sábado, 1 de febrero de 2020

HISTORIAS DE LA FAMILIA NIVARIA-ACHINECH.7. ARICO. BONDAD Y GENEROSIDAD.






Arico es hijo de La Laguna; único varón entre cinco hermanas, nunca llegó a ser lo que podríamos llamar “el hombre de la casa” porque la presencia de su madre lo ocupaba todo.  Ésta, controlaba con dominio férreo a todos los que vivían en su hogar e impedía que cualquier persona que no fuese ella ocupase un lugar de relevancia en el mismo. Paradójicamente, en una sociedad tremendamente machista, donde la mujer ocupaba siempre un lugar secundario,  ella ejercía un “matriarcado absoluto”.

        Mujer profundamente religiosa y con numerosos contactos en el alto clero de la isla, soñó siempre con vivir en el Palacio del Obispado y  ello solamente sería posible cuando  poseyese un título: “madre del obispo”. Tampoco descartaba, como ya hemos visto, la posibilidad de que fuese creado el “arzobispado de Canarias” y elevar aún más su “estatus” como “madre del arzobispo”. Ni que decir tiene que su sede  estaría en Aguere, por mucho que se molestase Las Palmas.

Desde que su hijo Arico era muy niño comenzó a trabajar intensamente para conseguir sus propósitos. A los nueve años, apenas hecha la Primera Comunión y el Ingreso, lo hizo entrar en el Seminario. El chico, o mejor dicho, el niño, no se resistió y pues aunque lo hubiese intentado, no habría servido de nada.

Sin embargo, pasado el tiempo, cuando parecía que todo transcurría según los planes trazados por su madre, llegó el momento de la adolescencia y juventud, y con ello, el fin de sus sueños, o por  lo menos, el principio del fin. Mientras estudiaba en el Seminario pasaba los fines de semana en casa e incluso algunas tardes iba a merendar con sus hermanas; pero en lugar de dedicarse a la oración y a las lecturas piadosas en estos momentos de asueto, no había baile o fiesta que se le escapase: hoy en San Lázaro, la semana pasada en Guamasa, la siguiente en Las Mercedes o San Roque, etc.

        La Laguna delegó en él buena parte de la organización de las romerías anuales de San Benito a pesar de su juventud y escasa experiencia. Estaba convencida que era un modo de estrechar aún más los lazos con la Iglesia y de proyectar la carrera religiosa de su vástago. Pero a éste, más que las labores organizativas y “piadosas”, lo que realmente le interesaba de la romería era el “parrandeo” y el alterne con las muchachas de las agrupaciones que acudían desde todos los puntos del Archipiélago. Porque, hablemos claro, el muchacho no solo era aficionado a la fiesta, también le atraían bastante las chicas como resultaba evidente en los bailes y los paseos por la calle de La Carrera. No era tan apuesto como su padre, sobre todo porque le faltaba el uniforme, pero poseía una simpatía arrolladora que rápidamente encandilaba a quien lo trataba. La Laguna, comprendiendo la situación y para evitar un posible escándalo, lo sacó del Seminario

 Con la Universidad tan cerca de casa, lo normal hubiera sido que continuase allí sus estudios superiores, pero  también  en este caso, su madre tenía otros planes. Ya que no podía ser la “madre del obispo” por lo menos aspiraba a tener un hijo cirujano y por eso lo envió a estudiar Medicina a Cádiz, ya que aún no existían esos estudios en las Islas y ella tenía allí amistades que lo controlasen. Cádiz, según ella, siempre mejor que Madrid o Barcelona.

Allí pasó Arico dos de los mejores años de su vida. Nunca quiso estudiar esa carrera, simplemente se dejó llevar por los deseos de su madre, sin contradecirla y provocar un conflicto; luego bastaría que el tiempo pusiera las cosas en su lugar y además, las perspectivas de pasarlo bien durante algún tiempo en Cádiz, lejos de su progenitora, eran prometedoras.

