viernes, 14 de febrero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH.8.VILAFLOR DE CHASNA. LA SEÑORA DE LAS MONTAÑAS.







Vilaflor es, por edad, la tercera de las hijas que tuvo La Laguna de su matrimonio con el Capitán General. En realidad siempre ha sido, junto a Fasnia, de las menos conocidas, sobre todo si las comparamos con La Orotava, Güímar o Santa Cruz. Sin embargo, no quisiera con este párrafo introductorio confundir al posible lector porque  como podrá comprobar, aunque de menor fama, no por ello su trayectoria vital ha sido menos interesante o rica.

Sus primeros años de vida en el hogar familiar no se diferenciaron mucho de lo que ya hemos comentado en relación a Güímar o Fasnia. En síntesis, tres niñas que crecieron a la sombra de la primogénita en todos los sentidos y cuyas personalidades prácticamente anulaba. Tampoco gozaron de las atenciones maternas del mismo modo que el resto de sus hermanos. Como  hemos ya comentado, La Orotava copó  por completo y casi hasta su adolescencia, el afecto, interés y las expectativas de su madre. Arico, quizás por ser el único varón y el “ojito derecho” de su padre, sustituyó a su hermana mayor en el interés de su madre cuando aquella se emancipó. Por último, Santa Cruz, la benjamina y posiblemente la más deseada tras los desencuentros que tuvo la pareja ante las constantes “deslealtades” del Capitán General, pudo gozar durante un breve periodo de las atenciones de la “ilustre dama”.

Güímar compartió, al menos durante un tiempo, aquella especie de colegio privado que había organizado La Laguna en su hogar para la primogénita. Vilaflor, en cambio, no tuvo tanta suerte y como Fasnia, desde muy pequeña acompañó a su hermana Güímar al colegio  de las “monjas”  de Aguere que ya hemos nombrado. Allí realizó sus estudios básicos y secundarios con excelente aprovechamiento, porque como diría el refrán que me permito modificar: “la inteligencia de la fea, la guapa la desea”. Lo de “fea” es un concepto muy relativo y no es precisamente un término que yo haya acuñado para referirme a las tres hermanas, sino que fue su propia madre la que lo utilizó sobradamente durante años, aunque “suavizándolo” según las circunstancias.

Si el lector recuerda algo del capítulo dedicado a La Laguna, le vendrá a la memoria el accidente que esta tuvo mientras regresaba en carruaje desde el Llano de los Viejos, tras el encuentro, o mejor dicho, el “desencuentro” con su marido. Hablamos del impacto que supuso para ella el pensar que podría haber dejado seis huérfanos sin el amparo de una madre. Lo que nadie sabe es que el incidente tuvo un efecto aún mayor en su hija Vilaflor. La niña, que en aquellos momentos asistía a catequesis y empezaba a experimentar ciertas inquietudes religiosas,  quedó profundamente “traumatizada” como diríamos hoy en día. Al ser tan introvertida, nadie de su entorno advirtió el problema. Lo que en la actualidad posiblemente se hubiese resuelto con un poco de atención materna y un breve tratamiento psicológico, se convirtió en algo de mucha mayor envergadura. Vilaflor, totalmente desorientada y sin nadie a quien acudir, se aferró a lo que tenía más cerca y fue presa de un intenso fervor religioso.

Cuando estas circunstancias afloraron, provocaron una fuerte preocupación en su madre, porque la niña, ante los requerimientos de ésta, manifestó que quería ser “monja y santa como La Siervita”, así, de carrerilla y sin respirar. Podrán imaginar el desconcierto de La Laguna, que inmediatamente solicitó consejo a todo el que se lo pudiese dar. La niña tuvo una entrevista “psicológica” con la abadesa del convento de Santa Catalina, muy amiga de su madre y a la que conocía muy bien. Aquella conversación resultó bastante provechosa, al menos para la estabilidad “mental” de la niña, y por ende, de su madre. La abadesa la convenció de que dada su edad no procedía un ingreso en el convento, que meditase mientras continuaba su vida en familia y sus estudios, y cuando llegase el momento adecuado, se repetiría la conversación. Además, con mucho juicio, le hizo ver que el fervor se podía vivir con calma y discreción y  que no era necesario “el martirio” para alcanzar la santidad.


                Esta breve y oportuna entrevista sirvió para tranquilizar los ánimos y traer la calma a la familia durante algunos años, al menos en lo que se refiere a este asunto. La Laguna y todos los que estuvieron al corriente de la situación pensaron que estas ideas infantiles  “alocadas” se diluirían con el paso del tiempo, y casi se convencieron cuando  comprobaron que Vilaflor  llevaba una vida totalmente normal junto a sus hermanos.
        
Pero como suele ocurrir, el paso del tiempo no es la medicina más efectiva para resolver ciertos temas; en cuanto la chica acabó el bachiller y su madre esperaba ansiosa que le comentase con qué estudios superiores pretendía continuar, ésta le planteó que quería volver a reunirse con la abadesa de Santa Catalina, tal como habían acordado años atrás. La propuesta le cogió en un mal momento, porque se hallaba enfrascada en los problemas que le ocasionaba el comportamiento de su hijo Arico y sus frecuentes salidas del seminario, así que, casi sin pensarlo, accedió a que se celebrase la entrevista.

Vilaflor, como el resto de sus hermanos, podría tener un carácter muy singular, pero si había algo que compartía con los demás, seguramente producto de la herencia genética materna, era la determinación para cumplir sus objetivos. Así que la chica, siguiendo aquellas sugerencias, había corrido un velo más que tupido sobre el asunto, durante el tiempo que consideró prudencial. Pero pasado éste, había llegado el momento de poner las cosas claras.

        De la entrevista con la abadesa y ante la determinación y el tesón de la muchacha, salió el acuerdo entre ambas, de que previa autorización de su madre y con la dote  correspondiente, podría ingresar como novicia en cuanto se tramitasen el resto de requisitos necesarios. Vilaflor no cabía en sí de gozo cuando volvió a casa a comunicárselo a su madre, ilusa ella, convencida de que ya estaba todo resuelto.

        La Laguna, ahora con la mente más clara, puso el grito en el cielo y se negó rotundamente a dar su autorización. Se dice que jamás se oyó en Aguere vociferar de tal manera a la “ilustre dama”, cuyos gritos llegaban a la plaza de la Concepción. Ante las lágrimas de la chica y posiblemente alguna “sutil”  advertencia  que hizo a su madre y que nunca conoceremos, ambas acordaron darse unos días para meditar tranquilamente y retomar la cuestión.

        La Laguna, como solía decir, lo tenía “muy claro”; con dos hijas “malcasadas”, otra abocada a la soltería y la más pequeña excesivamente “moderna y liberal”, no estaba dispuesta a desperdiciar la única oportunidad  real que le quedaba de contar con una hija casada “como Dios manda” y como ella siempre había soñado para las cinco. Eso de que su “última” oportunidad, como la llamaba, acabase de por vida en un convento, no entraba en sus planes. Además, si hubiese sido un chico, todo sería más fácil, tal como pensaba para Arico. Un hombre, con los medios y  apoyos necesarios podría desarrollar una brillante carrera en el ámbito eclesiástico: obispo, arzobispo, cardenal, incluso ¡Papa!. Pero para una mujer las posibilidades eran diferentes, la escala más elevada a la que podía acceder era a la de abadesa y ello, aunque llevase aparejado cierto prestigio, era de poca “visibilidad”, siempre encerrada en un convento; nada que ver con la jerarquía masculina que participaba en todo tipo de eventos públicos, a cual más solemne, y en los que podría ocupar un lugar de relevancia como “madre de”. Por ello, estaba convencida de que posiblemente con un poco de presión y alguna que otra promesa, la chica cedería.

