domingo, 27 de septiembre de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH. 15. SANTIAGO DEL TEIDE Y GUÍA DE ISORA. NOBLEZA Y ALTRUISMO.

 




Guía es la hija de Buenavista y por tanto, pertenece a los Daute, quizás la familia de mayor prestigio de las que habitan en el extremo noroccidental de Nivaria. De su infancia se conoce muy poco, salvo que llegado el momento de iniciar sus estudios secundarios, como otras muchas chicas acomodadas de la comarca, fue enviada al internado femenino que existía en la Villa, uno de los más reputados en toda la isla.

Allí coincidió durante algunos años, aunque no compartió cursos dadas las diferencias de edad, con algunos personajes que ya forman parte de nuestro relato, como Arona y Santa Úrsula. Por tanto, podemos hablar de cierta relación con los Nivaria-Achinech puesto que como ya hemos dicho, los Daute se encontraban entre las familias principales de la isla.

Con quien sí parece que hubo una mayor proximidad fue con Puerto de la Cruz, puesto como la mayor parte de las muchachas de “buena familia” de la Villa e incluso de todo el Valle, se sentía atraída por aquel muchacho que destacaba en todas las actividades  en las que participaba, sin contar su don de gentes y simpatía. Los fines de semana que permanecía en el internado solía acudir con algunas compañeras, entre ellas Santa Úrsula, a las luchadas en la que éste participaba. Si en aquellos años hubiesen existido los conocidos “clubs de fans” sin lugar a dudas que Guía habría sido la presidenta del que estuviese dedicado al Puerto.

Lo cierto que estos frecuentes encuentros propiciaron el nacimiento de una estrecha amistad entre ambos. No obstante, el concepto de “estrechez” referido a la amistad de dos adolescentes de aquellos tiempos habría que relativizarlo; sobre todo, porque para El Puerto, Guía siempre fue una buena amiga, mientras que para la chica parece ser que los sentimientos eran algo más “intensos”. En cualquier caso, dado que no existen  datos que lo confirmen, podríamos decir que tales comentarios pertenecen al ámbito de los cotilleos propios de un “internado de señoritas”, como dirían en la época.

Pero no solo se relacionó con El Puerto, sino también con los primos de éste, Icod el Alto y San Juan de la Rambla, que estudiaban en el centro religioso para chicos que también existía en la Villa. Cuando llegó el momento de abordar los estudios superiores, Guía optó por el Magisterio. En esta decisión tuvo mucho que ver su madre, que tenía una mentalidad bastante tradicional, como correspondía. Ésta consideraba que era conveniente que una joven de su posición accediese a estudios superiores, pero no como un medio de vida para el futuro, sino simplemente como un complemento a su formación. Al fin y al cabo, consideraba que lo previsible sería un buen matrimonio,  y cuanto antes mejor. La carrera de Magisterio era muy adecuada para una señorita como su hija, porque no exigía demasiado esfuerzo y tampoco le ocuparía demasiado tiempo de lo que para ella eran los “mejores años” de su vida.

Con estos argumentos convenció a la muchacha y llegado el momento, ésta se trasladó a Aguere para iniciar sus estudios. Durante todo el tiempo que permaneció en la capital de Nivaria residió en un internado, como correspondía. Además, su madre tenía bastantes conocidos entre las mejores familias de la sociedad lagunera a las que encargó que de algún modo velasen por su hija.

En realidad, con estos argumentos, lo que realmente pretendía es que su hija alternase con muchachos de la “buena sociedad” de Nivaria durante unos años y volviese a casa  con sus estudios finalizados y sobre todo con un compromiso de matrimonio. Pero según parece estos planes no obtuvieron el resultado esperado. Es cierto que a la chica durante aquellos años no le faltaron pretendientes, pero como solían comentar muy acertadamente las amistades de su madre, “los de infantería no llegaban y los de caballería se pasaban”. Así fueron transcurriendo los cursos ante la impaciencia de Buenavista por formalizar el ansiado compromiso de su hija.

Por el contrario, Guía aparentaba estar muy relajada con el asunto del “noviazgo”. En primer lugar, porque estaba dedicada plenamente a sus estudios ya que desde el primer momento, lo que había sido simplemente un “pretexto”, se transformó en una verdadera vocación. En muy poco tiempo ya estaba haciendo prácticas en alguna de las “escuelitas” que muchos particulares empezaban a montar en sus domicilios para atender a una demanda que las instituciones públicas no sabían, no podían o no querían satisfacer. Y por otra parte, porque desde el primer curso le “echó el ojo” a un muchacho de Fuerteventura con el que compartía clase, por lo que el resto de posibles pretendientes carecían de interés para ella.

No obstante, el asunto no cuajó casi hasta los últimos meses de carrera, con lo que como comprenderá el lector, la parte más “intensa” del noviazgo  tuvo que llevarse a cabo por vía epistolar. Una vez acabado el último curso, la  flamante pareja regresó a sus hogares respectivos, eso sí, con la promesa de reencontrarse en cuanto las circunstancias lo permitiesen.

Buenavista no aceptó de buen grado la elección de su hija, pero después de hacer algunas averiguaciones  comprobó que el muchacho era el único hijo varón y por lo tanto, único heredero de una de las familias  más importantes  de aquella  isla; además le hablaron de la existencia de “enormes“ extensiones de tierras en Maxorata, por  lo que  finalmente dio su brazo a torcer. Lo cierto es que el patrimonio del muchacho era más bien “raquítico” y las tierras que poseía la familia en diferentes caseríos de la isla eran simplemente eriales, en los que ni siquiera se podía llevar a cabo el cultivo de secano, por lo que estaban ocupados simplemente por algunos rebaños de cabras semisalvajes.

