidos, la verdad es que los desconozco. Pues bien, es normal que le gustase la muchacha, con aquellos cachetes colorados,  y por acompañarla, cambió de línea de TITSA por la que hacía la ruta La Laguna-Tacoronte. Se bajaban en la misma parada y después de charlar un poco regresaba a casa por el valle de su nombre.

El camino de vuelta era mucho más largo, pero ¡qué era bajar unos cuantos kilómetros a pie por aquellos “monturrios” si podía compartir un rato más con la chica que le gustaba! Sin embargo a sus padres no les parecía nada bien la idea, pues llegaba con “los tenis” enfangados y ya de noche, sin tiempo casi para estudiar. Ahí comenzaron las discusiones, luego las malas caras y al final, las amenazas. El padre le dio un ultimátum, si no aprobaba en junio el curso completo como había hecho en los años anteriores, por esas pérdidas de tiempo para el estudio, a todas luces innecesarias, no participaría en la Romería de ese año con su barco. Y pasó lo que tenía que pasar, llegó el último domingo de abril, prácticamente el curso por finalizar y el chico apenas había aprobado un par de parciales. Ante la evidencia tuvo que aceptar la decisión paterna y su barco fue portado en aquella ocasión por un vecino de por allí cerca, San Luis.

El Portezuelo aprendió la lección y un poco por amor propio y otro poco por no quitarle la ilusión a aquel chiquillo, que sin ensayar siquiera lo había hecho tan bien, decidió a partir de entonces no participar más en la Romería. Así que todos los años, el último domingo de  abril, muy tempranito  sube a la Mesa de Tejina, y desde allí, con su bota de vino y su pella de gofio, contempla los festejos sin que nadie lo eche en falta ya que los cuatro barcos continúan desfilando.

Este episodio de juventud, ya olvidado, no ha enturbiado en absoluto la armonía que reina entre los distintos miembros de esta familia “teguestera”.

De los cuatro hijos adoptivos de La Laguna, la única que no tiene ningún vínculo familiar directo o indirecto con ella es Tejina. Sin embargo, por su carácter  cariñoso o quizás por ser la única chica, es la predilecta de la “ilustre dama” y a la primera que acude cuando tiene algún problema, digamos de “la vida cotidiana”, porque de los “oficiales” ya se encarga ella sin ningún tipo de ayuda. Así, no es extraño verla acompañando a su madre en una revisión en la “Residencia”, haciéndose unos análisis o en alguna misa de difuntos. Cuando la necesita solo tiene que llamarla por teléfono y ella coge la guagua y en media hora está en su casa. Muchas veces, la madre aprovecha cuando viene a la ciudad a hacer compras para que le resuelva algún regalo de compromiso y evitarse estar saludando a la gente por las calles Herradores o La Carrera.



Ya dijimos que Tejina estaba muy unida al resto de sus hermanos, así, cuando Tegueste se casó y empezaron a venir los niños, solía bajar por las tardes para acompañar a Las Canteras y darse un paseíto con la embarazada por la Carretera General. En uno de estos paseos conoció a un muchacho recién venido de Cuba. Aunque de origen canario, su familia había emigrado a la “perla de las Antillas” hacía varias décadas y recientemente había regresado con una gran fortuna. Los llamaban “los Indianos” y habían comprado una enorme hacienda, que llamaban “La Casa de Carta” dispuestos a poner en cultivo todos aquellos terrenos baldíos cercanos a la costa.

El muchacho, llamado Valle Guerra, único hijo de la familia, se había convertido en el foco de atención de todas las chicas casaderas de la zona y de otras limítrofes, conscientes del buen partido que representaba. Pero Tejina, ajena siempre a ese tipo de cuestiones, se fijó más  que en otra cosa en su traje de chaqueta y botines de un blanco inmaculado, su sombrero de paja de corte antillano, su tez morena y sus largos bigotes. La antítesis de lo que estaba acostumbrada a ver por las calles de La Laguna. Además, el acento cubano le resultaba tremendamente seductor, algo así como lo que había sentido su madre adoptiva cuando oía hablar “peninsular” al Capitán General.



No hay que decir, después de las líneas precedentes, que cupido lanzó sus flechas con gran acierto al corazón de  los jóvenes.  Tejina era elegante y bonita, no solo por fuera, sino también por dentro y eso era lo más que destacaba en ella. La Laguna esperaba impaciente la petición de mano, porque después de dos hijas solteras y otras dos “malcasadas” deseaba fervientemente que la “niña de sus ojos” se colocase como correspondía. Para ello la dotó con grandes extensiones de tierra cultivable en las proximidades de la finca de los Carta.

