domingo, 25 de octubre de 2015

Las balconadas de Santa Cruz de La Palma

Quien haya visitado Santa Cruz de La Palma, habrá sin duda admirado los balcones de madera de la avenida Marítima. Constituyen una de las señas de identidad de la capital palmera y según parece su objetivo era airear algunas  de las viviendas de dos o más plantas de las calles O’Daly y Pérez Brito. En efecto, muchas de estas confinaban  por su parte trasera con la marina, y a través de estas balconadas, recibían la acción refrescante de los alisios.





Su tipología es muy variada, pero siempre compartiendo las características generales que se observan en otros lugares de la isla o del Archipiélago. Quizás la nota distintiva sea, además del colorido, los denominados “balcones dobles”,  de clara influencia portuguesa, que coexisten con otros de mayor simplicidad..
Lo realmente curioso de estas construcciones, dejando a un lado su belleza y estado de conservación, es la existencia en sus extremos de un espacio cubierto donde se situaba el retrete de la vivienda, desde ahí, los “productos fecales” caían directamente al exterior, donde se encontraba la playa y seguramente la marea se encargaría de las “labores de limpieza”. Actualmente, tras la construcción de la avenida, el mar se encuentra a cierta distancia de las balconadas.



miércoles, 26 de agosto de 2015

martes, 25 de agosto de 2015

EL NIÑO DE ANGKOR.





El complejo arqueológico de Angkor (Camboya) ocupa un área aproximada de 200 km2. Casi toda esta superficie está ocupada por la selva y  en medio de ella se dispersan alrededor de 900 monumentos de diferente tamaño.

Según nos informaron los guías, cuando Angkor fue declarada Patrimonio de la Humanidad  en 1992, el gobierno camboyano negoció  con la UNESCO que los campesinos residentes en la zona no fuesen desplazados fuera del área protegida. Como consecuencia de este acuerdo, en la actualidad, todo el complejo arqueológico se halla salpicado de pequeñas aldeas cuyos habitantes se dedican además de a la agricultura, a diferentes servicios relacionados con los turistas que acuden a visitar el complejo.

Por ello, no es de extrañar, que apenas desciendes del microbús o del tuc-tuc, se avecinen pequeños grupos de adultos y sobre todo niños, para ofrecerte todo tipo de productos de una manera insistente. Algo similar ocurre en otros lugares como las ruinas de Chichen Itzá (México) pero en este caso, todas estas personas habitan en las proximidades del área protegida y no dentro.

Otra de las actividades a la que se dedica buena parte de  los pobladores de la zona es al servicio de mantenimiento y vigilancia de las ruinas y su entorno. Pueden  verse continuamente pequeños grupos que realizan este tipo de labores y sobre todo, infinidad de mujeres que actúan como vigilantes de las ruinas durante las visitas. Se les distingue por su uniforme verde, situadas en lugares estratégicos,  para controlar que los visitantes respeten las normas.







Pero lo que resulta realmente curioso es que muchas de ellas, con toda naturalidad, se dedican al cuidado de sus hijos durante su horario de trabajo. Esto resulta evidente en el caso de los bebés, que pasan el tiempo muy cerca de sus madres. Llama la atención como juguetean con ellos sin dejar de controlar a los turistas.
También se ven pequeños grupos limpiando de hierbas algunos rincones entre las ruinas con sus hijos pequeños alrededor. Pero cuando estos son algo mayores, se entretienen como pueden entre las distintas edificaciones. Así que no es nada extraño verlos jugar en cualquier lugar del complejo.










Este breve comentario, que no trasciende de la mera curiosidad del turista, adquiere realmente significado cuando como en mi caso, te da la oportunidad de obtener, sin proponértelo, una imagen verdaderamente interesante y muy diferente de lo que estamos acostumbrados a ver en Angkor.

Lo habitual son estampas llamativas de estas construcciones que han sobrevivido al paso de los siglos en medio de la selva. La tarea es fácil, la belleza de los edificios y un entorno muy especial permiten a cualquiera, sin ser un experto fotógrafo y con una cámara sencilla, obtener instantáneas impresionantes.

Pero en mi caso, gracias a la presencia de estos niños  que deambulan por el lugar, pude además obtener una imagen realmente bella y llena de significado, aunque su interpretación la dejo a la imaginación y sensibilidad de quien tenga la ocasión de contemplarla.

Me impactó enormemente ese niño (o niña), alejado del resto y absorto en sus pensamientos, con la  mirada perdida enmarcado por una de esas puertas imponentes y con el silencio como único acompañante.



Tan absorto estaba, que a pesar de mis continuos siseos con el objetivo de que se girase fueron totalmente infructuosos… y después de estas instantáneas, allí quedo con sus pensamientos el niño de Angkor.






Santa Cruz de Tenerife, 25 de agosto de 2015.

viernes, 7 de agosto de 2015

De como lo particular puede salvar a lo general.

Acababa de realizar la visita  a Angkor Wat, el templo más grande y también el mejor conservado de los que integran el asentamiento de Angkor, considerado como la mayor estructura religiosa jamás construida.  Mientras abandonaba el recinto, percibía como lo que pretendía haber sido el colofón espectacular  a mi estancia en ese complejo arqueológico camboyano, en realidad,  me dejaba con un ligero mal sabor de boca.

Después de dos días intensos de visitas a templos y todo tipo de construcciones, sorprendiéndome gratamente y disfrutando a cada momento ( la realidad superó con creces cualquier expectativa previa )  y sobre todo, después de haber tomado cientos de imágenes… me encontraba algo decepcionado.

