En uno de los capítulos dedicados a los hijos
“adoptivos“ de La Laguna llevamos a cabo una breve presentación de uno de
ellos, Tacoronte y avanzamos que más adelante le dedicaríamos el espacio que le
correspondía, tanto a él como a la familia que formó.
Tacoronte fue el primero de los mellizos en
salir de casa. Ya hemos hablado de su relación con sus hermanos, su afición por
el fútbol y la actividad agrícola. Desde
pequeño fue siempre un chico bastante discreto que pasaba desapercibido ante
los demás. Muy tranquilo, como su mellizo, Tegueste, compartía con éste y con
El Rosario la mayor parte de sus juegos.
Hicieron juntos sus estudios elementales en el colegio de La Salle, centro con gran
arraigo en la ciudad, que había sido creado bajo el patrocinio de doña María de
la Concepción Salazar. Después de superar el “Ingreso” realizó el bachillerato
en el Instituto de Canarias. El trato
constante de su madre con el clero de la ciudad, la cercanía del obispado y su
paso por el colegio de la Salle, sembraron en él la semilla de la vocación
religiosa, algo que mantuvo siempre en secreto. Aunque más de un lector pensará
con ironía que el motivo de más peso para este sentimiento sea posiblemente que
fue concebido en la celda de un convento, es evidente que este hecho era totalmente
desconocido para él.
Desde muy pequeño sabía que su hermano mayor
Arico era el único miembro de la familia destinado a formar parte del clero, de
dejarlo claro se encargaba continuamente su madre, aún sin sospechar que alguno
de sus otros hijos tuviese este interés. Con un sacerdote y posible “obispo” o
“arzobispo de Canarias, ya era suficiente en la familia. Su prudencia y
discreción le aconsejaron silenciar esta vocación y todo lo más que hizo en
este sentido fue dedicarse a impartir catequesis en sus ratos libres, junto a
otros compañeros y amigos de La Salle.
Cuando se encontraba cursando el PREU llegó a
sus manos una biografía del Padre Damián, misionero “apóstol de los leprosos”.
El impacto que le produjo esta lectura y el afán de servicio a los demás, le convenció
de que si no podía dedicarse a “salvar almas”, al menos podría enfocar su
actividad a “curar cuerpos”, por lo que decidió que su futuro personal y
profesional estaba en la medicina. Pero su madre acabó de un plumazo con sus
pretensiones en cuanto el muchacho se lo hizo saber. Aún tenía presente la
experiencia de su hijo mayor, Arico, en la Península y ni por asomo quería
volver a repetirla, aunque consideraba que eran dos caracteres completamente
diferentes. Así que lo convenció de que lo más adecuado era que cursara
magisterio, ya que al fin y al cabo “enseñar al que no sabe” era también una
obra de misericordia y una forma de servir a los demás. El muchacho fue incapaz
de contradecir a su madre y como su
mellizo y su hermana Fasnia, se preparó para ejercer como maestro.
Ni que decir tiene que fueron unos estudios
cursados “a desgana”. Sabemos también que desde pequeño pasaba muchos ratos en
la Vega en contacto con los medianeros de su madre y sentía un gran interés por
el campo y sus actividades. Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue adquiriendo
unos conocimientos bastante sólidos en lo relativo a la agricultura. Así que
una vez finalizado sus estudios de magisterio y convencido de que jamás iba a dedicarse
a la docencia, realizó un peritaje en agronomía, que complementó los
conocimientos prácticos que ya poseía en la materia. Luego vino el servicio
militar y a su regreso llegó la hora de buscar una ocupación.
En vista de su actitud y aptitudes su madre
le cedió extensos terrenos en la zona que denominaban Acentejo, y que en
tiempos de los guaches había formado parte, curiosamente, del menceyato de su
nombre, Tacoronte. Seguidamente se puso manos a la obra y se dedicó al cultivo del viñedo, con el que
obtenía unos vinos de excelente calidad, muy afamados en la isla. Los buenos
resultados alcanzados propiciaron que toda la superficie comprendida entre sus
mejores fincas y los límites de Taoro, se dedicasen a la viticultura, en buena parte a cargo de
sus hijos, como más adelante veremos. El éxito conseguido, además, animó a su
hermana y cuñado (Tejina y Valle Guerra) a extender este cultivo por sus
tierras. Con el tiempo, todo este territorio obtuvo una denominación de origen
para sus caldos, la conocida Tacoronte-Acentejo.