La estancia en la “tacita de plata”, como hemos dicho, fue una experiencia enriquecedora (dejando a un lado el tema universitario). El ambiente de la ciudad y la cercanía de otros lugares igual o más “festeros” fueron un revulsivo para el muchacho, recién salido del Seminario. La asistencia o mejor dicho, la ausencia de las clases, se convirtieron en norma y demás de “embostarse” de tortitas de camarones, “pescaíto” frito y vino de Jerez, tuvo ocasión moverse por media Andalucía. Que si a Sevilla a la feria o a la Semana Santa, que si a Córdoba a ver la Mezquita, que si a Jerez a la feria del Caballo, cualquier excusa era válida. También realizó algunas rutas gastronómicas, como la del jamón de Jabugo, los embutidos de la sierra de Cádiz, el piñonate de Jimena, los langostinos de Sanlúcar o la fresa de Lepe.

Una de las cosas que más le impresionó de su etapa universitaria fue la romería del Rocío. El muchacho estaba acostumbrado a San Isidro o San Benito, y aquello le resultó realmente extraño, aunque muy interesante. De su vida galante poco se sabe, solo que durante su estancia en Cádiz entabló relación con una chica de padre extranjero, cónsul alemán en la ciudad, llamada Cecilia, que además era escritora. La pareja solía dar largos paseos mientras conversaban animadamente. Hay quien dice que en estos momentos se le veían al muchacho ojos de enamorado, pero él jamás dijo nada. Lo cierto es que todo acabó cuando aquella le presentó una novela que le acababan de publicar: “La gaviota”. Cuando el muchacho se percató de que estaba firmada por un tal “Fernán Caballero”, aquello le sonó tan extraño que sin pensarlo ni preguntar nada puso tierra por medio.

Pasado el tiempo, el chico comprendió que había perdido la oportunidad de “emparejarse” con una de las introductoras del realismo literario en España. Pero entendió  que ya era demasiado tarde para pedir disculpas.

Durante el tiempo que residió en la “tacita de plata” solamente tuvo contacto “epistolar” con la familia. Los conocidos de su madre siempre lo veían con los libros bajo el brazo y así lo comunicaban, por lo que esta no sospechaba nada de sus andanzas. Pero pasado un tiempo prudencial, la “ilustre dama” reclamó resultados y Arico lo único que pudo presentar fueron sus cuadernos repletos con las letras de las “chirigotas” del carnaval. Resulta evidente que sin abrir un libro ni asistir a clase con regularidad, los únicos “frutos” que podía presentar era una larga fila de ceros, tantos o más que ruedas había en la parada de carruajes de la plaza de la Concepción.

Una vez de vuelta de su “aventura peninsular” La Laguna se puso muy seria con él, advirtiéndole que tendría que continuar con su formación porque era demasiado joven para trabajar o emanciparse. Así que lo conminó a continuar sus estudios y dado que se oponía rotundamente a que el único varón de la familia cursara una carrera de letras, que según ella, era “cosa de mujeres”, lo envió a la Politécnica de Las Palmas. Un hombre tenía que decantarse por las ciencias y además, a pesar del rechazo que le producía enviarlo a Gran Canaria, siempre sería más fácil controlarlo que en la Península.



Pero también el paso por Las Palmas representó un auténtico fracaso desde el punto de vista académico, aunque no en el “festivo”, porque Arico se conocía al dedillo el calendario de fiestas, verbenas y romerías de toda la isla de Gran Canaria y daba buena cuenta de ellas.  Como dice el refrán “hay personas que pasan por la Universidad, sin que la Universidad pase por ellas”. Eso fue lo que le ocurrió a Arico, quizás si desde un primer momento su madre le hubiese preguntado que deseaba estudiar, las cosas hubieran discurrido por otros derroteros, pero ya es tarde para volver la mirada hacia atrás.

El chico, o mejor dicho su madre, continuó pidiendo prórrogas por estudios y para justificarlas comenzó a asistir a la escuela de Magisterio. Allí su hermana menor Fasnia estaba finalizando la carrera y según su madre podría controlar su asistencia a clase, mejor incluso  que los propios profesores. Lo cierto es que Arico, tapándose la nariz, sacó los tres cursos en uno; era muy listo y quería redimirse de los disgustos que había ocasionado a su progenitora durante los últimos años, por lo que no le resultó complicado.