El contraste con todo lo visto  anteriormente  fue chocante: la estructura muy bien conservada,  inmensa, diría que apabullante. Pero la masificación, la increíble cantidad de visitantes que recorría el recinto, impedía disfrutarlo como correspondía. Si a ello añadimos la luz de  media tarde, poco adecuada para las fotografías, quien me conozca un poco puede entender mi estado de ánimo en aquellos momentos. Durante el tiempo que permanecí allí me limité a hacer las fotos “preceptivas” pero con poco interés. 

Así que cuando abandonaba ya  definitivamente el lugar, casi de modo inconsciente giré y tomé un par de instantáneas, diría que con desgana, tratando simplemente de llevarme una última imagen de Angkor. Como puede verse el resultado es de pésima calidad: el encuadre es nefasto (véanse simplemente brazos y cabezas sueltos, arbustos en primer plano que ocultan el elemento principal, etc.) y la imagen aparece ligeramente desenfocada… realmente, una fotografía para ser borrada al momento, sin ningún tipo de consideración.



Ya en la habitación del hotel, cuando me disponía a eliminarla, me percaté  de que a pesar de todo, algo podría salvarse de la foto. Había un elemento  en la misma, que sin pretenderlo, la libraría, al menos en parte,  de acabar en la papelera de reciclaje del móvil.     Era la imagen de una mujer, integrante de un grupo de turistas asiáticos, de los muchos que pululaban por  el interior del complejo, la que sin proponérselo, salvó mi  imagen de despedida de Angkor Wat y, en cierto modo,   aliviaba la pequeña decepción de  la visita.



    Bastaban simplemente unos pequeños recortes para conseguir un resultado, en mi opinión, bastante interesante. Como puede observarse, el rojo del vestido  contrasta vivamente con el entorno dominado por el verde y el gris. Además, el tipo de indumentaria, en su conjunto, da un aire muy particular al conjunto. El resultado final nada tiene que ver con la imagen original y demuestra claramente que “lo particular puede salvar a lo general”





domingo, 2 de agosto de 2015

El mar secreto.

El mar secreto.

Todos dormían en el bohío. Aún era de madrugada y en medio de la oscuridad corrió hacia la colina. Era un largo trecho, pero confiaba en regresar antes de que empezase el trabajo, aunque se perdiera el desayuno general. Para animarse y hacer más corto el camino, rebuscó como siempre en sus recuerdos.

Su vida cambió por completo la última vez que bajó desde el monte a su casa. Su padre le dijo,  con la sequedad que le caracterizaba, que en unos días tendría que coger un barco y trasladarse a Cuba. Ya estaba todo arreglado… no cabían más explicaciones. En cualquier momento vendría a buscarlo la guardia civil, como a otros chicos del pueblo, para “hacer el cuartel” y eso significaba acabar en Marruecos, donde las cosas cada vez se estaban poniendo más difíciles.

            ¡Cuba!.. ¿Cuba?... nunca había oído hablar de ese lugar, pero tampoco preguntó. Estaba acostumbrado desde muy pequeño a obedecer sin rechistar:  las cosas eran así. Lo primero que pensó es que si había que ir en barco seguramente Cuba estaría entre aquellas montañas que surgían del mar en el horizonte, por donde salía el sol. No era tan lejos al fin y al cabo.

Aunque poco antes de partir le explicaron que debía irse para no acabar en la guerra y todo lo que eso significaba, en realidad para su familia como para las demás, los motivos eran muy diferentes. El servicio militar representaba para los pobres renunciar durante un largo periodo de tiempo a una ayuda muy necesaria. En Marruecos o en cualquier otro lugar, aunque luego  regresase, no podría hacer nada por los suyos; en cambio, en Cuba, donde no faltaba el trabajo para un jornalero, no se interrumpiría la ayuda que desde muy niño había prestado a su familia. Pero eso jamás pasó por su cabeza… ¡obedecer sin rechistar!

Seguía ascendiendo por la colina, cubierto de sudor, jadeante, abriéndose paso entre los matojos con el machete. Tenía los brazos y la cara llenos de arañazos. La oscuridad era completa; aún faltaba un buen rato para que amaneciese y tenía tiempo  suficiente hasta llegar a la cima.

Luego, de nuevo tornaron los recuerdos. El que más angustia le provocaba, más aún que la sensación de separarse de los suyos y dejar atrás, quizás para siempre, la que había sido su vida; mucho más que el temor a lo desconocido era el barco… ¡Maldito viaje en barco!  Por mucho que lo intentase, a pesar del tiempo transcurrido, siempre estaba presente: el calor en la bodega donde dormía, los mareos, los vómitos, el mal olor, la sensación pegajosa del salitre, el agua caliente, casi salobre; y sobre todo, aquella bazofia que se vio obligado a comer cuando se acabaron el queso y los higos pasados con los que su madre le había llenado la saca. Porque aparte de comida, otra cosa no llevaba consigo. La ropa, solo la puesta, la que le había dejado con desgana un primo mayor que hasta grande le quedaba;  y las lonas, eso sí, nuevas, recién compradas en una venta de La Cisnera,  no como las que usaba en el monte. Era una pesadilla  terrible y recurrente;  pensaba que si para volver a ver a los suyos, a su monte, tuviese que repetir la misma travesía, quizás nunca reuniría fuerzas suficientes para salir de Cuba.

