Arico es
hijo de La Laguna; único varón entre cinco hermanas, nunca llegó a ser lo que
podríamos llamar “el hombre de la casa” porque la presencia de su madre lo
ocupaba todo. Ésta, controlaba con
dominio férreo a todos los que vivían en su hogar e impedía que cualquier
persona que no fuese ella ocupase un lugar de relevancia en el mismo.
Paradójicamente, en una sociedad tremendamente machista, donde la mujer ocupaba
siempre un lugar secundario, ella
ejercía un “matriarcado absoluto”.
Mujer profundamente religiosa
y con numerosos contactos en el alto clero de la isla, soñó siempre con vivir
en el Palacio del Obispado y ello
solamente sería posible cuando poseyese
un título: “madre del obispo”. Tampoco descartaba, como ya hemos visto, la
posibilidad de que fuese creado el “arzobispado de Canarias” y elevar aún más
su “estatus” como “madre del arzobispo”. Ni que decir tiene que su sede estaría en Aguere, por mucho que se molestase
Las Palmas.
Desde que
su hijo Arico era muy niño comenzó a trabajar intensamente para conseguir sus
propósitos. A los nueve años, apenas hecha la Primera Comunión y el Ingreso, lo
hizo entrar en el Seminario. El chico, o mejor dicho, el niño, no se resistió y
pues aunque lo hubiese intentado, no habría servido de nada.
Sin
embargo, pasado el tiempo, cuando parecía que todo transcurría según los planes
trazados por su madre, llegó el momento de la adolescencia y juventud, y con
ello, el fin de sus sueños, o por lo
menos, el principio del fin. Mientras estudiaba en el Seminario pasaba los
fines de semana en casa e incluso algunas tardes iba a merendar con sus
hermanas; pero en lugar de dedicarse a la oración y a las lecturas piadosas en
estos momentos de asueto, no había baile o fiesta que se le escapase: hoy en
San Lázaro, la semana pasada en Guamasa, la siguiente en Las Mercedes o San
Roque, etc.
La
Laguna delegó en él buena parte de la organización de las romerías anuales de
San Benito a pesar de su juventud y escasa experiencia. Estaba convencida que
era un modo de estrechar aún más los lazos con la Iglesia y de proyectar la
carrera religiosa de su vástago. Pero a éste, más que las labores organizativas
y “piadosas”, lo que realmente le interesaba de la romería era el “parrandeo” y
el alterne con las muchachas de las agrupaciones que acudían desde todos los
puntos del Archipiélago. Porque, hablemos claro, el muchacho no solo era
aficionado a la fiesta, también le atraían bastante las chicas como resultaba
evidente en los bailes y los paseos por la calle de La Carrera. No era tan
apuesto como su padre, sobre todo porque le faltaba el uniforme, pero poseía
una simpatía arrolladora que rápidamente encandilaba a quien lo trataba. La
Laguna, comprendiendo la situación y para evitar un posible escándalo, lo sacó
del Seminario
Con la Universidad tan cerca de casa, lo
normal hubiera sido que continuase allí sus estudios superiores, pero también en este caso, su madre tenía otros planes. Ya
que no podía ser la “madre del obispo” por lo menos aspiraba a tener un hijo cirujano
y por eso lo envió a estudiar Medicina a Cádiz, ya que aún no existían esos
estudios en las Islas y ella tenía allí amistades que lo controlasen. Cádiz,
según ella, siempre mejor que Madrid o Barcelona.
Allí pasó
Arico dos de los mejores años de su vida. Nunca quiso estudiar esa carrera,
simplemente se dejó llevar por los deseos de su madre, sin contradecirla y
provocar un conflicto; luego bastaría que el tiempo pusiera las cosas en su
lugar y además, las perspectivas de pasarlo bien durante algún tiempo en Cádiz,
lejos de su progenitora, eran prometedoras.
La
estancia en la “tacita de plata”, como hemos dicho, fue una experiencia
enriquecedora (dejando a un lado el tema universitario). El ambiente de la
ciudad y la cercanía de otros lugares igual o más “festeros” fueron un
revulsivo para el muchacho, recién salido del Seminario. La asistencia o mejor
dicho, la ausencia de las clases, se convirtieron en norma y demás de
“embostarse” de tortitas de camarones, “pescaíto” frito y vino de Jerez, tuvo
ocasión moverse por media Andalucía. Que si a Sevilla a la feria o a la Semana
Santa, que si a Córdoba a ver la Mezquita, que si a Jerez a la feria del
Caballo, cualquier excusa era válida. También realizó algunas rutas
gastronómicas, como la del jamón de Jabugo, los embutidos de la sierra de
Cádiz, el piñonate de Jimena, los langostinos de Sanlúcar o la fresa de Lepe.
