Rijkho
observaba desde su escondite mientras la claridad del día se esfumaba entre las
copas de los árboles y se acercaba el momento del descanso. La pequeña oquedad,
en la falda de la colina, aparecía oculta entre la vegetación. Había sido su
refugio nocturno durante algún tiempo, pero ya debía de ir pensando en cambiar
de lugar. Sabía que si quería sobrevivir, no era conveniente permanecer demasiado
tiempo en la misma zona del bosque.
El
espacio era muy reducido, incómodo, pero les protegía de las inclemencias del
tiempo a ambos. Estaba situado a la suficiente altura como para permitirle observar sin problemas todo lo que
ocurría a su alrededor. Y sobre todo, le
facilitaba el único momento del día en
que se permitía abandonarse a sus pensamientos, sin necesidad de estar
pendiente de cualquier sonido, e incluso, de cualquier silencio sospechoso.
Como
siempre, en cuanto el manto oscuro de la noche lo cubría todo, se abrazaba a
Khorij, cerraba los ojos y se sumergía en sus recuerdos. Era en estos momentos
cuando podía reestablecer una vez más los
vínculos con su pasado. No recordaba muy bien cuántas lunas habían
transcurrido desde que su mundo acabó y con ello cambió totalmente su vida. Sí
recordaba que en aquellos momentos tenía 22 etrok, es decir, periodos de doce
lunas, y desde entonces, ya habían pasado casi otras 120. A esa edad, unos 32 etrock y en su mundo
perdido, ya debería haber tenido una familia, y sobre todo, un hijo varón al que habría iniciado en El SECRETO.
Recordaba
la vida en la aldea, su familia, sus amigos, los trabajos, los ritos, y el temor constante, ancestral, a una visita imprecisa,
de alguien que no sabía quién. Desde niño, y aunque era algo que no se hablaba
jamás de una manera clara, sabía que si alguna vez llegaba, sería el fin.
Aunque él realmente nunca entendió que significaba el fin… intuía que sería
como lo que ocurría cuando algún anciano cerraba los ojos para no abrirlos
jamás, o alguien más joven sufría un accidente o unas fiebres; la familia y los
amigos lloraban durante un tiempo y luego se hacía un hueco en la tierra, en
los alrededores de la aldea, y se enterraban con algunos objetos y comida; a
partir de ese momento era tabú
nombrarlos e incluso pensar en
ellos.
Por eso
le remordía la conciencia cada vez que pensaba en su gente, en su vida pasada; era
consciente de que habían tenido su fin, y él no tenía derecho ni tan siquiera a
recordarlos… pero, ¡cómo no hacerlo!. Se sentía muy solo y aunque Khorij le entendía,
nunca pronunciaba las palabras que él necesitaba oír.
Recordaba
claramente el momento en que su padre, cuando tenía apenas 6 etrok, después de
una sencilla ceremonia, comenzó a iniciarlo en EL SECRETO. Cada noche, en
cualquier rincón de los alrededores de la aldea, repetía durante un buen rato
las palabras que éste le iba recitando, hasta que lograba memorizarlas; y así,
un día y otro, por muchas lunas. Algunas veces, si afinaba el oído, en el
silencio de la noche lograba percibir que a su alrededor se repetía el mismo
proceso con otros chicos, aunque no viese a nadie. De manera simultánea, todos los padres de la aldea, con
su hijo varón de mayor edad, en la oscuridad, alumbrados por la luna, repetían
en mismo rito, unas palabras, unas frases, hasta memorizarlas, y así, un día y
otro…
Todo lo aprendido y memorizado era
tabú… jamás debía repetirse a la luz del día, jamás nadie debía oír aquellas
frases misteriosas que en su mayor parte no entendía ¡eran tantas palabras sin
sentido!. Únicamente, tal como estaba haciendo su padre con él, y habían hecho
anteriormente su abuelo y su bisabuelo, cuando tuviese un hijo varón debería repetir
estas palabras para que su hijo las memorizase, para luego transmitirlas a su
futuro nieto.
No sabía por qué, pero solo los niños
podían acceder a estos SECRETOS, por eso, cuando en una familia solo nacían
niñas, esta adoptaba al hijo menor de algún
vecino, para que EL SECRETO que les correspondía se perpetuase. Había
comprendido que desde tiempo inmemorial cada familia tenía su SECRETO, por lo
que deberían de ser bastantes, pero nadie conocía el de los demás.
En realidad, cuando comenzó todo este ritual,
su padre no le explicó demasiado, apenas lo recordaba pues era muy pequeño. Su
misión era simplemente memorizar todo lo que salía de la boca de su progenitor.