De su llegada a La Habana apenas conservaba algún recuerdo. Estaba demasiado aturdido cuando al fin desembarcó. Solo le quedaron impresas  las primeras sensaciones, porque serían algo habitual desde su llegada y  porque que no lograba acostumbrarse a las mismas: el calor bochornoso, el sudor constante,  el olor de la gente que era más fuerte incluso  que el de las cabras, al menos a ese ya estaba habituado.  Los mosquitos y  la lluvia… ¡ eso sí que era lluvia! … pero siempre con calor; algo inexplicable para él,  ya que en el monte solo llovía cuando refrescaba. Ese calor y esa humedad que hacían que la ropa se pudriese al poco tiempo, por mucho que la cuidase. ¡Cómo echaba de menos el frescor del aire en su monte! Mirando al mar tranquilamente escarranchado sobre una laja, siempre sin perder de vista a las cabras.

Tampoco recordaba muy bien las horas transcurridas desde La Habana a Cabaiguán y eso que la mayor parte del trayecto la realizó en tren. A pesar de la novedad, de lo desconocido, apenas le prestó atención, simplemente se dejó llevar, en silencio… ¡obedecer sin rechistar! Mientras se adentraba en el corazón de la isla se sorprendía de no encontrar montañas ni pendientes, solamente llanuras inmensas. Lo más parecido que había visto fue la vez que subió con otros pastores a la montaña Guajara y contempló Las Cañadas. Eran completamente diferentes, aparte del tamaño, aquí predominaba el verde del bosque y los cultivos, allí solo arena y piedras secas.

Lo más que le inquietaba era la imposibilidad de ver el mar. En el barco había oído que Cuba era una isla, como Tenerife, pero mucho más grande. ¿ Qué clase de isla era aquella  si no se veía el mar ? El mar… el mar infinito. A pesar de que jamás lo había tenido cerca, ni siquiera lo había tocado, era una necesidad para él; al menos verlo desde lejos, percibir su inmensidad, el cambio de tonalidades que adquiría al cabo del día, la sensación de tranquilidad. Aunque le costase reconocerlo, hubo momentos  durante el viaje  en que llegó a odiarlo ¡ese no era su mar!  

            Cada vez se acercaba más a su objetivo, justo bajo aquella silueta de palma que dibujaba la luz de la luna. Y volvieron los recuerdos a pesar del cansancio. En Cabaiguán quedó al cuidado de un tío abuelo del que jamás oyó antes hablar. Había emigrado muy joven, casi como él. En la guerra de independencia se había alistado con los insurrectos, como otros muchos isleños, y al final de la misma recibió  algunas tierras que le permitían vivir con desahogo y dar trabajo como braceros a muchas familias isleñas que arribaron después.

 No sabía con exactitud  cuánto  hacía que llegó, solo que no había hecho  sino que trabajar, desde el primer día, pero no se quejaba. Un trabajo muy duro, pero a eso fue a Cuba… ¡obedecer sin rechistar!

 ¡Cómo  echaba de menos su vida anterior! Desde los ocho o nueve años se había encargado   de las cabras de la familia. Allí solo, en los altos de Arico, sin más compañía que los animales, pasó prácticamente su corta vida. Evitaba el contacto con la gente, incluso cruzarse con otros pastores del lugar, no los necesitaba. Allí tenía todo lo que precisaba, hasta el punto que poco a poco las visitas a la casa familiar  se espaciaban durante semanas. Tenía su pequeña  cueva de tosca con un montón de pinocha para dormir por las noches, queso y leche nunca faltaban; tampoco los higos pasados y algo de gofio que le mandaba su madre. El agua no era problema, conocía mejor que nadie todos y cada uno de los nacientes de la zona, era capaz de encontrarlos con los ojos cerrados.

El tío Juan se portaba bien con él y tenía la seguridad de que todo lo que ganaba lo hacía llegar a su familia, al menos eso era lo que decían las cartas que llegaban ocasionalmente y que tenían que leerle. Se sorprendió de que su familia le escribiese, porque sabía que ninguno había ido a la escuela y eran incapaces de hacerlo. El misterio se aclaró pasado un tiempo: el cura de Arico el Nuevo ponía en el papel lo que sus padres le decían y luego mandaba la carta.

Su tío además de hablar mucho, siempre estaba de broma y no había perdido el habla de su tierra. Siempre recordaba lo primero que le dijo nada más llegar al pueblo:

-Cuando vayas a la plaza puedes requebrar a las muchachas, aquí no estás en el monte con las cabras. Tú puedes, yo ya soy viejo para eso.

Él asintió como siempre, sin saber siquiera lo que era requebrar.
¿Hablar con las chicas?  Si requebrar era eso, estaba listo; en su vida, hasta que cogió el barco, las únicas chicas que había visto  eran  sus hermanas y primas. Nunca fue a la escuela y al pueblo no bajaba ni a misa, ni siquiera en las fiestas de San Juan. Le habían dicho que cuando era muy pequeño lo llevaron  sus abuelos a la romería de las Mercedes en la Punta de Abona,  pero solo recordaba el largo viaje en burro, el ruido de los timples, el olor a vino, los gritos, en fin, una experiencia desagradable a la vez que lejana. Por eso, no tenía intención de ir a la plaza como los otros chicos, ni a misa ni a las tabernas. El ron ya lo había probado en el tren  y no le gustó;  las chicas le daban miedo.

Pensaba en la compañía de las cabras que nunca decían nada, en el silencio del monte, en los pájaros y el viento. Simplemente con eso podía estar durante horas pensando y mirando al horizonte, a ese mar azul que lo hipnotizaba. Ese era su ambiente, lo que añoraba  y la necesidad que lo hacía subir  en la oscuridad por aquella colina. Lo había hecho varias veces en las últimas semanas, pero hoy sería la última vez que podría calmar sus ansias de ver el mar, al menos, hasta pasados varios meses y por eso ascendía  con prisa, presa de la agitación. No quería perder ni un instante desde que el sol apareciese por el horizonte.