       Para no alargar más el asunto, diremos simplemente que Vilaflor  consiguió su propósito porque ante su determinación y argumentos, a su madre no le quedó otro remedio que ceder al fin. La chica comenzó su vida como novicia en el convento de Santa Catalina de la plaza del Adelantado. Su “breve” estancia (enseguida aclararemos lo de breve) comenzó llena de alegría y satisfacción, justo a mediados de septiembre, poco después de las fiestas del Cristo.


        Nada más comenzar el invierno lagunero, la chica experimentó los primeros problemas de salud; la humedad de las celdas, el frío constante, un ambiente plagado de hongos por la antigüedad y mala conservación del edificio, así como una parca alimentación, son capaces de echar por tierra la salud de cualquier persona. Sobra aclarar que el invierno lagunero es el ambiente ideal para peces, anfibios, crustáceos e incluso, moluscos, pero no el más adecuado para los seres humanos. Así que Vilaflor cogió una grave pulmonía que se agudizaba por días y aunque su madre envió a los mejores médicos que conocía, la chica no mejoraba. Los doctores le recomendaron que se trasladase al hogar materno, donde las condiciones eran más adecuadas y podría ser atendida sin problemas. En efecto, gracias a los cuidados de su madre y sobre todo de su hermana Fasnia, la chica superó su enfermedad. En cuanto mejoró un poco y mientras llegaba la primavera se trasladó al valle de Taoro, a casa de su hermana mayor, para pasar la convalecencia.

        No se volvió hablar más del tema durante algún tiempo, pero La Laguna, temiendo una “recaída” en su vocación y consecuentemente en sus problemas de salud, ideó una estratagema para poner tierra por medio entre su hija y el convento. En consideración a sus problemas respiratorios, de los que aún quedaban algunas secuelas,  le aconsejó trasladarse al pueblo de Chasna, donde según contaban “el clima era ideal en verano para los enfermos de pecho, por su atmósfera pura  saturada de saludables emanaciones resino-balsámicas procedentes de sus pinares”.

        Tras la amarga experiencia que vivió su  hija La Orotava, durante su infancia, ahora no se volvería a repetir el error; era evidente que el clima  de Chasna era excepcional ¡pero en verano! Además, las comunicaciones con el lugar habían mejorado mucho, especialmente desde que La Orotava  había renovado el “Camino de Chasna” desde la Villa al Portillo. También el pueblo había crecido bastante  y allí continuaban residiendo algunos miembros de los Bethencourt, con los que guardaban muy buena relación, aunque su hijo Pedro ya se había trasladado a Guatemala.

        Después de lo mal que lo había pasado y deseando recuperarse definitivamente cuanto antes, Vilaflor consideró que pasar los próximos meses en aquel lugar  posiblemente le garantizaría una salud como la de antes y , por tanto, era una buena opción. Allí se trasladó en compañía de dos sirvientas, Jardina y Gracia, y una viuda amiga de su madre, en la que tenía gran confianza y que se encargaría de velar por el buen nombre de la muchacha. Se instalaron en una casa muy cerca de la iglesia del pueblo, justo al lado del hogar de los Bethencourt.

      Para Vilaflor su estancia en aquel lugar constituyó una experiencia inolvidable; disfrutaba enormemente paseando en medio de aquellos pinares y haciendo excursiones al “Pino Gordo”, para luego pasar las horas leyendo vidas de santos a su sombra; también eran frecuentes los paseos a alguna de las muchas fuentes de aguas medicinales que rodeaban el caserío. Además, tuvo ocasión de conocer a diferentes miembros de la familia de los Soler, comerciantes de origen catalán a los que se consideraba fundadores del pueblo y de la ermita de San Pedro, ya desde los tiempos de su abuelo don Alonso. Posteriormente habían adquirido el Mayorazgo de Vilaflor  que comprendía grandes extensiones de tierras en lo que había sido el antiguo menceyato de Abona, además de abundantes caudales de agua. Con ello se habían convertido en una de las familias más ricas y poderosas no solo del Sur sino de toda la isla.

        Parece ser que su primogénito se interesó por la muchacha, según dicen las malas lenguas, que siempre las hay, más en busca de estrechar relaciones con la “ilustre dama” que por otros motivos. A Vilaflor le pasó desapercibido este interés, porque ella solo pensaba en  sus meditaciones  y en disfrutar de su estancia  en aquel lugar tan especial.

        Habría que hacer un breve comentario sobre los pensamientos que intranquilizaban a la Laguna durante el tiempo que su hija permaneció en Chasna. Como el lector recordará, el lugar le traía a la memoria  un momento crítico en su vida cuyo recuerdo le provocaba una gran angustia, sobre todo cuando le asaltaba la idea de que su gran secreto pudiese salir a la luz. Lo cierto es que estaba  casi segura de que su estancia en el lugar pasó desapercibida, primero porque no alternó con nadie del caserío, en aquel entonces insignificante, y sobre todo, porque tuvo la prudencia de residir algo retirada de éste, en un lugar que denominaban Ifonche; además toda la servidumbre procedía de distintos lugares de la isla. Pero como hemos dicho, siempre existía alguna inquietud cuando lo que estaba en juego era la reputación de la ciudad, perdón, de la persona más importante de la isla. Con todo, aunque solo fuese por la  salud de su hija, igual que ocurrió años atrás con La Orotava, merecía la pena correr este pequeño riesgo.

        Cuando el otoño empezó a notarse, la chica, totalmente restablecida y sus acompañantes regresaron a Aguere.  Durante el camino tenía la sensación de que su vocación comenzaba a flaquear un poco, porque después de haber disfrutado de aquél ambiente idílico entre bosques y montañas, no se resignaba a pasar el resto de sus días tras los muros de un convento. Pero a su vez, pensaba que las consecuencias de llevar adelante su vocación habían sido lo suficientemente serias como para no poder echarse atrás, así que su vida en aquellos momentos era un verdadero dilema.  
    
        Una vez llegado el momento de poner las cosas en claro con su madre, las circunstancias, imprevisiblemente, se pusieron a su favor. La Laguna manifestó que no iba a consentir de ninguna de las maneras su vuelta al convento si ello significaba poner en peligro su salud, y que haría lo imposible por conseguirlo. Esta decisión irrevocable de su progenitora fue el empujón  que necesitaba para renunciar a la vida monástica, sin que fuese una decisión suya, sino obligada por las circunstancias. Ante la sorpresa de su madre, fingió acatar su propuesta sin rechistar;  solo exigió que se le permitiese llevar a cabo los estudios superiores de Teología. La Laguna  también cedió a su petición como prueba de buena voluntad, aunque dejó claro que iba a resultar algo complicado.

En efecto, desde hacía un tiempo los agustinos habían inaugurado la facultad de Teología en Aguere, estudios que tenían una gran demanda y a los que acudían clérigos de todo el Archipiélago. Sin embargo, no se contemplaba la presencia de mujeres entre los estudiantes. No obstante, La Laguna ejerció toda su influencia y después de no pocas dificultades consiguió que Vilaflor pudiese cursar los estudios que deseaba, eso sí, cumpliendo ciertas condiciones. Debía asistir a las clases separada del resto de los estudiantes por medio de una especie de biombo y tenía que estar acompañada durante las mismas por “una persona de respeto”. Esta función era habitualmente desempeñada por alguna viuda amiga o conocida de La Laguna, aunque en no pocas ocasiones fue sustituida por su hermano menor Arico.