Además de su trabajo con las viñas, por su
relación con los campesinos de la zona, Tacoronte comenzó a interesarse por
diferentes deportes autóctonos, en los que destacó por su habilidad. Era un
excelente boyero y sus yuntas solían salir ganadoras en la mayoría de las
competiciones de arrastre de ganado en las que participaba. Otro tanto puede
decirse del juego del palo, en cuyos combates participaba con singular
maestría. Pero donde realmente destacó fue en la lucha canaria, siendo uno de
los puntales más destacados de su equipo durante muchas temporadas. Posteriormente
una lesión le apartó del terrero, aunque dada su afición, siguió entrenando a
equipos infantiles de Acentejo.
Curiosamente, su vida se halla muy ligada a
Portugal, por diferentes motivos y que procede comentar. Una vez inspeccionados
los terrenos cedidos por su madre, que cubrían una extensión considerable, se
instaló en las proximidades de la ermita
de Santa Catalina. Tenía como vecinos a los descendientes directos del fundador
de la localidad, un colono portugués, oriundo de Guimarães, al que su abuelo
había cedido tierras tras la conquista. Se llamaba Sebastián Machado y fue
precisamente él juntos a otros vecinos lo que erigieron la citada ermita.
El segundo personaje fue Louis Gomes
Camacho, al que conoció mucho tiempo después. Originario de Madeira, había
iniciado la actividad hotelera en Santa Cruz, y con el tiempo, consciente de
las excelentes cualidades del lugar para los veraneantes y sus familias, construyó
un hotel en la localidad. Este se convirtió durante los veranos en el lugar de
reunión de la mejor sociedad tinerfeña y sus familias, la mayor parte de origen
extranjero. Las relaciones del señor Camacho con Tacoronte eran estupendas, por
los grandes beneficios que le aportaba en todos los sentidos, especialmente,
cuando consiguió que el tranvía que se había instalado entre Santa Cruz y La
Laguna, ampliase su trazado pocos años después para acabar en la localidad.
Igualmente estableció un servicio de guaguas entre La Laguna y Garachico,
pasando por La Orotava e Icod.
Este personaje tuvo una importancia
destacada en dos hechos trascendentales en la vida de Tacoronte, el primero de
carácter público y el segundo, privado. En efecto, cuando el rey Alfonso XIII
visitó la isla en 1906, deseando conocer el valle de La Orotava y el Puerto de
la Cruz, utilizó el tranvía hasta Tacoronte y de allí hasta su destino en otros
medios de transporte. Pues bien, se dice que le fue servido tan buen desayuno
en el Hotel Camacho, que en uso de sus prerrogativas decidió otorgar a
Tacoronte el título de ciudad. Aunque el motivo de la citada concesión fue
oficialmente “debido
al desarrollo de su agricultura, industria y comercio y su constante adhesión a
la Monarquía Constitucional”.
El motivo por el que
estuvo siempre agradecido al señor Camacho, fue porque gracias a él e
indirectamente al trazado de la línea de tranvía, como veremos a continuación,
se produjo el encuentro con su futura esposa y sobrina, Santa Úrsula.
La chica era la hija
menor de La Orotava y el origen de su nombre resulta bastante curioso. Sus
padres tenían una pequeña lista para elegir entre ellos el que destinarían a la
recién nacida, aunque no habían optado por ninguno. Llegó la hora de buscar
padrino y La Orotava recordó a un personaje de su infancia y consideró que era
la persona más adecuada para ello, ya que no deseaba bajo ningún concepto que
el padrinazgo recayese en alguno de sus familiares directos, como era habitual.
En efecto, aquel
invierno que pasó en el sur de la isla, huyendo de la humedad lagunera, tuvo
ocasión de conocer a la figura más importante de la zona, Adeje, que desde que
se enteró a qué familia pertenecía, no dejo de colmarla de atenciones. La
familia de este caballero había recibido de su abuelo, don Alonso, tierras y
aguas para el establecimiento de un ingenio azucarero, pero este es un asunto
del que hablaremos en otro capítulo. Adeje poseía
una antigua casa-fortaleza, pero pasaba la mayor parte del tiempo en otra que residencia de su propiedad situada
en la playa del Bobo. La Orotava, niña al fin y al
cabo, cada vez que oía este nombre le entraban ganas de reír, porque imaginaba
que lo de “bobo” se refería a aquel señor. Fue en más de una ocasión a visitarlo
, con su séquito obviamente, y siempre le quedó un recuerdo imborrable de aquel
caballero tan educado. Había sido invitado a su boda, pero no pudo asistir por motivos
que se desconocen, pero ello no le impidió enviar un buen regalo a los contrayentes.