 Cuando acabó su etapa de estudiante, que dicho sea de paso, se prolongó más de lo habitual,  se incorporó al ejército ya que no pudo solicitar más prórrogas. En realidad podría haber salido exento del servicio militar por ser hijo único de viuda, pero  de nuevo vio la ocasión de quitarse a su madre de encima  por un tiempo y también de cambiar de aires. Pensaba que por muy dura que fuese la instrucción, no sería  comparable a la “matraquilla” de su progenitora  un día detrás de otro. Hizo el campamento en Hoya Fría y estuvo destinado en La Palma el resto del servicio. Siempre ha guardado un grato recuerdo de esa etapa juvenil y sobre todo de las amistades que  allí estableció.

Durante su etapa de instrucción en Hoya Fría, Arico descubrió cuál era su verdadera vocación. En efecto, la inmensa mayoría de los reclutas eran analfabetos y este hecho le impactó enormemente, porque hasta el momento siempre había estado rodeado de gente instruida y pensaba que eso sería lo habitual. Cuando comprendió que esta era la realidad de Nivaria por aquellos años, y con certeza, de todo el Archipiélago, su vida dio un cambio radical. Comenzó a reflexionar sobre lo injusta que era la existencia para la gran mayoría de sus paisanos, en todos los aspectos, sobre la pervivencia de tan graves desigualdades sociales y especialmente, sobre lo afortunado que era por el simple hecho de haber nacido en aquella familia. En suma, comprendió que su vida era en realidad un “complemento circunstancial de lugar” y decidió aprovechar precisamente esta situación personal para mejorar, en la medida de sus posibilidades, la vida de quienes más lo necesitaban. A partir de ese momento, dos máximas comenzaron a regir sus actos: “enseñar al que no sabe” y “hacer el bien  sin mirar a quien”.

Por ello, no es de extrañar que inmediatamente se ofreciese para alfabetizar a sus compañeros del centro de instrucción, con muy buenos resultados, por cierto, dada su capacidad y predisposición. Continuó con esta labor en La Palma, durante el resto de su servicio militar, a petición propia y recibiendo todo tipo de felicitaciones por parte de sus superiores.

 Cuando  se licenció, comprendió que era ya imposible vivir junto a su madre, sobre todo, porque con certeza, ya estaría maquinando cualquier propuesta con vistas a “su futuro”. Además, ella no era muy partidaria de su altruismo y mucho menos, de alfabetizar a gentes que no tenían con qué pagarle, cuando podría dedicarse a la misma labor con alumnos “de la buena sociedad” de Aguere, que aparte de proporcionarle un estipendio adecuado, le permitiría alternar con “sus iguales”.

Así, que sin pensarlo dos veces, le pidió a su madre unos terrenos donde asentarse y comenzar su vida de adulto. La “ilustre dama”, un poquito por “mala uva”, que le sobraba, para resarcirse de los disgustos que su único varón le había venido “donando” en los últimos años, y otro poco también, con la idea de que tarde o temprano volviese a casa , como decía ella, “con el rabo entre las patas” accedió a su petición. En realidad, le cedió las tierras de peor calidad que poseía, extensas eso sí, pero en su mayor parte improductivas. Se trataba del sector septentrional de lo que había sido el menceyato de Abona, lugar que dicho de paso, jamás había visitado.

Arico, como decía constantemente su hermana Fasnia, “encantado de la vida” se trasladó a sus posesiones en cuanto pudo. La verdad es que siempre ha estado contentísimo con la decisión tomada y con la “donación” de su madre, ya que aunque ésta pretendía que fuese un “regalo envenenado”, nunca ha tenido motivos para arrepentirse. Sus tierras van de mar a cumbre, entre los barrancos del Río y de La Linde; es cierto que en su mayor parte son eriales pero el clima del lugar le sienta estupendamente, seco y soleado, nada que ver con la humedad y el frío invernal de Aguere. Pero lo mejor de todo es que le viene muy bien tener lejos a su madre. Además, cuenta con  dos vecinas con las que congenia perfectamente, su sobrina Granadilla y su hermana Fasnia, que como veremos, se convertirá también en su mejor amiga y confidente. Aquí puede decirse que comenzó a vivir plenamente, sobre todo, porque pudo seguir libremente los dictados de su conciencia.

Aquel muchacho juerguista y tarambana, que apenas se esforzaba en los estudios, se había convertido en poco tiempo en un  hombre “hecho y derecho”. No hay idea que no se le ocurra ni iniciativa que no lleve a cabo para mejorar la vida de quienes le rodean.

