La idea fundamental de este relato
surgió de improviso la mañana del pasado
11 de octubre. Me encontraba practicando senderismo aquel domingo en la isla de
El Hierro y acababa de ascender hacía justo un rato por el camino de Jinama; nos
dirigíamos a Valverde atravesando la comarca de Nisdafe y posiblemente, fue la
visión de aquellos muros de piedra seca que delimitaban los campos, o las
ruinas de La Albarrada, los que pulsaron mi imaginación.
Todo esta historia es ficticia, tanto personajes
como situaciones, excepto algunos, de carácter histórico, perfectamente
reconocibles. El único individuo de este relato, no histórico, pero real, es fácilmente
identificable por las personas que me conocen.
Además, se han modificado, parcial o
totalmente, la mayoría de los topónimos relativos a la isla de La Herradura,
aunque con un mínimo de conocimiento de la geografía insular, pueden
distinguirse sin dificultad.
Por último, me he permitido la licencia de
cambiar el lugar habitual del título, colocándolo al final del relato, para no
dar demasiadas pistas desde el comienzo del mismo.
(La
Herradura, 26 de junio, 1404)
Aquel
día, Jean de Béthencourt, valiéndose del engaño, ocupa prácticamente sin luchar
La Herradura, la isla más pequeña de las Canarias y toma como esclavos al jefe
aborigen Armiche y a todos los que le acompañaban cuando ante él se
presentaron. En realidad, aparte de los cautivos, apenas quedaban ya algunos
centenares de bimbaches escondidos por aquellos riscos, porque las continuas
razias de piratas y corsarios habían diezmado enormemente la población de la
isla.
(Madrid,
26 de junio, 2017)
Apenas
había dormido dos horas seguidas y se levantó con muy mal cuerpo. No obstante,
le comentó a su mujer, mientras desayunaban, que había descansado bien porque
consideraba que no servía de nada preocuparla relatándole la tortura de aquella
noche… y de las anteriores.
Hacía una
semana que había recibido la llamada de la administradora de la Residencia
informándole que la salud de su tía había empeorado, por lo que fue necesario su ingreso en una clínica. Desde
aquel día, aquellos sueños se repitieron
noche tras noche. No eran una novedad; desde
muy pequeño y ocasionalmente le asaltaban aquellas pesadillas que nunca
se repetían, pero que tenían como común denominador la sangre. Pero desde el
pasado martes era como si aquella llamada hubiera presionado un interruptor en
su subconsciente haciendo que la angustia lo asaltase sin darle tregua, como
jamás antes había sucedido.
Nunca se
le había pasado por la cabeza acudir a cualquier compañero del departamento de
Psiquiatría del hospital donde trabajaba para hablarle de sus sueños. Siempre
trató de abordar este asunto con grandes dosis de racionalidad, porque
consideraba que era normal que por su profesión la sangre, en cualquiera de sus
manifestaciones, formase parte de su vida. Estaba considerado como uno de los
mejores oncólogos del principal hospital de Madrid, además de un reputado
cirujano. Lo curioso es que en los cientos de intervenciones que llevó a cabo
en casi 35 años de actividad profesional, aquel líquido rojizo y más o menos viscoso
jamás le perturbó, excepto cuando su presencia
significaba un peligro para la vida del paciente. En cambio, una vez
abandonaba el hospital, le era imposible enfrentarse a ella; sentía una
repugnancia extrema e irracional hacia
aquella sustancia.
Cuando
afeitándose se producía un pequeño corte,
le costaba mucho no perder el conocimiento; la carne siempre la pedía
muy hecha, tanto si la preparaba su esposa como en los restaurantes; cuando en
alguna ocasión reclamaba a los camareros que la quería más “hecha”, estos lo
miraban sorprendidos murmurando cuando se retiraban que si la deseaba
“carbonizada”. Esta aversión llegaba a tal extremo que era incapaz de ver una
película o serie televisiva, incluso un documental, en los que aquel fluido
pudiese aparecer, por lo que seleccionaba muy bien lo que veía. Y si por
casualidad ésta aparecía por sorpresa en alguna escena, cerraba los ojos y
giraba la cara bruscamente, como un cobarde.
En
realidad esta reacción tenía su explicación, sentía el temor que una simple
imagen desencadenase esa noche otra de sus pesadillas. Sabía que aquellas
sensaciones inexplicables se encontraban en lo más profundo de su conciencia, pero
también que no tenían nada que ver con su profesión, porque aquellos sueños ya
le asaltaban ocasionalmente durante su infancia. Pero incluso aceptando este
hecho, por más que lo intentaba, no conseguía
reconocer alguna experiencia de
aquellos años que lo explicase.
Cuando era
niño y algunas mañanas, mientras se tomaba el cola-cao antes de ir a clase,
hablaba con incredulidad de aquellas
pesadillas a su madrina, esta le explicaba que seguramente tenían que ver con
el accidente que costó la vida a sus padres; pero él no recordaba absolutamente
nada de aquel terrible suceso.
Después
del desayuno, preparó las maletas y su mujer lo llevó al aeropuerto. Ella no
podía acompañarlo, eran momentos muy complicados a las puertas del verano para reorganizar turnos y mucho más con la
falta de personal del que siempre adolecía el hospital. Además, ni siquiera tenía
la seguridad del tiempo que iba a permanecer en Tenerife, quizás una semana o tal
vez un mes. Para José Padrón, su marido,
la cuestión era otra; por un lado, se trataba de un asunto personal de cierta
importancia, puesto que su madrina era el único familiar conocido que le restaba; por otro, después de
más de treinta años de entrega absoluta a aquel hospital en el que había
desarrollado la totalidad de su carrera, y del prestigio conseguido durante
todo ese tiempo, le era muy fácil conseguir una licencia, más o menos abierta,
que podía ser de una semana, dos , e incluso un mes.
Tras
dejarlo en las puertas de salida de la T2, Marisa continuó hacia su lugar de
trabajo, donde con toda seguridad le
esperaba una intensa jornada. Después de
acomodarse en su asiento de ventanilla, José Padrón cerró los ojos en los momentos del despegue
intentando recuperar parte del sueño perdido la noche anterior … y las precedentes. Empezó a pensar en la
última vez que había volado a Tenerife y cayó en la cuenta, con sorpresa, que
iba ya para un año. Desde que ingresó a su madrina en aquella residencia, hacía
ya algún tiempo, sus viajes fueron espaciándose. Al principio dos o tres veces
al año, pero más tarde, cuando comprendió que de nada servían porque ella no lo
reconocía, se limitaron a la visita obligada por su santo, el día 16 de julio,
festividad del Carmen.
En más de
una ocasión José celebró su cumpleaños solo, porque cumplía justo tres días
antes de la onomástica de su madrina y sus visitas solían ser muy breves,
apenas unos días. Solía alojarse en alguno de los hoteles situados en los
alrededores del Parque ya que se encontraban muy cerca de la residencia donde estaba
ingresada su madrina, en La Rambla; durante su estancia, la sacaba a diario a dar un corto paseo en su silla de ruedas por
los alrededores o por el Parque, en los momentos que aún no pegaba el sol de
julio con toda su fuerza. Se sentaba en un banco y le contaba lo que se le
ocurría; ella solía mirarlo con atención mientras le hablaba, pero jamás le
respondía, quizás ni siquiera le escuchaba. En esta ocasión, sin embargo, había
elegido, por primera vez, el Mencey, a medio camino entre la Residencia y la
Clínica.
La casa
del Toscal, donde vivió su infancia y parte de su juventud, no había vuelto a
pisarla desde que su madrina se trasladó
a la Residencia. En sus últimos viajes ni siquiera traía las llaves y cada vez se le hacía más difícil ir a echarle
un vistazo; no quería ni pensar en qué condiciones se encontraría. También evitaba imaginar el estado de su madrina en
aquellos momentos; si habían decidido ingresarla es porque considerarían que se
encontraba en las últimas y con 100 años recién cumplidos, tampoco las
expectativas eran muy optimistas. No es que le asustase ver cuerpos como solían
decir en la jerga hospitalaria “pidiendo pista”, porque los había visto a
cientos, pero en este caso se trataba de alguien muy especial, quizás la persona
más importante de su vida y a la que más debía (este pensamiento jamás se le
hubiera ocurrido verbalizarlo delante de Marisa).