Ni que decir tiene
que cuando le llegó la propuesta de apadrinar a la benjamina de aquella niña
que había conocido tanto tiempo atrás, convertida ahora en la segunda
localidad, perdón, quise decir persona, más influyente de la isla, aceptó sin
pensárselo. La única condición que puso fue que se le impusiese a la recién
nacida el nombre de Santa Úrsula, que era el de la advocación de la parroquia
de Adeje, erigida casi desde la finalización de la conquista. Como es natural, La Orotava y su marido aceptaron
con gusto la “sugerencia” ya que les pareció un nombre muy original, y sobre
todo, muy “cristiano” después de haber leído la historia de la Santa y las once
mil vírgenes que la acompañaron en su martirio.
A la niña le fue
impuesto ese nombre en una ceremonia que tuvo lugar en la iglesia de La
Concepción de la Villa y luego todos los presentes, la mayoría familiares, se trasladaron para celebrar el convite al
mejor hotel de la comarca. Según parece hacía muy poco que había sido inaugurado por un extranjero en las
proximidades de Martiánez y hay que decir, en honor a la verdad, que su madre
fue reacia en un primer momento a que el evento tuviese lugar en el citado
establecimiento, ya que consideraba que a la hora de elegir su nombre, el
propietario o propietarios lo habían hecho con la intención de incomodarla. En
efecto, se denominaba Hotel Taoro y le recordaba al antiguo nombre de lo que
ella consideraba con orgullo “su Valle”. Pero viendo que era el más apropiado
para celebrar un evento de tal relevancia, aceptó. Le molestaba de tal manera
esa denominación, que tiempo atrás, aprovechando su posición de socia de honor
del Liceo Taoro, propuso modificar los estatutos para que se cambiase por “Liceo
Orotava”, sin embargo, la presión de la mayoría de los socios y sus amenazas
con darse de baja del mismo, evitaron ese cambio.
El padrino colmó de
regalos a la recién “cristianada” y entre ellos, una casa en la playa del Bobo, muy cerca de la
suya, para que pasase allí los veranos cuando fuese mayor. Los padres aceptaron
el regalo aún a sabiendas que la niña jamás la pisaría, dado las dificultades
que suponía trasladarse a aquel “desierto” lleno de cabras y tabaibas.
La niña creció como
es natural rodeada de mimos y atenciones, ya que se llevaba algunos años con su
hermano. Además, se convirtió rápidamente en el ojito derecho de su padre. Ya
sabemos que poco después se produjo el distanciamiento físico de sus padres y
el abandono de la isla por parte de su progenitor, tras arruinarse con la
crisis de la cochinilla. Pero era tal el cariño que le profesaba, que no había semana que no fuese a verla o
llevarle todo tipo de regalos, y cuando se fue a Venezuela, no había mes que no
le enviase una carta, algo que no hacía con nadie más, ni siquiera con su hermano
o con su esposa. La niña, en cuanto aprendió a escribir, correspondía a este
afecto paterno, contestando puntualmente
a sus misivas.
Hablando de
escritura, Santa Úrsula hizo sus estudios elementales en el colegio religioso
para niñas que existía en la Villa. Cuando llegó la hora de iniciar el bachillerato,
tal como hicieron varios miembros de su familia, se inscribió en el Instituto
de Canarias. No le quedó otro remedio a su familia que buscarle alojamiento en
Aguere, porque con los medios de transporte de la época, el traslado diario a
clase desde su domicilio era impensable. Su abuela se ofreció (con la boca
pequeña) a alojarla en casa, pero La Orotava, alegando que no quería cargar a
su madre con responsabilidades innecesarias, y dado que disponía de medios
suficientes, alquiló una vivienda en la calle San Agustín. Allí residieron
durante varios cursos la niña, dos muchachas del Valle (La Vera
y Las Arenas) que se encargaban de los trabajos de la casa y una especie
de institutriz, contratada exprofeso para el seguimiento de los estudios de la
niña. Resultó ser nada más y nada menos que Guamasa, aquella chica que cuando
estudiaba en la facultad se le relacionó
con su primo El Portezuelo.