Este pronunció una especie de oración, que hacía referencia a los tiempos de
los antepasados, y en ella solo pudo distinguir tres palabras, a las que no
podía ponerle forma, pero que le habían acompañado desde aquel momento. Estaba
seguro que su padre no conocía su significado, por eso nunca se preocupó en
preguntarle: C … L … B … .No se
atrevía a verbalizarlas, ni siquiera a
pensar en ellas, porque intuía que de algún modo, eran las responsables del fin
de su mundo y por eso le producían
auténtico terror.
Si
recordaba la cara de satisfacción de su padre cuando lo iniciaba en El SECRETO
y se sorprendía con sus progresos. Desde que comenzó, lograba memorizar sin
problemas, a gran velocidad. Cuando por
fin completó su tarea y pronunció
la última palabra aprendida: ”VALE”, su padre le dijo que jamás volverían al
bosque por las noches, porque ya todo estaba hecho. En aquel momento le confesó
que se sentía muy satisfecho y que le
consideraba alguien especial, porque
había conseguido memorizar EL SECRETO en la mitad de etrok que necesitó él.
Y así, poco
a poco, con estos pensamientos se fue abandonando al sueño, sintiendo el calor
de Khorij a su lado. Este duró muy poco, como era ya habitual, volvieron las
pesadillas y el despertar sobresaltado
con un grito. Se alzó de golpe bañado en sudor, temblando y con el corazón que
parecía querer salirse de su pecho… y volvió a ver con la misma claridad el fin
de su aldea y de todo lo que había sido su mundo hasta entonces. Recordó cómo,
cuando empezaron a oírse los primeros gritos en mitad de la noche y a
iluminarse la aldea con el fuego que venía quien sabe de dónde, su perro Khorij
salió huyendo hacia la espesura del bosque. Él, aún medio dormido, le siguió corriendo, sin tan siquiera mirar atrás; y
así, se fue internando cada vez más entre los árboles, llenándose de golpes y
arañazos, sin detenerse y sin hacer caso a los gritos de terror que resonaban a
sus espaldas.
Al final consiguió encontrarlo cuando
amanecía. Se había alejado tanto de la aldea que le costó mucho regresar. Cuando
al fin llegó, el espectáculo era aterrador. Todo había sido arrasado,
incendiado, solo había cenizas y cuerpos
mutilados, irreconocibles. No tuvo fuerzas para buscar a sus seres queridos.
Algo le impulsó a alejarse de allí; volvió a correr, esta vez a mayor velocidad
y seguido por Khorij; no se detuvo hasta que falto de respiración
cayó inconsciente. Al despertarse, todo le parecía un sueño, pero no lo era.
Comprendió que se había salvado gracias a Khorij; si no hubiese sido por éste, ahora también él
hubiera tenido su fin.
Y en
estos pensamientos estaba, cuando comenzaron a venir a su mente los recuerdos
de una conversación que oyó en una ocasión, sin quererlo, mientras unos ancianos se encontraban reunidos. Debía ser algo
muy importante, porque hablaban con
seriedad y en voz baja. Solo conseguía recordar retazos, sin relación unos con
otros; alguien nombró a los “sacerdotes guardianes de la nada”, no entendía que
significaba la palabra sacerdote, pero si escuchó decir a otro, con temor, que
desde hacía cientos de lunas tenían como misión hacer desaparecer todos los
recuerdos del pasado, y por eso, si encontraban
la aldea, sería su fin. Ahora comprendía porque esta se trasladaba periódicamente de un lugar a otro y se
borraba todo rastro para que no quedara ningún testimonio de su presencia en
aquellos claros. También recordó, de
improviso, que cuando un anciano hablaba de los tiempos remotos que todos
habían olvidado, oyó pronunciar por primera vez, a alguien que no fuera su
padre, aquellas tres palabras cuyo significado desconocía, las primeras que éste
pronunció cuando lo inicio en EL
SECRETO: CIUDADES … LIBROS… BOMBAS… ¿qué
significaba aquello?
Por
primera vez las pronunció en voz alta y sin temor; ya no había nadie que
supiera que había violado el tabú. Estaba enfadado, consigo mismo, con aquellos
“sacerdotes guardianes de la nada”, con la gente de su aldea que lo habían
abandonado. Ahora estaba solo y se envalentonó. Pensó que ya no servían de nada
sus juramentos de preservar el SECRETO, ya no habría un hijo a quien
transmitírselo y éste caería en el olvido cuando a él le llegase su fin. Entonces,
en medio de la oscuridad de la noche y sin ningún tipo de temor, comenzó a
recitar su SECRETO desde las primeras palabras:
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo…”
©
José Solórzano Sánchez