En el transcurso del vuelo entabló
conversación con su vecino de asiento, un tipo bastante curioso, muy cordial y
con una conversación interesante. Según contó, volvía a casa después de haber
pasado una semana repitiendo el mismo itinerario, que por la Alcarria, llevó a cabo Camilo José Cela en los años cuarenta y plasmado, posteriormente, en su libro. Había
ejercido de maestro durante treinta y cinco años, que habían finalizado hacía poco menos de dos
semanas.; dos días después emprendió aquella ruta para cumplir un sueño que
acariciaba desde hacía tiempo. Mientras hablaban de las peculiaridades de
aquella comarca de Guadalajara, José Padrón sintió por un momento como estaba
desperdiciando su tiempo con esa dedicación absoluta al hospital. Un lugar tan
especial, como otros tantos, apenas a una hora de Madrid y jamás lo había
visitado; pensó que quizás desde hacía ya mucho estaba confundiendo la
vocación con la “esclavitud” y se propuso que nada más volver a casa
organizaría un fin de semana con Marisa por los caminos de la Alcarria.
Mientras comentaban algunas fotos de aquellos
lugares que le mostraba su compañero de vuelo, excelentes, todo sea dicho,
percibió que aquel tipo aparentaba muchos menos años que los sesenta que estaba
a punto de cumplir. Justo los mismo que él y, aunque no hizo el menor
comentario, concluyó que por lo visto la
enseñanza era más benévola con sus “asalariados” que la medicina, o por lo
menos con algunos. Él ni siquiera le habló de su profesión ni de los motivos de
su visita a Tenerife, aunque era obvio que de la conversación podría deducirse
fácilmente que se trataban de unas vacaciones.
Una vez
aterrizó el avión y recogidas las maletas, se despidió de su compañero de
vuelo, al que ni siquiera había preguntado su nombre y se dirigió a las
oficinas de alquiler de coches a recoger el
opel Corsa que había reservado dos días antes.
(La
Herradura, 27 de junio, 1597)
El Concejo de la isla se reúne en
la ermita de Santa Catalina de Villaverde, la falta de lluvias de los dos
últimos años no ha hecho sino acentuar la precariedad de sus recursos hídricos.
Están ocupados en redactar un escrito de solicitud para el Conde, señor de La
Herradura. Le ruegan que cese la concesión de permisos para la tala
indiscriminada de bosques y el carboneo. Estas actividades, después de casi dos
siglos de ocupación castellana, han
acabado con la buena parte de la masa forestal de la isla.
La situación en La Herradura es
completamente diferente al resto del Archipiélago y depende más que ninguna
otra de sus bosques; la ausencia de manantiales y pozos hace que las únicas
aguas de que dispone el vecindario son la que durante las lluvias del invierno
se recoge en aljibes. El agua que destilaban los bosques, producto de la lluvia
horizontal y que había originado la leyenda del Garoé, se acumulaba en enormes
depósitos excavados en el terreno; luego se destinaba al el abastecimiento de
ganados y vecinos, muchos de los cuales esperaban impacientes a las puertas del
Concejo. Aquellos enormes depósitos, antiguamente repletos de agua, se
encontraban ahora vacíos, por culpa de la tala, provocando la sed de pobladores
y rebaños.
Esta penuria de recursos hídricos, que
impedía una actividad agrícola que no fuese la de secano, sometida al capricho
e irregularidad de las lluvias, hizo que los colonos llegados a la isla no
tuvieran otro remedio que copiar el sistema económico de los aborígenes: el
pastoreo, complementado con la recolección y la pesca. De ahí que en aquellos
casi doscientos años de dominio señorial la población de la isla se hubiese
mantenido prácticamente estable, en torno a las mil almas, la mayoría
concentradas en Villaverde.
(Santa
Cruz de Tenerife, 27 de junio, 2017)
Después de un sueño reparador y
un desayuno más que abundante, José Padrón dirigió sus pasos hacia la clínica
en la que se encontraba ingresada su madrina. Estaba situada a menos de
cincuenta metros del Mencey, en la misma Rambla, camino de la Avenida de Anaga.
El día anterior, tras su llegada, decidió no pasarse por allí dado que su tía
se encontraba en la UCI y los médicos no podían atenderlo hasta el día
siguiente.
Apenas
pudo verla por los cristales y enseguida comprendió lo que poco después le
comunicaría el médico; el desenlace era inminente, aunque la enferma, a pesar
de sus cien años, parecía que luchaba por prolongarlo. No quiso telefonear a
Marisa porque debería estar muy ocupada para atenderle y le dejó un mensaje de voz. Le informaba escuetamente
de la situación y de su intención de permanecer cierto tiempo en la isla,
porque aunque el desenlace no se retrasase, luego debería dejar todos los
asuntos resueltos antes de regresar a Madrid; no le apetecía tener que volver a
las pocas semanas por el mismo asunto.
No tenía nada
que hacer en la clínica, dejó su teléfono por si necesitaban ponerse en
contacto con él y sin pensarlo dos veces empezó a deambular por las calles del
“Chicharro”; cualquier cosa antes que ir a su casa, no le apetecía, pero sabía
que tarde o temprano tendría que hacerlo. Ascendió de nuevo por la Rambla y
atravesó el Parque camino de la calle del Pilar. Todo lo parecía muy diferente
al Santa Cruz de su niñez, parecía otra ciudad, quizás porque al no haber
residido aquí, no había ido asumiendo los cambios paulatinos que se habían ido
produciendo.
Se sentó
en el bar de la plaza del Príncipe y pidió una cerveza. Solía venir muchos
domingos con sus padrinos a tomar un refresco cuando era pequeño; en realidad
su casa se hallaba muy cerca, apenas adentrándose un poco en el Toscal por la
calle de La Rosa. Y comenzó a pensar en
sus tíos, o mejor dicho en sus padrinos, como ellos querían que los llamase. Su
tío paterno, Juan Padrón Padrón, había
nacido en 1907 en La Herradura y emigrado a Cuba en 1925, aparentemente para
escapar de la leva para la Guerra de Marruecos. Hombre trabajador, le costó muy
poco encontrar empleo entre sus paisanos. Por aquellos años los españoles
controlaban los puestos de carne y tejidos en el Mercado Único de Cuatro
Caminos de La Habana, los chinos por su parte, acaparaban la mayoría de los de
frutas y verduras. Empezó como dependiente en un puesto de carnes de una
familia palmera y en poco tiempo se convirtió en propietario de otro.
Las
cosas no le fueron mal y a los pocos años se trajo a su hermana menor Lupe, que
como solían decir quienes la conocían “había nacido soltera”. Era una muchacha
callada y bastante extraña, pero muy trabajadora, por lo que se convirtió en
ayudante de su hermano, a cambio de manutención, vivienda, y sobre todo,
protección. Juan Padrón se casó por
aquellos años con una gallega que trabajaba en un puesto de tejidos en el mismo
mercado, Carmen García, que siempre tuvo problemas de salud. Aunque no tuvieron
hijos, fueron un matrimonio muy unido, especialmente porque ambos eran dos
buenas personas, en el sentido literal de la expresión.
En 1957, cuando las cosas empezaron a ponerse
feas en Cuba, vendieron su casa, traspasaron el puesto y los tres se
trasladaron a Tenerife. Juan nunca había vuelto a La Herradura, ni cuando vivía
en Cuba, ni cuando falleció su padre, ni tan siquiera tras establecerse en Santa Cruz, había algo que le
impedía reencontrarse con sus raíces,
pero jamás habló de ello, ni siquiera a su esposa.
Aunque no
volvieron como indianos ricos, sí con lo suficiente para vivir con cierta
holgura. Compraron un solar en el barrio del Toscal y fabricaron una casa de
dos plantas, la superior la dedicaron a vivienda familiar y en la inferior
instalaron un negocio. Aunque su intención desde que llegaron había sido
adquirir un puesto para despacho de carnes en la Recova que en la década
anterior había mandado construir el general Serrador, dadas las dificultades
para conseguirlo, no les quedó otro remedio que instalar una carnicería, que
había sido su ocupación durante toda su vida, en los bajos de la casa. El resto
de sus ahorros los invirtieron en algunas acciones de galerías y en la conocida
empresa de prestamistas de Santaella, como hacía buena parte de los emigrantes retornados.
El tío
continuó con su negocio de carnes ayudado por su hermana Lupe, como en La
Habana, mientras que su esposa Carmen, siempre delicada de salud, se encargaba
de la casa, muchas veces con la ayuda de Lupe o de cualquier chiquilla del
vecindario. En estos pensamientos estaba cuando el camarero le preguntó si
quería otra cerveza, apenas la había probado y estaba realmente caliente. Pidió
otra y algo de comer y regresó al hotel
donde permaneció el resto del día.