Parecía que al fin la chica había conseguido el ansiado equilibrio en su vida. Pasado cierto tiempo  se presentó  en Aguere el matrimonio de los Condes del Pinalito y la Fuente Amarga, a la sazón titulares del Mayorazgo de Chasna, con los que su madre había tenido más de un encuentro en actos oficiales. El motivo de su visita era pedir la mano de su hija Vilaflor para su  primogénito y heredero del Mayorazgo. La Laguna vio el cielo abierto y el mejor regalo que la vida le podía ofrecer en estos momentos; pero conociendo a su hija, respondió que aunque para ella era un honor, la decisión estaba en manos de la muchacha.

La matriarca no perdió el tiempo, puso a trabajar inmediatamente a todos sus asesores, escribanos y contables para que recabasen pruebas fehacientes de cuál era el patrimonio real de la familia. No podía permitir que se repitiese el chasco del matrimonio de su hija Güímar. Tal como suponía, los bienes de los condes, y por ende, de su primogénito, eran más que considerables. Además, la alianza entre ambas familias les permitiría un mayor control de los distintos resortes del poder en Nivaria. 


Faltaba solo lo más difícil, es decir, convencer a la muchacha. Curiosamente resultó extremadamente sencillo, porque ésta consideró, que una vez descartada la vida religiosa, solo le quedaban dos opciones, o una soltería angustiosa junto a su madre durante el resto de su vida, o un matrimonio, que aunque en cierto modo sería de conveniencia, le permitiría obtener ciertas ventajas. La decisión era fácil; el futuro conde era un joven guapo, educado y bastante inteligente, según había podido comprobar durante el tiempo que lo trató; además, podría pasar el resto de sus días en aquel ambiente montañoso entre pinares, lleno de paz y tranquilidad y muy alejada de su madre.

Naturalmente, aunque los preparativos para una boda de esas características se dilataron bastante, no hubo tiempo suficiente para que la muchacha finalizara sus estudios; no obstante, ya había adquirido los conocimientos fundamentales y  solo bastaba profundizar en ellos  con las lecturas adecuadas; al fin y al cabo tampoco “la teología” iba a constituir su medio de vida. Ni que decir tiene que la ceremonia se celebró, como correspondía, en la iglesia Catedral de Los Remedios, con la participación de todos los  allegados de una y otra familia.  La Laguna no poseía demasiadas tierras en lo que había sido el antiguo menceyato de Abona, por lo general, se trataba de  eriales costeros solo aptos para el pastoreo; las más productivas  y las aguas, como ya comentamos, pertenecían al Mayorazgo de su consuegro. Sin embargo, no fue tacaña con su hija y le concedió como dote todos los terrenos que poseía en la comarca, sin otro tipo de consideraciones.

La pareja se trasladó inmediatamente a la antigua hacienda de los Soler en Chasna, donde residirían el resto de sus vidas. El Conde falleció poco después y el primogénito heredó el Mayorazgo, convirtiéndose Vilaflor en la única de las hijas de La Laguna que emparentaba con la nobleza de la isla, lo que la llenaba profundamente de orgullo. Para la muchacha, sin embargo, no representó un cambio notable en su existencia; no daba excesiva importancia a títulos, prerrogativas, etc. Lo cierto es que la “exnovicia” inició una idílica existencia en aquel ambiente al que adoraba, incluso los inviernos le resultaban infinitamente más soportables que los de Aguere, a pesar de la nieve y las bajas temperaturas.

Al poco tiempo llegó la primera de sus hijas, Arona, y casi inmediatamente después, la benjamina, Granadilla. Las niñas se convirtieron en la alegría de sus padres y con ellas volvió a repetirse el patrón que imperó en el hogar de la “ilustre dama”: hijos completamente diferentes tanto en carácter como en apariencia física. Solamente adelantaremos algunas pinceladas sobre las  de Vilaflor, porque más adelante, en nuevos capítulos, hablaremos de ellas como corresponde.

Arona, la primogénita, repetía el modelo de su madre y sus tías Güímar y Fasnia: introvertida, obediente y no demasiado agraciada físicamente. Solía pasar bastante desapercibida, bien “motu proprio”, bien porque los demás no le prestaban demasiada atención o sobre todo, porque su hermana ocupaba todo el interés de quienes les rodeaban. En efecto, Granadilla era el vivo retrato de su abuela y de su tía La Orotava, tanto por su físico como por su arrolladora personalidad. La niña, al crecer, se convirtió en un “bellezón”, que hacía sombra a cualquiera de las muchachas del sur de la isla. Desde su nacimiento, para La Laguna fue su nieta preferida y no se cansaba de demostrar tal predilección. Su tía La Orotava, por su parte, en cuanto la vio, se empeñó en amadrinarla y lo consiguió. En suma, parecía que la chica estaba destinada a continuar la tradición de “gran señora” que ostentaban tanto abuela como tía, aunque para muchos ella era un poquito más “rustica”, no sabían cómo explicarlo, pero  algo así como “menos delicada”;  no hay que olvidar que ya eran otros tiempos y el ambiente en que se desarrollaba  habitualmente su existencia no daba para más. En efecto, toda la vertiente meridional de la isla, desde la ladera de Güímar hasta los Gigantes, ocupó durante siglos en Nivaria un lugar marginal en todos los aspectos.

La familia disfrutaba de una vida tranquila y placentera en aquellas montañas entre pinares, cuando se produjo un acontecimiento terrible que iba a cambiar por completo sus vidas. Era sabido que los titulares del Mayorazgo llevaban siglos de litigios con la mayoría de los chasneros por la propiedad de tierras y aguas, lo que generó una enorme enemistad entre ellos. Un día en que el Conde regresaba a caballo a Chasna, después de realizar inspecciones en algunas de sus propiedades, fue emboscado. Varios encapuchados le dispararon y acabaron con su vida, hiriendo también al criado y a su hijo, que los acompañaba. La justicia nunca consiguió dar con los culpables y Vilaflor, a los pocos años de casada, pasó a convertirse en viuda.

La enorme tragedia que vivió demostró su temple y valía. Aquella novicia frustrada, a partir de entonces pasó a dirigir los destinos de Chasna como hasta entonces nadie lo había hecho. Además, algo positivo  tuvo aquel terrible suceso; indirectamente su familia se incrementó con aquel varón que siempre deseó. En aquella emboscada donde falleció su marido fue herido ligeramente el hijo de su criado y en cuanto llegaron a Chasna, Vilaflor lo instaló en una habitación junto a la suya y a las de sus hijas y le procuró todo tipo de cuidados médicos hasta su recuperación. El niño, casi de la misma edad que Granadilla, con el tiempo fue adoptado y se convirtió en un miembro más de la familia. Su nombre era San Miguel y de éste también hablaremos detalladamente en un nuevo capítulo.