            Por fin llego a la cima, el corazón se le salía del pecho, no sabía si por el esfuerzo o por la emoción; se sentó bajo la palma cuando el día comenzaba a clarear y miró hacia la llanura, aquella llanura inmensa, oscura, que poco a poco, con los rayos del sol, se iba convirtiendo en un mar… un mar de cañaverales verdes. ¡Qué importaba el color! Era igual que el mar que tanto añoraba. El movimiento de las cañas con la brisa de la mañana simulaba enormes olas que lo hipnotizaban y lo trasladaban  a su monte, a los altos de Arico, desde  donde divisaba ese océano que como suelen decir, es como una droga para los isleños. Cuando más emocionado estaba, un pensamiento oscuro nubló su alma: ¡hoy comenzaba la zafra!

Il barone Lamberto. ©


Todo por un requiebro

Todo por un requiebro.

¡Por fin el alba…! Como en las veces anteriores,  le había sido imposible conciliar el sueño durante la noche. Tampoco tomaría alimento alguno, ni siquiera las gachas que  desde pequeña le preparaba su vieja aya; apenas sentía hambre y necesitaba todo el tiempo para engalanarse.


En un momento su habitación se llenó de  sirvientas y comenzó  el rito cotidiano de preparar a su ama. Hoy podría estrenar por fin el vestido de tafetán rojo que llegó de Nápoles hacía unos días; otro regalo de su padre. Sabía muy bien que sus continuos  regalos eran un modo de mitigar el remordimiento que le atenazaba; la había dejado sola en la Corte cuando fue nombrado  administrador de rentas de la Corona  en aquella ciudad italiana.



Salió de casa a las once y como siempre, acompañada por Juana, su esclava morisca, se  dispuso a cumplir con uno de los mandatos de la Santa Madre Iglesia: “oír misa todos los domingos”. Durante la semana, cuando acudía a  los oficios o simplemente a  la confesión, se dirigía a  la vecina   iglesia del Convento de las Carmelitas, tal como  había hecho  durante generaciones toda su familia y ella misma, desde muy pequeña. Allí  se encontraba con todos sus conocidos y parientes. Pero desde hacía justamente 8 semanas, los domingos oía misa en la Iglesia de San Luis. ¡Si su padre o alguien de la familia  llegara a enterarse! Pero confiaba en Juana, por nada del mundo la traicionaría.

Con paso diligente recorrieron las calles de Curtidores, Arenal y Mayor, hasta llegar a la iglesia. La  capital de la Monarquía Hispánica continuaba siendo un inmenso poblacho manchego dominio  de la inmundicia y los  malos olores. Notaba como se le ensuciaban los bajos de su vestido; manchas que las sirvientas tardarían días en limpiar, con no poco esfuerzo, tal como ocurrió en las ocasiones anteriores. Pero agradecía que fuese primavera, porque en invierno, las calles llenas de charcos pestilentes y barrizales  eran casi impracticables.




A medida que se acercaban a la iglesia, su corazón comenzaba a latir de un  modo  inusitado.  Cuando por fin llegaba a la fachada sentía que le faltaba la respiración, que le flaqueaban las piernas y a duras penas lograba ascender por la escalinata. Una multitud de mendigos, pícaros y vividores se agolpaban en el lugar pidiendo limosnas y favores. Resultaba muy difícil caminar entre ellos, pero al fin,  como había soñado durante toda una semana, pudo verle. Allí se encontraba, justo bajo el tímpano de la puerta, esperándola. Una figura masculina, muy alta,  completamente  vestida de negro y  en la que destacaban  únicamente la blancura  de su gorguera  y el brillo de la empuñadura de su espada. No sabía su nombre, ni siquiera había visto con claridad su rostro, pero el acento gutural de su castellano lo delataba, sin duda alguna procedía de Flandes.

Y como la primera vez, la acompañó con disimulo hasta la pila bautismal, donde le ofreció, sin tan siquiera mirarla, agua bendita con sus dedos. Y la acompañó entre las naves hasta la capilla más oscura del templo, la del Espíritu Santo, sin dejar ni un solo instante de requebrarla en voz baja. Y luego,  desapareció  entre las sombras y el humo de los cirios.
Il barone Lamberto ©



lunes, 9 de marzo de 2015

Yo... me acuso. Capítulo IV.

Anteriormente en "Yo... me acuso". Pincha aquí.  

A pesar de las secuelas psicológicas que aún presentaba (me cuesta pensar que fuese yo la única persona en tales condiciones por  culpa de la experiencia vivida) traté de pasar página a todo lo ocurrido. Esperaba que poco a poco cicatrizasen las heridas, aunque las del alma son  muy complicadas de curar, y volver a tener la vida de siempre. Era evidente que nunca sería exactamente igual, pero al menos parecida. Comencé a retomar mis hábitos, entre ellos, volver los sábados al mercado a hacer la compra semanal de frutas y verduras. Hacía varios meses que no lo visitaba  y ojalá no lo hubiese hecho nunca más.

El segundo sábado que bajé a hacer la compra, cuando volvía hacia el parking cargado de bolsas y entretenido con mis pensamientos, me encontré de frente, saliendo del baño y secándose las manos, al tipo del colegio. Quedé petrificado, él ni siquiera se percató de mi presencia, iba con prisas en dirección a una zona  que yo  no solía visitar. Cuando lo perdí de vista y recobré la respiración, mi primera intención fue seguirlo, pero me entró un ataque de pánico, el primero que había experimentado en mi vida, corrí como loco hacia el coche, lancé las bolsas sin cuidado sobre el asiento trasero desparramando todo su contenido y regresé a casa.