Una vez finalizados
los estudios medios, llegó el momento de tomar decisiones de mayor
trascendencia. Para su madre era indiferente que estudiase o no una carrera,
estaba enfrascada en mil asuntos, su padre en cambio, aún desde Venezuela, la
animaba a continuar con su formación. Estaba hecha un lío y se decidió a pedir
consejo a su tía Güímar, a la que admiraba profundamente. Cuando aquella vino a
Aguere a encargarle un traje de chaqueta a su hijo, para las fiestas de San Pedro,
quedaron en la dulcería La Princesa, y allí, con una bandeja de rulos y
merengues hablaron largo y tendido. Su tía le recomendó que ampliase su
formación todo lo que le fuese posible, si realmente se sentía capaz, ya
tendría tiempo más adelante para dedicarlo a otras cuestiones ( se refería a
casarse y tener hijos, que era lo que se esperaba de ella).
Siguiendo sus
consejos e indicaciones como
especialista en archivística, además de sus gustos personales, consideró que lo
más apropiado era estudiar letras y especializarse en Historia. Sentía un gran
interés por lo acontecido en la isla, que en definitiva era la historia de su
familia y también por los primitivos habitantes de Nivaria, entre los cuales
también se encontraba algún antepasado suyo, por ejemplo, su bisabuela Aguere.
El trazado del tranvía
hasta Tacoronte, así como el
establecimiento de la línea de guaguas entre La Laguna y Garachico, con parada
en La Orotava, habían mejorado mucho las comunicaciones entre Aguere y el norte
de la isla. Esto le permitía asistir a clase a la facultad, eso sí, a costa
de unos buenos madrugones diarios,
y volver a casa por la tarde. Ya desde
que había acabado el PREU, su madre entregó las llaves de la casa, que durante algunos años fue su residencia en
La Laguna y a Guamasa se le acabó su contrato de institutriz. Las otras dos chicas
del servicio volvieron al Valle, con la promesa de La Orotava de buscarles una
colocación lo antes posible.
Santa Úrsula comenzó
con normalidad el curso, trasladándose diariamente a La Laguna en guagua. Esta
hacía una breve parada en la Estación de Tacoronte, donde los viajeros
aprovechaban para desayunar o cambiar al tranvía, cuando procedentes del norte
se dirigían a Santa Cruz. Así que en el bar se encontraban por un rato viajeros
de ambos medios de transporte. La chica
se tomaba un cortadito y unos churros, ya que salía muy temprano de su
casa y a esa hora el estómago clamaba por alguna entrega.
Ya señalamos
anteriormente que Tacoronte siempre le estuvo muy agradecido al señor Camacho,
porque además de los numerosos beneficios para la localidad, indirectamente,
con sus iniciativas, contribuyó a su felicidad futura. Hemos visto como el
muchacho, con un carácter bastante tranquilo, desde que se emancipó se entregó
de lleno a sus ocupaciones y a algunas actividades de ocio nada censurables,
mientras que lo de buscar pareja no le quitaba el sueño. Pues bien, las breves
pausas de la guagua en el bar de la Estación de Tacoronte, coincidían con el
momento en que el muchacho se tomaba el cortado antes de iniciar su visita a
las fincas y empezó a coincidir con su sobrina. La había visto en algunas ocasiones
en encuentros familiares, pero la primera vez que se la topó se sorprendió de
cuánto había crecido en los últimos tiempos y de cómo se había convertido en
una bonita muchacha.
Hay que decir que la
diferencia de edad entre ambos era mínima, ya que Santa Úrsula era su segunda
sobrina por edad, después del Puerto de la Cruz, y él, en cambio, junto al otro
mellizo, el menor de sus tíos. Por tanto, dos chicos jóvenes, familiares y
además con caracteres similares, es normal que congeniaran y que la cita del
cortado se convirtiese en fija. Habitualmente charlaban sobre temas
intrascendentes y poco a poco fueron pasando a otros de carácter más personal.
La chica, sin comentar nada en casa, cambió la guagua por el tranvía desde
Tacoronte, para llegar a la facultad; con ello tenía un cuarto de hora más
disponible para “el cortado”. Poco después cogió la costumbre de bajarse de la
guagua en el camino de vuelta y allí estaba su tío esperándola para tomar algo
y seguir con sus conversaciones. En casa, por prudencia, simplemente comentaba
ocasionalmente que había saludado a su tío.
