Vilaflor es, por edad, la tercera de las hijas que
tuvo La Laguna de su matrimonio con el Capitán General. En realidad siempre ha
sido, junto a Fasnia, de las menos conocidas, sobre todo si las comparamos con
La Orotava, Güímar o Santa Cruz. Sin embargo, no quisiera con este párrafo
introductorio confundir al posible lector porque como podrá comprobar, aunque de menor fama,
no por ello su trayectoria vital ha sido menos interesante o rica.
Sus primeros años de vida en el hogar familiar no
se diferenciaron mucho de lo que ya hemos comentado en relación a Güímar o
Fasnia. En síntesis, tres niñas que crecieron a la sombra de la primogénita en
todos los sentidos y cuyas personalidades prácticamente anulaba. Tampoco
gozaron de las atenciones maternas del mismo modo que el resto de sus hermanos.
Como hemos ya comentado, La Orotava copó por completo y casi hasta su adolescencia, el
afecto, interés y las expectativas de su madre. Arico, quizás por ser el único
varón y el “ojito derecho” de su padre, sustituyó a su hermana mayor en el
interés de su madre cuando aquella se emancipó. Por último, Santa Cruz, la
benjamina y posiblemente la más deseada tras los desencuentros que tuvo la
pareja ante las constantes “deslealtades” del Capitán General, pudo gozar
durante un breve periodo de las atenciones de la “ilustre dama”.
Güímar compartió, al menos durante un tiempo, aquella
especie de colegio privado que había organizado La Laguna en su hogar para la
primogénita. Vilaflor, en cambio, no tuvo tanta suerte y como Fasnia, desde muy
pequeña acompañó a su hermana Güímar al colegio de las “monjas” de Aguere que ya hemos nombrado. Allí realizó
sus estudios básicos y secundarios con excelente aprovechamiento, porque como
diría el refrán que me permito modificar: “la inteligencia de la fea, la guapa
la desea”. Lo de “fea” es un concepto muy relativo y no es precisamente un
término que yo haya acuñado para referirme a las tres hermanas, sino que fue su
propia madre la que lo utilizó sobradamente durante años, aunque “suavizándolo”
según las circunstancias.
Si el lector recuerda algo del capítulo dedicado a
La Laguna, le vendrá a la memoria el accidente que esta tuvo mientras regresaba
en carruaje desde el Llano de los Viejos, tras el encuentro, o mejor dicho, el
“desencuentro” con su marido. Hablamos del impacto que supuso para ella el
pensar que podría haber dejado seis huérfanos sin el amparo de una madre. Lo
que nadie sabe es que el incidente tuvo un efecto aún mayor en su hija
Vilaflor. La niña, que en aquellos momentos asistía a catequesis y empezaba a
experimentar ciertas inquietudes religiosas,
quedó profundamente “traumatizada” como diríamos hoy en día. Al ser tan
introvertida, nadie de su entorno advirtió el problema. Lo que en la actualidad
posiblemente se hubiese resuelto con un poco de atención materna y un breve
tratamiento psicológico, se convirtió en algo de mucha mayor envergadura.
Vilaflor, totalmente desorientada y sin nadie a quien acudir, se aferró a lo
que tenía más cerca y fue presa de un intenso fervor religioso.
Cuando estas circunstancias afloraron, provocaron
una fuerte preocupación en su madre, porque la niña, ante los requerimientos de
ésta, manifestó que quería ser “monja y santa como La Siervita”, así, de
carrerilla y sin respirar. Podrán imaginar el desconcierto de La Laguna, que
inmediatamente solicitó consejo a todo el que se lo pudiese dar. La niña tuvo
una entrevista “psicológica” con la abadesa del convento de Santa Catalina, muy
amiga de su madre y a la que conocía muy bien. Aquella conversación resultó
bastante provechosa, al menos para la estabilidad “mental” de la niña, y por
ende, de su madre. La abadesa la convenció de que dada su edad no procedía un
ingreso en el convento, que meditase mientras continuaba su vida en familia y
sus estudios, y cuando llegase el momento adecuado, se repetiría la
conversación. Además, con mucho juicio, le hizo ver que el fervor se podía
vivir con calma y discreción y que no
era necesario “el martirio” para alcanzar la santidad.