Existían infinidad de familias campesinas en sus tierras, la mayoría jornaleros y medianeros, que vivían en unas condiciones  bastante precarias. No era mejor la vida de los pescadores de la costa o de los pastores de la cumbre. Alentado por esa sensibilidad especial hacia los demás que descubrió durante el servicio militar, nada más establecerse en las cercanías del Lomo, se puso manos a la obra.

Hay que decir, no obstante, que sus acciones no tienen nada que ver con la forma de actuar de la mayor parte de los miembros de su familia, especialmente su madre. Ellos, consciente o inconscientemente, están “empapados”  por un sentimiento clasista, que no les impide ayudar a los más necesitados, pero siempre desde la distancia y como un modo de lavarse las conciencias de cara a los demás  y obviamente, sin que ello repercuta en sus posesiones materiales.

Arico, en cambio, considera honestamente que tiene como obligación ayudar a los más necesitados, pero no como un acto de caridad, sino de justicia. Alguna vez le han insinuado, para ponerlo a prueba, si no sería más fácil repartir simplemente sus bienes, lo que al final le ocasionaría menos trabajo; él siempre responde que ello no cambiaría sustancialmente la situación, que su objetivo, además de una componente material, prioriza los aspectos instructivos y educativos, ya que éstos a la larga tienen entre los necesitados una mayor repercusión que los meramente materiales.

El lector se preguntará, tal como hace este humilde “juntaletras”, acerca de las  jugadas que depara el destino a los pobres  mortales. Posiblemente si las cosas hubieran salido tal como programó su madre desde muy niño y él hubiera tenido otro carácter, a estas alturas de su vida estaría ya formando parte de la alta jerarquía eclesiástica residente en Aguere. Precisamente aquella, en la que sus miembros, con honrosas y pocas excepciones, viven totalmente al margen de los más necesitados. Seguramente si las cosas hubieran sido diferentes, aunque hubiese querido, no  hubiera podido llevarlas a cabo con la libertad de quien no está sometido a ningún tipo de reglas, compromisos o jerarquía.

Arico se encontró con la contradicción a la que se han enfrentado muchos a lo largo de la Historia, y es la incompatibilidad absurda entre la vida religiosa y de “servicio” a los demás, en el amplio sentido de la palabra y el disfrute de otros placeres mundanos. Es cierto que él, como habían hecho otros mucho antes y después, podría haber llevado a cabo una “compatibilidad” hipócrita, pero estaba hecho de una madera especial y esto para él era inconcebible.

Porque como el lector podrá imaginar,  a Arico no solo le perdía la fiesta, sino que le volvían loco las mujeres. A ellas dedicó mucho de lo bueno que tenía, aunque caso extraño, su discreción exquisita lo salvó de historietas y escándalos como las que sufrieron otros miembros de su familia. Hay que dejar muy claro, que aunque solterón, como diría su madre, no se ha privado “de nada” a lo largo de su vida.



Muchas veces pensó que si en lugar de profesar el catolicismo hubiera pertenecido a alguna de las ramas del protestantismo o incluso a la ortodoxia oriental, su situación habría sido completamente diferente, porque hubiera podido llevar una vida plena de dedicación a los demás sin renunciar a la compañía femenina y a formar una familia; pero esas eran vagas y absurdas ilusiones imposibles de alcanzar.

Después de estas reflexiones sobre su personalidad hablemos ahora de las enormes transformaciones que ha llevado a cabo en sus tierras a lo largo de los años transcurridos.

Una de las primeras curiosidades que percibió fue que la gran mayoría de las familias, tanto de las medianías, de la costa o de las zonas altas, vivían en cuevas excavadas en la toba. No compartía la idea generalizada, alentada por los caciques sureños, de que las cuevas eran el habitáculo ideal de las personas, “muy calentitas en invierno y fresquitas en verano”, ante todo, porque ninguno de ellos las usaba como vivienda.  Arico consideraba que dichas cuevas eran ideales como bodegas, para conservar papas, e incluso para el ganado, pero no para las personas. Así que invirtió abundantes recursos en preparar un nutrido grupo de artesanos que se dedicaron a tallar bloques de toba para la construcción de viviendas, humildes, pero ya no eran cuevas. En muy poco tiempo se generalizaron por todo el término, creándose nuevos caseríos, algunos de aquellos constituyen hoy excelentes muestras de arquitectura popular canaria, como Icor, declarado “Bien de interés cultural”.