Por la noche consiguió hablar con Marisa y la
puso al tanto de la situación, esta vez con todo detalle. En medio de la
conversación ésta le preguntó si había pasado por su casa y él le contestó que
aún no, que posiblemente al día siguiente. En realidad ni se lo había
planteado, no quería pensar en ello y como solía decir, estaba dándose su
tiempo.
(La
Herradura, 28 de junio, 1643)
A pesar de la preocupación de
vecinos y Concejo, las talas y el sobrepastoreo habían continuado durante décadas y como consecuencia de ello
las terribles sequías en cuanto faltaba la lluvia. Particularmente dura fue la
de los años 1641, 1642 y 1643. Los pobladores de La Herradura estaban tan
desesperados que muchos acudieron a La Dehesa, donde se veneraba la Virgen de
Los Pastores y la sacaron en procesión. En la pequeña aldea de Los Pedregales,
uno de los primeros asentamientos europeos en la isla, apenas quedaba una
familia, porque el resto había huido a Villaverde tras la muerte de todo su
ganado. Aquí se había dejado sentir con más fuerza que en otros lugares la
sequía. Al desaparecer el arbolado, las pequeñas concavidades en las que antaño
recogían algo de agua estaban completamente secas y tan siquiera habían podido
echar mano de la fuente de Tazofa, como había ocurrido en otras ocasiones,
aunque fuese simplemente para calmar la sequedad de sus labios. Ésta se
encontraba al sur, en el caserío de Jisora, a unos tres cuartos de legua de
distancia. En realidad, esta fuente, que dio nombre a toda la zona, era el típico manantial en
capa de almagre que apenas rezumaba algo de agua para paliar la sed de los
desesperados; lo duro y largo de la
sequía la habían convertido en una franja de tierra roja y cuarteada donde la
humedad había desaparecido ya hacía mucho tiempo.
Casi
todo el rebaño familiar había muerto de hambre y sed y Andrés Padrón consideró
que había llegado el momento de refugiarse en la Villa, donde al menos
contarían con la caridad de las autoridades. Antes de partir tenía que
sacrificar los animales que aún restaban, tan famélicos como ellos. La familia
completa se puso en camino con sus escasas
pertenencias, pero antes pasaron por la gorona; Andrés y sus hijos
mayores entraron con sus cuchillos mientras las mujeres y los niños miraban
entre los huecos de las paredes de piedra seca. La sangre empezó a brotar de
los cuellos de cabras y ovejas como manantiales y algo ancestral invadió de
improviso las mentes de aquellas gentes muertas de sed; súbitamente, todos se
abalanzaron como posesos sobre los animales moribundos y se desató una orgía de
sangre y gemidos en aquel corral. Al final calmaron su sed o creyeron que la
habían saciado.
Algo más tarde, ensangrentados, siguieron
su camino hacia la Villa, en silencio, jadeantes y sin poder verbalizar
pensamiento alguno sobre lo que había sucedido. Apenas habían recorrido media
legua del sendero, casi llegando a las primeras casas de Fiñor, se desató una lluvia intensa, como no
recordaban, y volvieron sobre sus pasos camino de su aldea. Luego supieron
que las plegarias dirigidas a la Virgen
de Los Pastores de La Dehesa, unas horas antes, habían surtido efecto y lo
sucedido en la gorona impregnó para siempre la esencia de aquel linaje de pastores.
Aquellas lluvias, consideradas como un
milagro por los habitantes de La Herradura, propiciaron que la imagen a la que dirigieron
sus súplicas fuese declarada “Patrona Titular de Las Aguas” pocos días después.
(Santa
Cruz de Tenerife, 28 de junio, 2017)
Sobre
las seis de la mañana le despertó el canto de un gallo, algo curioso en el
centro de una ciudad en el siglo XXI. Luego preguntaría en recepción y le
comentaron que aún había quien tenía gallinas y cabras en el barrio de Los
Lavaderos, situado justo entre la trasera del hotel y el barranco de Ancheta. Había dormido perfectamente por segunda
noche consecutiva sin que le asaltara pesadilla alguna. Este hecho se tradujo
en un despertar sereno y sin prisas por levantarse, al fin y al cabo era
demasiado temprano para pasarse por la clínica.
El canto
del gallo trajo a su memoria el gallinero que la tía Lupe tenía en la azotea;
no era una excepción, casi todos los vecinos tenían gallinas en patios y
azoteas con lo que al menos se aseguraban los huevos y la posibilidad de un
buen caldo de vez en cuando. En ese momento, pensando en la casa de su niñez,
decidió que hoy sin falta procedía una visita a la misma, por mucho que le
costase y por la ansiedad que le producía la idea de cómo la iba a encontrar
después de tanto tiempo cerrada.
Tras el
desayuno pasó por la clínica, donde le
informaron que con más claridad que el día anterior que su familiar se
encontraba en una situación irreversible, y que si no quería permanecer en recepción,
al menos que estuviese localizable. Salió de la clínica y continuó Rambla
abajo hasta su confluencia con Méndez Núñez; allí se encontró de frente con la
fachada de la iglesia de San José, donde iba cada domingo con sus padrinos y en
la que había hecho la primera Comunión. Aunque tenía las puertas abiertas no
sintió la necesidad de pasar; la religión había ocupado un lugar importante en
su infancia y primera juventud, más por convencionalismo que por otros motivos,
pero en cuanto llegó a Madrid, ésta pasó a un segundo plano, hasta desaparecer
totalmente de su vida cotidiana. Tuvo la suerte de que Marisa, que venía de una
familia de izquierdas, compartía ese sentimiento; de hecho, fueron los primeros
en su grupo de amistades que se casaron “por lo civil” en aquel Madrid de comienzos de los ochenta.
Tomó la
calle del Saludo y poco a poco se fue adentrando en el barrio del Toscal. Al llegar se percató de
lo mucho que había cambiado su calle en los últimos años. Lo que antes fueran
casas terreras y como mucho, alguna de dos plantas, como la suya, habían sido
sustituidas por edificios de cierta altura, oscureciendo la vía y sobre todo, dándole una sensación de
estrechez exagerada. En todo aquel tramo, la suya era la única casa que
quedaba, en aquel estilo de finales de los cincuenta, sobrio pero resistente.
Algunos desconchones en las paredes dejaban ver aquellos bloques de toba
amarilla, pero en general se mantenía en buenas condiciones. Cuando llegó a la
puerta y echó mano del bolsillo en busca de las llaves, por un momento deseó
haberlas olvidado en la habitación del Mencey, pero allí estaban.
Subió las
escaleras dejando a un lado la puerta de acceso a lo que había sido la
carnicería, de la que no tenía llave, aunque seguramente estaría arriba en
cualquier cajón. La verdad es que la casa se conservaba exactamente igual que
la recordaba, los mismos muebles antiguos, la misma televisión en blanco y
negro y mismos los paños de crochet que solía hacer su madrina, pero ahora de
un tono amarillento, producto del polvo
y del paso de los años. Aparte de olor a cerrado, la impresión que se llevó era
muy diferente a lo esperado.
La única
habitación en la que entró fue la del final del pasillo, el “sancta sanctorum” de su padrino. Todo estaba
exactamente igual que lo recordaba desde niño, nada había cambiado: varias
sillas, algunas repisas y un enorme buró junto a la ventana donde hacía sus
cuentas y guardaba las facturas y documentos de la carnicería, pero sobre todo,
donde hacía lo que más le gustaba. En efecto, en Cuba se había aficionado a
fumar en puro, pero solo los que él elaboraba. La familia palmera con la que
había trabajado en sus primeros años en el Mercado conocía perfectamente la
técnica de elaboración de puros, ya que habían estado empleados durante un
tiempo en una empresa de tabacos; ellos se fabricaban los que fumaban y de
ellos aprendió a elaborarlos.
Cuando tenía un rato libre, especialmente por
las tardes o los domingos, le gustaba sacar las herramientas de las gavetas y
elaborar los puros que se iría fumando durante la semana. El tabaco se lo
mandaban de La Palma y lo guardaba colgado
en la trastienda de la carnicería,
donde las condiciones de conservación eran mejores. Mientras trabajaba solía
tener la radio encendida y escuchaba noticias o partidos de fútbol. La enorme
radio que trajeron de Cuba aún se encontraba en aquella repisa de la pared, en
lo alto, ahora con el cable del enchufe colgando.