El chico mantenía a duras penas a su familia, formada por una madre viuda y siete hermanas solteras, gracias a algunas gavias que poseía en los alrededores de su casa y que ocupaba el cargo de maestro y alcalde pedáneo del caserío de Tiscamanita, donde residía.

Aceptado el compromiso por ambas familias, la pareja continuó con su noviazgo “epistolar”. Pasado un tiempo prudencial comenzó a hablarse de boda. Esta se llevaría a cabo en Nivaria y luego la pareja se trasladaría a Fuerteventura donde fijaría su residencia. Es cierto que Guía estaba muy enamorada, pero no le convencía la idea de compartir a su futuro  marido con otras ocho mujeres en la misma residencia. El chico  dijo que esa cuestión no era negociable, que su madre le necesitaba porque era muy anciana y estaba  enferma, además de que era el único hombre de su familia y tenía que supervisar a sus siete hermanas solteras hasta que contrajesen matrimonio. Al final llegaron a un acuerdo, se celebraría la boda por poderes y en cuanto llegase la ocasión, Guía se trasladaría a Fuerteventura a vivir con su marido en su propio hogar, mientras tanto, continuaría residiendo con su madre.



Buenavista y Guía consideraban que la “ocasión” sería simplemente el fallecimiento de la futura suegra, que debería estar próximo, dada su edad y sus achaques; además, mientras tanto habría tiempo para que las siete cuñadas contrajesen matrimonio. La ceremonia se celebró tal como se había acordado pocos días después en la parroquia de Nuestra Señora de Los Remedios, actuando como contrayente “por poderes” el hermano de la novia, Los Silos.

A pesar de que no era la ceremonia con la que había soñado, Guía no cabía en sí de felicidad; sin embargo, como tendremos ocasión de comprobar, ese día, sin tan siquiera imaginarlo cayó sobre ella una pesada losa de la que solo lograría liberarse tras años y disgustos. En efecto, lo que prometía ser un reencuentro relativamente próximo, nunca tuvo lugar. Lo cierto es que la suegra, anciana y achacosa, no sabemos cómo, sacó fuerzas de flaqueza y se mantuvo con vida muchos años más, hasta la edad de 105, cuando el promedio de la época apenas superaba los 50 o 60. Según su hijo se mantenía exclusivamente a base de leche de cabra y gofio, y a ello debía su longevidad; para Buenavista, el motivo de la misma era simplemente el deseo de que su hija jamás pisase Maxorata, y pensamos que Guía también tenía la misma convicción. Por supuesto, como podrán imaginar, las siete cuñadas no encontraron pareja, y cuando se les “pasó el arroz” desistieron de cualquier intento y permanecieron “mocitas” bajo el mismo techo que su hermano.

Para hacer más llevadera la espera de aquel encuentro, Guía dedico su tiempo y sus energías a poner en práctica todo lo que había aprendido en Aguere. En realidad lo hizo de manera altruista; primero porque jamás pensó seriamente en dedicarse a la enseñanza como medio de vida; segundo porque no lo necesitaba ya que su madre era una de las personas más “pudientes” e influyentes de aquellos lares y tercero, porque sus clientes potenciales vivían en lo que podríamos calificar como pobreza extrema.

De los distintos caseríos que integraban la jurisdicción de su madre El Palmar era el más importante. Se encontraba en el valle homónimo, hacia el interior de la isla a una distancia de legua y media del pueblo. Allí poseía su progenitora una pequeña hacienda a los pies del volcán de La Montañeta.  La vivienda se utilizaba ocasionalmente, sobre todo los veranos cuando apretaba fuerte el calor en el pueblo o durante las fiestas de La Consolación, a finales de septiembre, cuando su madre acudía a recoger las rentas de los medianeros.

Allí estableció una pequeña escuela para los niños y  niñas del caserío. Cubría diariamente en carro la legua y media que lo separaba de Buenavista acompañada de dos sirvientas y el arriero. Durante el tiempo que había permanecido en Aguere había tenido conocimiento de aquel “modelo de escolarización” que había ideado Arico para los más necesitados de su jurisdicción. Entre algunos jóvenes estudiantes de magisterio, con inquietudes por mejorar la sociedad, estas ideas tuvieron gran predicamento, así que Guía en cuanto pudo contactó con su promotor.

Tardó muy poco en aplicar aquellas medidas ideadas por “el bueno” de Arico y muy pronto también comprendió que aquella era su verdadera vocación. Estaba tan ilusionada y a la vez tan satisfecha de su labor que  enseguida amplió su “escuelita” y empezó a acoger también a niños de los caseríos vecinos, como Las Portelas y Las Lagunetas.

Esta labor educativa le ocupaba la mayor parte de su tiempo, hasta el punto que acabó residiendo permanentemente en el lugar y solo regresaba a casa de su madre los fines de semana. También contrató a un matrimonio joven de maestros que colaboraban en su proyecto.

Pasaban los años y no veía una solución a lo que se había ido convirtiendo en un “problema matrimonial”. Buenavista, cada día más enfadada al ver a su hija en aquella situación de estado civil “indefinido” logró convencerla que vista la situación lo mejor era anular aquel absurdo matrimonio que se había convertido en algo ridículo.