Lo cierto es que Vilaflor comenzó con muy buen pie su nuevo estado civil. Unos creen que fue porque ya sus vecinos  la conocían y habían comprobado que era una persona extraordinaria, muy sensible, educada y atenta a los demás; otros, porque consideraban que en realidad ella formaba parte de la familia de los señores del Mayorazgo solo por casualidad y además, desde hacía muy poco tiempo; y otros, quizás por la pena que les producía ver a una joven viuda con dos niñas. Por cualquiera de estos motivos o por todos ellos,  se acabó de golpe la enemistad secular entre los chasneros y la familia más poderosa de la comarca. Obviamente, no pudo asumir el título de su marido, pero sí administrar como usufructuaria todas sus posesiones. Y comenzó muy bien su labor, correspondiendo a la mano tendida de sus vecinos con medidas de todo tipo que permitieran limar asperezas. Así, sin proponérselo, Vilaflor poco a poco fue creándose el apelativo que la acompañará hasta hoy en día : “la señora de las montañas”.

Hay varias localidades en Nivaria que reclaman para sí el ser pioneras de la actividad turística de la isla; dado que los primeros pasos de ésta  estuvieron ligados al “turismo de salud”; apelando a la información existente tanto Güímar como el Puerto de la Cruz vienen reivindicando para sí tal honor. Lo que es menos conocido es que la primera localidad del Sur-Suroeste de la isla que contó con lo que podríamos denominar “incipiente” actividad turística” fue precisamente Vilaflor, alguna centuria antes de que existiese tan siquiera el núcleo de Los Cristianos. En efecto, desde el siglo XVIII hasta mediados del XIX la localidad fue visitada por numerosos forasteros,  extranjeros en su mayor parte, que venían a reponerse de sus dolencias pulmonares. La pureza del aire chasnero, por su altitud y abundancia de pinares, junto a lo reputado de sus aguas medicinales, eran sus principales incentivos.

Estas aguas y la pureza del aire fueron citadas por personajes de la talla de  G. Glas, Viera y Clavijo (quien afirmó que las aguas de la localidad eran las más reputadas de Canarias), S. Berthelot, Alfred Diston, etc.  Viendo una excelente oportunidad en esta novedosa actividad, Vilaflor propició la instalación de algunas casas de huéspedes para alojar a los numerosos visitantes que acudían durante los meses de verano. Los establecimientos más representativos fueron “La Fonda” y el conocido “Hotel San Roque”.



Durante el verano se celebraban fiestas y recepciones a las que Vilaflor acudía para agasajar a los visitantes y muchas veces le costaba explicarles las diferencias existentes entre los términos Chasna/ Abona/ Vilaflor; éstos a veces se mezclaban y superponían creando gran confusión. Por ello, y conociendo la capacidad de su hermana Güímar, le encargó un estudio histórico que le aclarara los citados vocablos. Después de varios meses de ardua labor en los archivos del Cabildo y en los del Mayorazgo, Güímar llegó a las siguientes conclusiones:

a)Abona es el nombre del antiguo menceyato aborigen, situado entre los de Adeje y Güímar y que abarcaba lo que hoy serían los municipios de Arona, San Miguel, Granadilla, Arico y Vilaflor.

b)Chasna es un vocablo aborigen que designaba a un sector del menceyato de Abona, lindante con el de Adeje, que ocuparía lo que hoy es el término de Vilaflor.

c)Vilaflor (inicialmente Villaflor) es el nombre del caserío que surge tras la conquista en la zona de Chasna.

d)Abona volvió a utilizarse tras la conquista para referirise a toda la jurisdicción del pueblo de Vilaflor y que se correspondía aproximadamente con el antiguo menceyato homónimo.

e)El topónimo castellano Vilaflor y el aborigen Chasna se han venido utilizando indistintamente para referise a la localidad desde su fundación. Desde el siglo XVIII también se ha utilizado Vilafor de Chasna.

f)Con el paso del tiempo se usó el termino Chasna para referirse a toda la comarca que perteneció a la jurisdicción de la localidad.

Como conclusión, lo que actualmente conocemos como comarca de Chasna (a veces Abona) debe su nombre al pueblo, y no lo contrario.

Además de estas conclusiones, Güímar también ofreció un pequeño regalo a su hermana, fruto de una breve investigación que llevó a cabo y que no estaba incluida en su encargo. En efecto, desde hacía siglos se venía hablando de la leyenda de la “Flor de Chasna” y que habría dado nombre a la localidad. Según parece, Pedro de Bracamonte, uno de los capitanes de Lugo, descubrió en el barranco de Chasna a una bella muchacha aborigen, a la que llamaban  la “Flor de Chasna” y la hizo prisionera. La joven escapó y el capitán murió después de varios meses, loco de amor y repitiendo continuamente la expresión “Vi la flor del valle”. Güímar, después de un concienzudo estudio, demostró que el origen de esta leyenda tiene muy poca base real, aunque puedan ser ciertas algunas pinceladas. Adujo dos razones fundamentales, la primera, que no está probada la existencia del tal Bracamonte y que pudo ser fruto de la imaginación de Viana, y la segunda, que Vilaflor se llamó originalmente “Villaflor” y posteriormente el topónimo sufrió una transformación.

Pero no fue ésta la única ocasión en que Güímar tuvo que ayudar a su hermana en este tipo de asuntos gracias a su especialización tanto en  archivos como en general, en Historia. El asunto tuvo que ver con el lugar de nacimiento del personaje más significativo de la localidad y uno de los más reconocidos en Canarias, el hermano Pedro de Bethencourt.

En el camino que desde la cumbre se dirigía a la costa, usado tradicionalmente por pastores y viajeros, vivía La Escalona. Había trabajado  como sirvienta en la hacienda del Mayorazgo, en la que ocupaba un lugar de cierta confianza. Posteriormente se casó con Ifonche, un vecino del lugar,  y dejó su ocupación  para trabajar las tierras como medianera del Conde la una, y de Adeje, el otro. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero desde que llegó Vilaflor al lugar, de desató la aversión de la sirvienta hacia su ama. Con el paso de los años esta aumentó, sin que la señora diese motivos para ello.

Cuando la figura del Hermano Pedro comenzó a adquirir verdadera relevancia, La Escalona, con el fin de menoscabar la importancia de Vilaflor con relación a éste, inició la polémica. En efecto, aunque existía la conciencia “oficial” que el Beato había nacido en el pueblo, basándose en la tradición oral de sus antepasados, muchos chasneros, dirigidos por La Escalona e Ifonche,  sostenían que el lugar de su nacimiento había sido el caserío del Hoyo, en Ifonche. La pareja comenzó a organizar visitas y romerías al lugar con el simple objetivo de incomodar a Vilaflor. Como podrán imaginar, Güímar se encargó de elaborar un estudio minucioso al respecto y pudo demostrar que sin lugar a dudas, tal como aparecía en las diferentes fuentes consultadas, el Hermano Pedro de Bethencourt había nacido en 1626 en el pueblo de Vilaflor de Chasna, en una casa situada justo detrás de la parroquia de San Pedro. Con tales conclusiones se dio por zanjada la cuestión sin necesidad de entrar en discusiones y litigios, porque Güímar, por encima de hermana, era una especialista de solvencia   reconocida en toda la isla y fuera de ella.

Con sus hijos ya independizados y viviendo sus vidas, aunque muy cerca de ella, Vilaflor lleva una existencia tranquila y placentera. Hay quien le pregunta si no echa de menos cuando era la cabeza de Chasna, la localidad más importante de la comarca en todos los órdenes. Siempre responde que no ha perdido nada, simplemente le ha cedido la mayor parte de su patrimonio a sus hijos, pero que ella conserva lo mejor, una riqueza de la que jamás se separaría: el aire más sano y puro de la isla, los pinares más alegres y las aguas más claras y cristalinas. También contesta que es la localidad de las tres verdades irrefutables: posee la cabecera municipal  situada a mayor altitud de todo el Archipiélago (aunque muchos para halagarla le dicen que incluso de España, pero ella sabe que no es verdad); es el municipio con menores cifras de población en la isla y es muy difícil que alguno le suplante y la tercera, su nombre figura siempre en lugar de honor como cierre a cualquier relación que se haga de los municipios de Tenerife.