Una de
las cosas que más le impresionó de su etapa universitaria fue la romería del
Rocío. El muchacho estaba acostumbrado a San Isidro o San Benito, y aquello le
resultó realmente extraño, aunque muy interesante. De su vida galante poco se
sabe, solo que durante su estancia en Cádiz entabló relación con una chica de
padre extranjero, cónsul alemán en la ciudad, llamada Cecilia, que además era
escritora. La pareja solía dar largos paseos mientras conversaban animadamente.
Hay quien dice que en estos momentos se le veían al muchacho ojos de enamorado,
pero él jamás dijo nada. Lo cierto es que todo acabó cuando aquella le presentó
una novela que le acababan de publicar: “La gaviota”. Cuando el muchacho se
percató de que estaba firmada por un tal “Fernán Caballero”, aquello le sonó
tan extraño que sin pensarlo ni preguntar nada puso tierra por medio.
Pasado el
tiempo, el chico comprendió que había perdido la oportunidad de “emparejarse”
con una de las introductoras del realismo literario en España. Pero
entendió que ya era demasiado tarde para
pedir disculpas.
Durante
el tiempo que residió en la “tacita de plata” solamente tuvo contacto
“epistolar” con la familia. Los conocidos de su madre siempre lo veían con los
libros bajo el brazo y así lo comunicaban, por lo que esta no sospechaba nada
de sus andanzas. Pero pasado un tiempo prudencial, la “ilustre dama” reclamó resultados
y Arico lo único que pudo presentar fueron sus cuadernos repletos con las
letras de las “chirigotas” del carnaval. Resulta evidente que sin abrir un
libro ni asistir a clase con regularidad, los únicos “frutos” que podía
presentar era una larga fila de ceros, tantos o más que ruedas había en la
parada de carruajes de la plaza de la Concepción.
Una vez
de vuelta de su “aventura peninsular” La Laguna se puso muy seria con él,
advirtiéndole que tendría que continuar con su formación porque era demasiado
joven para trabajar o emanciparse. Así que lo conminó a continuar sus estudios
y dado que se oponía rotundamente a que el único varón de la familia cursara
una carrera de letras, que según ella, era “cosa de mujeres”, lo envió a la
Politécnica de Las Palmas. Un hombre tenía que decantarse por las ciencias y
además, a pesar del rechazo que le producía enviarlo a Gran Canaria, siempre
sería más fácil controlarlo que en la Península.
Pero
también el paso por Las Palmas representó un auténtico fracaso desde el punto
de vista académico, aunque no en el “festivo”, porque Arico se conocía al
dedillo el calendario de fiestas, verbenas y romerías de toda la isla de Gran
Canaria y daba buena cuenta de ellas.
Como dice el refrán “hay personas que pasan por la Universidad, sin que
la Universidad pase por ellas”. Eso fue lo que le ocurrió a Arico, quizás si
desde un primer momento su madre le hubiese preguntado que deseaba estudiar,
las cosas hubieran discurrido por otros derroteros, pero ya es tarde para
volver la mirada hacia atrás.
El chico,
o mejor dicho su madre, continuó pidiendo prórrogas por estudios y para
justificarlas comenzó a asistir a la escuela de Magisterio. Allí su hermana
menor Fasnia estaba finalizando la carrera y según su madre podría controlar su
asistencia a clase, mejor incluso que
los propios profesores. Lo cierto es que Arico, tapándose la nariz, sacó los
tres cursos en uno; era muy listo y quería redimirse de los disgustos que había
ocasionado a su progenitora durante los últimos años, por lo que no le resultó
complicado.