Siempre
se fumaba su puro después de comer, sentado en la cocina y con un vasito de
ron, otra costumbre que había adquirido en Cuba; eran sus únicos vicios, aquel
hombre sencillo no tomaba otro tipo de alcohol, ni siquiera café, y tampoco fumaba cigarrillos. La televisión
jamás la vio, le impedía trabajar con sus puros, en cambio a la radio la
consideraba una verdadera compañera.
Su tío
fue como un padre para él, a pesar de
todas sus limitaciones, fue un ejemplo se seriedad y honradez. Tenía previsto si conservaba las fuerzas, jubilarse
a los setenta años y luego traspasar la carnicería o simplemente alquilar el
salón. Con eso y con sus pequeñas o grandes inversiones tendrían los tres la
vejez resuelta. Justo un año antes, en 1976, cuando contaba 69 años, se produjo
la suspensión de pagos y el hundimiento de la agencia de Préstamos de
Santaella, acontecimiento de enorme repercusión en la sociedad tinerfeña de la
época. La noticia derrumbó a aquel hombre que había estado luchando desde su
juventud, convencido de que todo estaba perdido y de un negro futuro, no pudo
superarlo y a los pocos meses murió de un infarto.
Por
suerte, la situación fue menos terrible de lo esperado inicialmente, sus tías,
como el resto de las casi nueve mil personas que allí habían depositado sus
ahorros, lograron recuperar tras un largo proceso buena parte de lo invertido,
aunque con notables pérdidas y un daño psicológico enorme. Recuerda
perfectamente que en aquellos momentos se encontraba estudiando el segundo
curso de carrera en Madrid y la sensación de angustia que lo embargaba durante
su viaje a Tenerife para asistir al entierro. Por un momento se le escaparon
unas lágrimas, las primeras en mucho tiempo.
Abrió
la ventana de la habitación que daba al
patio interior para echar una ojeada y allí pudo observar aquel espacio
completamente desnudo, organizado en torno al típico sumidero central, donde
tantas tardes había pasado solo jugando con el balón. En un rincón, con
evidentes muestras de herrumbre, las dos bombonas que usaba de portería.
Estaba a punto de marcharse cuando
recordó la azotea, aquel espacio
representaba el territorio de la tía Lupe, sus dominios… ahora que estaba solo experimentó
la misma curiosidad que cuando niño y buscó en su mesilla de noche las llaves.
Mientras subía por la escalera pensó en ella; era muy extraña, sin muestra
alguna de sentimientos, hablaba justo lo necesario, nunca se portó mal él, pero
tampoco le demostró cariño. Desde que la había conocido siempre ayudaba a su
hermano y también se encargaba de la carnicería cuando este se trasladaba al
matadero por cualquier motivo. Jamás leía porque era analfabeta, pero tampoco
lo necesitaba, entendía de cuentas, que era lo que le interesaba para su
trabajo.
Abrió
la puerta y reconoció su mundo, sus
dominios: aquel inmenso espacio donde sí que se podría jugar
desahogadamente al fútbol y cuya
superficie solo se hallaba interrumpida por las “liñas” de tender la
ropa, en las que se podía aún ver el esqueleto metálico muy oxidado de lo que
habían sido trabas. A la derecha, un
pequeño habitáculo techado donde se encontraba la piedra de lavar; a la
izquierda, los resto de un enorme gallinero y al fondo, aquella misteriosa
habitación de la que solo ella tenía la llave.
Mientras
la recorría despacio recordó que aquel “territorio” estaba vedado para todos en
la casa; quizás para mantenerlo sin profanar ella se encargó siempre de lavar y
tender la ropa, alimentar a las gallinas y recoger diariamente los huevos; eran
tantos que permitían el abastecimiento
de la familia, la venta ocasional en la carnicería y el tradicional “bizcochón”
de los domingos que hacía su madrina antes de salir para la misa, en la iglesia
de San José.
Solo
ocasionalmente encargaba a algunos muchachos del barrio la limpieza a fondo del
enorme gallinero a cambio de unas pesetas, porque las moscas, sobre todo en
verano, se convertían en un problema; pero siempre bajo su supervisión, jamás
los dejaba allí solos. En muy contadas ocasiones él mismo tuvo ocasión se subir
a aquel lugar, únicamente cuando era muy pequeño; entonces, mientras ella lavaba o tendía la ropa, él
observaba hipnotizado las gallinas tras la tela metálica.
Donde
nunca había entrado era en aquella “misteriosa” habitación, pues la puerta
además de la llave contaba con un grueso candado. Tenía también un pequeño
ventanuco, casi siempre abierto, que le servía de ventilación. El único
contacto directo que tuvo con aquel lugar que se le antojaba “secreto” fue
durante la gran nevada que conoció la isla a comienzos de los setenta; no
recordaba con exactitud, pero debería tener 14 o 15 años, pues se encontraba
estudiando quinto de bachiller. Había escuchado que desde los lugares más altos
de Santa Cruz se podían ver las cumbres y la nieve que llegaba casi hasta La Esperanza. Armándose de valor
había entrado en la habitación de la tía Lupe y buscado las llaves; luego subió
a la azotea acompañado por dos amigos que habían venido a casa con el pretexto
de realizar un trabajo de geografía.
Aunque la azotea aún conservaba buenas
vistas hacia el norte, no hubo manera de divisar por el sur la nieve de las
montañas; la casa tenía dos plantas y el Toscal, por aquellos años, se estaba
llenando de edificios de cierta altura. La expedición a la azotea fue un
chasco, aunque luego tuvo ocasión de ver la nieve desde el muelle, alejándose
un poco de la plaza de España por muelle Sur, cuando aún se podía pasear por él,
y desde donde las cumbres nevadas eran perfectamente visibles.
No
obstante, esa tarde fue la ocasión de ver por primera vez el interior de aquel
cuarto que con tanto cuidado la tía Lupe mantenía herméticamente cerrado.
Apoyando un enorme barreño de metal que se utilizaba en el lavado de la ropa y
sobre este un balde, también de metal, pudo llegar hasta el ventanuco abierto.
La imagen le impactó, porque quizás esperaba cualquier otra: un catre
desvencijado en un lado, donde quizás descansaba la tía Lupe las noches de verano
en que el calor apretaba (era esta la excusa que solía poner para dormir en la
azotea). Posiblemente también allí habría pasado las noches durante el largo
periodo que siguió a aquella fuerte discusión con sus padrinos en la que él,
sin comprenderlo, había sido protagonista. También otro barreño junto a un
grifo, similar al que se encontraba bajo sus pies, varios baldes y un pequeño
mueble con botellas, vasos y cazos. Pero lo que más le llamó la atención fue el
intenso olor a lejía, que casi le quemaba al introducir su cara en el interior
para tener una mejor visión. Pensó que quizás su tía ponía allí la ropa en
remojo cuando llovía y luego la tendía,
aunque no vio “liñas” por ningún lado. La desilusión por no haber podido
ver la nieve y un poco también la vergüenza por no haber podido cumplir la
promesa que hizo a sus compañeros, hizo que pronto se olvidara de aquella
inspección ocular de los dominios de su tía y perdiera para siempre el interés
por la azotea y aquel habitáculo.
Siguió
deambulando por la azotea, que ahora se le antojaba mucho más pequeña,
especialmente porque con la construcción de edificios de varias plantas en los
solares vecinos, esta aparecía encajonada y provocaba cierta sensación de
agobio. Daba la impresión de que de un momento a otro podría caer cualquier
objeto desde las azoteas vecinas y dar justamente en su cabeza. Llegó sin darse
cuenta el “cuartucho” de la tía Lupe que
seguía cerrado a cal y canto con el mismo candado, aunque con bastantes
muestras de óxido. No había visto otras llaves en la gaveta de su mesilla, y
pensó con ironía, que dado el sentimiento de propiedad que tenía hacia aquel
espacio, posiblemente habría sido enterrada con las llaves del candado y de la puerta en los bolsillos de su mortaja… y una sonrisa iluminó su cara.
El ventanuco seguía medio abierto y le
picó la curiosidad, pero aunque evidentemente había crecido algo desde aquella vez que se
asomó por él, no lo suficiente como para ver sin problemas su interior. Echó
una ojeada y vio en un rincón medio bloque de toba, que en algún momento
tendría un propósito pero ahora parecía el guardián solitario de aquellas
alturas. Lo arrastró como pudo y se subió en él. Tenía una perspectiva perfecta
de todo el interior de aquella habitación. Se mantenía exactamente igual a como
la recordaba, la única diferencia,
aparte de que el olor a lejía había desaparecido por completo, era que
le parecía más pequeño. Sin embargo, pudo reconocer todos los objetos
que había visto hacía ya más de cuarenta
años: el barreño, los baldes, las botellas, etc.