Y como el lector
podrá adivinar, cupido lanzó sus flechas
con fuerza a los dos jóvenes y éstos acabaron ennoviándose. Quedaba el trámite
de comunicarlo a la familia, escribo en singular, porque era la misma para los
dos. En eso llevaban una ventaja en su relación con respecto a otras parejas, porque
en este caso, a nadie se le ocurriría alegar que el chico o la chica no eran
“de buena familia”. Tacoronte estaba tranquilo, porque consideraba que su
parentesco era “ficticio” y en realidad no eran tío y sobrina, y con seguridad todos pensarían lo mismo. La
única que podría sacarlo de su error era La Laguna, pero como comprenderán, en
estos momentos de su vida no estaba para remover asuntos del pasado.
Tuvieron suerte los
jóvenes, porque no hubo inconvenientes a su relación. La Laguna estaba contenta
con que su hijo encontrase pareja, y mucho más siendo una chica bonita y
educada, además de su nieta. Realejo Alto, como siempre, apoyó a su hija en su
decisión, y La Orotava, enfrascada en el asunto de la UNESCO, no tenía la
cabeza para otros temas y además ¿qué podía decir de su hermano “adoptivo” sino
que era un muchacho excelente? No vamos a detenernos demasiado en lo que
ocurrió después, simplemente apuntar en cuanto la chica acabó la carrera se
celebró la boda en la Iglesia de la Concepción de La Orotava y el ágape tuvo
lugar en uno de los innumerables “guachinches” que empezaban a crearse en la
zona de Acentejo. Convendría señalar que pese a un rechazo inicial de los
invitados al conocer que el convite se celebraría en un lugar con tan poco
”glamour” enseguida cambiaron de opinión al enterarse que el contrayente
aportaría sus mejores vinos.
Como solía ocurrir
en aquella época, pasado un tiempo prudencial después de la boda, se celebraba
algún bautizo, con lo que lo que a los invitados casi ni les daba tiempo de
guardar sus “trajes de fiesta”. Primero nacieron dos gemelas, Encarnación y
Rosario, y un año después un niño, al
que llamaron El Sauzal. Las gemelas fueron apadrinadas por su tío el Puerto de
La Cruz y una de sus parientas venezolanas, La Perdoma. En el bautizo del
Sauzal, en cambio, actuaron de padrinos sus tíos Tegueste y Las Canteras.
La familia de “Los
Acentejo”, como empezaron a llamarlos por el lugar donde tenían su
residencia, son conocidos por su
discreción, su buen hacer en cualquier actividad que realizan y porque se
llevan bien con todo el mundo. Como su
residencia se encuentra en un punto tan estratégico, a medio camino entre el
Valle de La Orotava y Santa Cruz o La Laguna,
se ha convertido en el lugar de parada obligada para reponer fuerzas y
enterarse de las últimas noticias familiares.
Las gemelas
estudiaron en el colegio religioso de la Villa, donde lo había hecho su madre tiempo atrás. Además, tuvieron
la suerte de que éste había incorporado la enseñanza secundaria a su oferta,
con lo que hasta el momento de entrar en la universidad no necesitaron realizar
grandes desplazamientos. Precisamente en los años que cursaban estas enseñanzas tuvo lugar un acontecimiento
que cambió sus vidas, o mejor dicho sus nombres, para siempre.
Ya dijimos que su
madre, Santa Úrsula, había cursado la carrera de Historia, especializándose en
todo lo relativo a Canarias, incluyendo la etapa aborigen. Aunque no ejerció
nunca como docente, debido a su temprano matrimonio, siguió formándose y
realizando trabajos de investigación
sobre el tema, publicados en diferentes revistas universitarias. Por ello,
cuando las chicas tuvieron que llevar a cabo un trabajo de fin de curso
preuniversitario, en la materia de Historia, ella les propuso que orientaran su
estudio hacia la comarca de Acentejo,
que ocupa gran parte de lo que fue el antiguo menceyato de Tacoronte y parte
del de Taoro. Las chicas aceptaron encantadas, ya que su madre se ofreció para orientarlas y
además, en caso de necesidad, podrían contar con la ayuda de su tía-abuela
Güímar.