La boda se celebró por el obispo en la iglesia de Los Remedios y La Laguna, como podrán suponer, fue la madrina de su hija. A partir de ese momento la pareja comenzó su vida en común, una vida próspera, por su esfuerzo y ahínco. En muy poco tiempo, toda la zona cercana a la costa entre la linde con Acentejo y las estribaciones de Anaga se vio cubierta de fincas de plataneras e invernaderos de flores, hortalizas y otras frutas tropicales que causaban la admiración y hasta la envidia de quien por allí se acercaba.

Tejina pidió a su madre que intercediese ante el obispado para la construcción de una iglesia, ya que en un primer momento resultaba complicado asistir a misa de domingo en la ciudad y más, cuando empezaron a venir los niños. La Laguna hizo todo lo que estuvo de su mano y en poco tiempo  se creó la parroquia de San Bartolomé. En agradecimiento a su madre y al obispado, aprovechando la abundancia de productos agrícolas, Tejina costea de su bolsillo, durante las fiestas patronales, los conocidos corazones, famosos ya en todo el Archipiélago. Su marido, Valle Guerra, hombre culto y que viajó por medio mundo antes de instalarse en la isla, instauró, por su cuenta,  las fiestas  de La Librea que se celebran anualmente con representación alusivas a la batalla de Lepanto.



Esta pareja es admirada por todos la que la conocen, se quieren, se respetan y se ve que están hechos el uno para el otro. Pero en la seguridad de que ninguno de ellos va a leer estas líneas, aprovecharé para comentar un secretillo de Tejina que nadie conoce, que jamás ha verbalizado, ni siquiera a su madre. Ella está profundamente enamorada de su marido, desde el mismo momento que se conocieron, podría decirse que lo idolatra, pero hay dos cosillas que jamás ha podido superar, aunque hace de tripas corazón y con el paso de los años parece que las lleva mejor. La primera es esa costumbre antillana de andar todo el día con el puro en la boca, que atufa cualquier lugar por donde pasa y a ella la deja mareada. Y la segunda, esas dos piezas de oro en su boca que cada vez que se ríe le dan un aspecto de pirata del Caribe.

El matrimonio tuvo dos hijos, Bajamar y La Punta, que a diferencia de sus padres, mostraron muy poco interés por las actividades agrícolas. A ellos, lo que realmente les gustaba era el mar y a éste se dedicaron desde su juventud. Bajamar creó una pequeña flota de bajura y abastecía de pescado a toda la comarca y a la ciudad. Siempre seleccionaba las mejores capturas y las enviaba de regalo a la familia, especialmente a su abuela. La Punta, que como hemos dicho compartía la afición de su hermano, comenzó ayudándolo con las redes y aparejos, y más tarde se especializó en la comercialización del producto, abriendo además varios restaurantes cerca de la playa. El negocio funcionaba estupendamente, hasta que La Punta mostró deseos de salir a pescar como su hermano y ahí empezó el conflicto.

Bajamar decía que ese no era trabajo de mujeres, que dónde se había visto una mujer pescadora, pescadera sí, pero pescadora, jamás. Se negó a dejarle una de sus barcas, alegando que no quería que la gente pensara que su hermana era una “machona”. Pero La Punta no cedió y siguió insistiendo, apoyada por su tía Santa Cruz, que había sido una adelantada a su época durante su juventud y que consideraba que una mujer podía desempeñar los mismos trabajos que un hombre, si se lo proponía.



La cuestión se resolvió cuando los hermanos liquidaron la sociedad, y con su parte, La Punta creó su propia cofradía y se dedicó libremente a lo que le gustaba. Pese a las  reticencias iniciales de Bajamar y de toda la familia, con el tiempo,  la muchacha logró convencerlos su valía con su tesón y buen hacer en medio de aquellas olas endemoniadas.



Viendo el éxito de su hermana en el negocio pesquero, Bajamar acabó vendiéndole su flota artesanal y dedicando sus esfuerzos al negocio turístico. En principio fueron las familias ricas de la ciudad las que pasaban allí los veranos, entre ellas, la de su abuela. La Laguna se habituó a veranear en casa de su nieto, quien le habilitó unos pequeños charcos en la orilla para que  pudiese refrescarse sin peligro y luego, se trasladaba a La Punta, donde se hinchaba de lapas y sardinas en casa de su nieta. Más tarde, viendo que el negocio prosperaba, construyó algunos apartamentos y un hotel que atrajeron a infinidad de alemanes. Desgraciadamente, el negocio fracasó cuando otros parientes de la isla, con mejores condiciones, le copiaron la idea y le “robaron” la clientela.






José Solórzano Sánchez ©