Estos comentarios no hacen sino poner en evidencia su “sorna” chasnera, adquirida después de siglos residiendo en la comarca, sin apenas haber salido de ella. Por  su forma de ser, su discreción, por la vida que ha llevado y sobre todo, por el lugar donde habita, no es de extrañar que sea conocida como “la señora de las montañas”.


José Solórzano Sánchez ©


sábado, 1 de febrero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH.7. ARICO. BONDAD Y GENEROSIDAD.






Arico es hijo de La Laguna; único varón entre cinco hermanas, nunca llegó a ser lo que podríamos llamar “el hombre de la casa” porque la presencia de su madre lo ocupaba todo.  Ésta, controlaba con dominio férreo a todos los que vivían en su hogar e impedía que cualquier persona que no fuese ella ocupase un lugar de relevancia en el mismo. Paradójicamente, en una sociedad tremendamente machista, donde la mujer ocupaba siempre un lugar secundario,  ella ejercía un “matriarcado absoluto”.

        Mujer profundamente religiosa y con numerosos contactos en el alto clero de la isla, soñó siempre con vivir en el Palacio del Obispado y  ello solamente sería posible cuando  poseyese un título: “madre del obispo”. Tampoco descartaba, como ya hemos visto, la posibilidad de que fuese creado el “arzobispado de Canarias” y elevar aún más su “estatus” como “madre del arzobispo”. Ni que decir tiene que su sede  estaría en Aguere, por mucho que se molestase Las Palmas.

Desde que su hijo Arico era muy niño comenzó a trabajar intensamente para conseguir sus propósitos. A los nueve años, apenas hecha la Primera Comunión y el Ingreso, lo hizo entrar en el Seminario. El chico, o mejor dicho, el niño, no se resistió y pues aunque lo hubiese intentado, no habría servido de nada.

Sin embargo, pasado el tiempo, cuando parecía que todo transcurría según los planes trazados por su madre, llegó el momento de la adolescencia y juventud, y con ello, el fin de sus sueños, o por  lo menos, el principio del fin. Mientras estudiaba en el Seminario pasaba los fines de semana en casa e incluso algunas tardes iba a merendar con sus hermanas; pero en lugar de dedicarse a la oración y a las lecturas piadosas en estos momentos de asueto, no había baile o fiesta que se le escapase: hoy en San Lázaro, la semana pasada en Guamasa, la siguiente en Las Mercedes o San Roque, etc.

        La Laguna delegó en él buena parte de la organización de las romerías anuales de San Benito a pesar de su juventud y escasa experiencia. Estaba convencida que era un modo de estrechar aún más los lazos con la Iglesia y de proyectar la carrera religiosa de su vástago. Pero a éste, más que las labores organizativas y “piadosas”, lo que realmente le interesaba de la romería era el “parrandeo” y el alterne con las muchachas de las agrupaciones que acudían desde todos los puntos del Archipiélago. Porque, hablemos claro, el muchacho no solo era aficionado a la fiesta, también le atraían bastante las chicas como resultaba evidente en los bailes y los paseos por la calle de La Carrera. No era tan apuesto como su padre, sobre todo porque le faltaba el uniforme, pero poseía una simpatía arrolladora que rápidamente encandilaba a quien lo trataba. La Laguna, comprendiendo la situación y para evitar un posible escándalo, lo sacó del Seminario

 Con la Universidad tan cerca de casa, lo normal hubiera sido que continuase allí sus estudios superiores, pero  también  en este caso, su madre tenía otros planes. Ya que no podía ser la “madre del obispo” por lo menos aspiraba a tener un hijo cirujano y por eso lo envió a estudiar Medicina a Cádiz, ya que aún no existían esos estudios en las Islas y ella tenía allí amistades que lo controlasen. Cádiz, según ella, siempre mejor que Madrid o Barcelona.

Allí pasó Arico dos de los mejores años de su vida. Nunca quiso estudiar esa carrera, simplemente se dejó llevar por los deseos de su madre, sin contradecirla y provocar un conflicto; luego bastaría que el tiempo pusiera las cosas en su lugar y además, las perspectivas de pasarlo bien durante algún tiempo en Cádiz, lejos de su progenitora, eran prometedoras.

La estancia en la “tacita de plata”, como hemos dicho, fue una experiencia enriquecedora (dejando a un lado el tema universitario). El ambiente de la ciudad y la cercanía de otros lugares igual o más “festeros” fueron un revulsivo para el muchacho, recién salido del Seminario. La asistencia o mejor dicho, la ausencia de las clases, se convirtieron en norma y demás de “embostarse” de tortitas de camarones, “pescaíto” frito y vino de Jerez, tuvo ocasión moverse por media Andalucía. Que si a Sevilla a la feria o a la Semana Santa, que si a Córdoba a ver la Mezquita, que si a Jerez a la feria del Caballo, cualquier excusa era válida. También realizó algunas rutas gastronómicas, como la del jamón de Jabugo, los embutidos de la sierra de Cádiz, el piñonate de Jimena, los langostinos de Sanlúcar o la fresa de Lepe.

Una de las cosas que más le impresionó de su etapa universitaria fue la romería del Rocío. El muchacho estaba acostumbrado a San Isidro o San Benito, y aquello le resultó realmente extraño, aunque muy interesante. De su vida galante poco se sabe, solo que durante su estancia en Cádiz entabló relación con una chica de padre extranjero, cónsul alemán en la ciudad, llamada Cecilia, que además era escritora. La pareja solía dar largos paseos mientras conversaban animadamente. Hay quien dice que en estos momentos se le veían al muchacho ojos de enamorado, pero él jamás dijo nada. Lo cierto es que todo acabó cuando aquella le presentó una novela que le acababan de publicar: “La gaviota”. Cuando el muchacho se percató de que estaba firmada por un tal “Fernán Caballero”, aquello le sonó tan extraño que sin pensarlo ni preguntar nada puso tierra por medio.

Pasado el tiempo, el chico comprendió que había perdido la oportunidad de “emparejarse” con una de las introductoras del realismo literario en España. Pero entendió  que ya era demasiado tarde para pedir disculpas.

Durante el tiempo que residió en la “tacita de plata” solamente tuvo contacto “epistolar” con la familia. Los conocidos de su madre siempre lo veían con los libros bajo el brazo y así lo comunicaban, por lo que esta no sospechaba nada de sus andanzas. Pero pasado un tiempo prudencial, la “ilustre dama” reclamó resultados y Arico lo único que pudo presentar fueron sus cuadernos repletos con las letras de las “chirigotas” del carnaval. Resulta evidente que sin abrir un libro ni asistir a clase con regularidad, los únicos “frutos” que podía presentar era una larga fila de ceros, tantos o más que ruedas había en la parada de carruajes de la plaza de la Concepción.

Una vez de vuelta de su “aventura peninsular” La Laguna se puso muy seria con él, advirtiéndole que tendría que continuar con su formación porque era demasiado joven para trabajar o emanciparse. Así que lo conminó a continuar sus estudios y dado que se oponía rotundamente a que el único varón de la familia cursara una carrera de letras, que según ella, era “cosa de mujeres”, lo envió a la Politécnica de Las Palmas. Un hombre tenía que decantarse por las ciencias y además, a pesar del rechazo que le producía enviarlo a Gran Canaria, siempre sería más fácil controlarlo que en la Península.