Cuando aparqué el coche,  me di cuenta  de que no recordaba absolutamente nada de lo que había sucedido desde que perdí de vista a aquel tipo en el mercado hasta que apagué el motor. No sé cómo conseguí llegar a casa, tuve la suerte de  que era temprano y había poco tráfico o quizás un punto de consciencia me condujo en mi camino de vuelta. Solo sé que tenía un dolor de cabeza insoportable y sentía un intenso olor a quemado. Doblé la medicación que me correspondía en  aquel tiempo y pasé el resto del día durmiendo.

La mañana siguiente, el domingo, me encontraba  completamente recuperado. Comencé a recordar, aunque a disgusto, todo lo que había sucedido. Mi peor enemigo fue la sorpresa, que me bloqueó, pero ahora me encontraba en buenas condiciones para reflexionar. Jamás había hablado con nadie de este hombre, ni siquiera en casa, porque pensaba que a fin de cuentas no tenía relación con la historia. Pero debe ser que algo en mi interior no estaba completamente de acuerdo con esa percepción y fue lo que me bloqueó apenas lo vi. Pensando fríamente, no había motivo alguno para relacionarlo con las desapariciones. Llegué casi a convencerme de  que la tensión, los medicamentos y otras muchas cosas me estaban volviendo paranoico y posiblemente estaba exagerando en mis percepciones. Pero por otro lado, había algo dentro de mí que me decía lo contrario.

Al final, después de mucho reflexionar, llegué a la conclusión de que se trataría de un inmigrante como otros muchos que se habían trasladado a las islas en busca de una vida mejor. Seguramente sería un honrado padre de familia (las dos niñas eran la prueba evidente de ello) que habría encontrado un trabajo empleado en cualquier puesto del mercado. Además, iba vestido como otros muchos vendedores: pantalones y camiseta blanca, una especie de delantal también blanco y un gorro del mismo color. Así que me propuse no volver a pensar en él y lo aparentemente  lo conseguí.

El sábado siguiente regresé al mercado. Solía ser muy metódico y solo visitaba dos o tres puestos como máximo, dependiendo de lo que fuese a comprar. Durante más  treinta años he hecho lo mismo semanalmente, prácticamente sin cambiar de ruta, por eso hay muchos rincones que apenas he transitado. Sin embargo, al pasar por los baños volvió con fuerza la imagen del extranjero; me tranquilicé pensando que aquella zona de puestos a la que se dirigió la semana anterior, no la visitaba desde hacía años, por lo que posiblemente, aunque llevase mucho tiempo trabajando aquí, nunca lo había visto.  

Estaba a punto de subir por las escaleras mecánicas para iniciar mis compras cuando la curiosidad me pudo y sin darme cuenta me vi siguiendo el camino por el que perdí de vista al extranjero, sin saber por qué  o para qué. Al torcer, me encontré con un pasillo relativamente ancho, lleno de puestos de todo tipo y al fondo uno en el que se agolpaba una gran cantidad de personas. Y allí, tras el mostrador, a más altura que los clientes, como un director de orquesta, despachando a toda velocidad, se encontraba el extranjero. Me sorprendió sobre todo la numerosa clientela que esperaba ser atendida. Era relativamente temprano y casi todos los negocios del mercado  se encontraban completamente vacíos.

Había algo extraño en la escena, no sabía qué, y me acerqué a uno de los puestos cercanos. La dueña era una anciana, la conocía de vista desde hacía muchos años; antes vendía en otra zona y le compraba de vez en cuando. Cuando se produjo la remodelación general del mercado la trasladaron a este puesto, mucho más cómodo y amplio, pero con menos clientes potenciales, debido a su ubicación. La saludé, le pedí algo de fruta y disimuladamente, mientras me despachaba,  le pregunté por aquel negocio del fondo.

Me contó brevemente, pero con todo tipo de detalles, la historia y milagros del puesto y su propietario. Hacía poco más de un año que se lo había traspasado a su antiguo dueño. Toda la vida había se había dedicado a los salazones (jareas, bacalao, tollos, etc.) pero con poca venta debido a su ubicación. Solamente acudían a él los clientes de siempre, quizás por eso lo consiguió bastante barato. Al  nuevo dueño lo llaman “el ruso”, porque era oriundo “de aquellos países”. Apenas realizado el traspaso había puesto una carnicería en la que vendía todo tipo de productos y según palabras textuales “se estaba haciendo rico”.

Todo ello se debía a que de vez en cuando, sin tan siquiera anunciarlo, ponía a la venta  una carne muy especial que le mandaban de su país y la vendía a un  precio que muy poca gente se podía permitir pagar. Se comentaba que  ésta era tan especial que quien la probaba, no deseaba otra cosa que  repetir y estaba dispuesto a pagar lo que fuese. El problema era que no avisaba cuando se la suministraban y se acababa en poco tiempo, porque no le enviaban  mucha, por problemas de aduana o algo por el estilo.  Así que la gente se acercaba día sí y día no por si hubiese llegado.

Me confesó que siempre y a todas horas  tenía clientes que se acercaban, por lo general,  a preguntar por esa carne y aunque no hubiese llegado, aprovechaban para llevarse algún producto ya que se encontraban allí. Así que en esas condiciones debía de estar haciéndose rico, dicho esto con cierto tono de envidia o resquemor. No obstante, también me comentó que los propietarios de puestos del pasillo, entre los que se incluía, se sentían en cierto modo beneficiados. Desde que se había instalado la carnicería ese trasiego de gente había incrementado sensiblemente la clientela en una zona del mercado muy mal ubicada.