Esta breve y oportuna entrevista sirvió para
tranquilizar los ánimos y traer la calma a la familia durante algunos años, al
menos en lo que se refiere a este asunto. La Laguna y todos los que estuvieron
al corriente de la situación pensaron que estas ideas infantiles “alocadas” se diluirían con el paso del
tiempo, y casi se convencieron cuando
comprobaron que Vilaflor llevaba
una vida totalmente normal junto a sus hermanos.
Pero como suele ocurrir, el paso del
tiempo no es la medicina más efectiva para resolver ciertos temas; en cuanto la
chica acabó el bachiller y su madre esperaba ansiosa que le comentase con qué
estudios superiores pretendía continuar, ésta le planteó que quería volver a reunirse
con la abadesa de Santa Catalina, tal como habían acordado años atrás. La propuesta
le cogió en un mal momento, porque se hallaba enfrascada en los problemas que
le ocasionaba el comportamiento de su hijo Arico y sus frecuentes salidas del
seminario, así que, casi sin pensarlo, accedió a que se celebrase la
entrevista.
Vilaflor, como el resto de sus hermanos, podría
tener un carácter muy singular, pero si había algo que compartía con los demás,
seguramente producto de la herencia genética materna, era la determinación para
cumplir sus objetivos. Así que la chica, siguiendo aquellas sugerencias, había
corrido un velo más que tupido sobre el asunto, durante el tiempo que consideró
prudencial. Pero pasado éste, había llegado el momento de poner las cosas
claras.
De la entrevista con la abadesa y ante
la determinación y el tesón de la muchacha, salió el acuerdo entre ambas, de
que previa autorización de su madre y con la dote correspondiente, podría ingresar como novicia
en cuanto se tramitasen el resto de requisitos necesarios. Vilaflor no cabía en
sí de gozo cuando volvió a casa a comunicárselo a su madre, ilusa ella,
convencida de que ya estaba todo resuelto.
La Laguna, ahora con la mente más clara,
puso el grito en el cielo y se negó rotundamente a dar su autorización. Se dice
que jamás se oyó en Aguere vociferar de tal manera a la “ilustre dama”, cuyos
gritos llegaban a la plaza de la Concepción. Ante las lágrimas de la chica y
posiblemente alguna “sutil” advertencia
que hizo a su madre y que nunca conoceremos, ambas acordaron darse unos
días para meditar tranquilamente y retomar la cuestión.
La Laguna, como solía decir, lo tenía
“muy claro”; con dos hijas “malcasadas”, otra abocada a la soltería y la más
pequeña excesivamente “moderna y liberal”, no estaba dispuesta a desperdiciar
la única oportunidad real que le quedaba
de contar con una hija casada “como Dios manda” y como ella siempre había
soñado para las cinco. Eso de que su “última” oportunidad, como la llamaba,
acabase de por vida en un convento, no entraba en sus planes. Además, si
hubiese sido un chico, todo sería más fácil, tal como pensaba para Arico. Un
hombre, con los medios y apoyos necesarios
podría desarrollar una brillante carrera en el ámbito eclesiástico: obispo,
arzobispo, cardenal, incluso ¡Papa!. Pero para una mujer las posibilidades eran
diferentes, la escala más elevada a la que podía acceder era a la de abadesa y
ello, aunque llevase aparejado cierto prestigio, era de poca “visibilidad”,
siempre encerrada en un convento; nada que ver con la jerarquía masculina que
participaba en todo tipo de eventos públicos, a cual más solemne, y en los que
podría ocupar un lugar de relevancia como “madre de”. Por ello, estaba
convencida de que posiblemente con un poco de presión y alguna que otra
promesa, la chica cedería.