La anulación de un matrimonio canónico, el único considerado legal ante Dios y los hombres, en aquellos años era algo muy poco frecuente, y por lo general, implicaba cierto menoscabo de la esposa. Sin embargo, madre e hija pusieron todo su empeño en el proceso, muy bien asesoradas gracias a sus contactos en el obispado. Por otra parte, el majorero no puso objeciones y dado que el matrimonio jamás se había consumado después de los años transcurridos, la nulidad llegó antes de lo esperado.

A pesar de que el procedimiento había sido relativamente breve, económico y satisfactorio, Guía consideró que había llegado  ya el momento de llevar a cabo cambios radicales en su vida. Obviamente no fue algo espontáneo, llevaba madurando la idea desde el momento de iniciar todos los trámites de anulación, o posiblemente antes, aunque de manera inconsciente.

Habría que comentar ahora, que por aquellos años Nivaria en general y la Isla Baja en particular, tenían más relación con las colonias americanas que con la Península, y sin temor a exagerar, incluso con otras islas del Archipiélago. Sabemos que inmediatamente después de la conquista y finalizado el proceso colonizador, se inició una corriente emigratoria de isleños hacia el continente americano que no se ha interrumpido hasta fechas relativamente recientes, por lo que podemos calificarlo de un verdadero “proceso secular”. El noroeste de Nivaria no escapó a esta tendencia y paulatinamente, en el transcurrir de los años,  fueron constituyéndose núcleos de familias procedentes de la comarca en los distintos virreinatos, capitanías generales y gobernaciones de Las Indias.



Fue precisamente en la Capitanía General de Venezuela donde estos núcleos eran más numerosos por aquellos años. Los emigrantes procedentes del noroeste de Nivaria, aprovechando lazos familiares, llevaban bastante tiempo asentándose en el oriente venezolano, en la región que se denominó provincia de Cumaná. Un grupo de familias procedentes de Taoro habían fundado la pequeña localidad de Puerto La Cruz; otras procedentes de Garachico y El Tanque crearon  hacia el interior el núcleo de San Pedro, en honor de San Pedro de Daute. Pero también había otros grupos de inmigrantes procedentes de distintas comarcas de Nivaria, como los que fundaron el pequeño puerto de Araya, en la península homónima, todos oriundos del valle de Güímar.

Guía tenía varios conocidos por aquellas tierras; familias de medianeros y jornaleros que habían trabajado para su madre, vecinos, e incluso algunos parientes, como  Las Canteras, que se había casado por poderes años atrás con un chico de Icod y algo más tarde se trasladó a la zona para reunirse con su marido. La familia de la chica vivía a los pies de la montaña de Taco, entre Buenavista y Los Silos, y desde pequeñas estuvieron muy unidas compartiendo juegos y confidencias. Dado que con su marcha no se había interrumpido el contacto, porque se carteaban habitualmente, acordaron que sería una buena idea que Guía se trasladase durante una temporada a vivir con ella, dado que necesitaba poner tierra por medio, en este caso agua,  entre ella y su pasado reciente.

Buenavista se mostró algo reticente ante la decisión de su hija porque sabía que un viaje tan complicado tanto a la ida como a la vuelta, significaba que aquello que Guía llamaba eufemísticamente “una temporadita” representaría  en realidad una “purriada” de años sin verse. No obstante, los argumentos que la chica le planteó lograron convencerla y se prestó a ayudarla en todo lo que fuese necesario.

Los primero que hizo fue buscar cartas de recomendación de todo tipo entre aquellas personas principales de le isla con quien tenía amistad, a las que adjuntó las suyas, consciente de que en cualquier momento podría necesitarlas. Por otra parte, para que Guía se no se sintiese sola, especialmente durante el largo viaje, comprometió a una de sus antiguas sirvientas y a su hija para que la acompañasen, a cambio de una compensación económica más que generosa, y la promesa de entregarles algunas tierras a su vuelta. No olvidemos que el viaje empezaba en el puerto de Garachico hasta el de Añazo, que era el que centralizaba por aquellos años el tráfico americano. Una vez llegados a La Guaira, continuaban, también por barco, hacia el puerto de Cumaná y desde allí, en carro, hacia el interior, hasta la localidad de Maturín que era donde residía Las Canteras.

Hay que aclarar, antes de continuar con nuestro relato, que Guía no era el prototipo de emigrante isleño, en este caso, isleña. No cruzaba el charco acuciada por el hambre o la necesidad, en busca de una vida mejor; tampoco iba movida por el deseo de aventuras y enriquecimiento fácil, ni huyendo de la justicia o de otro tipo de problemas. Simplemente  iba buscando lo que hoy denominaríamos “un cambio de aires”,  sin una duración predeterminada. La muchacha, que recientemente había recuperado su soltería, viajaba en una situación envidiable: bien acompañada, con una considerable dotación económica para las contingencias que pudieran presentarse, y sobre todo, con una familia que la esperaba con los brazos abiertos.

Una vez llegó a su destino y pasados algunos meses, de nuevo afloró su vocación de “maestra”. Se dio cuenta del enorme atraso en que se encontraba la enseñanza elemental en aquellas tierras, tanto o más que en la isla de donde procedía. Así que se puso manos a la obra y comenzó a implantar el sistema planificado por su paisano Arico y que tan buenos resultados le había dado en el valle del Palmar. Tuvo la suerte que las autoridades locales mostraron un gran interés, tanto en su proyecto como en ella misma. Hay que tener en cuenta que en las colonias, sobre todo en las regiones más alejadas de las ciudades importantes, había una gran escasez de mujeres en las condiciones de Guía: relativamente jóvenes, solteras y de buena posición económica y social.