Encarna y Rosario,
en cuanto llegó el momento, se pusieron manos a la obra “para que no las
cogiese el toro” y empezaron a moverse por distintos archivos, especialmente el
del Cabildo de La Laguna, al que su bisabuela les facilitó la entrada. Rosario,
en el curso de sus investigaciones, quedó profundamente impactada por todo lo
relativo a la primera batalla de Acentejo, conocida como la Matanza de
Acentejo, donde las tropas castellanas fueron desbaratadas por los guanches.
Sintió un profundo respeto y admiración por aquellos, cuya sangre también
corría por sus venas, gracias a su tatarabuela Aguere. Encarna en cambio,
mientras ojeaba legajos y manuscritos, experimentó un sentimiento similar, pero
hacia las tropas castellanas, especialmente hacia quien las mandaba, su
tatarabuelo don Alonso, cuando derrotó a sus oponentes un año más tarde. Esta
sería la segunda batalla de Acentejo, conocida como La Victoria. Las chicas se
empeñaron con ganas en la elaboración del trabajo, supervisado por su madre, y obtuvieron la
máxima calificación, además de la felicitación de todas las profesoras.
Hacía poco que su
abuelo, Realejo Alto, había regresado de Venezuela, podríamos decir “cargado de
bolívares”, pero lo cierto es que ésta aún formaba parte del Imperio Español y
no es posible tal afirmación. Éste, que había conocido a las chicas a su
vuelta, decidió sufragar la publicación del trabajo como regalo de graduación,
sobre todo después de conocer que ambas iban a estudiar la carrera de Historia
el próximo curso.
La realidad es que
las consecuencias de la citada tarea van mucho más allá de lo dicho, porque las
chicas apenas lo finalizaron decidieron
cambiar sus nombres, en homenaje a aquellas batallas de Acentejo en las que participaron
sus antepasados, de algún modo, en ambos bandos. Esperaron hasta la fiesta de
cumpleaños de su abuela, y allí, cuando estaba reunida toda la familia, manifestaron
que al no poder repetir su bautismo y que en todo caso, la Iglesia no admitiría
los nombres elegidos, querían que a
partir de esa fecha se les llamase La Matanza (de Acentejo) y La Victoria (de
Acentejo). La decisión tomó por sorpresa a los asistentes, menos a su madre,
sin embargo nadie puso objeción alguna.
Este es el motivo
por el que los “vitorieros” y “matanceros” escaparon de que se les llamase
“encarneros” y “rosarieros”, respectivamente. Sin embargo, las chicas, para
evitar que sus padres y conocidos pensaran que esa decisión significaba un
desprecio hacia los nombres con los que habían sido bautizadas, siguieron
celebrando su santo (es decir, las fiestas patronales de sus localidades) en
honor de Nuestra Señora de la Encarnación y La Virgen del Rosario,
respectivamente.
El Sauzal es el
menor de los hijos del matrimonio, tan educado y estudioso como sus hermanas, pero
en cambio, pasa menos desapercibido. El chico cursó sus estudios elementales en
el colegio de La Salle y luego el bachillerato en el antiguo Instituto de
Canarias, tal como había hecho su padre. Desde pequeño se le dio muy bien el
dibujo y la pintura, y aunque su padre se empeñaba en que después de clase
participase en actividades como juego del palo o fútbol, el chico no mostraba
demasiado interés. Lo más que consiguió Tacoronte fue que entrase en uno de los
equipos de lucha canaria infantil que entrenaba, pero apenas duró un par de
semanas. Él decía que no le gustaba “pelearse” y que además llegaba a casa todo
molido, lleno de raspones y morados. Sin embargo, los fines de
semana sí que acompañaba a su padre a las competiciones de arrastre de ganado,
donde después de la lesión que tuvo, se había convertido en juez. Pero el chico
se provocaba con las babas y las bostas del ganado, y aunque hacía esfuerzos
sobrehumanos por aguantarse, al final dejó de ir.