Para no alargar más el asunto, diremos
simplemente que Vilaflor consiguió su
propósito porque ante su determinación y argumentos, a su madre no le quedó
otro remedio que ceder al fin. La chica comenzó su vida como novicia en el
convento de Santa Catalina de la plaza del Adelantado. Su “breve” estancia
(enseguida aclararemos lo de breve) comenzó llena de alegría y satisfacción,
justo a mediados de septiembre, poco después de las fiestas del Cristo.
Nada más comenzar el invierno lagunero,
la chica experimentó los primeros problemas de salud; la humedad de las celdas,
el frío constante, un ambiente plagado de hongos por la antigüedad y mala
conservación del edificio, así como una parca alimentación, son capaces de
echar por tierra la salud de cualquier persona. Sobra aclarar que el invierno
lagunero es el ambiente ideal para peces, anfibios, crustáceos e incluso,
moluscos, pero no el más adecuado para los seres humanos. Así que Vilaflor
cogió una grave pulmonía que se agudizaba por días y aunque su madre envió a
los mejores médicos que conocía, la chica no mejoraba. Los doctores le
recomendaron que se trasladase al hogar materno, donde las condiciones eran más
adecuadas y podría ser atendida sin problemas. En efecto, gracias a los cuidados
de su madre y sobre todo de su hermana Fasnia, la chica superó su enfermedad.
En cuanto mejoró un poco y mientras llegaba la primavera se trasladó al valle
de Taoro, a casa de su hermana mayor, para pasar la convalecencia.
No se volvió hablar más del tema durante
algún tiempo, pero La Laguna, temiendo una “recaída” en su vocación y
consecuentemente en sus problemas de salud, ideó una estratagema para poner
tierra por medio entre su hija y el convento. En consideración a sus problemas
respiratorios, de los que aún quedaban algunas secuelas, le aconsejó trasladarse al pueblo de Chasna,
donde según contaban “el clima era ideal en verano para los enfermos de pecho,
por su atmósfera pura saturada de
saludables emanaciones resino-balsámicas procedentes de sus pinares”.
Tras la amarga experiencia que vivió
su hija La Orotava, durante su infancia,
ahora no se volvería a repetir el error; era evidente que el clima de Chasna era excepcional ¡pero en verano!
Además, las comunicaciones con el lugar habían mejorado mucho, especialmente
desde que La Orotava había renovado el
“Camino de Chasna” desde la Villa al Portillo. También el pueblo había crecido
bastante y allí continuaban residiendo
algunos miembros de los Bethencourt, con los que guardaban muy buena relación,
aunque su hijo Pedro ya se había trasladado a Guatemala.
Después de lo mal que lo había pasado y
deseando recuperarse definitivamente cuanto antes, Vilaflor consideró que pasar
los próximos meses en aquel lugar
posiblemente le garantizaría una salud como la de antes y , por tanto, era
una buena opción. Allí se trasladó en compañía de dos sirvientas, Jardina y
Gracia, y una viuda amiga de su madre, en la que tenía gran confianza y que se
encargaría de velar por el buen nombre de la muchacha. Se instalaron en una
casa muy cerca de la iglesia del pueblo, justo al lado del hogar de los
Bethencourt.
Para Vilaflor su estancia en aquel lugar
constituyó una experiencia inolvidable; disfrutaba enormemente paseando en
medio de aquellos pinares y haciendo excursiones al “Pino Gordo”, para luego
pasar las horas leyendo vidas de santos a su sombra; también eran frecuentes
los paseos a alguna de las muchas fuentes de aguas medicinales que rodeaban el
caserío. Además, tuvo ocasión de conocer a diferentes miembros de la familia de
los Soler, comerciantes de origen catalán a los que se consideraba fundadores
del pueblo y de la ermita de San Pedro, ya desde los tiempos de su abuelo don
Alonso. Posteriormente habían adquirido el Mayorazgo de Vilaflor que comprendía grandes extensiones de tierras
en lo que había sido el antiguo menceyato de Abona, además de abundantes
caudales de agua. Con ello se habían convertido en una de las familias más
ricas y poderosas no solo del Sur sino de toda la isla.