Aprovechando estas circunstancias llevó a cabo una intensa labor educativa durante los años que residió en Venezuela. Sin embargo, con el paso de los años estalló la guerra de Independencia y la situación cambió  de la noche a la mañana. Es cierto que ni ella ni los miles de isleños que residían en el país tuvieron problemas, sobre todo porque eran considerados por las nuevas autoridades como diferentes al resto de los españoles y también, porque no se significaron durante el conflicto con ninguno de los bandos. Se dice, aunque no hay documentación que lo certifique, que tras la pacificación el propio Simón Bolívar acompañado por otros militares visitó la región. Conocedor del extraordinario trabajo que la canaria había desarrollado en favor de la instrucción de los más necesitados, y que no había interrumpido ni siquiera durante el conflicto, llegó a felicitarle. También se dice que incluso le propuso su traslado a Caracas y su participación en un Comité que organizase el sistema educativo de la recién creada república.

No obstante, Guía llevaba un tiempo ya meditando la posibilidad de volver a casa y los cambios políticos de aquellos momentos no hicieron más que acelerar su decisión. Poco después retornaba a Nivaria con las que habían sido sus acompañantes desde que partiese de la Isla Baja y también junto a un pequeño grupo de familias isleñas que ponían así término a su aventura americana, entre ellas, la de Las Canteras.

Parece que este “paréntesis americano” se ha convertido casi en una obligación para varios de los personajes de nuestro relato, igual que lo fue para tantos miles de isleños a lo largo de la historia. A su vuelta y tras lo que podríamos calificar “breve periodo de adaptación”, Guía intentó retomar la vida que había dejado tiempo atrás. Y lo primero que hizo fue reanudar su actividad como maestra, dado que todo su proyecto había quedado en manos de sus discípulos mientras estuvo ausente.

Durante varios meses apenas salió de la comarca, es decir, que sus traslados se limitaban al trayecto de Buenavista a El Palmar y viceversa. Se había acostumbrado en los últimos años a los espacios abiertos de Los Llanos venezolanos,  planicies que parecían no tener fin, salvo la línea del horizonte. La Isla Baja era un espacio completamente diferente, y salvo por el norte, donde el océano parecía tener ciertas similitudes con aquellos espacios americanos, mirase donde mirase se encontraba en un pequeño espacio encajonado entre montañas. En su infancia y juventud apenas había tomado conciencia de esta realidad, pero ahora, tras su vuelta, aquellos enormes acantilados parecían las rejas de una cárcel; la situación se agravaba aún más cuando se encontraba en El Palmar, donde apenas se divisaba el océano.

Este hecho comenzó a hacer mella en su salud mental y llegó a la conclusión de que no tenía otra opción  que cambiar de aires. Tras hablarlo con su madre, acordaron que el remedio para sus males podría ser trasladarse al “malpaís de Isora”, donde los Daute poseían enormes extensiones de terreno prácticamente vírgenes; aplicamos este calificativo porque en aquella época era el espacio más “vacío” de Nivaria, en lo que se refiere a las actividades humanas, si exceptuamos las cumbres de la isla.

Aunque situado en la vertiente meridional, era el sector más próximo a la Isla Baja, bastaba atravesar el puerto de Erjos y la cabecera del valle de Santiago para llegar a las tierras de Isora. Buenavista le cedió, como “herencia en vida”  todo aquel espacio comprendido entre las tierras de Adeje y el Valle de Santiago.  El territorio contaba con un poblamiento muy escaso debido a la ausencia de suelos de calidad puesto que la mayor parte del mismo se encontraba cubierto por malpaíses recientes.

Los escasos vecinos que poblaban el lugar se asentaban por encima de los 700 metros de altitud, donde la humedad permitía cierta actividad agrícola. Casi todos vivían en el lugar desde tiempo inmemorial, posiblemente con anterioridad a la conquista, como lo demuestran sus topónimos aborígenes: Aripe, Chirche, Chiguergue y Vera de Erque.  El Jaral y Las Fuentes, dos hermanos dedicados al pastoreo, en los sectores más elevados, son hijos de una aborigen y uno de los primeros colonos que se asentó en el lugar.



Guía, que nunca había visitado las tierras de Isora, se estableció en una posición central, en el sector de las medianías, donde fue posible encontrar algunos suelos de calidad y no escaseaba el agua. La muchacha quedó encantada por la luminosidad y las increíbles panorámicas del mar y la isla de La Gomera que se divisaban desde cualquiera de las ventanas de su casa.

En el lugar existía una pequeña ermita bajo la advocación de la virgen de la Luz, que ni siquiera tenía categoría de parroquia. Casi desde los primeros años de la conquista, tanto el Valle de Santiago, como el malpaís de Isora, pertenecían al beneficiado de Daute, que llegaba hasta el barranco de Erques, límite con Adeje; por tanto, todos los feligreses de este amplio espacio sureño dependieron inicialmente de la parroquia de San Pedro y posteriormente de la de Los Remedios en Buenavista.