Lo interesante del caso es que con esta medida no solamente se mejoró la vida cotidiana de los vecinos, que podían adquirir este material para la edificación de sus viviendas a un precio muy bajo, sino también, que numerosos jornaleros obtuvieron una ocupación digna en la cantería, llenando la isla de esos bloques amarillentos que hasta fechas relativamente recientes se han estado utilizando en la construcción de nuestras casas terreras. A partir de entonces, las cuevas quedaron relegadas a bodegas o para conservar las cosechas de papas.

Otra medida que tomó con gran acierto fue la obra de la conocida presa del “Río”, la más importante del sur de la isla. Le preocupaba el desperdicio de agua que se producía continuamente en el barranco homónimo cuando las tierras estaban tan necesitadas del líquido elemento. Era consciente de que ésta iba a beneficiar enormemente a los campesinos, pero aunque disponía de recursos económicos, carecía de especialistas en este tipo de construcciones, así que como es natural, echó mano de los buenos amigos que había hecho en la mili. Varios compañeros ingenieros proyectaron y dirigieron la obra de manera gratuita y en ella trabajaron también, sin pago alguno, muchos de aquellos compañeros a los que había enseñado a leer y escribir y las “cuatro reglas”.

Pero Arico consideraba, ante todo, que aparte de los aspectos materiales, la instrucción y la cultura eran los verdaderos motores que podrían mejorar la vida de las personas y hacerlas progresar. El analfabetismo era una lacra endémica, apenas existían dos escuelas, una de niños y otras de niñas, en el Lomo, mientras que en el resto del término, el abandono por parte de las instituciones era la norma. Aprovechando que sus actividades económicas, de las que más tarde hablaremos, le estaban aportando ingresos sustanciosos, creo una pequeña escuela “gratuita”  en todos y cada uno de los caseríos de término. En realidad solo se impartían los conocimientos que en aquella época se consideraban “básicos”, pero cualquier cosa era más que nada. Arico fue un adelantado a su época en este sentido, porque además de establecer que las “escuelitas” fueran mixtas, en orden a optimizar recursos, incluía una cláusula en los contratos que establecía con empleados y medianeros por los que estos se comprometían a enviar a sus hijos a la escuela diariamente. Contrató a un pequeño grupo de maestros y maestras para que las gestionasen y él actuaba como supervisor de las mismas. No era extraño verlo, siempre que podía, a pie o a caballo, recorriendo los caseríos y comprobando la buena marcha de su proyecto.

Pero Arico no solamente pensaba en sus vecinos, a lo largo del tiempo ha dado muestras fehacientes de la misma actitud hacia el conjunto de los habitantes de la isla.  Cuando fue necesario para el desarrollo agrícola y posteriormente turístico del suroeste insular, junto a su hermana Fasnia perforaron sus cumbres con infinidad de galerías y trasladaron el preciado líquido a través del canal de Sur. Todos sus parientes y conocidos de la zona les están enormemente agradecidos por su altruismo, dado que fueron precisamente los dos hermanos los menos beneficiados por estas importantes obras que abrieron nuevos horizontes a los eriales del Suroeste.

En otras ocasiones ha puesto a disposición del resto de la isla, quiero decir, de su familia, su territorio en aras del bien común, sin importarle las consecuencias. Por ejemplo, cuando se decidió construir un sanatorio para enfermos de lepra, Arico puso a disposición del Cabildo amplios terrenos en Abades. Esa enfermedad era una lacra en aquellos tiempos, producto de la miseria y la pobreza. La alarma social que provocaba determinaba que los enfermos fueran recluidos en sanatorios. El de Abades fue proyectado por el mismo arquitecto que  realizó los del Mercado de Nuestra Señora de África, de la Casa Cuna o del cine Víctor. Por suerte, el éxito de nuevos tratamientos médicos evitó que llegase a recibir  enfermos, pero sus ruinas son testimonio de la generosidad de Arico.