Su padre estaba
bastante preocupado por su benjamín, mientras que su madre y sus hermanas
decían que no todo el mundo era igual, y que cada uno tiene sus gustos. Lo que
realmente le provocó un gran disgusto fue lo que sucedió con la actividad
fundamental de la familia. En efecto, tanto su
mujer como sus hijas colaboraban en perpetuar la tradición que él había
iniciado con la viticultura. Las tres cubrieron de viñedos las tierras que se
fueron repartiendo a lo largo de la comarca, y bajo la supervisión de
Tacoronte, obtenían unos vinos excepcionales, con los que surtían a todos los
guachinches y casas de comida que fueron proliferando por Acentejo. El Sauzal
recibió las mejores tierras, muy cerca de las de su progenitor, precisamente
por la intención de éste de supervisar su trabajo y convertirlo con el tiempo
en su heredero; en cambio, aunque realizó tímidos intentos en la viticultura,
manifestó a su familia que prefería dedicarse a las flores y plantas
ornamentales, que el cultivo de claveles para la exportación podría ser un buen
negocio. Tacoronte después de esta noticia estuvo varios días “encamado” del
disgusto, aunque a todos decía que se trataba de un pequeño agravamiento de su
lesión.
Coincidieron esas
fechas con el fin de curso preuniversitario y el momento de tomar una decisión
sobre qué carrera elegir. El chico comentó a sus padres que a él lo que
realmente le gustaba era el dibujo y la pintura, incluso la escultura, y eso
solo se podía estudiar en la escuela de Artes y Oficios que había en Santa
Cruz, pero no tenía la consideración de estudios universitarios. Ahí su
padre perdió la paciencia, por primera vez en su vida y le habló claramente. Le
dijo que no podía ser que todos en casa
tuviesen una carrera universitaria, incluso “las mujeres”, y el benjamín de la
familia, siendo un chico y además en el que más ilusiones tenía puestas, se
conformara con pintar y dibujar.
Para no empeorar más
la situación y por sugerencia de su madre, le comunicó poco después que había
cambiado de opinión e iba a matricularse en Historia, como sus hermanas, pero
con intención de especializarse en Historia del Arte. Esta decisión, en cierto
modo salomónica, parece ser que a todos satisfizo. El muchacho, poco a poco le
fue cogiendo gusto a los estudios por los que había optado y convenciéndose de
que había sido una sabía decisión.
En sus ratos libres,
como todos como sus hermanas, continuó dedicándose a la “agricultura a tiempo
parcial”. Montó varios invernaderos en los que se desarrolló el cultivo del
clavel y plantas ornamentales, sin olvidar algunas parcelas destinadas a la viticultura, para no
incomodar a su padre. Con las flores que sobraban del cupo de exportación, o
con otras con las que intentaba experimentar y adaptar a la isla, cubrió todo el
lugar donde vivía. Desde la carretera general hasta la costa instaló parterres,
pérgolas y jardineras por doquier, cedió
cal en abundancia a los vecinos para embellecer las fachadas. Además, como
disponía de capital suficiente, mandó construir miradores y sustituyó parte de
la vieja techumbre de tejas de la
iglesia de San Pedro, por una especie de cúpula de aspecto “orientalizante” que
evocaba aquellas construcciones y monumentos que estudiaba en clase.
La vida transcurría
como siempre en las tierras de la familia, cada uno con sus ocupaciones. Sus
padres se vieron privados de cierta ayuda ya que los chicos se encontraban
bastante ocupados con sus estudios y atendiendo a sus tierras. Por eso no
tuvieron más remedio que contratar a algunos vecinos para que colaborasen en
ciertos negocios que habían emprendido últimamente. Los Naranjeros y Agua García
se encargaron de gestionar varios restaurantes a donde los fines de semana se acercaban
numerosas familias de Santa Cruz y La Laguna. Invirtieron en la modernización
de las barcas de la cofradía de EL Prix, con la condición de que las mejores
capturas se reservasen para dos restaurantes que habían abierto en la zona, a cuyo cargo estaban la
mujer y las hijas de este vecino.
Pero no solo se
orientaron por la rama de la hostelería. Tacoronte, con la experiencia del
hotel Camacho, había aprendido muy pronto que los turistas extranjeros
disponían de abundantes recursos, solo había que buscar un sistema para que
dejasen una parte en la isla. Con esta idea, creó el primer campo de golf que
hubo en Tenerife, muy cerca de su residencia. Allí contrató como recepcionista
a Guamasa, una de las pocas personas que hablaba idiomas en la comarca, ya que
había trabajado inicialmente en el hotel y con la que su mujer tenía muy buena
amistad desde su etapa lagunera.
Por último, Barranco
de Las Lajas, marido de Agua García, empezó a trabajar como medianero para él.