Guía era una persona muy religiosa pero consideraba un sacrificio extremo tener que trasladarse a  Buenavista para asistir a misa. Siete leguas de recorrido, por senderos y caminos de herradura, significaban casi dos días de viaje, con parada, eso sí, en algún punto intermedio. En esas condiciones era muy complicado tanto para ella como para sus vecinos asistir a misa cada domingo, por lo que empezó  a tramitar la declaración de  parroquia para aquella ermita; con ello se  podrían satisfacer las necesidades espirituales de todos los vecinos de aquel “malpaís”. Sin embargo, la creación de nuevas parroquias era un tema complejo, que exigía numerosas formalidades, cuando no pleitos bastante engorrosos. Paralelamente, por aquellos años  los señores del Valle de Santiago estaban gestionando la constitución en parroquia de la ermita de San Fernando y su segregación de la de Buenavista. Finalmente lograron sus deseos y todo el malpaís de Isora, en lo religioso, pasó a depender de la parroquia recién creada.

Con esta resolución no se resolvían las aspiraciones de Guía, pero constituía sin duda un gran avance, dado que la distancia hasta la nueva parroquia era solo de tres leguas. No obstante, para mantener los lazos entre su nueva residencia y la Isla Baja, Guía promovió una romería desde los caseríos de aquella comarca hasta la ermita de la Luz, conocida como romería de la Virgen de Guía. Esta continuó celebrándose hasta mediados del siglo XIX y en ella participaban anualmente gran cantidad de romeros, en su mayoría familiares y amigos.

Llegados a este punto de nuestro capítulo, no queda otro remedio que presentar al  segundo protagonista del mismo: el Valle de Santiago o Santiago del Teide, como mejor prefiera el lector.

Habría que señalar, ante todo, que la familia del Hoyo-Solórzano, con sus diferentes ramas, constituía una de las de mayor abolengo de Nivaria desde que esta pasó a formar parte de la corona de Castilla. La rama establecida en Canarias había participado en la conquista de Granada, así como en las de Tenerife y La Palma. Paralelamente, a lo largo de los siglos habían ido recibiendo una serie de títulos nobiliarios, como “Condes de Siete Fuentes” o “Marqueses de la villa de San Andrés y vizcondes de Buen Paso”. Solían residir en sus haciendas de la Montaña de Taco en Buenavista y de Garachico.

La familia recibió el señorío del Valle de Santiago casi al mismo tiempo que la de los Ponte había obtenido el de Adeje. Poco después, como hemos señalado anteriormente, la ermita de San Fernando pasó a convertirse en parroquia, con lo que el Valle dejó de depender de Buenavista en los aspectos civil y religioso. Los señores  residían en la denominada “Casa del Patio”, el edificio más importante que se podía encontrar entre Los Gigantes y el barranco de Erques.

A pesar del fracaso en sus aspiraciones de contar con una parroquia en su jurisdicción, tanto Guía como el resto de vecinos del malpaís de Isora se beneficiaron  enormemente de la creación de la  de San Fernando.  Esta empezó a convertirse en el lugar de encuentro de los residentes más importantes del Valle y de Isora. Y como el lector podrá imaginar, fue allí donde se conocieron los protagonistas de este capítulo, Guía y el señor del Valle, al que a partir de ahora denominaremos Santiago, para asociarlo a su término municipal.

        Santiago era bastante mayor y viudo. Aunque el resto de sus familiares residían en la Isla Baja, él se trasladó al Valle desde que contrajo matrimonio, siendo aún muy joven. Enviudó pronto sin que llegaran los hijos, y a partir de entonces se encerró en Casa del Patio, dedicándose por completo a la administración de su señorío.



       A decir verdad, su interés por la creación de la flamante parroquia tenía algunas dosis de egoísmo; cada vez le apetecía menos trasladarse a Buenavista o Garachico para cumplir con su obligación de oír misa. Le molestaba enormemente la “cantinela” de amigos y familiares para que volviese a casarse y cambiase de residencia, pues  consideraban su vida un verdadero “autoexilio”.  El señor de Valle era una persona culta y educada, que ya había vivido todas las experiencias y cubierto todas las metas que se había propuesto en su juventud. Su posición, además de permitirle viajar por las principales ciudades de la Península y distintos países europeos, le dio la posibilidad de ocupar importantes cargos administrativos en Nivaria, cargos que estaban destinados a la nobleza local desde hacía siglos.

        A él lo que le gustaba era administrar su señorío sin salir de casa, en su despacho, porque para eso tenía varios capataces perfectamente adiestrados, que eran lo que él solía llamar “sus ojos y sus oídos”. Por ellos se enteró de la llegada a la comarca de la nueva propietaria del malpaís de Isora y enseguida le picó la curiosidad. Sabía que era hija de Buenavista,  con la que solo tenía relaciones de vecindad, y que durante un largo período de tiempo había residido en Venezuela.

      Aprovechando la siguiente misa que se celebraba en San Fernando, se hizo el encontradizo y fueron presentados. Consideró que era la única persona  residente al sur del puerto de Erjos con la suficiente categoría para acompañarle en el espacio que el señor del Valle tenía destinado en la parroquia para oír misa,  aislado del resto de los feligreses. Guía, poco dada a este tipo de convencionalismos que consideraba trasnochados, declinó amablemente la invitación.

        Aunque algo contrariado, Santiago quedó deslumbrado por la distinción y elegancia de su nueva vecina. Hacía muchos años que no trataba con mujeres como ella. Hay que decir, que aunque viudo y de cierta edad, seguía siendo un hombre y sobre todo un “señor” con jurisdicción propia, y eso le facilitaba bastante el acceso a muchas jóvenes del Valle. A pesar de su discreción, todos conocían algunas de sus aventuras, especialmente la que protagonizó con una de sus sirvientas, Las Manchas, con la había tenido dos hijos, El Molledo y El Retamar. Los tres habitaban en las cercanías de la Casa del Patio, en el camino que descendía hasta el embarcadero situado en la Playa de La Arena.