Parece ser que su primogénito se
interesó por la muchacha, según dicen las malas lenguas, que siempre las hay,
más en busca de estrechar relaciones con la “ilustre dama” que por otros
motivos. A Vilaflor le pasó desapercibido este interés, porque ella solo
pensaba en sus meditaciones y en disfrutar de su estancia en aquel lugar tan especial.
Habría que hacer un breve comentario
sobre los pensamientos que intranquilizaban a la Laguna durante el tiempo que
su hija permaneció en Chasna. Como el lector recordará, el lugar le traía a la
memoria un momento crítico en su vida
cuyo recuerdo le provocaba una gran angustia, sobre todo cuando le asaltaba la
idea de que su gran secreto pudiese salir a la luz. Lo cierto es que estaba casi segura de que su estancia en el lugar
pasó desapercibida, primero porque no alternó con nadie del caserío, en aquel
entonces insignificante, y sobre todo, porque tuvo la prudencia de residir algo
retirada de éste, en un lugar que denominaban Ifonche; además toda la
servidumbre procedía de distintos lugares de la isla. Pero como hemos dicho,
siempre existía alguna inquietud cuando lo que estaba en juego era la
reputación de la ciudad, perdón, de la persona más importante de la isla. Con
todo, aunque solo fuese por la salud de
su hija, igual que ocurrió años atrás con La Orotava, merecía la pena correr
este pequeño riesgo.
Cuando el otoño empezó a notarse, la
chica, totalmente restablecida y sus acompañantes regresaron a Aguere. Durante el camino tenía la sensación de que
su vocación comenzaba a flaquear un poco, porque después de haber disfrutado de
aquél ambiente idílico entre bosques y montañas, no se resignaba a pasar el
resto de sus días tras los muros de un convento. Pero a su vez, pensaba que las
consecuencias de llevar adelante su vocación habían sido lo suficientemente
serias como para no poder echarse atrás, así que su vida en aquellos momentos
era un verdadero dilema.
Una vez llegado el momento de poner las
cosas en claro con su madre, las circunstancias, imprevisiblemente, se pusieron
a su favor. La Laguna manifestó que no iba a consentir de ninguna de las
maneras su vuelta al convento si ello significaba poner en peligro su salud, y
que haría lo imposible por conseguirlo. Esta decisión irrevocable de su
progenitora fue el empujón que
necesitaba para renunciar a la vida monástica, sin que fuese una decisión suya,
sino obligada por las circunstancias. Ante la sorpresa de su madre, fingió
acatar su propuesta sin rechistar; solo
exigió que se le permitiese llevar a cabo los estudios superiores de Teología.
La Laguna también cedió a su petición
como prueba de buena voluntad, aunque dejó claro que iba a resultar algo complicado.
En efecto, desde hacía un tiempo los agustinos
habían inaugurado la facultad de Teología en Aguere, estudios que tenían una
gran demanda y a los que acudían clérigos de todo el Archipiélago. Sin embargo,
no se contemplaba la presencia de mujeres entre los estudiantes. No obstante,
La Laguna ejerció toda su influencia y después de no pocas dificultades
consiguió que Vilaflor pudiese cursar los estudios que deseaba, eso sí,
cumpliendo ciertas condiciones. Debía asistir a las clases separada del resto
de los estudiantes por medio de una especie de biombo y tenía que estar
acompañada durante las mismas por “una persona de respeto”. Esta función era
habitualmente desempeñada por alguna viuda amiga o conocida de La Laguna,
aunque en no pocas ocasiones fue sustituida por su hermano menor Arico.