Se encargaría de las fincas de la zona alta, así como de realizar también
ciertas funciones de guarda forestal. Aquí aparece un personaje que tendrá
bastante relación con su familia, aunque sea de una manera “extraoficial”. Se
trata de Ravelo, hijo del matrimonio formado por Agua García y el Barranco de
Las Lajas, de una edad similar a la de El Sauzal.
Hay que hacer notar,
que como sus padres, también El Sauzal había hecho algunas incursiones en el
mundo empresarial, como cuando instaló la conocida Casa del Vino, en las
proximidades del Mirador de La Baranda. Pero como ya hemos señalado, él era un
apasionado de las flores y plantas ornamentales, consideraba que con “materiales”
tan bellos, solo se podían realizar obras bellas. Nada más acabados sus
estudios, se tomó un par de años sabáticos antes de iniciar la tesis doctoral,
y montó una de las primeras floristerías que hubo en la isla. Poseía una
materia prima de excelente calidad, un gusto exquisito y unos conocimientos de
dibujo óptimos; con todo este bagaje se dedicó a la creación artística en el
mundo floral: no había en toda la isla ramo de novia, escenario de fiestas
patronales, paso procesional o coronas para entierros, que no hubiera pasado
por sus “delicadas” manos o las de sus
colaboradores. El enorme éxito obtenido le permitió abrir dos sucursales, o
como se decía en aquella época, “delegaciones”, una en La Orotava y otra en La
Laguna.
El chico era una
auténtica caja de sorpresas, porque se atrevió además con el diseño de
vestuario, alcanzando un éxito extraordinario. Así realizó numerosos diseños
con variaciones sobre el traje típico para los talleres de sus parientas “las morochas” que solían
estrenarse en las respectivas romerías de San Isidro en La Orotava y El
Realejo. Su bisabuela le encargaba por carnaval el vestuario del Orfeón, con el
que obtuvo numerosos triunfos. La lista de clientes de todo tipo sería
interminable: bodas, puestas de largo, comuniones, etc.
Toda esta actividad
le impedía dedicarse a los viñedos e
invernaderos como era necesario, así que desde un primer momento había delegado
en una persona de su confianza, que ya hemos nombrado. Se trataba de Ravelo, un
chico que vivía con sus padres en la zona alta, pero relativamente cerca de
éste. Se conocían desde pequeños, e incluso durante el tiempo que entrenó en el
equipo de lucha, coincidieron. Aunque Ravelo siguió haciéndolo, convirtiéndose
en un luchador de primera, pero sin dejar la actividad agraria, que era su
medio de vida. Además, sus padres trabajaban para Tacoronte y Santa Úrsula, uno
como medianero y la otra encargándose de unos restaurantes.
Con el tiempo ambos
se hicieron inseparables, así que contrató a otra persona para que se encargase
de lo que podríamos llamar “asuntos agrarios” y Ravelo se convirtió en su
colaborador más cercano, digamos en la persona de su “máxima” confianza. Tanto,
que pasados los años El Sauzal constituyó una sociedad que englobase a todas
sus actividades y lo nombró socio “copropietario”.
Antes de finalizar,
habría que decir que una vez agotado su periodo “sabático” El Sauzal retomó su
relación con la universidad. El tema de su tesis doctoral fue la “Vida y obra”
de un insigne tacorontero (aunque nacido en La Laguna) el pintor surrealista
Óscar Domínguez. Para su realización tuvo que trasladarse a París, donde desarrollaba su obra el artista, y allí
residió durante varios meses, acompañado, como no, por su colaborador y amigo
Ravelo.
Este capítulo no
podría concluir sin hacer al menos una breve mención a un grave problema que
afecta al cabeza de familia, Tacoronte. Esta “enfermedad”, que lo tiene muy
preocupado se debe a una infección que ataca de una manera destructiva tanto a
la madera como a los viñedos. Parece ser que ésta proviene del extranjero, por
lo que posiblemente la infección se produjo a través de los numerosos
visitantes foráneos que pasan por la zona. Su mujer está continuamente
pendiente de él y lo acompaña a todas las visitas médicas, aunque aún no se ha
encontrado el tratamiento eficaz que acabe con esta plaga. Sin embargo, a pesar
de su preocupación y temores, y en espera de que encuentren una solución al mismo, Tacoronte
continua haciendo su vida normal como si nada hubiera pasado.
José Solórzano Sánchez ©
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