En esta
ocasión, no obstante, experimentó una
extraña sensación que le encogió el alma, sin poder explicarlo. Aquel espacio
le recordaba a cualquier laboratorio de un hospital: el orden, la limpieza, la
ausencia de elementos quizás innecesarios; y volvió la sonrisa a sus labios…
¡qué podía saber aquella mujer analfabeta de laboratorios! Bajó del bloque y salió
de la casa, después de cerciorarse que había dejado las tres puertas
perfectamente cerradas.
Enseguida dirigió sus pasos hacia la calle de La Rosa, que fue siempre
la “calle mayor” del barrio, y desde allí, atravesando la plaza del Príncipe y
la calle de San José, acabó en la plaza de España. Era mediodía y estaba llena
de turistas, muchos de los cuales remojaban sus pies en aquella suerte de
laguna que el Ayuntamiento había construido años atrás. La perspectiva general
de lo que se consideraba “la puerta de la ciudad”, especialmente cuando su
único punto de entrada era el muelle, había cambiado bastante, transmitía una
sensación de “modernidad” incluso de “cosmopolitismo”. Pero como suele ocurrir
a ciertas edades, recordó el pasado con nostalgia, quizás un poco difuminado y
embellecido por el transcurso de los años, y consideró que aquella plaza de
España de su niñez, aunque más provinciana, era mucho más acogedora. Pidió un
par de cervezas y algo para picar en el bar Atlántico y seguidamente volvió al hotel; el cuerpo le
pedía urgentemente una siesta.
A las cinco y media le despertó el teléfono, era Marisa, había
acabado justamente en ese momento su jornada laboral y le preguntaba por cómo
iban las cosas; después de charlar un rato sobre temas banales, colgó. Y quedó
en la cama, aún medio adormecido, mientras las cortinas le protegían de los
intensos rayos de sol. Se había echado sobre la cama vestido y sintió una molestia en el bolsillo trasero
del pantalón, algún objeto que le hacía daño. Metió la mano y sacó las llaves
de la azotea, se había despistado y con las prisas había olvidado dejarlas en
su lugar, la gaveta de la mesilla de noche de la tía Lupe. Y de nuevo le asaltó
la misma pregunta ¿dónde coño estarían las llaves de aquel cuartucho? Poco a
poco comenzó a adormecerse de nuevo y al despertarse, apenas media hora más
tarde, se dio cuenta que había tenido la primera pesadilla desde que llegó a la
isla; breve, pero tan intensa que aún sentía los latidos de su corazón que
parecía que quería salirse por su boca.
En esta
ocasión fue un sueño muy claro, perfectamente identificable, y más que un
sueño, había sido la evocación de una situación vivida en su infancia y que
había olvidado por completo, al menos en sus detalles. Ocurrió posiblemente
unos meses después de haberse trasladado a vivir con sus padrinos desde La
Herradura, por lo que debería tener como mucho cuatro años. Todo se relacionaba
con aquella gran discusión que tuvo lugar entre sus padrinos por un lado y la
tía Lupe por otro, y él, en medio, sin saber por qué. Fue la única vez que se
alzó la voz en aquella casa, al menos que recordase.
Se vio de la mano de la tía, subiendo
por las escaleras de la azotea; ella llevaba un cesto con ropa en una mano y
con la otra lo ayudaba a subir. Por primera vez en su vida recordó que había
entrado en aquel cuartucho y que su tía lo sentó en el catre, mientras él se
entretenía mirando para el gallinero, a través de la puerta abierta; le
llamaban la atención aquellos animales, porque solo conocía perros y gatos
callejeros. Poco después, le obligó a tomar un biberón; él no recordaba haberlo
tomado cuando era más pequeño, según parece, su madre lo había amamantado casi hasta los tres años;
pero sabía qué era aquel objeto y para que servía, pues había visto infinidad
de veces a sus vecinas dándoselo a sus hijos sentadas en los “chaplones” de la
calle.
Recordó
la impaciencia de su tía porque se lo tomase, pero sin brusquedades por lo que
no sintió miedo; pero también su
sensación de que ella mostraba preocupación porque alguien llegase; evocó su
sorpresa inicial, porque se consideraba mayor para tomar biberones, pero sobre
todo, porque no era blanco, como los que estaba acostumbrado a ver; era muy
oscuro y el primer buche que tomó era tan espeso y desagradable que le dieron
ganas de vomitar, aquello no era leche, de eso estaba seguro. Menos mal que en
ese momento entró su madrina y se produjo un gran escándalo; no entendía nada, pero era evidente que el motivo de aquella
discusión tenía que ver con él y con el
dichoso biberón. Con el alboroto apareció el tío Juan dando voces a su hermana,
que mantenía aquella cara inexpresiva sin decir nada, mientras la madrina
lloraba desconsoladamente.
Al rato
volvió la calma y durante varios días
reinó el silencio más absoluto en aquella casa. La tía Lupe dejó de comer con
ellos durante bastante tiempo y durmió en aquel cuarto de la azotea, hasta que
la normalidad volvió de nuevo a su casa, y el asunto, al menos para él, cayó en
el olvido. De lo que nunca se enteró fue de la conversación que habían tenido
sus padrinos tras la discusión, que aparentemente sirvió para que las aguas
volviesen a su cauce. El tío Juan le había comentado a su esposa que no debía
preocuparse, que eran cosas de campesinos ignorantes; en Los Pedregales, donde
había residido su familia toda la vida, era costumbre que las mujeres mezclasen
algo de sangre del ganado o de las gallinas del corral con la leche de los
niños como una especie de vacuna, para reforzar sus defensas ante posibles
enfermedades; en fin, cosas de campo. En todo caso, le dejó muy claro que de
ninguna manera había intentado hacerle daño a la criatura, sino todo lo
contrario. No obstante, el tío también abstuvo de contar otros detalles de
aquella “inofensiva” costumbre.
Lo que sí
recordaba ahora con mucha claridad es que a partir de aquel día su
madrina estaba siempre a su lado y se inició entre ellos una relación de afecto
y complicidad que llegaría a la actualidad.
(La
Herradura, 29 de junio, 1740)
La Herradura llevaba meses de dura sequía; aunque
frecuentes, estos periodos de desolación
que azotaban la isla y diezmaban gentes y ganados, no eran fáciles de asumir.
La población estaba habituada a la escasez de agua, pero la de este año del
señor de 1740, como solían decir los párrocos en sus sermones, no tenía
comparación con las que anteriormente habían superado sus pobladores. La
situación era tan terrible que muchos de ellos marcharon a la cueva del
Caracol, en La Dehesa, para pedir agua a la imagen de la Virgen de los Pastores. Presa de la
desesperación, era el único recurso que les quedaba, porque no en balde, cien
años antes había sido declarada “Patrona Titular de las Aguas”. La auparon en sus hombros y la llevaron en
procesión de rogativas a Villaverde, la capital de la isla.
Después
de casi seis leguas de camino, cuando la muchedumbre se encontraba a los pies
de la montaña de Ajares, en las puertas de la Villa, se produjo el milagro y
lluvias torrenciales cayeron sobre la isla. A partir de ese milagro, la Virgen
de los Pastores fue aclamada como patrona de La Herradura, aunque hasta ese
momento y desde los inicios de la ocupación europea (1405) ese título lo
ostentaba la Inmaculada Concepción, que se veneraba en la parroquia de la
capital de la isla.
Como
símbolo de agradecimiento por aquella lluvia milagrosa, los habitantes de La
Herradura proclamaron el voto de llevar en peregrinación a la Virgen de los
Pastores desde su santuario en La Dehesa, hasta Villaverde, cada cuatro años.
La primera “Bajada” tuvo lugar en 1745, y desde entonces se celebra el primer
sábado de julio. Sin embargo, a pesar del mantenimiento del voto de sus
habitantes, durante casi tres siglos, las sequías siguieron perturbando
periódicamente a la isla de La Herradura.
Si
bien la falta de agua afligía enormemente a los “herreros” y a sus ganados, no
ocurría con todos por igual. En la
pequeña aldea de Los Pedregales, los miembros de la familia de los
“Padrón”, si no todos, al menos la mayoría, afrontaban mejor el problema.