Pero también el paso por Las Palmas representó un auténtico fracaso desde el punto de vista académico, aunque no en el “festivo”, porque Arico se conocía al dedillo el calendario de fiestas, verbenas y romerías de toda la isla de Gran Canaria y daba buena cuenta de ellas.  Como dice el refrán “hay personas que pasan por la Universidad, sin que la Universidad pase por ellas”. Eso fue lo que le ocurrió a Arico, quizás si desde un primer momento su madre le hubiese preguntado que deseaba estudiar, las cosas hubieran discurrido por otros derroteros, pero ya es tarde para volver la mirada hacia atrás.

El chico, o mejor dicho su madre, continuó pidiendo prórrogas por estudios y para justificarlas comenzó a asistir a la escuela de Magisterio. Allí su hermana menor Fasnia estaba finalizando la carrera y según su madre podría controlar su asistencia a clase, mejor incluso  que los propios profesores. Lo cierto es que Arico, tapándose la nariz, sacó los tres cursos en uno; era muy listo y quería redimirse de los disgustos que había ocasionado a su progenitora durante los últimos años, por lo que no le resultó complicado.

 Cuando acabó su etapa de estudiante, que dicho sea de paso, se prolongó más de lo habitual,  se incorporó al ejército ya que no pudo solicitar más prórrogas. En realidad podría haber salido exento del servicio militar por ser hijo único de viuda, pero  de nuevo vio la ocasión de quitarse a su madre de encima  por un tiempo y también de cambiar de aires. Pensaba que por muy dura que fuese la instrucción, no sería  comparable a la “matraquilla” de su progenitora  un día detrás de otro. Hizo el campamento en Hoya Fría y estuvo destinado en La Palma el resto del servicio. Siempre ha guardado un grato recuerdo de esa etapa juvenil y sobre todo de las amistades que  allí estableció.

Durante su etapa de instrucción en Hoya Fría, Arico descubrió cuál era su verdadera vocación. En efecto, la inmensa mayoría de los reclutas eran analfabetos y este hecho le impactó enormemente, porque hasta el momento siempre había estado rodeado de gente instruida y pensaba que eso sería lo habitual. Cuando comprendió que esta era la realidad de Nivaria por aquellos años, y con certeza, de todo el Archipiélago, su vida dio un cambio radical. Comenzó a reflexionar sobre lo injusta que era la existencia para la gran mayoría de sus paisanos, en todos los aspectos, sobre la pervivencia de tan graves desigualdades sociales y especialmente, sobre lo afortunado que era por el simple hecho de haber nacido en aquella familia. En suma, comprendió que su vida era en realidad un “complemento circunstancial de lugar” y decidió aprovechar precisamente esta situación personal para mejorar, en la medida de sus posibilidades, la vida de quienes más lo necesitaban. A partir de ese momento, dos máximas comenzaron a regir sus actos: “enseñar al que no sabe” y “hacer el bien  sin mirar a quien”.

Por ello, no es de extrañar que inmediatamente se ofreciese para alfabetizar a sus compañeros del centro de instrucción, con muy buenos resultados, por cierto, dada su capacidad y predisposición. Continuó con esta labor en La Palma, durante el resto de su servicio militar, a petición propia y recibiendo todo tipo de felicitaciones por parte de sus superiores.

 Cuando  se licenció, comprendió que era ya imposible vivir junto a su madre, sobre todo, porque con certeza, ya estaría maquinando cualquier propuesta con vistas a “su futuro”. Además, ella no era muy partidaria de su altruismo y mucho menos, de alfabetizar a gentes que no tenían con qué pagarle, cuando podría dedicarse a la misma labor con alumnos “de la buena sociedad” de Aguere, que aparte de proporcionarle un estipendio adecuado, le permitiría alternar con “sus iguales”.

Así, que sin pensarlo dos veces, le pidió a su madre unos terrenos donde asentarse y comenzar su vida de adulto. La “ilustre dama”, un poquito por “mala uva”, que le sobraba, para resarcirse de los disgustos que su único varón le había venido “donando” en los últimos años, y otro poco también, con la idea de que tarde o temprano volviese a casa , como decía ella, “con el rabo entre las patas” accedió a su petición. En realidad, le cedió las tierras de peor calidad que poseía, extensas eso sí, pero en su mayor parte improductivas. Se trataba del sector septentrional de lo que había sido el menceyato de Abona, lugar que dicho de paso, jamás había visitado.

Arico, como decía constantemente su hermana Fasnia, “encantado de la vida” se trasladó a sus posesiones en cuanto pudo. La verdad es que siempre ha estado contentísimo con la decisión tomada y con la “donación” de su madre, ya que aunque ésta pretendía que fuese un “regalo envenenado”, nunca ha tenido motivos para arrepentirse. Sus tierras van de mar a cumbre, entre los barrancos del Río y de La Linde; es cierto que en su mayor parte son eriales pero el clima del lugar le sienta estupendamente, seco y soleado, nada que ver con la humedad y el frío invernal de Aguere. Pero lo mejor de todo es que le viene muy bien tener lejos a su madre. Además, cuenta con  dos vecinas con las que congenia perfectamente, su sobrina Granadilla y su hermana Fasnia, que como veremos, se convertirá también en su mejor amiga y confidente. Aquí puede decirse que comenzó a vivir plenamente, sobre todo, porque pudo seguir libremente los dictados de su conciencia.

Aquel muchacho juerguista y tarambana, que apenas se esforzaba en los estudios, se había convertido en poco tiempo en un  hombre “hecho y derecho”. No hay idea que no se le ocurra ni iniciativa que no lleve a cabo para mejorar la vida de quienes le rodean.

Existían infinidad de familias campesinas en sus tierras, la mayoría jornaleros y medianeros, que vivían en unas condiciones  bastante precarias. No era mejor la vida de los pescadores de la costa o de los pastores de la cumbre. Alentado por esa sensibilidad especial hacia los demás que descubrió durante el servicio militar, nada más establecerse en las cercanías del Lomo, se puso manos a la obra.

Hay que decir, no obstante, que sus acciones no tienen nada que ver con la forma de actuar de la mayor parte de los miembros de su familia, especialmente su madre. Ellos, consciente o inconscientemente, están “empapados”  por un sentimiento clasista, que no les impide ayudar a los más necesitados, pero siempre desde la distancia y como un modo de lavarse las conciencias de cara a los demás  y obviamente, sin que ello repercuta en sus posesiones materiales.

Arico, en cambio, considera honestamente que tiene como obligación ayudar a los más necesitados, pero no como un acto de caridad, sino de justicia. Alguna vez le han insinuado, para ponerlo a prueba, si no sería más fácil repartir simplemente sus bienes, lo que al final le ocasionaría menos trabajo; él siempre responde que ello no cambiaría sustancialmente la situación, que su objetivo, además de una componente material, prioriza los aspectos instructivos y educativos, ya que éstos a la larga tienen entre los necesitados una mayor repercusión que los meramente materiales.

