A pesar
de las secuelas psicológicas que aún presentaba (me cuesta pensar que fuese yo
la única persona en tales condiciones por culpa de la experiencia vivida)
traté de pasar página a todo lo ocurrido. Esperaba que poco a poco cicatrizasen
las heridas, aunque las del alma son muy complicadas de curar, y volver a
tener la vida de siempre. Era evidente que nunca sería exactamente igual, pero
al menos parecida. Comencé a retomar mis hábitos, entre ellos, volver los
sábados al mercado a hacer la compra semanal de frutas y verduras. Hacía varios
meses que no lo visitaba y ojalá no lo hubiese hecho nunca más.
El
segundo sábado que bajé a hacer la compra, cuando volvía hacia el parking
cargado de bolsas y entretenido con mis pensamientos, me encontré de frente,
saliendo del baño y secándose las manos, al tipo del colegio. Quedé
petrificado, él ni siquiera se percató de mi presencia, iba con prisas en dirección
a una zona que yo no solía visitar. Cuando lo perdí de vista y
recobré la respiración, mi primera intención fue seguirlo, pero me entró un
ataque de pánico, el primero que había experimentado en mi vida, corrí como
loco hacia el coche, lancé las bolsas sin cuidado sobre el asiento trasero
desparramando todo su contenido y regresé a casa.
Cuando
aparqué el coche, me di cuenta de que no recordaba absolutamente
nada de lo que había sucedido desde que perdí de vista a aquel tipo en el
mercado hasta que apagué el motor. No sé cómo conseguí llegar a casa, tuve la
suerte de que era temprano y había poco tráfico o quizás un punto de
consciencia me condujo en mi camino de vuelta. Solo sé que tenía un dolor de
cabeza insoportable y sentía un intenso olor a quemado. Doblé la medicación que
me correspondía en aquel tiempo y pasé el resto del día durmiendo.
La mañana
siguiente, el domingo, me encontraba completamente recuperado. Comencé a
recordar, aunque a disgusto, todo lo que había sucedido. Mi peor enemigo fue la
sorpresa, que me bloqueó, pero ahora me encontraba en buenas condiciones para
reflexionar. Jamás había hablado con nadie de este hombre, ni siquiera en casa,
porque pensaba que a fin de cuentas no tenía relación con la historia. Pero
debe ser que algo en mi interior no estaba completamente de acuerdo con esa
percepción y fue lo que me bloqueó apenas lo vi. Pensando fríamente, no había
motivo alguno para relacionarlo con las desapariciones. Llegué casi a
convencerme de que la tensión, los medicamentos y otras muchas cosas me
estaban volviendo paranoico y posiblemente estaba exagerando en mis
percepciones. Pero por otro lado, había algo dentro de mí que me decía lo
contrario.
Al final,
después de mucho reflexionar, llegué a la conclusión de que se trataría de un
inmigrante como otros muchos que se habían trasladado a las islas en busca de
una vida mejor. Seguramente sería un honrado padre de familia (las dos niñas
eran la prueba evidente de ello) que habría encontrado un trabajo empleado en
cualquier puesto del mercado. Además, iba vestido como otros muchos vendedores:
pantalones y camiseta blanca, una especie de delantal también blanco y un gorro
del mismo color. Así que me propuse no volver a pensar en él y lo
aparentemente lo conseguí.
El sábado
siguiente regresé al mercado. Solía ser muy metódico y solo visitaba dos o tres
puestos como máximo, dependiendo de lo que fuese a comprar. Durante más
treinta años he hecho lo mismo semanalmente, prácticamente sin cambiar de
ruta, por eso hay muchos rincones que apenas he transitado. Sin embargo, al
pasar por los baños volvió con fuerza la imagen del extranjero; me tranquilicé
pensando que aquella zona de puestos a la que se dirigió la semana anterior, no
la visitaba desde hacía años, por lo que posiblemente, aunque llevase mucho
tiempo trabajando aquí, nunca lo había visto.
Estaba a
punto de subir por las escaleras mecánicas para iniciar mis compras cuando la
curiosidad me pudo y sin darme cuenta me vi siguiendo el camino por el que
perdí de vista al extranjero, sin saber por qué o para qué. Al torcer, me
encontré con un pasillo relativamente ancho, lleno de puestos de todo tipo y al
fondo uno en el que se agolpaba una gran cantidad de personas. Y allí, tras el
mostrador, a más altura que los clientes, como un director de orquesta,
despachando a toda velocidad, se encontraba el extranjero. Me sorprendió sobre
todo la numerosa clientela que esperaba ser atendida. Era relativamente
temprano y casi todos los negocios del mercado se encontraban completamente
vacíos.
Había
algo extraño en la escena, no sabía qué, y me acerqué a uno de los puestos
cercanos. La dueña era una anciana, la conocía de vista desde hacía muchos
años; antes vendía en otra zona y le compraba de vez en cuando. Cuando se
produjo la remodelación general del mercado la trasladaron a este puesto, mucho
más cómodo y amplio, pero con menos clientes potenciales, debido a su
ubicación. La saludé, le pedí algo de fruta y disimuladamente, mientras me
despachaba, le pregunté por aquel negocio del fondo.