Aunque trabajadores y buena gente, las otras dos familias del lugar mostraban
cierto recelo hacia ellos, un recelo que no sabían explicar, pero debía tener
algún motivo. Muchas veces, por las noches, especialmente durante las épocas de
sequía y cuando no tenían siquiera fuerzas para abrir alguna de las pequeñas
ventanas de sus casas, les parecía oír el ir y venir de personas que en
silencio se dirigían a las goronas donde los ”Padrón” guardaban el ganado; sin
embargo, a la mañana siguiente y ante sus comentarios, aquellos manifestaban no
haber oído nada. Lo más que les sorprendía era que en tales momentos de sequía y
hambre por la falta de agua, cuando tanto personas como animales mostraban en
su rostro y cuerpo sus efectos, la mayor parte de aquella familia presentaba un
aspecto saludable, como si fueran las únicas personas de La Herradura a los que
no afectaba aquel infortunio.
En su
interior, los “Padrón” siempre habían creído que no le debían gratitud a la
Virgen de Los Pastores y por ello nunca
fueron participantes activos en “las Bajadas”, al menos en las primeras. Tenían
muy claro que ellos, y solo ellos, desde hacía muchísimos años habían
descubierto un sistema que los protegía de la escasez de agua, mucho más
efectivo que los rezos y procesiones.
(Santa
Cruz de Tenerife, 29 de junio, 2017)
Otra vez los gallos
interrumpieron, quizás demasiado pronto, el sueño de José Padrón; pero no se
molestó, había descansado mucho y bien, sin que lo asaltase pesadilla alguna
como se temía, después de desagradable siesta del día anterior. Tenía la
sensación de que en este viaje a Tenerife debía ordenar un “puzzle”, con el
simple recurso de sus recuerdos, porque las personas que podrían ayudarlo
respondiendo a sus preguntas, o habían fallecido o estaban a punto de hacerlo.
El
marco de este “puzzle” lo constituían las pesadillas que de manera recurrente
le habían acompañado a lo largo de su vida y que tenían el común denominador de
la sangre. La siesta del día anterior fue esclarecedora, por fin encontraba una posible explicación a la
repulsión que sentía por la sangre, una experiencia como la del biberón, a esa
edad, podría ser traumatizante. Pero a lo que no encontraba explicación era a
aquellos sueños, mejor dicho pesadillas; estaba seguro que no tenían nada que
ver, de manera directa, con aquel episodio; de hecho jamás se había repetido y
lo había olvidado por completo después de casi sesenta años. Tampoco encontraba
una explicación al comportamiento de la tía Lupe en aquella situación, ¿qué
motivo habría tenido para hacerle daño? , de hecho, a pesar de ser poco
cariñosa, siempre se había portado bien con él; no recordaba ningún episodio
desagradable durante su infancia, al contrario, era ella quien le llevaba los
domingos a las cuatro al Teatro San Martín o al
Royal Victoria a ver películas de vaqueros y luego a tomar una granizada
en La Alicantina, en la calle de La Rosa. Su madrina normalmente solo salía a
misa, por la mañana, y eso ya era un gran esfuerzo para ella, así que difícilmente podría haberlo acompañado al
cine. Por otra parte y a pesar de aquella discusión, estaba seguro que si
hubiese tenido la intención de provocarle algún mal, sus padrinos no lo
hubieran consentido, y por suerte los hechos lo demostraban porque en poco
tiempo todo quedó en el olvido.
Sus
pensamientos fueron interrumpidos por el teléfono, era Marisa que le daba los
buenos días y le pedía el “parte”. Después de desayunar se dirigió a la clínica
y solicitó información sobre el estado de la enferma. Como médico sabía que era
una cuestión de espera, al menos estaba sedada y no experimentaba sufrimiento
alguno. Aunque era evidente que nada podía hacer allí para ayudarla, consideró
que al menos debería quedarse un rato cerca de ella para hacerle compañía. Se
sentó en un sillón frente a la puerta de la UCI y de nuevo volvió a evocar el
pasado.
El
primer recuerdo que le viene de ella es muy borroso, más que recuerdos son
imágenes elaboradas a través de lo que ella le contaba alguna que otra vez ante
sus preguntas. En el verano de 1960, apenas cumplidos los tres años, sus padrinos habían ido a recogerlo a
Villaverde. Según parece, unos días antes, cuando junto a sus padres y abuela
se trasladaba en la tradicional mudada al Valle del Abrigo desde Los Pedregales
donde residían, ocurrió un terrible accidente. Viajaban en el camión de un
vecino de La Linde que se encargaba de estos menesteres, y por una razón que se
desconoce el vehículo se precipitó por uno de los barrancos que bordeaban la
carretera. Excepto él, no hubo otro superviviente, ni tan siquiera entre los
animales domésticos que les acompañaban. Él apenas sufrió unas pocas
contusiones y seguramente algún golpe en la cabeza, porque jamás recordó nada
de lo ocurrido, ni de su vida anterior en La Herradura. Quedó al cuidado del
párroco de Villaverde y de su hermana,
hasta que después de dos semanas llegaron sus tíos y se lo llevaron a Tenerife.
Dada la precariedad de las comunicaciones interinsulares en aquella época, y
sobre todo de lo que costó localizar a sus parientes, ni siquiera éstos habían
podido asistir al entierro de sus padres.
En aquellos
años, donde para ciertas situaciones no eran necesarios demasiados formulismos
burocráticos, el niño fue “recogido” por su tío
Juan Padrón y su esposa, ya que la otra pariente viva que le restaba, la
tía Lupe, era soltera. A pesar del cariño y la atención que le dedicaron
durante toda su vida, jamás lo adoptaron “oficialmente”, porque posiblemente no
lo considerarían necesario, y a pesar de
que lo trataron como a un hijo, nunca se dirigió a ellos como padre o madre,
sino como padrino y madrina, que fue lo
que ambos establecieron desde el primer momento.
Mientras
fue menor de edad, en todos los documentos oficiales, ambos figuraron como tíos
y responsables. Únicamente cuando se solicitaron los certificados necesarios al
registro civil de Valverde, que era el municipio al que pertenecían Los
Pedregales, para realizar los trámites del DNI, tuvo ocasión de ver por primera
vez los nombres de sus progenitores en un documento. Durante mucho tiempo,
hasta que se modificó el formato de este, figuraron en el reverso de su
documento de identidad.
Sí
recordaba perfectamente el momento que bajó del
correíllo en el muelle de Santa Cruz, donde los esperaba la tía Lupe,
completamente vestida de negro. Esta imagen quedó fijada en su mente por un
hecho particular, justo en el momento que bajaba por las escalerillas en los
brazos de su madrina y esta le señalaba a la tía, un movimiento en falso hizo
que cayera al agua un cochito metálico que le habían llevado sus tíos, el
primer juguete que había tenido en su vida o al menos que recordaba. La tía Carmen se comportó siempre como
una madre y hasta como un padre. Era muy cariñosa y educada, además de tener
una amplia cultura, al menos para una mujer de la época, construida a base de
pocos años de escolarización y muchos de lectura. Todo lo contrario de su
padrino y a la tía Lupe, personas poco dadas a las muestras de afecto, al menos
explícitas, poco habladoras y con un nivel instructivo muy limitado, nulo en el
caso de la tía.
Su
madrina guió sus primeros pasos con la
lectoescritura hasta que lo inscribieron en el grupo escolar Onésimo Redondo,
situado en la calle de la Rosa esquina a San Antonio, a poca distancia de su
domicilio. A pesar de su delicado estado de salud, lo llevaba y recogía
diariamente del colegio, hasta que pudo valerse por sí mismo, dado que el resto
de la familia se encontraba ocupada en la carnicería. Allí había cursado sus
primeros años de escolaridad hasta que una vez superado el examen de Ingreso,
sus padrinos lo matricularon en el colegio de La Salle.
La
proximidad y empeño de su madrina hicieron de él un alumno ejemplar y también, que no desperdiciase la inteligencia con la
que posiblemente había nacido. Sobresalientes y matrículas de honor eran el
elemento distintivo de sus
calificaciones, tanto en bachillerato como en COU, que realizó en el recién
creado Instituto Andrés Bello. En una época en las que las ayudas al estudio
dependían prioritariamente de las calificaciones, más que de otras
consideraciones, las suyas le permitieron trasladarse a Madrid e iniciar la
carrera de medicina, aunque siempre contó con la ayuda suplementaria de sus
padrinos, más que por obligación, porque eran conscientes de su valía y que ese
dinero no estaba desperdiciado en absoluto.