Parecía que al fin la chica había conseguido el
ansiado equilibrio en su vida. Pasado cierto tiempo se presentó
en Aguere el matrimonio de los Condes del Pinalito y la Fuente Amarga, a
la sazón titulares del Mayorazgo de Chasna, con los que su madre había tenido
más de un encuentro en actos oficiales. El motivo de su visita era pedir la
mano de su hija Vilaflor para su
primogénito y heredero del Mayorazgo. La Laguna vio el cielo abierto y
el mejor regalo que la vida le podía ofrecer en estos momentos; pero conociendo
a su hija, respondió que aunque para ella era un honor, la decisión estaba en
manos de la muchacha.
La matriarca no perdió el tiempo, puso a trabajar
inmediatamente a todos sus asesores, escribanos y contables para que recabasen
pruebas fehacientes de cuál era el patrimonio real de la familia. No podía
permitir que se repitiese el chasco del matrimonio de su hija Güímar. Tal como
suponía, los bienes de los condes, y por ende, de su primogénito, eran más que
considerables. Además, la alianza entre ambas familias les permitiría un mayor
control de los distintos resortes del poder en Nivaria.
Faltaba solo lo más difícil, es decir, convencer a
la muchacha. Curiosamente resultó extremadamente sencillo, porque ésta
consideró, que una vez descartada la vida religiosa, solo le quedaban dos
opciones, o una soltería angustiosa junto a su madre durante el resto de su
vida, o un matrimonio, que aunque en cierto modo sería de conveniencia, le
permitiría obtener ciertas ventajas. La decisión era fácil; el futuro conde era
un joven guapo, educado y bastante inteligente, según había podido comprobar
durante el tiempo que lo trató; además, podría pasar el resto de sus días en
aquel ambiente montañoso entre pinares, lleno de paz y tranquilidad y muy
alejada de su madre.
Naturalmente, aunque los preparativos para una boda
de esas características se dilataron bastante, no hubo tiempo suficiente para
que la muchacha finalizara sus estudios; no obstante, ya había adquirido los
conocimientos fundamentales y solo
bastaba profundizar en ellos con las
lecturas adecuadas; al fin y al cabo tampoco “la teología” iba a constituir su
medio de vida. Ni que decir tiene que la ceremonia se celebró, como
correspondía, en la iglesia Catedral de Los Remedios, con la participación de
todos los allegados de una y otra
familia. La Laguna no poseía demasiadas
tierras en lo que había sido el antiguo menceyato de Abona, por lo general, se
trataba de eriales costeros solo aptos
para el pastoreo; las más productivas y
las aguas, como ya comentamos, pertenecían al Mayorazgo de su consuegro. Sin
embargo, no fue tacaña con su hija y le concedió como dote todos los terrenos
que poseía en la comarca, sin otro tipo de consideraciones.
La pareja se trasladó inmediatamente a la antigua hacienda
de los Soler en Chasna, donde residirían el resto de sus vidas. El Conde
falleció poco después y el primogénito heredó el Mayorazgo, convirtiéndose
Vilaflor en la única de las hijas de La Laguna que emparentaba con la nobleza
de la isla, lo que la llenaba profundamente de orgullo. Para la muchacha, sin
embargo, no representó un cambio notable en su existencia; no daba excesiva
importancia a títulos, prerrogativas, etc. Lo cierto es que la “exnovicia”
inició una idílica existencia en aquel ambiente al que adoraba, incluso los
inviernos le resultaban infinitamente más soportables que los de Aguere, a
pesar de la nieve y las bajas temperaturas.
Al poco tiempo llegó la primera de sus hijas,
Arona, y casi inmediatamente después, la benjamina, Granadilla. Las niñas se
convirtieron en la alegría de sus padres y con ellas volvió a repetirse el
patrón que imperó en el hogar de la “ilustre dama”: hijos completamente
diferentes tanto en carácter como en apariencia física. Solamente adelantaremos
algunas pinceladas sobre las de
Vilaflor, porque más adelante, en nuevos capítulos, hablaremos de ellas como
corresponde.