Me contó
brevemente, pero con todo tipo de detalles, la historia y milagros del puesto y
su propietario. Hacía poco más de un año que se lo había traspasado a su
antiguo dueño. Toda la vida había se había dedicado a los salazones (jareas, bacalao,
tollos, etc.) pero con poca venta debido a su ubicación. Solamente acudían a él
los clientes de siempre, quizás por eso lo consiguió bastante barato. Al
nuevo dueño lo llaman “el ruso”, porque era oriundo “de aquellos países”.
Apenas realizado el traspaso había puesto una carnicería en la que vendía todo
tipo de productos y según palabras textuales “se estaba haciendo rico”.
Todo ello
se debía a que de vez en cuando, sin tan siquiera anunciarlo, ponía a la venta
una carne muy especial que le mandaban de su país y la vendía a un
precio que muy poca gente se podía permitir pagar. Se comentaba que
ésta era tan especial que quien la probaba, no deseaba otra cosa que
repetir y estaba dispuesto a pagar lo que fuese. El problema era que no
avisaba cuando se la suministraban y se acababa en poco tiempo, porque no le
enviaban mucha, por problemas de aduana o algo por el estilo. Así
que la gente se acercaba día sí y día no por si hubiese llegado.
Me
confesó que siempre y a todas horas tenía clientes que se acercaban, por
lo general, a preguntar por esa carne y aunque no hubiese llegado,
aprovechaban para llevarse algún producto ya que se encontraban allí. Así que
en esas condiciones debía de estar haciéndose rico, dicho esto con cierto tono
de envidia o resquemor. No obstante, también me comentó que los propietarios de
puestos del pasillo, entre los que se incluía, se sentían en cierto modo
beneficiados. Desde que se había instalado la carnicería ese trasiego de gente
había incrementado sensiblemente la clientela en una zona del mercado muy mal
ubicada.
Me
parecieron unos comentarios de lo más normal y después de pagar y saludar
con un “hasta luego” me dirigí a las escaleras mecánicas dispuesto a continuar
con mis compras. Cuando pasaba por uno de los puestos de flores dirigí mi
mirada hacia varios cubos de rosas rojas que se exponían. Tenían un brillo
particular aquel día; sin pensarlo dos veces cogí el móvil y las enfoqué
dispuesto a tomar una foto. El brillo del rojo en la pantalla resultaba espectacular
y justo cuando iba a tomar la instantánea, mi cerebro superpuso en el
objetivo la imagen del “ruso” con su delantal lleno de manchas rojas; de
ese momento solo recuerdo un vacío enorme en el estómago, una sensación
de náuseas indescriptible y la perdida de la conciencia.
Cuando
desperté, me encontré rodeado por las vendedoras de flores y otras
personas que se habían acercado para ver que sucedía. No me permitieron
levantarme porque esperaban a una ambulancia que estaba a punto de
llegar. En cualquier caso, estaba tan aturdido que era incapaz de ponerme en
pie. Sentía la sucesión de continuos escalofríos que recorrían mi cuerpo de
pies a cabeza. En unos instantes me vi sometido a un temblor intenso de
todo mi cuerpo, tan fuerte, que casi me impedía hablar con fluidez, a pesar de
que mi mente se iba aclarando poco a poco. Los enfermeros no detectaron daños
físicos de importancia, excepto una pequeña erosión en la cabeza producto de la
caída. No obstante, me recomendaron no conducir por el momento. Así que llamé a
casa para que me recogiesen.
Durante
el camino de vuelta fui incapaz de recordar nada de lo sucedido. Mi mente quedó
en blanco durante todo el fin de semana. Pasé la mayor parte del tiempo
durmiendo, un sueño profundo y reparador que me permitió afrontar la semana
laboral en buen estado.
Pero esta
sensación de calma duró muy poco, pasados unos días comenzaron las pesadillas:
el “ruso” en su mostrador con dos enormes cuchillos en las manos y decenas de
niños y niñas, muchos de ellos conocidos, que se dirigían a su puesto. Yo los
observaba desde muy cerca, pero algo me impedía avisarles, no me veían,
simplemente se dirigían a la carnicería confiados, como hipnotizados. Y de
fondo, siempre, la melodía georgiana.
En poco
tiempo se reanudaron las desapariciones, la apatía y la sinrazón. Esta es la
parte de mi relato que más me avergüenza, porque yo era posiblemente la única
persona que conocía el secreto del “ruso”. Me vi arrastrado sin quererlo a su
juego. Cada vez que se comunicaba alguna desaparición, al siguiente día, me las
ingeniaba para acudir temprano al mercado y observar desde no muy lejos, con
una curiosidad morbosa e insana, a todas aquellas personas que esperaban
delante del mostrador de aquel individuo perverso que los había convertido en
caníbales.
Me los
imaginaba preparando la pequeña cantidad de carne adquirida a un precio
exorbitante para consumirla como una “delicatessen” o incluso compartirla
con sus familias. Pensaba cómo reaccionarían si supiesen que en alguno de
aquellos festines estaban consumiendo una parte de alguien próximo, vecino,
conocido o incluso familiar.
Al poco
tiempo se interrumpieron estas visitas al mercado, porque el sentimiento de
culpa y remordimiento se intensificaron de tan manera que me condujeron
irremediablemente a la situación en la que me encuentro. Ya no hay remedio y
perdón posible. No sé ni me interesa si han proseguido las desapariciones.
Ahora solo tengo un objetivo: escapar a mis pesadillas.
Il barone
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