El lector se preguntará, tal como hace este humilde “juntaletras”, acerca de las  jugadas que depara el destino a los pobres  mortales. Posiblemente si las cosas hubieran salido tal como programó su madre desde muy niño y él hubiera tenido otro carácter, a estas alturas de su vida estaría ya formando parte de la alta jerarquía eclesiástica residente en Aguere. Precisamente aquella, en la que sus miembros, con honrosas y pocas excepciones, viven totalmente al margen de los más necesitados. Seguramente si las cosas hubieran sido diferentes, aunque hubiese querido, no  hubiera podido llevarlas a cabo con la libertad de quien no está sometido a ningún tipo de reglas, compromisos o jerarquía.

Arico se encontró con la contradicción a la que se han enfrentado muchos a lo largo de la Historia, y es la incompatibilidad absurda entre la vida religiosa y de “servicio” a los demás, en el amplio sentido de la palabra y el disfrute de otros placeres mundanos. Es cierto que él, como habían hecho otros mucho antes y después, podría haber llevado a cabo una “compatibilidad” hipócrita, pero estaba hecho de una madera especial y esto para él era inconcebible.

Porque como el lector podrá imaginar,  a Arico no solo le perdía la fiesta, sino que le volvían loco las mujeres. A ellas dedicó mucho de lo bueno que tenía, aunque caso extraño, su discreción exquisita lo salvó de historietas y escándalos como las que sufrieron otros miembros de su familia. Hay que dejar muy claro, que aunque solterón, como diría su madre, no se ha privado “de nada” a lo largo de su vida.



Muchas veces pensó que si en lugar de profesar el catolicismo hubiera pertenecido a alguna de las ramas del protestantismo o incluso a la ortodoxia oriental, su situación habría sido completamente diferente, porque hubiera podido llevar una vida plena de dedicación a los demás sin renunciar a la compañía femenina y a formar una familia; pero esas eran vagas y absurdas ilusiones imposibles de alcanzar.

Después de estas reflexiones sobre su personalidad hablemos ahora de las enormes transformaciones que ha llevado a cabo en sus tierras a lo largo de los años transcurridos.

Una de las primeras curiosidades que percibió fue que la gran mayoría de las familias, tanto de las medianías, de la costa o de las zonas altas, vivían en cuevas excavadas en la toba. No compartía la idea generalizada, alentada por los caciques sureños, de que las cuevas eran el habitáculo ideal de las personas, “muy calentitas en invierno y fresquitas en verano”, ante todo, porque ninguno de ellos las usaba como vivienda.  Arico consideraba que dichas cuevas eran ideales como bodegas, para conservar papas, e incluso para el ganado, pero no para las personas. Así que invirtió abundantes recursos en preparar un nutrido grupo de artesanos que se dedicaron a tallar bloques de toba para la construcción de viviendas, humildes, pero ya no eran cuevas. En muy poco tiempo se generalizaron por todo el término, creándose nuevos caseríos, algunos de aquellos constituyen hoy excelentes muestras de arquitectura popular canaria, como Icor, declarado “Bien de interés cultural”.

Lo interesante del caso es que con esta medida no solamente se mejoró la vida cotidiana de los vecinos, que podían adquirir este material para la edificación de sus viviendas a un precio muy bajo, sino también, que numerosos jornaleros obtuvieron una ocupación digna en la cantería, llenando la isla de esos bloques amarillentos que hasta fechas relativamente recientes se han estado utilizando en la construcción de nuestras casas terreras. A partir de entonces, las cuevas quedaron relegadas a bodegas o para conservar las cosechas de papas.

Otra medida que tomó con gran acierto fue la obra de la conocida presa del “Río”, la más importante del sur de la isla. Le preocupaba el desperdicio de agua que se producía continuamente en el barranco homónimo cuando las tierras estaban tan necesitadas del líquido elemento. Era consciente de que ésta iba a beneficiar enormemente a los campesinos, pero aunque disponía de recursos económicos, carecía de especialistas en este tipo de construcciones, así que como es natural, echó mano de los buenos amigos que había hecho en la mili. Varios compañeros ingenieros proyectaron y dirigieron la obra de manera gratuita y en ella trabajaron también, sin pago alguno, muchos de aquellos compañeros a los que había enseñado a leer y escribir y las “cuatro reglas”.

Pero Arico consideraba, ante todo, que aparte de los aspectos materiales, la instrucción y la cultura eran los verdaderos motores que podrían mejorar la vida de las personas y hacerlas progresar. El analfabetismo era una lacra endémica, apenas existían dos escuelas, una de niños y otras de niñas, en el Lomo, mientras que en el resto del término, el abandono por parte de las instituciones era la norma. Aprovechando que sus actividades económicas, de las que más tarde hablaremos, le estaban aportando ingresos sustanciosos, creo una pequeña escuela “gratuita”  en todos y cada uno de los caseríos de término. En realidad solo se impartían los conocimientos que en aquella época se consideraban “básicos”, pero cualquier cosa era más que nada. Arico fue un adelantado a su época en este sentido, porque además de establecer que las “escuelitas” fueran mixtas, en orden a optimizar recursos, incluía una cláusula en los contratos que establecía con empleados y medianeros por los que estos se comprometían a enviar a sus hijos a la escuela diariamente. Contrató a un pequeño grupo de maestros y maestras para que las gestionasen y él actuaba como supervisor de las mismas. No era extraño verlo, siempre que podía, a pie o a caballo, recorriendo los caseríos y comprobando la buena marcha de su proyecto.

Pero Arico no solamente pensaba en sus vecinos, a lo largo del tiempo ha dado muestras fehacientes de la misma actitud hacia el conjunto de los habitantes de la isla.  Cuando fue necesario para el desarrollo agrícola y posteriormente turístico del suroeste insular, junto a su hermana Fasnia perforaron sus cumbres con infinidad de galerías y trasladaron el preciado líquido a través del canal de Sur. Todos sus parientes y conocidos de la zona les están enormemente agradecidos por su altruismo, dado que fueron precisamente los dos hermanos los menos beneficiados por estas importantes obras que abrieron nuevos horizontes a los eriales del Suroeste.

En otras ocasiones ha puesto a disposición del resto de la isla, quiero decir, de su familia, su territorio en aras del bien común, sin importarle las consecuencias. Por ejemplo, cuando se decidió construir un sanatorio para enfermos de lepra, Arico puso a disposición del Cabildo amplios terrenos en Abades. Esa enfermedad era una lacra en aquellos tiempos, producto de la miseria y la pobreza. La alarma social que provocaba determinaba que los enfermos fueran recluidos en sanatorios. El de Abades fue proyectado por el mismo arquitecto que  realizó los del Mercado de Nuestra Señora de África, de la Casa Cuna o del cine Víctor. Por suerte, el éxito de nuevos tratamientos médicos evitó que llegase a recibir  enfermos, pero sus ruinas son testimonio de la generosidad de Arico.

Y lo mismo puede decirse con respecto a otras entidades e instituciones: que hacían falta terrenos para maniobras militares, pues allí estaba Arico ofreciendo los Llanos del Piojo, sin compensación alguna y privándose de un espacio costero con posible uso turístico. Que se hacía necesaria la instalación de un faro en la comarca, Arico no ponía inconveniente a su construcción en las proximidades de la Ermita de la Virgen de Abona. Y lo mismo puede decirse de lo relativo a la energía eólica. Cuando fue necesaria la instalación de multitud de aerogeneradores para la producción de electricidad y el desarrollo de las energías limpias, Arico ofreció su territorio, sin importarle los problemas de “contaminación visual”, en beneficio del conjunto de Nivaria.