Arona, la primogénita, repetía el modelo de su
madre y sus tías Güímar y Fasnia: introvertida, obediente y no demasiado
agraciada físicamente. Solía pasar bastante desapercibida, bien “motu proprio”,
bien porque los demás no le prestaban demasiada atención o sobre todo, porque
su hermana ocupaba todo el interés de quienes les rodeaban. En efecto,
Granadilla era el vivo retrato de su abuela y de su tía La Orotava, tanto por
su físico como por su arrolladora personalidad. La niña, al crecer, se
convirtió en un “bellezón”, que hacía sombra a cualquiera de las muchachas del
sur de la isla. Desde su nacimiento, para La Laguna fue su nieta preferida y no
se cansaba de demostrar tal predilección. Su tía La Orotava, por su parte, en
cuanto la vio, se empeñó en amadrinarla y lo consiguió. En suma, parecía que la
chica estaba destinada a continuar la tradición de “gran señora” que ostentaban
tanto abuela como tía, aunque para muchos ella era un poquito más “rustica”, no
sabían cómo explicarlo, pero algo así
como “menos delicada”; no hay que
olvidar que ya eran otros tiempos y el ambiente en que se desarrollaba habitualmente su existencia no daba para más.
En efecto, toda la vertiente meridional de la isla, desde la ladera de Güímar
hasta los Gigantes, ocupó durante siglos en Nivaria un lugar marginal en todos
los aspectos.
La familia disfrutaba de una vida tranquila y
placentera en aquellas montañas entre pinares, cuando se produjo un
acontecimiento terrible que iba a cambiar por completo sus vidas. Era sabido
que los titulares del Mayorazgo llevaban siglos de litigios con la mayoría de
los chasneros por la propiedad de tierras y aguas, lo que generó una enorme
enemistad entre ellos. Un día en que el Conde regresaba a caballo a Chasna,
después de realizar inspecciones en algunas de sus propiedades, fue emboscado.
Varios encapuchados le dispararon y acabaron con su vida, hiriendo también al
criado y a su hijo, que los acompañaba. La justicia nunca consiguió dar con los
culpables y Vilaflor, a los pocos años de casada, pasó a convertirse en viuda.
La enorme tragedia que vivió demostró su temple y
valía. Aquella novicia frustrada, a partir de entonces pasó a dirigir los
destinos de Chasna como hasta entonces nadie lo había hecho. Además, algo
positivo tuvo aquel terrible suceso; indirectamente
su familia se incrementó con aquel varón que siempre deseó. En aquella
emboscada donde falleció su marido fue herido ligeramente el hijo de su criado
y en cuanto llegaron a Chasna, Vilaflor lo instaló en una habitación junto a la
suya y a las de sus hijas y le procuró todo tipo de cuidados médicos hasta su
recuperación. El niño, casi de la misma edad que Granadilla, con el tiempo fue
adoptado y se convirtió en un miembro más de la familia. Su nombre era San
Miguel y de éste también hablaremos detalladamente en un nuevo capítulo.
Lo cierto es que Vilaflor comenzó con muy buen pie
su nuevo estado civil. Unos creen que fue porque ya sus vecinos la conocían y habían comprobado que era una
persona extraordinaria, muy sensible, educada y atenta a los demás; otros,
porque consideraban que en realidad ella formaba parte de la familia de los
señores del Mayorazgo solo por casualidad y además, desde hacía muy poco tiempo;
y otros, quizás por la pena que les producía ver a una joven viuda con dos
niñas. Por cualquiera de estos motivos o por todos ellos, se acabó de golpe la enemistad secular entre
los chasneros y la familia más poderosa de la comarca. Obviamente, no pudo
asumir el título de su marido, pero sí administrar como usufructuaria todas sus
posesiones. Y comenzó muy bien su labor, correspondiendo a la mano tendida de
sus vecinos con medidas de todo tipo que permitieran limar asperezas. Así, sin
proponérselo, Vilaflor poco a poco fue creándose el apelativo que la acompañará
hasta hoy en día : “la señora de las montañas”.