        El señor del Valle, no obstante, tenía dos vecinos con los que sus relaciones eran poco amistosas y aceptaban a duras penas su jurisdicción. Por una parte el Valle de Arriba, posiblemente el primer núcleo poblacional del lugar, o dicho de otro, modo su vecino más antiguo. Parece ser que el núcleo surgió a comienzos del siglo XVI,  con pobladores procedentes de Daute. En realidad, se encuentra apenas a unos cuatro kilómetros del caserío de Erjos, a unos mil metros de altitud. La enemistad comenzó cuando la familia del Hoyo obtuvo el señorío del lugar y estableció su residencia en Casa del Patio, en Santiago. Ambos se encuentran a muy poca distancia, pero el Valle de Arriba nunca aceptó de buen grado la pérdida de aquella preeminencia que ostentaba desde los inicios de la colonización.

        Por otra parte, otro vecino con el que las cosas no andaban muy bien era Arguayo. Se trataba también de un antiguo poblador de la comarca, muchos hablan incluso que su origen se relaciona de un pequeño grupo de familias aborígenes que lograron escapar a las consecuencias inmediatas de la conquista, debido a lo aislado de su ubicación. Esta situación apartada, a casi mil metros de altitud generó desconfianza hacia los del Hoyo, cuando incluyeron sus tierras en su recién creado señorío. Sus vecinos se habían dedicado  al pastoreo y al cuidado de sus higueras y almendros y no entendían  como a partir de aquel momento debía rendir cuentas a los señores del Valle. Todo ello generó una serie de litigios y reclamaciones que se tradujeron en una enemistad manifiesta.

        Volviendo nuevamente a nuestros protagonistas, sus encuentros se hicieron más que frecuentes en la misa dominical y otras celebraciones religiosas. Por otra parte, las invitaciones de Santiago a las fiestas del patrono del Valle, así como su asistencia a la romería de la virgen de Guía propiciaron un acercamiento entre ambos personajes, perdón, quería decir localidades. Y como ya el lector recordará de capítulos anteriores, irremediablemente,  “una cosa lleva a la otra” y ambos acabaron comprometiéndose.

        Antes de celebrar el matrimonio ambos pusieron las cartas sobre la mesa, exponiendo sus condiciones para su futuro compartido. El señor del Valle ya no estaba en edad de seguir ciertos convencionalismos sociales y manifestó su intención de continuar con el mismo tipo de vida que había tenido hasta el momento; Guía, por su parte, a la que podríamos considerar una “mujer de mundo”, con un espíritu inquieto e independiente, no estaba dispuesta a llevar una vida de “esposa de” encerrada en la Casa del Patio. En efecto, desde su llegada a Isora, se había preocupado por llevar a cabo lo que denominaba su “programa de instrucción elemental” que tantas satisfacciones le había proporcionado durante su estancia en el valle de El Palmar y en el oriente venezolano. Dotó a casi todos los caseríos de Isora de una escuelita para atender las necesidades “instructivas” de los más necesitados, plan que fue muy bien acogido por las familias; en efecto, además de la escolarización de sus hijos se les proporcionaba una asignación (que aportaba Guía de su bolsillo) para compensarles por la ausencia de sus hijos en las labores del campo  mientras  estaban en las clases.

        Acordaron, por tanto, que cada uno viviría en su residencia personal y compartirían momentos en común siempre que les fuese posible. Igualmente, Guía obtuvo la autorización de su prometido para  extender su “programa instructivo” en los caseríos de su jurisdicción, incluso antes de que se celebrase el matrimonio.

        Lo cierto es que el señor del Valle estaba muy enamorado de su prometida, al tiempo que admiraba enormemente su espíritu emprendedor y las iniciativas que continuamente estaba proponiendo. Con el mayor de los sigilos preparó un extraordinario regalo de bodas, que consiguió a base de mucho esfuerzo y grandes cantidades de dinero, dado el poco tiempo de que disponía. Se propuso conseguir que antes de la ceremonia, la ermita de la virgen de La Luz de Guía se convirtiese en parroquia, para que ésta pudiese celebrarse allí. Fue un acto de enorme generosidad ya que implicaba renunciar a las tres cuartas partes de la jurisdicción de la parroquia de San Fernando. En efecto, mientras que todo el malpaís de Guía pasaba a depender de la recién creada parroquia, la jurisdicción de la de San Fernando quedaba reducida exclusivamente a los límites del Valle.



        Guía siempre agradeció a su  prometido y luego marido este gesto, más que por ella, por todos los pobladores de Isora, a los que a partir de ese momento se les facilitaba enormemente el cumplimiento de sus obligaciones para con la Iglesia.

        Guía y Santiago nunca fueron lo que podríamos denominar un “matrimonio convencional” sino que han venido llevando una relación bastante peculiar, aunque no por ello superficial. Como habían acordado, cada uno continuó con la vida que habían decidido  tener y compartiendo los momentos que tenían ocasión. Obviamente, estos “momentos” fueron bastante frecuentes, sobre todo tras la boda y fruto de alguno de estos fue el nacimiento de los gemelos Chío y Tamaimo. Mientras estos fueron pequeños, sus progenitores cedieron buena parte de su “independencia” para  transformarse en lo que podríamos denominar “familia tradicional”. Sin embargo, en cuanto los chicos comenzaron la enseñanza secundaria fueron enviados a Aguere, al cargo de unos parientes paternos, con los que convivieron durante algunos años.