Me parecieron unos comentarios de lo más normal y después de pagar y  saludar con un “hasta luego” me dirigí a las escaleras mecánicas dispuesto a continuar con mis compras. Cuando pasaba por uno de los puestos de flores dirigí mi mirada hacia varios cubos de rosas rojas que se exponían. Tenían un brillo particular aquel día; sin pensarlo dos  veces cogí el móvil y las enfoqué dispuesto a tomar una foto. El brillo del rojo en la pantalla resultaba espectacular y justo cuando iba a tomar la instantánea, mi cerebro superpuso  en el objetivo la imagen del “ruso” con su delantal lleno de manchas rojas; de ese  momento solo recuerdo un vacío enorme en el estómago, una sensación de náuseas indescriptible y la perdida de la conciencia.

Cuando desperté,  me encontré rodeado por las vendedoras de flores y otras personas que se habían acercado para ver que sucedía. No me permitieron levantarme porque esperaban a una ambulancia  que estaba a punto de llegar. En cualquier caso, estaba tan aturdido que era incapaz de ponerme en pie. Sentía la sucesión de continuos escalofríos que recorrían mi cuerpo de pies a cabeza. En  unos instantes me vi sometido a un temblor intenso de todo mi cuerpo, tan fuerte, que casi me impedía hablar con fluidez, a pesar de que mi mente se iba aclarando poco a poco. Los enfermeros no detectaron daños físicos de importancia, excepto una pequeña erosión en la cabeza producto de la caída. No obstante, me recomendaron no conducir por el momento. Así que llamé a casa para que me recogiesen.

Durante el camino de vuelta fui incapaz de recordar nada de lo sucedido. Mi mente quedó en blanco durante todo el fin de semana. Pasé la mayor parte del tiempo durmiendo, un sueño profundo y reparador que me permitió afrontar la semana laboral en buen estado.

Pero esta sensación de calma duró muy poco, pasados unos días comenzaron las pesadillas: el “ruso” en su mostrador con dos enormes cuchillos en las manos y decenas de niños y niñas, muchos de ellos conocidos, que se dirigían a su puesto. Yo los observaba desde muy cerca, pero algo me impedía avisarles, no me veían, simplemente se dirigían a la carnicería confiados, como hipnotizados. Y de fondo, siempre, la melodía georgiana. 

En poco tiempo se reanudaron las desapariciones, la apatía y la sinrazón. Esta es la parte de mi relato que más me avergüenza, porque yo era posiblemente la única persona que conocía el secreto del “ruso”. Me vi arrastrado sin quererlo a su juego. Cada vez que se comunicaba alguna desaparición, al siguiente día, me las ingeniaba para acudir temprano al mercado y observar desde no muy lejos, con una curiosidad morbosa e insana, a todas aquellas personas que esperaban delante del mostrador de aquel individuo perverso que los había convertido en caníbales.

Me los imaginaba preparando la pequeña cantidad de carne adquirida a un precio exorbitante para consumirla como una “delicatessen”  o incluso compartirla con sus familias. Pensaba cómo reaccionarían si supiesen que en alguno de aquellos festines estaban consumiendo una parte de alguien próximo, vecino, conocido o incluso  familiar.

Al poco tiempo se interrumpieron estas visitas al mercado, porque el sentimiento de culpa y remordimiento se intensificaron de tan manera que me condujeron irremediablemente a la situación en la que me encuentro. Ya no hay remedio y perdón posible. No sé ni me interesa si han proseguido las desapariciones. Ahora solo tengo un objetivo: escapar a mis pesadillas.


Il barone Lamberto ©


Yo... me acuso. Capítulo III.

Anteriormente en "Yo... me acuso". Pincha aquí

La vida, no obstante, transcurría con normalidad; acudía al colegio con mucho esfuerzo, pero como siempre al pie del cañón, aunque mi carácter cambió por completo. Evitaba las bromas, el trato con compañeros, incluso con los padres. Pasaba solo la mayor parte del tiempo, en mis pensamientos y con una profunda preocupación de que algo  pudiera ocurrirle a cualquier alumno del centro. Aunque no observaba ningún signo de preocupación ni en sus padres ni en el resto de los profesores, tenía el convencimiento de que las  horas que pasaban allí estaban a salvo y eso me confortaba. Confiaba también en que las desapariciones jamás llegasen a Santa Cruz, y creo que  en cierto modo, los padres también pensaban lo mismo, porque no advertí ningún tipo de cambios a la hora de la recogida de los niños y niñas y tampoco se propusieron medidas especiales por parte del equipo directivo.

Cuando digo que la vida transcurría con normalidad hablo en sentido literal. Las fiestas se sucedían como ocurría habitualmente: día del Maestro, Navidad, Carnaval, Semana Santa… nada había cambiado en la ciudad, ni en nuestra vida cotidiana, mientras las desapariciones se sucedían en distintos lugares de la isla. Yo llegué a habituarme, quizás como consecuencia del tratamiento, y retomé mis viajes, buscando posiblemente escapar de aquella realidad que me oprimía.

No había vuelto a salir de la isla desde el verano anterior, no me apetecía; estaba enfadado con el mundo y con todo lo que me rodeaba. Me parecía una actitud ofensiva hacia los desaparecidos tan siquiera disfrutar un poco, como si nada hubiese ocurrido. Pero necesitaba cambiar de aires, eso era evidente. Con frecuencia me hacían comentarios sobre lo descuidado de mi aspecto; el espejo no mentía,  había envejecido mucho en pocos meses y solamente yo sabía por qué.