Cuando acabó su etapa de estudiante, que dicho
sea de paso, se prolongó más de lo habitual,
se incorporó al ejército ya que no pudo solicitar más prórrogas. En
realidad podría haber salido exento del servicio militar por ser hijo único de
viuda, pero de nuevo vio la ocasión de
quitarse a su madre de encima por un
tiempo y también de cambiar de aires. Pensaba que por muy dura que fuese la
instrucción, no sería comparable a la
“matraquilla” de su progenitora un día
detrás de otro. Hizo el campamento en Hoya Fría y estuvo destinado en La Palma
el resto del servicio. Siempre ha guardado un grato recuerdo de esa etapa
juvenil y sobre todo de las amistades que
allí estableció.
Durante
su etapa de instrucción en Hoya Fría, Arico descubrió cuál era su verdadera
vocación. En efecto, la inmensa mayoría de los reclutas eran analfabetos y este
hecho le impactó enormemente, porque hasta el momento siempre había estado
rodeado de gente instruida y pensaba que eso sería lo habitual. Cuando
comprendió que esta era la realidad de Nivaria por aquellos años, y con
certeza, de todo el Archipiélago, su vida dio un cambio radical. Comenzó a
reflexionar sobre lo injusta que era la existencia para la gran mayoría de sus
paisanos, en todos los aspectos, sobre la pervivencia de tan graves
desigualdades sociales y especialmente, sobre lo afortunado que era por el
simple hecho de haber nacido en aquella familia. En suma, comprendió que su
vida era en realidad un “complemento circunstancial de lugar” y decidió
aprovechar precisamente esta situación personal para mejorar, en la medida de
sus posibilidades, la vida de quienes más lo necesitaban. A partir de ese
momento, dos máximas comenzaron a regir sus actos: “enseñar al que no sabe” y “hacer
el bien sin mirar a quien”.
Por ello,
no es de extrañar que inmediatamente se ofreciese para alfabetizar a sus
compañeros del centro de instrucción, con muy buenos resultados, por cierto, dada
su capacidad y predisposición. Continuó con esta labor en La Palma, durante el
resto de su servicio militar, a petición propia y recibiendo todo tipo de
felicitaciones por parte de sus superiores.
Cuando se
licenció, comprendió que era ya imposible vivir junto a su madre, sobre todo,
porque con certeza, ya estaría maquinando cualquier propuesta con vistas a “su
futuro”. Además, ella no era muy partidaria de su altruismo y mucho menos, de
alfabetizar a gentes que no tenían con qué pagarle, cuando podría dedicarse a
la misma labor con alumnos “de la buena sociedad” de Aguere, que aparte de proporcionarle
un estipendio adecuado, le permitiría alternar con “sus iguales”.
Así, que
sin pensarlo dos veces, le pidió a su madre unos terrenos donde asentarse y
comenzar su vida de adulto. La “ilustre dama”, un poquito por “mala uva”, que
le sobraba, para resarcirse de los disgustos que su único varón le había venido
“donando” en los últimos años, y otro poco también, con la idea de que tarde o
temprano volviese a casa , como decía ella, “con el rabo entre las patas”
accedió a su petición. En realidad, le cedió las tierras de peor calidad que
poseía, extensas eso sí, pero en su mayor parte improductivas. Se trataba del
sector septentrional de lo que había sido el menceyato de Abona, lugar que
dicho de paso, jamás había visitado.
Arico,
como decía constantemente su hermana Fasnia, “encantado de la vida” se trasladó
a sus posesiones en cuanto pudo. La verdad es que siempre ha estado
contentísimo con la decisión tomada y con la “donación” de su madre, ya que
aunque ésta pretendía que fuese un “regalo envenenado”, nunca ha tenido motivos
para arrepentirse. Sus tierras van de mar a cumbre, entre los barrancos del Río
y de La Linde; es cierto que en su mayor parte son eriales pero el clima del lugar
le sienta estupendamente, seco y soleado, nada que ver con la humedad y el frío
invernal de Aguere. Pero lo mejor de todo es que le viene muy bien tener lejos
a su madre. Además, cuenta con dos
vecinas con las que congenia perfectamente, su sobrina Granadilla y su hermana
Fasnia, que como veremos, se convertirá también en su mejor amiga y confidente.
Aquí puede decirse que comenzó a vivir plenamente, sobre todo, porque pudo
seguir libremente los dictados de su conciencia.
Aquel
muchacho juerguista y tarambana, que apenas se esforzaba en los estudios, se había
convertido en poco tiempo en un hombre
“hecho y derecho”. No hay idea que no se le ocurra ni iniciativa que no lleve a
cabo para mejorar la vida de quienes le rodean.