En Madrid tampoco perdió el tiempo, aparte de las clases, siempre tuvo algún
trabajo que le ayudaba a mantenerse. En
estos pensamientos estaba cuando percibió dos cosas a las que nunca antes había
prestado atención. A pesar de que residía en Madrid desde los 17 ó 18 años, sus
padrinos jamás fueron a visitarlo, por un motivo u otro; por otra parte, ahora
que lo pensaba, durante el tiempo que residió en Tenerife, aparte de compañeros
de clase, no creó lazo alguno de amistad con nadie. De hecho, excepto su
madrina, no había otra persona en toda
la isla a la que pudiera calificar de “conocido” e ir a encontrarse con ella en
estos momentos. Comprendió de
golpe que era una persona sin raíces, ni en La Herradura, donde había nacido,
ni en Tenerife, donde había vivido su infancia y juventud. Pero lo más serio es
que ni siquiera en Madrid, porque a pesar de llevar allí casi cuarenta años, la
verdad era que consideraba aquella estancia como algo temporal, y sin embargo ya se encontraba muy cerca de
la jubilación.
Lo
único que le unía a las islas y a su pasado era su madrina, y ese cordón estaba
a punto de romperse para siempre. Ella
le había inculcado el gusto por la lectura, desde muy pequeño; empezó con los
colorines y directamente pasó a los libros. Recuerda que cuando aprobó el
examen de Ingreso, trámite previo e
imprescindible para acceder a los estudios de bachillerato, lo llevó a la
librería Goya de la calle Pérez Galdós y
le compró el Robinson Crussoe de Defoe, que todavía conservaba y
siempre había sido su lectura preferida.
La tía Carmen, además de ser una de las
usuarias más fieles del servicio de préstamo de la Biblioteca Municipal,
contaba con una enorme biblioteca.
Muchos de sus libros los había traído de Cuba, pero otros los había adquirido
bien en Goya o en la librería El Águila de La Laguna, a las que acudía con la
frecuencia que sus achaques le permitían. También se había hecho socia del
Círculo de Lectores que la surtía de las últimas novedades. Y con ella pasaba
las tardes leyendo después de hacer sus tareas, a los pies de su cama, mientras
aquella hacía punto o también leía.
Recordaba
perfectamente aquellas noches, bastante tarde, mientras seguía leyendo antes de
dormir y veía a lo lejos, reflejada en el pasillo, la luz de su mesilla de noche, signo
de que también ella leía, acompañado todo ello por la sinfonía de ronquidos de
su padrino y la tía Lupe. Volvieron otra vez las lágrimas y decidió que era ya
el momento de salir de allí y airearse un poco.
Después
de almorzar y cuando volvió al hotel para echarse una siesta, le preguntó a la
recepcionista que le recomendaba para pasar el sábado sin alejarse demasiado de
Santa Cruz. Él conocía perfectamente la isla,
al menos por carretera, la había recorrido varias veces; pensaba que
quizás había algo que le pudiera interesar y que desconocía. La chica le
comentó que precisamente el fin de semana anterior, aprovechando que libraba,
había ido a un lugar relativamente cercano de la capital y del que jamás había
oído hablar. Se trataba de la playa de Antequera, a poco distancia de las
Teresitas, a la que solamente se podía acceder andando o por mar. Había una
empresa que en horarios determinados realizaba trasladados de ida y vuelta
desde San Andrés. Según ella la experiencia había sido muy interesante y
merecía la pena, por su espectacularidad
y por lo cercana que se encontraba aquella playa de Santa Cruz.
Mientras
hablaban le pareció recordar que años atrás, en una de las ocasiones que había
venido con su mujer, había encontrado cierta publicidad de un barco que
realizaba excursiones a aquella playa, pero dado que las embarcaciones y Marisa
eran incompatibles, a menos que desease enviudar en el momento, ni siquiera le
planteó aquella excursión. Cuando llegó
a la habitación estuvo buscando información sobre la playa y la empresa que
realizaba los trasladados; le pareció una buena idea para pasar el sábado y
reservó los billetes de ida y vuelta en el taxi acuático; ida a las 11 y vuelta
a las cinco de la tarde. Se dio cuenta que no había traído bañador y antes de
la cena compró uno, además de una gorra, en la calle del Pilar; la toalla era
lo de menos, llevaría una del hotel.
(La
Herradura, 30 de junio, 1947)
A pesar de que los pobladores de
La Herradura estaban habituados a periodos de ausencia de lluvias, la que se
produjo a finales de los años cuarenta del siglo pasado fue la más dura que aquellos
habían vivido. En 1946 había llovido poco, pero es que en 1947 no llovió nada y
el año siguiente había de ocurrir lo mismo. Esta calamidad natural, unida a la escasez y el racionamiento de la
posguerra determinaron un destino fatal para una gran parte de la población
“herrera”.
El 30 de
junio de 1947 se reúne el Cabildo de la isla
en Villaverde y se acuerda que su presidente se traslade a Madrid en
busca de auxilio económico ante el Gobierno. La situación había llegado a ser
tan difícil que hubo que transportar agua desde Santa Cruz, en los
vapores-correos, para el abastecimiento de los vecinos, lo que supuso un
sacrificio económico enorme para las arcas locales. Por suerte el auxilio llegó, porque el
Ministerio de Marina ordenó que se condujese agua desde Santa Cruz en los
buques aljibes situados en la Base Naval de Las Palmas. La agricultura y la
ganadería fueron totalmente nulas en producción durante los años 1947 y 1948,
porque como aparece reflejado en documentos oficiales, las tierras
permanecieron infecundas y gran parte del ganado murió de hambre y sed mientras
que el sobreviviente fue exportando con urgencia para el abastecimiento de
otras islas ante el temor que corriese la misma suerte.
Quizás
el único pastor de la isla que no se deshizo de su rebaño y al que le procuró sustento durante aquellos
años, más que a él mismo, fue el joven
Antonio Padrón, que junto a su madre, eran los últimos residentes que quedaban
en el caserío de Los Pedregales. Para ellos,
aquellos animales refugiados
en la gorona eran su “vida”, en sentido literal, mucho más que para cualquier otro
pastor de la isla.
(Santa
Cruz de Tenerife, 30 de junio, 2017)
Aquel sábado de junio José Padrón
se anticipó a los gallos de Los Lavaderos y desde poco más de las cinco ya
estaba despierto. Se dio una ducha y navegó por internet sin un objetivo fijo,
excepto ver cómo iba el mundo fuera de la isla. Después de desayunar pasó por
la clínica donde todo seguía igual, es decir, empeorando por momentos. Volvió a
la habitación a cambiar de atuendo, más acorde con una excursión playera, y se
dirigió a coger el coche. Saliendo por la puerta del Mencey se dio cuenta que no
recordaba con exactitud donde lo había
dejado el martes; de hecho ni siquiera se había fijado en su color, solo que era un opel Corsa.
Deambuló
por las calles de los alrededores y al final vio uno de color rojo aparcado en
la avenida Veinticinco de Julio, con el logotipo de la empresa de alquiler;
indudablemente era ese, probó desde cierta distancia con el dispositivo de
apertura y funcionó. Desde allí se dirigió a los aparcamientos de Las Teresitas, porque según había mirado, las
embarcaciones partían desde el “muellito” que se encontraba junto a la cofradía de pescadores.
En menos
de media hora ya estaba en Antequera. Verdaderamente era una playa casi virgen
y de aspecto increíble. La marea aún estaba baja y tenía ante sus ojos una “enorme” playa (a
escala canaria, o mejor dicho, tinerfeña)
de arena negra que invitaba al baño. Apenas había gente, excepto el
pequeño grupo que desembarcó con él y que rápidamente se había dispersado por los
contornos. Nada más llegar se percató
que no había un lugar en toda la playa donde protegerse del sol, ni un simple
matojo, excepto la enorme cavidad, en el
extremo norte, cerca del embarcadero; tampoco un mísero “chiringuito” donde
tomarse una cerveza fresca. Menos mal que el camarero del bar del Mencey que le
había preparado un “picnic”, sabiendo donde venía, le había puesto con el
bocadillo algo de fruta y una botella de agua casi congelada.