Nunca olvidaré mi primer día de vuelta después de las vacaciones de Semana Santa. Ocurrió ese lunes lo que tanto temía… lo que jamás pensé que tendría que vivir. Volvió a suceder, una nueva desaparición, esta vez en Santa Cruz y desgraciadamente, la  víctima fue un alumno del centro. No podía creerlo, no podía ser verdad. Es cierto que la desaparición tuvo lugar lejos del colegio, ya de noche, pero no por ello el impacto fue menor.

 Cuando leí la noticia por la mañana en la prensa digital me quedé clavado en la silla, sin fuerzas para levantarme. No se aclaraba demasiado en la noticia, simplemente la edad del desaparecido, siete u ocho años, y algunos datos relativos al momento de la desaparición. No se me pasó por la cabeza que pudiese ser uno de nuestros alumnos, de eso me enteré nada más llegar. No consigo explicarme como fui capaz de impartir mis clases con normalidad, pero hice un esfuerzo sobrehumano para mostrar tranquilidad ante los niños. Curiosamente, como comprobé más tarde, ese día no faltó ninguno y me dio mucho que pensar, me pareció extraño que cuando hay avisos de alerta, aun sin suspenderse las clases oficialmente,  faltara un treinta por ciento del alumnado, y en este caso no hubo ausencias, a pesar de que todo el mundo sabía lo que había ocurrido.

Sobre el caso, me resisto a escribir más, porque me resulta demasiado doloroso. Solo sé que cuando llegué a casa me derrumbé y caí en un estado de semiinconsciencia del que tardé horas en reponerme. Saqué fuerzas de flaqueza y cuando me sentí mejor traté de recordar todo lo que había ocurrido el lunes de la desaparición. Estaba seguro que tarde o temprano la policía  reuniría al  profesorado para preguntarnos si habíamos visto algo anormal ese día. Revisé mentalmente todo lo sucedido aquella mañana, incluso la tarde de exclusiva, pero a pesar del esfuerzo, no conseguí recordar nada  significativo que pudiese resultar de interés.

El miércoles por la mañana, mientras caminaba a clase como cada día, oyendo música con los auriculares, sentía una melodía georgiana que me gusta mucho y de pronto, como un flash, vino a mi mente una imagen del lunes que por unos instantes captó mi atención aunque rápidamente pasé por alto. En el momento de entregar los alumnos a sus padres, aquellos que no permanecen en el comedor, todo parecía normal. Es cierto que no conoces a todas las personas que esperan, pero por lo general se trata de gente que no desentona en la “fotografía”, por decirlo de alguna manera.

Sin embargo, el lunes anterior, por un instante vi a alguien que en cierto modo desentonaba, y no me explico por qué, pero la melodía georgiana me lo aclaró. Buscando  con la mirada entre los presentes a padres o madres de mis alumnos, mis ojos se encontraron  durante unos instantes con un tipo muy peculiar. Tenía el pelo rapado, ojos muy claros, tez extremadamente blanca y me miraba fijamente, posiblemente porque era el único profesor que en esos momentos se encontraba en la puerta. Tenía aspecto de europeo oriental, polaco, ruso o ucraniano y quizás por ello la música me lo devolvió a la memoria, porque eso fue lo que pensé sobre su origen, y lo corroboré cuando vi las dos niñas pequeñas, muy rubias que sujetaba con ambas manos, y  que debían ser sus hijas. Quizás la presencia de las niñas devolvió a la normalidad de la “foto”  aquella figura y la olvidé en ese momento.

Seguramente esa imagen  no tendría especial trascendencia para el caso, pero esperaba poderlo contar a la policía. Sin embargo, no hubo necesidad. Durante la mañana se nos informó por parte del equipo directivo que la policía estaba actuando según el protocolo, que el hecho no tenía nada que ver con el centro, y que se confiaba en que el alumno apareciese en cualquier momento. De todas formas, lo fundamental era transmitir una idea de tranquilidad a los alumnos y a las familias; también, que los miembros del AMPA tenían las mismas instrucciones y que lo más recomendable era evitar los comentarios sobre la desaparición.

Como podrá imaginar quien esté leyendo este texto el efecto de estos comentarios fue demoledor. Sufrí una auténtica recaída emocional. Volvían nuevamente los fantasmas. De nuevo la apatía, la normalidad, la resignación ante un hecho terrible. De nuevo percibía la actitud del avestruz escondiendo la cabeza. Por mucho que lo intentaba, no conseguía entenderlo. ¿Cómo era posible? Compañeros y compañeras que en cualquier situación darían lo que fuese por los alumnos, que se preocupaban y trataban de resolver cada uno de sus problemas,  ahora, ante un caso como este, se conformaban con el silencio.


En estas circunstancias y a pesar de mi situación anímica, cada vez más deteriorada, la vida continuó con normalidad. A ello contribuyó, sin lugar a dudas,    el hecho de que a los pocos días el delegado del Gobierno anunció una serie  de disposiciones para reforzar la seguridad en la ciudad; entre ellas,  el traslado de un centenar de policías  a Tenerife desde otras provincias para intensificar tanto el proceso de investigación como las labores de vigilancia. Parece que la medida surtió efecto, porque durante más de un mes no se repitieron las desapariciones, hasta el punto que llegué a pensar que la pesadilla había finalizado.

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Afortunadamente el tiempo pasó; comenzaron las clases, la vuelta al trabajo y a una vida más atareada. Después de dos meses toda aquella historia parecía algo irreal, un mal sueño simplemente. Ninguna información en la prensa o la televisión que reavivase preocupaciones o simplemente la curiosidad por saber si la policía había descubierto algo.