Existían
infinidad de familias campesinas en sus tierras, la mayoría jornaleros y
medianeros, que vivían en unas condiciones
bastante precarias. No era mejor la vida de los pescadores de la costa o
de los pastores de la cumbre. Alentado por esa sensibilidad especial hacia los
demás que descubrió durante el servicio militar, nada más establecerse en las
cercanías del Lomo, se puso manos a la obra.
Hay que
decir, no obstante, que sus acciones no tienen nada que ver con la forma de
actuar de la mayor parte de los miembros de su familia, especialmente su madre.
Ellos, consciente o inconscientemente, están “empapados” por un sentimiento clasista, que no les
impide ayudar a los más necesitados, pero siempre desde la distancia y como un
modo de lavarse las conciencias de cara a los demás y obviamente, sin que ello repercuta en sus
posesiones materiales.
Arico, en
cambio, considera honestamente que tiene como obligación ayudar a los más
necesitados, pero no como un acto de caridad, sino de justicia. Alguna vez le
han insinuado, para ponerlo a prueba, si no sería más fácil repartir
simplemente sus bienes, lo que al final le ocasionaría menos trabajo; él
siempre responde que ello no cambiaría sustancialmente la situación, que su
objetivo, además de una componente material, prioriza los aspectos instructivos
y educativos, ya que éstos a la larga tienen entre los necesitados una mayor
repercusión que los meramente materiales.
El lector
se preguntará, tal como hace este humilde “juntaletras”, acerca de las jugadas que depara el destino a los pobres mortales. Posiblemente si las cosas hubieran
salido tal como programó su madre desde muy niño y él hubiera tenido otro
carácter, a estas alturas de su vida estaría ya formando parte de la alta
jerarquía eclesiástica residente en Aguere. Precisamente aquella, en la que sus
miembros, con honrosas y pocas excepciones, viven totalmente al margen de los
más necesitados. Seguramente si las cosas hubieran sido diferentes, aunque
hubiese querido, no hubiera podido
llevarlas a cabo con la libertad de quien no está sometido a ningún tipo de
reglas, compromisos o jerarquía.
Arico se
encontró con la contradicción a la que se han enfrentado muchos a lo largo de
la Historia, y es la incompatibilidad absurda entre la vida religiosa y de
“servicio” a los demás, en el amplio sentido de la palabra y el disfrute de
otros placeres mundanos. Es cierto que él, como habían hecho otros mucho antes
y después, podría haber llevado a cabo una “compatibilidad” hipócrita, pero
estaba hecho de una madera especial y esto para él era inconcebible.
Porque
como el lector podrá imaginar, a Arico
no solo le perdía la fiesta, sino que le volvían loco las mujeres. A ellas
dedicó mucho de lo bueno que tenía, aunque caso extraño, su discreción
exquisita lo salvó de historietas y escándalos como las que sufrieron otros
miembros de su familia. Hay que dejar muy claro, que aunque solterón, como
diría su madre, no se ha privado “de nada” a lo largo de su vida.
Muchas
veces pensó que si en lugar de profesar el catolicismo hubiera pertenecido a alguna
de las ramas del protestantismo o incluso a la ortodoxia oriental, su situación
habría sido completamente diferente, porque hubiera podido llevar una vida
plena de dedicación a los demás sin renunciar a la compañía femenina y a formar
una familia; pero esas eran vagas y absurdas ilusiones imposibles de alcanzar.
Después
de estas reflexiones sobre su personalidad hablemos ahora de las enormes
transformaciones que ha llevado a cabo en sus tierras a lo largo de los años
transcurridos.
Una de
las primeras curiosidades que percibió fue que la gran mayoría de las familias,
tanto de las medianías, de la costa o de las zonas altas, vivían en cuevas
excavadas en la toba. No compartía la idea generalizada, alentada por los
caciques sureños, de que las cuevas eran el habitáculo ideal de las personas,
“muy calentitas en invierno y fresquitas en verano”, ante todo, porque ninguno
de ellos las usaba como vivienda. Arico
consideraba que dichas cuevas eran ideales como bodegas, para conservar papas,
e incluso para el ganado, pero no para las personas. Así que invirtió
abundantes recursos en preparar un nutrido grupo de artesanos que se dedicaron
a tallar bloques de toba para la construcción de viviendas, humildes, pero ya
no eran cuevas. En muy poco tiempo se generalizaron por todo el término,
creándose nuevos caseríos, algunos de aquellos constituyen hoy excelentes
muestras de arquitectura popular canaria, como Icor, declarado “Bien de interés
cultural”.