Sin embargo, este altruismo también ha tenido sus repercusiones negativas, especialmente personales, aunque jamás se ha arrepentido de sus acciones. Resulta que su hermana Santa Cruz, durante muchísimo tiempo estuvo admitiendo los desechos de buena parte de la isla en las proximidades de la Refinería, creándose un inmenso vertedero, que como todo en esta vida llegó a colapsarse en un momento determinado. La situación era realmente grave y La Laguna, más que por solidaridad, por un sentimiento de culpa ya que estuvo durante mucho tiempo aprovechándose de su hija, ofreció temporalmente unos terrenos en la montaña del Aire para paliar el problema. Fue una medida temporal desde el primer momento.



Cuando el Cabildo decidió la creación de un inmenso vertedero que acogiese todos los desechos de la isla y al que todos sus familiares pusieron excusas, Arico, como siempre, en aras del bien común aceptó que fuese instalado en su territorio. Nuestro protagonista aceptó de buen grado; en primer lugar porque es incapaz de decir que no cuando alguien le pide un favor, pero también, porque era evidente que esta decisión beneficiaba a todos a “casi todos”, ya que a nadie, por muy solidario que sea, le apetece tener un vertedero en las proximidades de su casa.  Algunos, con un poco de ironía, dicen que la compensación económica que recibe por  este “favor” no está del todo mal, pero lo cierto es que no hay dinero que pague las molestias que está sufriendo. 

Lo más que le disgusta de todo este asunto es que a pesar de que considera que todos deberían estarle agradecidos, su actitud no se corresponde con lo que desearía, pues  son continuos los desprecios que recibe. En efecto, todo son pegas para reunirse en su casa cada vez que organiza una celebración, porque la mayoría alega problemas con el mal olor. Pero más le molesta y le hace sufrir  el hecho de que,  a diferencia de lo que ocurría con anterioridad a la instalación del vertedero, cuando todos los que pasaban por la  zona, camino del Norte o del Sur de la isla, se detenían a saludarlo, ahora pasan por la autopista a gran velocidad y cierran las ventanillas de sus coches. Todo esto le parece una falta de consideración, cuando son él y sus convecinos los que en realidad  sufren directamente estos “efluvios” y jamás se han quejado.

        La única persona con la que ha tenido un desencuentro ha sido su hermana Vilaflor, y no por motivos personales, sino precisamente por ayudar y defender los intereses de sus vecinos. Cuando se estableció en sus tierras apenas existían un par de ermitas en algunos pagos, ya que toda la zona pertenecía a la jurisdicción eclesiástica de la parroquia de San Pedro de Vilaflor, la más antigua de la vertiente meridional de la isla, después de San Pedro de Güímar. Los vecinos se veían obligados a cumplir sus obligaciones religiosas en aquella parroquia con las consiguientes molestias que ocasionaban la distancia y las malas condiciones de veredas y caminos. Así que pedían la creación de una parroquia en la zona, mediante la segregación de la de San Pedro.

     Este problema generó una serie de conflictos, no solamente de tipo “eclesiástico” en los que no le quedó más remedio que intervenir, consciente de que la razón estaba de parte de sus convecinos. Al final, después de muchos “dimes y diretes” el problema se resolvió con la creación de la parroquia de San Juan Bautista en el Lomo de Arico, con lo que el término consiguió la autonomía “religiosa”. Su hermana estuvo bastante tiempo sin hablarle, aunque al final han limado asperezas, porque Arico siempre mostró una actitud conciliadora. De sus vecinos obtuvo el agradecimiento y una muestra de afecto de la que está muy orgulloso y que comentaremos más adelante.

        Independientemente de todo lo que hemos comentado, Arico ha venido desarrollando numerosas actividades económicas que le han proporcionado notables ganancias, aunque todas ellas han sido invertidas en mejorar la vida de los demás, como ya hemos señalado. Empezó por plantar viñas y más tarde creó una bodega de la que salen vinos de óptima calidad. Paralelamente, con  los rebaños de cabras que tenía en las cumbres, obtuvo la materia prima necesaria para montar una pequeña fábrica de quesos, que también le ha dado muy buenos resultados. Por último, puede considerarse como pionero en la introducción del cultivo del olivo en la isla. Pero no sólo se dedicó al sector agropecuario, también puso sus ojos  y sus manos  en otras actividades  como el turismo: posee numerosos apartamentos en el Porís de Abona, Las Eras y San Miguel de Tajao, cuyo alquiler le  produce muy buenos resultados.

        Arico guarda un recuerdo imborrable de una anécdota del pasado que muy pocos en la isla o fuera de ella conocen. Todos  hablan de las primeras pistas de aterrizaje que se improvisaron en ese Sur mucho antes de la construcción del aeropuerto, como las del Camisón en las proximidades de Los Cristianos o la de Montaña Roja junto al Médano. Pero ya desde los años veinte del siglo pasado existía  otra en la zona del Bailadero, junto a la carretera que une el Lomo de Arico con el Porís. En enero de 1924, cuatro aviones del ejército  (entre ellos un hidroavión) realizaron un vuelo entre Tetuán y las Islas Canarias. Uno de ellos permaneció en Gran Canaria por avería, el hidroavión amerizó en la bahía de Santa Cruz y los otros dos se dirigieron a la pista “ariquera” donde aterrizaron, como estaba previsto. La prensa de la época dio cuenta del acontecimiento y de los agasajos que se  ofrecieron a los pilotos y a las autoridades que los recibieron.

        Anécdotas aparte y para ir concluyendo habría que recordar que Arico continua soltero y como lo fue de joven,  un auténtico “picaflor”, pero siempre con una discreción exquisita. Aunque se ha convertido en un trabajador infatigable, no ha perdido su espíritu juerguista y parrandero, porque como él dice: “hay tiempo para todo, sabiendo organizarse”. Ahora frecuenta menos las verbenas, sus gustos han cambiado un poco, quizás por influencia de sus parientes de Abona, mucho más jóvenes que él. Así, que en cuanto llega el fin de semana, se reúne con algunos de ellos y se lo pasa estupendamente en las discotecas de Las Américas.

        Su debilidad, no obstante, es Fasnia, su hermana. Desde que son vecinos han estrechado sus lazos fraternales y pasan juntos bastante tiempo. Cada año viajan con otros amigos aprovechando el IMSERSO, aunque aún no han conseguido que su hermana Güímar les acompañe, pero como dicen ambos: “todo se andará”.

En la actualidad, aquel muchacho del que su madre no pudo “hacer carrera” pese a sus intentos, vive una  existencia tranquila y equilibrada, sin renunciar por ello a aquellas pequeñas cosas que siempre le han gustado.  El lector podrá comprender que sea una persona enormemente querida y respetada por todos los que le conocen. A lo largo de este capítulo hemos podido ver como se ha desvivido por los demás, pero lo que pocos saben es que en realidad, a pesar de negocios y bastantes ingresos, todo está invertido en lo que él llama su “obra social”  y por ello vive muy modestamente; un ejemplo de ello es que tiene que utilizar estos viajes económicos de “la tercera edad” porque no dispone de lo necesario para hacerlos por su cuenta a través de una agencia. Pero él es feliz así.

Después de toda una vida, como se ha dicho, de entrega desinteresada a los demás, Arico tiene el orgullo de haber recibido el mejor regalo que jamás pudo esperar. En consideración a su actitud en defensa de los necesitados sin esperar recompensa alguna, sus convecinos decidieron crear un caserío en la zona alta del término, entre los lomos del Frontón y Madre del Agua, al que bautizaron en su honor con el nombre de “El Bueno”.



José Solórzano Sánchez ©