Pero nada ocurre porque sí, por casualidad. Una mañana leí en la prensa local que desde hacía dos días había desaparecido un niño de ocho años en uno de los barrios de Garachico. Ni siquiera aparecía la noticia con grandes titulares, y me extrañó. Simplemente se comentaba que existía el convencimiento de encontrarlo con vida en pocas horas. Pero no ocurrió.

 De nuevo tornó esa sensación de meses atrás. Me sorprendió nuevamente  la reacción de la gente. No parecía un tema como para conversar. Ni los compañeros del colegio, ni los padres ni siquiera los alumnos, que tan dados son a magnificar ciertas noticias, hicieron comentario alguno. Nadie aludía a una posible relación con las desapariciones ocurridas en el sur meses atrás, ni siquiera la policía a través de la prensa. Se daba por sentado que se trataría de un desgraciado accidente, ya que  el niño residía en las proximidades de un barranco de gran profundidad y se confiaba en encontrar, al menos su cuerpo, en poco tiempo. Pero no fue así.

Me daba la impresión de que la única persona en la isla y quizás fuera de ella que intuía cierta relación entre las tres desapariciones era yo. Esos pensamientos me provocaban una terrible sensación de impotencia; más aún porque nadie de mi entorno cercano mostraba el menor interés en abordar el tema, en compartir pensamientos u opiniones, ni en casa, ni en el trabajo, ni  los amigos.  

Pasaron unas semanas y hasta  logré convencerme de que todo había sido producto de la casualidad, triste y hasta horrible, pero pura casualidad. Lo único que no entendía es como no había aparecido el cuerpo del niño aún, a pesar de que presumiblemente continuaban los rastreos por la comarca. Pero me conformaba pensando que también había desaparecido un adulto en Las Cañadas tiempo atrás y tampoco se encontró rastro alguno.

Lo que ocurrió después me cuesta plasmarlo por escrito, pero tengo que hacerlo si quiero dejar constancia del infierno que he vivido en los últimos meses. A partir de  diciembre, las desapariciones de niños y niñas se multiplicaron. Se producían en intervalos de tiempo de dos o tres semanas, primero en La Matanza, luego en Fasnia, más tarde en Guía de Isora, altos de La Orotava, Vilaflor, La Guancha… etc. No recuerdo exactamente cuántos, pero sí que ya no podía hablarse de casualidades, porque sus cuerpos jamás se encontraron y la policía fue incapaz de hallar pista alguna.

Sin embargo, lo más que me afectaba y lo que me seguía resultando inexplicable era la reacción de las personas ante tamaña barbaridad. Las desapariciones eran asumidas con una pasividad pasmosa. Unos días de atención en la prensa y se pasaba página, como si se tratase de algo normal. Ningún signo de preocupación o de histeria colectiva por parte de las familias con niños. Me sorprendía enormemente la reacción de los padres de nuestros alumnos, que ante un caso de pediculosis en el aula eran capaces de llamar a la televisión o hacer una sentada con pancartas en la puerta del centro y ahora parecía que las desapariciones no les afectaban, como si a ellos no pudiese pasarles nada.

Yo no conseguía comprender absolutamente nada. Recordaba cuando tiempo atrás se produjeron dos casos similares en Gran Canaria y se desencadenó una auténtica explosión de solidaridad con las familias, tanto a nivel regional como nacional. Comprendo que con el tiempo las cosas van perdiendo fuerza… ¡pero esto estaba ocurriendo ahora mismo… casi cada semana! ¿Qué había pasado con las personas? Era como si al unísono bloquearan sus mentes consciente o inconscientemente para no pensar en una realidad tan terrible que les golpeaba y que había acabado para siempre con la tranquilidad de sus vidas.

Yo, por mi parte, seguía encerrado en mis pensamientos; la apatía de las personas que me rodeaban ante tales hechos me creaba tal estado de ansiedad,  que por primera vez en mi vida   acudí en busca de ayuda médica para algo que no fuese una dolencia puramente física. Empecé un tratamiento con tranquilizantes que no he dejado desde entonces, con la peculiaridad de que las dosis, en lugar de reducirse,  no han hecho sino incrementarse a lo largo del tiempo.

No podía dejar de pensar en las desapariciones; llegué al convencimiento de que debía tratarse de un caso de tráfico de órganos, no había otra explicación posible. Pero nadie aclaraba mis dudas, porque aparentemente era yo la única persona que las tenía. Imagino el dolor de las familias de los desaparecidos, pero incluso en este caso, su comportamiento no era el habitual. Lo normal hubieran sido los llamamientos a través de los medios de comunicación, las muestras de dolor, etc.; todo lo que espera uno en situaciones tan terribles;  pero parece que el único sentimiento que existía en las familias afectadas era la resignación silenciosa ante la pérdida. Quizás, como reflejo de la que mostraba la sociedad en su conjunto y especialmente las instituciones.


A pesar de todo, yo no me resignaba; llegó un momento en que más que las desapariciones, mis pensamientos se centraron noche y día en tratar de descifrar la reacción de la gente  ante estos casos. Llegué a pensar incluso, quizás como efecto de la medicación, que se trataba todo de un experimento del gobierno o de cualquier otro organismo supranacional, mediante el cual la población de la isla y del Archipiélago, debió ser tratada por algún sistema desconocido para cambiar su forma de pensar y actuar ante determinadas situaciones, y que solamente yo había escapado a esa intervención. Sé que es absurdo, algo de locos… pero la mente es libre, especialmente cuando está desesperada.

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