Hay varias localidades en Nivaria que reclaman para
sí el ser pioneras de la actividad turística de la isla; dado que los primeros
pasos de ésta estuvieron ligados al
“turismo de salud”; apelando a la información existente tanto Güímar como el
Puerto de la Cruz vienen reivindicando para sí tal honor. Lo que es menos
conocido es que la primera localidad del Sur-Suroeste de la isla que contó con
lo que podríamos denominar “incipiente” actividad turística” fue precisamente
Vilaflor, alguna centuria antes de que existiese tan siquiera el núcleo de Los
Cristianos. En efecto, desde el siglo XVIII hasta mediados del XIX la localidad
fue visitada por numerosos forasteros, extranjeros
en su mayor parte, que venían a reponerse de sus dolencias pulmonares. La
pureza del aire chasnero, por su altitud y abundancia de pinares, junto a lo
reputado de sus aguas medicinales, eran sus principales incentivos.
Estas aguas y la pureza del aire fueron citadas por
personajes de la talla de G. Glas, Viera
y Clavijo (quien afirmó que las aguas de la localidad eran las más reputadas de
Canarias), S. Berthelot, Alfred Diston, etc.
Viendo una excelente oportunidad en esta novedosa actividad, Vilaflor
propició la instalación de algunas casas de huéspedes para alojar a los
numerosos visitantes que acudían durante los meses de verano. Los
establecimientos más representativos fueron “La Fonda” y el conocido “Hotel San
Roque”.
Durante el verano se celebraban fiestas y
recepciones a las que Vilaflor acudía para agasajar a los visitantes y muchas
veces le costaba explicarles las diferencias existentes entre los términos
Chasna/ Abona/ Vilaflor; éstos a veces se mezclaban y superponían creando gran
confusión. Por ello, y conociendo la capacidad de su hermana Güímar, le encargó
un estudio histórico que le aclarara los citados vocablos. Después de varios
meses de ardua labor en los archivos del Cabildo y en los del Mayorazgo, Güímar
llegó a las siguientes conclusiones:
a)Abona
es el nombre del antiguo menceyato aborigen, situado entre los de Adeje y
Güímar y que abarcaba lo que hoy serían los municipios de Arona, San Miguel,
Granadilla, Arico y Vilaflor.
b)Chasna
es un vocablo aborigen que designaba a un sector del menceyato de Abona,
lindante con el de Adeje, que ocuparía lo que hoy es el término de Vilaflor.
c)Vilaflor
(inicialmente Villaflor) es el
nombre del caserío que surge tras la conquista en la zona de Chasna.
d)Abona
volvió a utilizarse tras la conquista para referirise a toda la jurisdicción
del pueblo de Vilaflor y que se correspondía aproximadamente con el antiguo
menceyato homónimo.
e)El topónimo castellano Vilaflor y el aborigen Chasna
se han venido utilizando indistintamente para referise a la localidad desde su
fundación. Desde el siglo XVIII también se ha utilizado Vilafor de Chasna.
f)Con el paso del tiempo se usó el termino Chasna para referirse a toda la comarca
que perteneció a la jurisdicción de la localidad.
Como conclusión, lo que actualmente conocemos como
comarca de Chasna (a veces Abona) debe su nombre al pueblo, y no
lo contrario.
Además de estas conclusiones, Güímar también
ofreció un pequeño regalo a su hermana, fruto de una breve investigación que
llevó a cabo y que no estaba incluida en su encargo. En efecto, desde hacía
siglos se venía hablando de la leyenda de la “Flor de Chasna” y que habría dado
nombre a la localidad. Según parece, Pedro de Bracamonte, uno de los capitanes
de Lugo, descubrió en el barranco de Chasna a una bella muchacha aborigen, a la
que llamaban la “Flor de Chasna” y la
hizo prisionera. La joven escapó y el capitán murió después de varios meses,
loco de amor y repitiendo continuamente la expresión “Vi la flor del valle”. Güímar,
después de un concienzudo estudio, demostró que el origen de esta leyenda tiene
muy poca base real, aunque puedan ser ciertas algunas pinceladas. Adujo dos
razones fundamentales, la primera, que no está probada la existencia del tal
Bracamonte y que pudo ser fruto de la imaginación de Viana, y la segunda, que
Vilaflor se llamó originalmente “Villaflor” y posteriormente el topónimo sufrió
una transformación.