Lo
interesante del caso es que con esta medida no solamente se mejoró la vida
cotidiana de los vecinos, que podían adquirir este material para la edificación
de sus viviendas a un precio muy bajo, sino también, que numerosos jornaleros
obtuvieron una ocupación digna en la cantería, llenando la isla de esos bloques
amarillentos que hasta fechas relativamente recientes se han estado utilizando
en la construcción de nuestras casas terreras. A partir de entonces, las cuevas
quedaron relegadas a bodegas o para conservar las cosechas de papas.
Otra
medida que tomó con gran acierto fue la obra de la conocida presa del “Río”, la
más importante del sur de la isla. Le preocupaba el desperdicio de agua que se
producía continuamente en el barranco homónimo cuando las tierras estaban tan
necesitadas del líquido elemento. Era consciente de que ésta iba a beneficiar
enormemente a los campesinos, pero aunque disponía de recursos económicos,
carecía de especialistas en este tipo de construcciones, así que como es
natural, echó mano de los buenos amigos que había hecho en la mili. Varios compañeros
ingenieros proyectaron y dirigieron la obra de manera gratuita y en ella
trabajaron también, sin pago alguno, muchos de aquellos compañeros a los que
había enseñado a leer y escribir y las “cuatro reglas”.
Pero
Arico consideraba, ante todo, que aparte de los aspectos materiales, la
instrucción y la cultura eran los verdaderos motores que podrían mejorar la
vida de las personas y hacerlas progresar. El analfabetismo era una lacra
endémica, apenas existían dos escuelas, una de niños y otras de niñas, en el
Lomo, mientras que en el resto del término, el abandono por parte de las
instituciones era la norma. Aprovechando que sus actividades económicas, de las
que más tarde hablaremos, le estaban aportando ingresos sustanciosos, creo una
pequeña escuela “gratuita” en todos y
cada uno de los caseríos de término. En realidad solo se impartían los
conocimientos que en aquella época se consideraban “básicos”, pero cualquier
cosa era más que nada. Arico fue un adelantado a su época en este sentido,
porque además de establecer que las “escuelitas” fueran mixtas, en orden a
optimizar recursos, incluía una cláusula en los contratos que establecía con
empleados y medianeros por los que estos se comprometían a enviar a sus hijos a
la escuela diariamente. Contrató a un pequeño grupo de maestros y maestras para
que las gestionasen y él actuaba como supervisor de las mismas. No era extraño
verlo, siempre que podía, a pie o a caballo, recorriendo los caseríos y
comprobando la buena marcha de su proyecto.
Pero
Arico no solamente pensaba en sus vecinos, a lo largo del tiempo ha dado
muestras fehacientes de la misma actitud hacia el conjunto de los habitantes de
la isla. Cuando fue necesario para el
desarrollo agrícola y posteriormente turístico del suroeste insular, junto a su
hermana Fasnia perforaron sus cumbres con infinidad de galerías y trasladaron
el preciado líquido a través del canal de Sur. Todos sus parientes y conocidos
de la zona les están enormemente agradecidos por su altruismo, dado que fueron
precisamente los dos hermanos los menos beneficiados por estas importantes
obras que abrieron nuevos horizontes a los eriales del Suroeste.
En otras
ocasiones ha puesto a disposición del resto de la isla, quiero decir, de su
familia, su territorio en aras del bien común, sin importarle las
consecuencias. Por ejemplo, cuando se decidió construir un sanatorio para
enfermos de lepra, Arico puso a disposición del Cabildo amplios terrenos en
Abades. Esa enfermedad era una lacra en aquellos tiempos, producto de la
miseria y la pobreza. La alarma social que provocaba determinaba que los
enfermos fueran recluidos en sanatorios. El de Abades fue proyectado por el
mismo arquitecto que realizó los del
Mercado de Nuestra Señora de África, de la Casa Cuna o del cine Víctor. Por
suerte, el éxito de nuevos tratamientos médicos evitó que llegase a
recibir enfermos, pero sus ruinas son
testimonio de la generosidad de Arico.