Y lo mismo puede decirse con respecto a otras entidades e instituciones: que hacían falta terrenos para maniobras militares, pues allí estaba Arico ofreciendo los Llanos del Piojo, sin compensación alguna y privándose de un espacio costero con posible uso turístico. Que se hacía necesaria la instalación de un faro en la comarca, Arico no ponía inconveniente a su construcción en las proximidades de la Ermita de la Virgen de Abona. Y lo mismo puede decirse de lo relativo a la energía eólica. Cuando fue necesaria la instalación de multitud de aerogeneradores para la producción de electricidad y el desarrollo de las energías limpias, Arico ofreció su territorio, sin importarle los problemas de “contaminación visual”, en beneficio del conjunto de Nivaria.

Sin embargo, este altruismo también ha tenido sus repercusiones negativas, especialmente personales, aunque jamás se ha arrepentido de sus acciones. Resulta que su hermana Santa Cruz, durante muchísimo tiempo estuvo admitiendo los desechos de buena parte de la isla en las proximidades de la Refinería, creándose un inmenso vertedero, que como todo en esta vida llegó a colapsarse en un momento determinado. La situación era realmente grave y La Laguna, más que por solidaridad, por un sentimiento de culpa ya que estuvo durante mucho tiempo aprovechándose de su hija, ofreció temporalmente unos terrenos en la montaña del Aire para paliar el problema. Fue una medida temporal desde el primer momento.



Cuando el Cabildo decidió la creación de un inmenso vertedero que acogiese todos los desechos de la isla y al que todos sus familiares pusieron excusas, Arico, como siempre, en aras del bien común aceptó que fuese instalado en su territorio. Nuestro protagonista aceptó de buen grado; en primer lugar porque es incapaz de decir que no cuando alguien le pide un favor, pero también, porque era evidente que esta decisión beneficiaba a todos a “casi todos”, ya que a nadie, por muy solidario que sea, le apetece tener un vertedero en las proximidades de su casa.  Algunos, con un poco de ironía, dicen que la compensación económica que recibe por  este “favor” no está del todo mal, pero lo cierto es que no hay dinero que pague las molestias que está sufriendo. 

Lo más que le disgusta de todo este asunto es que a pesar de que considera que todos deberían estarle agradecidos, su actitud no se corresponde con lo que desearía, pues  son continuos los desprecios que recibe. En efecto, todo son pegas para reunirse en su casa cada vez que organiza una celebración, porque la mayoría alega problemas con el mal olor. Pero más le molesta y le hace sufrir  el hecho de que,  a diferencia de lo que ocurría con anterioridad a la instalación del vertedero, cuando todos los que pasaban por la  zona, camino del Norte o del Sur de la isla, se detenían a saludarlo, ahora pasan por la autopista a gran velocidad y cierran las ventanillas de sus coches. Todo esto le parece una falta de consideración, cuando son él y sus convecinos los que en realidad  sufren directamente estos “efluvios” y jamás se han quejado.

        La única persona con la que ha tenido un desencuentro ha sido su hermana Vilaflor, y no por motivos personales, sino precisamente por ayudar y defender los intereses de sus vecinos. Cuando se estableció en sus tierras apenas existían un par de ermitas en algunos pagos, ya que toda la zona pertenecía a la jurisdicción eclesiástica de la parroquia de San Pedro de Vilaflor, la más antigua de la vertiente meridional de la isla, después de San Pedro de Güímar. Los vecinos se veían obligados a cumplir sus obligaciones religiosas en aquella parroquia con las consiguientes molestias que ocasionaban la distancia y las malas condiciones de veredas y caminos. Así que pedían la creación de una parroquia en la zona, mediante la segregación de la de San Pedro.

     Este problema generó una serie de conflictos, no solamente de tipo “eclesiástico” en los que no le quedó más remedio que intervenir, consciente de que la razón estaba de parte de sus convecinos. Al final, después de muchos “dimes y diretes” el problema se resolvió con la creación de la parroquia de San Juan Bautista en el Lomo de Arico, con lo que el término consiguió la autonomía “religiosa”. Su hermana estuvo bastante tiempo sin hablarle, aunque al final han limado asperezas, porque Arico siempre mostró una actitud conciliadora. De sus vecinos obtuvo el agradecimiento y una muestra de afecto de la que está muy orgulloso y que comentaremos más adelante.