Pero no fue ésta la única ocasión en que Güímar
tuvo que ayudar a su hermana en este tipo de asuntos gracias a su
especialización tanto en archivos como
en general, en Historia. El asunto tuvo que ver con el lugar de nacimiento del
personaje más significativo de la localidad y uno de los más reconocidos en
Canarias, el hermano Pedro de Bethencourt.
En el camino que desde la cumbre se dirigía a la
costa, usado tradicionalmente por pastores y viajeros, vivía La Escalona. Había
trabajado como sirvienta en la hacienda
del Mayorazgo, en la que ocupaba un lugar de cierta confianza. Posteriormente
se casó con Ifonche, un vecino del lugar,
y dejó su ocupación para trabajar
las tierras como medianera del Conde la una, y de Adeje, el otro. Nadie lo sabe
a ciencia cierta, pero desde que llegó Vilaflor al lugar, de desató la aversión
de la sirvienta hacia su ama. Con el paso de los años esta aumentó, sin que la
señora diese motivos para ello.
Cuando la figura del Hermano Pedro comenzó a
adquirir verdadera relevancia, La Escalona, con el fin de menoscabar la
importancia de Vilaflor con relación a éste, inició la polémica. En efecto,
aunque existía la conciencia “oficial” que el Beato había nacido en el pueblo,
basándose en la tradición oral de sus antepasados, muchos chasneros, dirigidos
por La Escalona e Ifonche, sostenían que
el lugar de su nacimiento había sido el caserío del Hoyo, en Ifonche. La pareja
comenzó a organizar visitas y romerías al lugar con el simple objetivo de
incomodar a Vilaflor. Como podrán imaginar, Güímar se encargó de elaborar un
estudio minucioso al respecto y pudo demostrar que sin lugar a dudas, tal como
aparecía en las diferentes fuentes consultadas, el Hermano Pedro de Bethencourt
había nacido en 1626 en el pueblo de Vilaflor de Chasna, en una casa situada
justo detrás de la parroquia de San Pedro. Con tales conclusiones se dio por
zanjada la cuestión sin necesidad de entrar en discusiones y litigios, porque
Güímar, por encima de hermana, era una especialista de solvencia reconocida en toda la isla y fuera de ella.
Con sus hijos ya independizados y viviendo sus
vidas, aunque muy cerca de ella, Vilaflor lleva una existencia tranquila y
placentera. Hay quien le pregunta si no echa de menos cuando era la cabeza de
Chasna, la localidad más importante de la comarca en todos los órdenes. Siempre
responde que no ha perdido nada, simplemente le ha cedido la mayor parte de su
patrimonio a sus hijos, pero que ella conserva lo mejor, una riqueza de la que
jamás se separaría: el aire más sano y puro de la isla, los pinares más alegres
y las aguas más claras y cristalinas. También contesta que es la localidad de
las tres verdades irrefutables: posee la cabecera municipal situada a mayor altitud de todo el
Archipiélago (aunque muchos para halagarla le dicen que incluso de España, pero
ella sabe que no es verdad); es el municipio con menores cifras de población en
la isla y es muy difícil que alguno le suplante y la tercera, su nombre figura
siempre en lugar de honor como cierre a cualquier relación que se haga de los
municipios de Tenerife.
Estos comentarios no hacen sino poner en evidencia
su “sorna” chasnera, adquirida después de siglos residiendo en la comarca, sin
apenas haber salido de ella. Por su
forma de ser, su discreción, por la vida que ha llevado y sobre todo, por el
lugar donde habita, no es de extrañar que sea conocida como “la señora de las montañas”.
José Solórzano Sánchez ©
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