        El señor del Valle tenía la intención de que sus hijos se dedicasen a actividades dignas de su estatus, como la militar o la administrativa, eso sí, de rango superior. Pero la semilla que desde pequeños sembró Guía fructificó en la adolescencia y ambos se orientaron claramente por la educación. Una vez finalizados los estudios de Magisterio, completaron su formación con algunas materias de Filosofía y Letras y Matemáticas.

      Gracias a los contactos de su padre los chicos habían conseguido una prórroga de estudios antes de realizar el servicio militar; una vez acabados estos, no quedaba otra que incorporarse a filas. Sin embargo, por estas fechas la denominada guerra del Rif o segunda guerra de Marruecos se encontraba en su momento álgido y era evidente que los gemelos ya tenían el destino adjudicado, como otros miles de jóvenes españoles. Existía la posibilidad para las familias pudientes de redimir a sus hijos del servicio militar, en este caso de la guerra, a cambio de una importante suma, pero del señor del Valle se negó rotundamente a pagarla. Según él, su familia había servido a España incluso antes de que esta existiese como nación, cuando su antepasado participó en la conquista de Granada.

        A los muchachos, apoyados por su madre, no les quedaba otra que hacer lo mismo que otros muchos jóvenes isleños: huir a cualquiera de las repúblicas americanas y esperar que con el tiempo de declarase una amnistía, para poder volver a su tierra. Así que ambos, sin tan siquiera despedirse de su padre, partieron desde el puerto del Porís de Abona junto a otro grupo de “prófugos” con destino a La Guaira.

      Como el lector comprenderá, la situación de Tamaimo y Chío era muy diferente a la del resto de sus compañeros de viaje. Contaban con una completa formación mientras que aquellos solo  poseían su juventud y sus brazos; por otra parte, Guía se encargó de llenarles “la bolsa” de modo que evitasen cualquier tipo de penalidades y sobre todo les adjuntó, entre los reales, varias cartas de recomendación para sus conocidos en Venezuela.

      Los chicos lo tuvieron bastante fácil y salvo el mal trago del viaje todo fueron facilidades tras su llegada. Se trasladaron, como su madre, a la zona oriental de la República y allí fueron acogidos por conocidos de ésta. Inmediatamente fueron incluidos como maestros en aquel programa instructivo puesto en marcha por su progenitora y que seguía funcionando perfectamente. Con el tiempo, y dada su preparación, pasaron a integrarse en el único centro de enseñanza superior que existía en la zona, en la ciudad de Maturín.

    Muy pronto se dieron cuenta de las enormes posibilidades que ofrecía el país para personas con iniciativa y cambiaron de actividad profesional. Crearon una serie de pequeñas sociedades orientadas tanto a la actividad agropecuaria como al transporte. Ambos contrajeron matrimonio con chicas pertenecientes a la colonia isleña y parecía que nunca más volverían a Nivaria. Sin embargo, con el tiempo la situación se fue complicando en el país que poco a poco iba dejando de ser “jauja”. Paralelamente, por aquellos años el Gobierno español había declarado la amnistía para los prófugos, así que no se lo pensaron dos veces. Los gemelos se deshicieron de empresas y posesiones y regresaron a Nivaria con sus familias y cargados de bolívares.

        Hay que decir que a su llegada se encontraron con algunos cambios significativos relacionados con la denominación de su lugar de origen. En efecto, desde hacía siglos el término Valle de Santiago provocaba no pocas confusiones con  algunas localidades de la vecina isla de Gomera; otro tanto puede decirse de Guía, cuyo nombre se prestaba a confusión con otra localidad de Gran Canaria. Por todo ello, el matrimonio solicitó de las entidades competentes un cambio de denominación para acabar con tales confusiones. El 1916 se produjo un cambio en la denominación oficial de ambas localidades, perdón, quise decir cónyuges. La esposa cambió su nombre por el de Guía de Isora y el esposo por Santiago del Teide. En el primer caso es obvio el motivo de esa modificación, en el segundo, posiblemente tenga que ver con la erupción ocurrida siete años antes en los altos del término municipal.

        En efecto, en 1906 se había producido la erupción del Chiyero, al este del valle Santiago y muy cerca del Teide; se trata de la última erupción acaecida en Tenerife y apenas duró diez días. La población de aquella lo vivió con gran temor y aunque no hubo víctimas mortales sí causó graves perjuicios a la agricultura. La respuesta de los habitantes de los núcleos cercanos fue sacar a “sus santos” en procesión hasta la zona del Calvario, en el caserío  de Las Manchas, el más cercano al volcán. Por acción divina o no, la lava no llegó nunca hasta allí y Las Manchas se salvó. Desde entonces está muy arraigada esta creencia y todos los años se celebra la misma procesión en recuerdo de los días de pánico vividos.

        También durante la ausencia de los gemelos tuvo lugar lo que podríamos llamar “reconciliación” entre Arguayo y Valle de Arriba con su progenitor. Todo se debió a la actuación de su madre y al agradecimiento que ambos caseríos, perdón, vecinos, quisieron demostrarle. Porque como sabemos, con la autorización de su esposo ésta había  ampliado su programa de instrucción a los caseríos de Valle con todas las ventajas que para ellos representaba. Era la primera vez en su historia que alguien se preocupaba de su bienestar y no simplemente de cobrar impuestos o de usurpar derechos.