        Independientemente de todo lo que hemos comentado, Arico ha venido desarrollando numerosas actividades económicas que le han proporcionado notables ganancias, aunque todas ellas han sido invertidas en mejorar la vida de los demás, como ya hemos señalado. Empezó por plantar viñas y más tarde creó una bodega de la que salen vinos de óptima calidad. Paralelamente, con  los rebaños de cabras que tenía en las cumbres, obtuvo la materia prima necesaria para montar una pequeña fábrica de quesos, que también le ha dado muy buenos resultados. Por último, puede considerarse como pionero en la introducción del cultivo del olivo en la isla. Pero no sólo se dedicó al sector agropecuario, también puso sus ojos  y sus manos  en otras actividades  como el turismo: posee numerosos apartamentos en el Porís de Abona, Las Eras y San Miguel de Tajao, cuyo alquiler le  produce muy buenos resultados.

        Arico guarda un recuerdo imborrable de una anécdota del pasado que muy pocos en la isla o fuera de ella conocen. Todos  hablan de las primeras pistas de aterrizaje que se improvisaron en ese Sur mucho antes de la construcción del aeropuerto, como las del Camisón en las proximidades de Los Cristianos o la de Montaña Roja junto al Médano. Pero ya desde los años veinte del siglo pasado existía  otra en la zona del Bailadero, junto a la carretera que une el Lomo de Arico con el Porís. En enero de 1924, cuatro aviones del ejército  (entre ellos un hidroavión) realizaron un vuelo entre Tetuán y las Islas Canarias. Uno de ellos permaneció en Gran Canaria por avería, el hidroavión amerizó en la bahía de Santa Cruz y los otros dos se dirigieron a la pista “ariquera” donde aterrizaron, como estaba previsto. La prensa de la época dio cuenta del acontecimiento y de los agasajos que se  ofrecieron a los pilotos y a las autoridades que los recibieron.

        Anécdotas aparte y para ir concluyendo habría que recordar que Arico continua soltero y como lo fue de joven,  un auténtico “picaflor”, pero siempre con una discreción exquisita. Aunque se ha convertido en un trabajador infatigable, no ha perdido su espíritu juerguista y parrandero, porque como él dice: “hay tiempo para todo, sabiendo organizarse”. Ahora frecuenta menos las verbenas, sus gustos han cambiado un poco, quizás por influencia de sus parientes de Abona, mucho más jóvenes que él. Así, que en cuanto llega el fin de semana, se reúne con algunos de ellos y se lo pasa estupendamente en las discotecas de Las Américas.

        Su debilidad, no obstante, es Fasnia, su hermana. Desde que son vecinos han estrechado sus lazos fraternales y pasan juntos bastante tiempo. Cada año viajan con otros amigos aprovechando el IMSERSO, aunque aún no han conseguido que su hermana Güímar les acompañe, pero como dicen ambos: “todo se andará”.

En la actualidad, aquel muchacho del que su madre no pudo “hacer carrera” pese a sus intentos, vive una  existencia tranquila y equilibrada, sin renunciar por ello a aquellas pequeñas cosas que siempre le han gustado.  El lector podrá comprender que sea una persona enormemente querida y respetada por todos los que le conocen. A lo largo de este capítulo hemos podido ver como se ha desvivido por los demás, pero lo que pocos saben es que en realidad, a pesar de negocios y bastantes ingresos, todo está invertido en lo que él llama su “obra social”  y por ello vive muy modestamente; un ejemplo de ello es que tiene que utilizar estos viajes económicos de “la tercera edad” porque no dispone de lo necesario para hacerlos por su cuenta a través de una agencia. Pero él es feliz así.

Después de toda una vida, como se ha dicho, de entrega desinteresada a los demás, Arico tiene el orgullo de haber recibido el mejor regalo que jamás pudo esperar. En consideración a su actitud en defensa de los necesitados sin esperar recompensa alguna, sus convecinos decidieron crear un caserío en la zona alta del término, entre los lomos del Frontón y Madre del Agua, al que bautizaron en su honor con el nombre de “El Bueno”.



José Solórzano Sánchez ©


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