Y lo
mismo puede decirse con respecto a otras entidades e instituciones: que hacían
falta terrenos para maniobras militares, pues allí estaba Arico ofreciendo los
Llanos del Piojo, sin compensación alguna y privándose de un espacio costero
con posible uso turístico. Que se hacía necesaria la instalación de un faro en
la comarca, Arico no ponía inconveniente a su construcción en las proximidades
de la Ermita de la Virgen de Abona. Y lo mismo puede decirse de lo relativo a
la energía eólica. Cuando fue necesaria la instalación de multitud de
aerogeneradores para la producción de electricidad y el desarrollo de las
energías limpias, Arico ofreció su territorio, sin importarle los problemas de
“contaminación visual”, en beneficio del conjunto de Nivaria.
Sin
embargo, este altruismo también ha tenido sus repercusiones negativas,
especialmente personales, aunque jamás se ha arrepentido de sus acciones.
Resulta que su hermana Santa Cruz, durante muchísimo tiempo estuvo admitiendo
los desechos de buena parte de la isla en las proximidades de la Refinería,
creándose un inmenso vertedero, que como todo en esta vida llegó a colapsarse
en un momento determinado. La situación era realmente grave y La Laguna, más
que por solidaridad, por un sentimiento de culpa ya que estuvo durante mucho
tiempo aprovechándose de su hija, ofreció temporalmente unos terrenos en la
montaña del Aire para paliar el problema. Fue una medida temporal desde el
primer momento.
Cuando el
Cabildo decidió la creación de un inmenso vertedero que acogiese todos los
desechos de la isla y al que todos sus familiares pusieron excusas, Arico, como
siempre, en aras del bien común aceptó que fuese instalado en su territorio. Nuestro
protagonista aceptó de buen grado; en primer lugar porque es incapaz de decir
que no cuando alguien le pide un favor, pero también, porque era evidente que
esta decisión beneficiaba a todos a “casi todos”, ya que a nadie, por muy
solidario que sea, le apetece tener un vertedero en las proximidades de su
casa. Algunos, con un poco de ironía,
dicen que la compensación económica que recibe por este “favor” no está del todo mal, pero lo
cierto es que no hay dinero que pague las molestias que está sufriendo.
Lo más que le disgusta de todo este asunto es
que a pesar de que considera que todos deberían estarle agradecidos, su actitud
no se corresponde con lo que desearía, pues
son continuos los desprecios que recibe. En efecto, todo son pegas para reunirse
en su casa cada vez que organiza una celebración, porque la mayoría alega
problemas con el mal olor. Pero más le molesta y le hace sufrir el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría con
anterioridad a la instalación del vertedero, cuando todos los que pasaban por la
zona, camino del Norte o del Sur de la
isla, se detenían a saludarlo, ahora pasan por la autopista a gran velocidad y
cierran las ventanillas de sus coches. Todo esto le parece una falta de
consideración, cuando son él y sus convecinos los que en realidad sufren directamente estos “efluvios” y jamás
se han quejado.
La
única persona con la que ha tenido un desencuentro ha sido su hermana Vilaflor,
y no por motivos personales, sino precisamente por ayudar y defender los
intereses de sus vecinos. Cuando se estableció en sus tierras apenas existían
un par de ermitas en algunos pagos, ya que toda la zona pertenecía a la
jurisdicción eclesiástica de la parroquia de San Pedro de Vilaflor, la más
antigua de la vertiente meridional de la isla, después de San Pedro de Güímar.
Los vecinos se veían obligados a cumplir sus obligaciones religiosas en aquella
parroquia con las consiguientes molestias que ocasionaban la distancia y las
malas condiciones de veredas y caminos. Así que pedían la creación de una
parroquia en la zona, mediante la segregación de la de San Pedro.
Este problema generó una serie de
conflictos, no solamente de tipo “eclesiástico” en los que no le quedó más
remedio que intervenir, consciente de que la razón estaba de parte de sus
convecinos. Al final, después de muchos “dimes y diretes” el problema se
resolvió con la creación de la parroquia de San Juan Bautista en el Lomo de
Arico, con lo que el término consiguió la autonomía “religiosa”. Su hermana
estuvo bastante tiempo sin hablarle, aunque al final han limado asperezas,
porque Arico siempre mostró una actitud conciliadora. De sus vecinos obtuvo el
agradecimiento y una muestra de afecto de la que está muy orgulloso y que
comentaremos más adelante.