        Otra entidad, o mejor dicho, personaje, del que hemos dado alguna pincelada en un capitulo anterior, apareció por estos años por Isora. Se trata de Tejina, una muchacha del norte de la isla que se asentó en la comarca y dado que había hecho algún curso en la Normal de La Laguna enseguida pasó a formar parte de lo que podríamos denominar equipo de colaboradores de Guía. No debemos confundirla con otro personaje que ya conocemos, aquella Tejina adoptada por la “ilustre dama” y que posteriormente contrajo matrimonio con Valle Guerra. A la chica le gustaba distinguirse y pedía que le llamasen Tejina “de Guía”.

       Lo cierto es que como sabemos tuvo un desliz con Adeje producto del cual nació Fañabé, que desde muy pequeño vivió cerca de su padre y con el tiempo tanto él como su esposa se dedicaron a la profesión de su madre, el Magisterio. Tejina se había asentado  a los pies de la montaña que recibió su nombre, muy cerca del barranco de Erques, limítrofe con Adeje. Con el tiempo, además de una colaboradora eficaz se convirtió en la mejor amiga de Guía.

        Cuando los gemelos llegaron de América se asentaron con sus familias muy cerca el uno del otro, en las medianías,  entre las residencias de sus padres, aunque Chío escogió la zona de Isora mientras que Tamaimo se estableció en el Valle. Ambos eligieron muy bien su emplazamiento, no solo por la existencia de suelos de relativa calidad, sino por localizarse junto a caminos de bastante tránsito. Tamaimo a ambos lados del que unía los caseríos de la parte alta del Valle con el embarcadero situado junto a la playa de La Arena y Chío, en  el cruce de los que unían Guía con Daute a través del Valle y también el que seguía hasta Taoro atravesando  Las Cañadas.

      Hay que decir también que su llegada coincidió con la revalorización de las tierras bajas y costeras de Isora y el Valle. Aquellos terrenos que durante siglos habían sido pobres malpaíses donde solamente pastaban rebaños de cabras, gracias a las recién abiertas galerías de la cumbre estaban conociendo una enorme expansión del cultivo del tomate. Ambos eran unos auténticos emprendedores, como habían demostrado sobradamente en América; aunque casi por entretenimiento se habían orientado a los cultivos tradicionales en el entorno de sus residencias, rápidamente se pusieron manos a la obra para sacarle beneficio a sus bolívares.



       En colaboración con sus padres, que aportaron terrenos  e inversión, llevaron a cabo una intensa labor de sorribado de aquel inmenso malpaís que cubría las zonas bajas  cubriéndolo de un inmenso tapiz verde de plataneras salpicado de estanques e invernaderos. El cultivo del tomate se trasladó a las medianías, con lo que los caseríos de la zona también se vieron beneficiados por este proceso.

 La puesta en cultivo de estos terrenos implicó no solo una gran inversión en la mejora y creación de nuevas galerías, sino que también hubo que traer miles de toneladas de suelos de “préstamo” de la comarca de Daute, especialmente de los alrededores de Erjos. Para llevar a cabo este traslado los hermanos adquirieron una enorme flota de  camiones que se dedicaba a esta labor.

        Naturalmente, esta gran transformación económica atrajo una notable corriente inmigratoria desde el norte de la isla y también desde La Gomera. Las familias gomeras, como en otros lugares del Sur, acudían a la comarca temporalmente durante el periodo de la  zafra del tomate y con posterioridad se asentaron definitivamente, merced a la expansión platanera y a la aparición de otras actividades. Fijaron su lugar de residencia en la zona costera, o se diseminaron en medio de las enormes fincas recién creadas. Uno de ellos fue Playa de San Juan, oriundo de  Vallehermoso que en muy poco tiempo se convirtió en uno de los caseríos, perdón vecinos, más importantes de Isora. Muy cerca, vivía una isorana, Alcalá, dedicada a la actividad pesquera y como embarcadero de cabotaje para todo el municipio; la expansión agrícola produjo también un importante  crecimiento poblacional.

     En la reducida franja costera del Valle de Santiago, como hemos visto, existía  tiempo un pequeño caserío junto a la playa de La Arena que servía como embarcadero del Valle. La inexistencia de carreteras adecuadas para comunicar con los puntos más importantes de Nivaria determinó un desarrollo del embarcadero debido al tráfico de cabotaje y con el tiempo pasó a denominarse Puerto de Santiago, puesto que era ésta la función que cumplía.

 Hay que decir también que los inicios de la actividad turística en las tierras de Isora y Santiago están muy vinculados a esta localidad. En efecto, un día apareció por el lugar un empresario extranjero que quedó impresionado por las excelentes panorámicas que desde el lugar se divisaban de aquellos acantilados. Inmediatamente se asoció con  el señor del Valle y construyó el primer hotel. Las excelentes condiciones climáticas, amén de las excelentes vistas, como hemos dicho, propiciaron el desarrollo de una urbanización turística denominada “Acantilado de los Gigantes”. La vinculación entre el Puerto y la citada urbanización ha llegado a ser tan estrecha que con el tiempo acabaron en matrimonio, todo hay que decirlo, muy bien avenido.

Estas localidades han copado durante décadas la mayor parte de la actividad turística de la comarca; únicamente en fechas recientes, quizás por relativa saturación de aquella, han comenzado a proliferar hoteles e instalaciones turísticos por todo el litoral de Isora.

      En la actualidad, la familia de los Santiago-Isora lleva una vida tranquila y no por ello carente de prosperidad, a pesar del lugar marginal que durante siglos ocupó la comarca en el contexto insular.

José Solórzano Sánchez ©