Independientemente
de todo lo que hemos comentado, Arico ha venido desarrollando numerosas
actividades económicas que le han proporcionado notables ganancias, aunque
todas ellas han sido invertidas en mejorar la vida de los demás, como ya hemos
señalado. Empezó por plantar viñas y más tarde creó una bodega de la que salen
vinos de óptima calidad. Paralelamente, con
los rebaños de cabras que tenía en las cumbres, obtuvo la materia prima
necesaria para montar una pequeña fábrica de quesos, que también le ha dado muy
buenos resultados. Por último, puede considerarse como pionero en la
introducción del cultivo del olivo en la isla. Pero no sólo se dedicó al sector
agropecuario, también puso sus ojos y
sus manos en otras actividades como el turismo: posee numerosos apartamentos
en el Porís de Abona, Las Eras y San Miguel de Tajao, cuyo alquiler le produce muy buenos resultados.
Arico
guarda un recuerdo imborrable de una anécdota del pasado que muy pocos en la
isla o fuera de ella conocen. Todos
hablan de las primeras pistas de aterrizaje que se improvisaron en ese Sur
mucho antes de la construcción del aeropuerto, como las del Camisón en las
proximidades de Los Cristianos o la de Montaña Roja junto al Médano. Pero ya
desde los años veinte del siglo pasado existía
otra en la zona del Bailadero, junto a la carretera que une el Lomo de
Arico con el Porís. En enero de 1924, cuatro aviones del ejército (entre ellos un hidroavión) realizaron un
vuelo entre Tetuán y las Islas Canarias. Uno de ellos permaneció en Gran
Canaria por avería, el hidroavión amerizó en la bahía de Santa Cruz y los otros
dos se dirigieron a la pista “ariquera” donde aterrizaron, como estaba
previsto. La prensa de la época dio cuenta del acontecimiento y de los agasajos
que se ofrecieron a los pilotos y a las
autoridades que los recibieron.
Anécdotas
aparte y para ir concluyendo habría que recordar que Arico continua soltero y
como lo fue de joven, un auténtico
“picaflor”, pero siempre con una discreción exquisita. Aunque se ha convertido
en un trabajador infatigable, no ha perdido su espíritu juerguista y
parrandero, porque como él dice: “hay tiempo para todo, sabiendo organizarse”.
Ahora frecuenta menos las verbenas, sus gustos han cambiado un poco, quizás por
influencia de sus parientes de Abona, mucho más jóvenes que él. Así, que en
cuanto llega el fin de semana, se reúne con algunos de ellos y se lo pasa
estupendamente en las discotecas de Las Américas.
Su
debilidad, no obstante, es Fasnia, su hermana. Desde que son vecinos han
estrechado sus lazos fraternales y pasan juntos bastante tiempo. Cada año
viajan con otros amigos aprovechando el IMSERSO, aunque aún no han conseguido
que su hermana Güímar les acompañe, pero como dicen ambos: “todo se andará”.
En la
actualidad, aquel muchacho del que su madre no pudo “hacer carrera” pese a sus
intentos, vive una existencia tranquila
y equilibrada, sin renunciar por ello a aquellas pequeñas cosas que siempre le
han gustado. El lector podrá comprender
que sea una persona enormemente querida y respetada por todos los que le
conocen. A lo largo de este capítulo hemos podido ver como se ha desvivido por
los demás, pero lo que pocos saben es que en realidad, a pesar de negocios y
bastantes ingresos, todo está invertido en lo que él llama su “obra
social” y por ello vive muy
modestamente; un ejemplo de ello es que tiene que utilizar estos viajes
económicos de “la tercera edad” porque no dispone de lo necesario para hacerlos
por su cuenta a través de una agencia. Pero él es feliz así.
Después
de toda una vida, como se ha dicho, de entrega desinteresada a los demás, Arico
tiene el orgullo de haber recibido el mejor regalo que jamás pudo esperar. En
consideración a su actitud en defensa de los necesitados sin esperar recompensa
alguna, sus convecinos decidieron crear un caserío en la zona alta del término,
entre los lomos del Frontón y Madre del Agua, al que bautizaron en su honor con
el nombre de “El Bueno”.
José Solórzano Sánchez ©
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