Empezó
con la sesión de baños, porque no era persona de tomar el sol,
especialmente ahora que empezaba a
apretar. La playa se fue llenando de usuarios, algunos que llegaban en barcos
de recreo, en otros servicios-de taxi acuático y sobre todo, a pie; varios grupos de senderistas procedentes del camino que venía de Igueste o desde otro barranco situado más al norte,
empezaban a ocupar la playa. A la una
del mediodía y a pesar de que casi no había salido del mar, tanto la botella de
agua como él se encontraban en proceso de “ebullición”. Y lo peor es que se
había olvidado de comprar crema protectora para el sol, pese a que en la página de la
empresa de traslados se aconsejaba proveerse de aquella. No le quedó otro
remedio que echarse por encima la toalla y decidió trasladarse a aquella
cavidad para por lo menos protegerse del sol. Aún le quedaban cuatro horas de
espera hasta la partida.
Cuando se
dirigía en busca de aquel refugio, caminando por una arena que abrasaba las
plantas de sus pies, vio que gente bajaba por el camino con bebidas en la mano; les preguntó y le
indicaron que en una pequeña casa que se
ubicaba en la altura podía adquirir bebidas frescas incluso algo de comer. Así
que se puso los tenis y subió en busca de más agua y de una cerveza si fuera
posible.
Cosas del
destino, en la puerta del improvisado bar se tropezó con un grupo de
senderistas y entre ellos reconoció al tipo que había conocido en el avión y al
momento se saludaron. Según le comentó
venían caminando desde la cumbre, en la carretera de Chamorga e iban a pasar un
par de horas en la playa hasta que los recogiese el taxi-acuático. Tan contento
se puso de ver a alguien conocido en aquel lugar que le invitó a una lata de
cerveza y empezaron a conversar mientras bajaban a la playa.
Ya se
había percatado en el avión que le iba el “cachondeito” o el “vacilón” como
seguramente hubiera dicho él, por eso no se extrañó que al momento y con cara de sorna, le hizo notar que como buen peninsular ya
estaba entrado en “modo salmonete”. No se lo tomó a mal, la verdad era que todo
su cuerpo, excepto la parte cubierta por el bañador, empezaba a mostrar un
aspecto lamentable. Al enterarse que no tenía protección solar, le ofreció la suya, de la que venía bien provisto, y de nuevo, en tono de
sorna le aclaró que se buscase la vida, porque si esperaba que se la extendiese
por la espalda, lo tenía claro.
Dado que
estaba solo, lo invitó a que se integrase en
su grupo y así lo hizo. Allí siguieron conversando en una charla
distendida entre baño y baño. Se enteró de que eran tocayos y que compartían la
misma fecha de nacimiento, día, mes y año, pero
lugares diferentes. Y que también habían coincidido en COU en el recién creado Instituto Andrés Bello, y
aunque en clases diferentes, porque uno pertenecía a la rama de
ciencias y el otro a la de letras, posiblemente se habrían cruzado en los
pasillos o en el patio en más de una ocasión.
El otro José, o Pepe como le llamaban
sus compañeros, tenía la hora de recogida a las tres y él a las cinco, pero viendo
que su situación “dermatológica” empeoraba por momentos, le ofreció
intercambiar los billetes de regreso, al fin y al cabo él podría regresar con
otro grupo de compañeros y aparentemente estaba más preparado para resistir
aquel “solajero”. A José Padrón no se le hubiera ocurrido sugerir aquel
intercambio, pero agradeció con todo el alma
su ofrecimiento.
A las tres y media estaba ya en San
Andrés y a las cuatro en Santa Cruz, pero antes de regresar al hotel no le
quedó otro remedio que acercarse a una farmacia a comprar alguna crema para
mitigar aquel ardor de piel. Si sus colegas de oncología lo hubiesen visto con
aquella piel enrojecida no lo hubieran creído. Cuando llegó a la habitación lo
primero que hizo fue telefonear a la
clínica, porque en Antequera no había cobertura y temía que le hubiesen llamado
durante la mañana, sin embargo, no tenía ninguna “perdida”, así que respiró
tranquilo. Le informaron que la situación seguía igual que por la mañana, es
decir, “empeorando” dentro de la gravedad.
(
La Herradura, 1 de julio, 2005)
Un grupo de senderistas peninsulares se adentra por la meseta de
Tisdafe en busca del famoso Garoé, fin
de su ruta. Han dejado el coche junto a la iglesia de La Candelaria, en el
valle de El Refugio, y ascendido por el camino de Sinama hasta el mirador
homónimo; desde allí, tras pasar por las últimas viviendas del caserío de San José, se desvían de su
ruta unos centenares de metros para visitar
Los Pedregales.
Según
indica el panel informativo se encuentra a unos 1.070 m. de altitud, en un
paraje oculto al mar, buscando quizás la
protección ante los piratas que antaño frecuentaban las aguas de las islas. Fue
uno de los primeros asentamientos de los colonos tras la ocupación de La Herradura,
ahora totalmente abandonado y convertido en un conjunto de muros de piedra
seca. Rodeado de tierras con cierta aptitud agrícola y con buenos pastos, una
pared de piedra seca cerca todo el conjunto habitado, con el fin de evitar la
entrada del ganado a las pequeñas parcelas que se encontraban dentro del
poblado.
Las
casas también eran de piedra seca, de una sola planta y pequeñas dimensiones,
con cocina adosada y retrete separado de la casa. La techumbre era de paja y
las paredes carecían de revestimiento exterior. Cada casa contaba con un aljibe
enterrado donde se almacenaba el agua de lluvia. Existe un camino central del
que parten otros más estrechos a cada una de las viviendas y al exterior. En
este espacio tan reducido lograron sobrevivir un par de decenas de familias
herreras durante siglos con lo que la naturaleza ponía a su alcance.
(Santa Cruz de Tenerife,1 de julio, 2017)
José Padrón
había pasado una noche “de perros” y tan agotado estaba que ni siquiera había
oído “el despertador” de Los Lavaderos. Por suerte no se trataba de ninguna
pesadilla, simplemente la espalda y las extremidades parecía que estaban en
“llaga viva”. Tuvo que aplicarse aquella crema en varias ocasiones durante la
noche. Cuando despertó eran más de las nueve y tenía varias llamadas perdidas
en el móvil, eran de la clínica.
Solamente dedicó unos minutos a asearse y sin
tan siquiera tomar un café se dirigió al centro temiendo lo peor. En efecto, le
comunicaron que sobre las cinco de la mañana doña Carmen había fallecido.
Sintió un profundo dolor, pero en esta ocasión no pudo echar ni una lágrima,
quizás en su interior pensaba que al fin su madrina había alcanzado el descanso
que necesitaba, aquel sufrimiento de los últimos días era ya innecesario,
estaba de más.
A pesar
de que era domingo no tuvo problemas en contactar con la compañía de decesos
que inmediatamente se hicieron cargo de todos los trámites, mientras en la
clínica se llevaban a cabo los que les correspondían. Como era costumbre en la
época, sus tíos nada más llegar de Cuba habían contratado un seguro de decesos
con El Ocaso, que durante años pagaron religiosamente con la tranquilidad que
tendrían asegurado un sepelio digno cuando llegase el momento.
Al medio
día se trasladó al tanatorio de Santa Lastenia donde ya había llegado el
féretro y lo estuvo velando un par de horas. Le parecía absurdo estar sentado
allí solo, pero no había a nadie a quien llamar para que le acompañase en el
trance. Marisa le había propuesto coger el primer vuelo con destino a Tenerife,
aunque tuviese que hacer escala en otra isla, pero él se negó, al fin y al cabo
nada podría hacer ya y en un par de días regresaría a Madrid.
Harto
de estar sentado en aquel habitáculo se decidió a dar una vuelta por el
interior del cementerio. Recordaba muy bien donde se encontraban las tumbas de
su padrino y la tía Lupe, porque había asistido a sus entierros tiempo atrás. En efecto, su memoria no le
fallaba, sus tumbas estaban una junto a otra: Juan Padrón Padrón
(1907-1976) y María Guadalupe Padrón Padrón (1910-1991) y a su lado, el espacio destinado a la tía
Carmen y que habían adquirido “a perpetuidad” mucho tiempo atrás, cuando esta
modalidad aún era posible.
Su
madrina, en los últimos años de su vida, al menos en los que aún estaba en sus
cabales, había manifestado que deseaba
ser incinerada; desde niña tenía pavor al hecho de ser devorada “por los gusanos”,
como ella solía decir, y cuando conoció la posibilidad de la incineración
respiró tranquila. Pero no quería que sus cenizas se esparciesen por ningún
lugar, simplemente descansar junto a su marido. Y en efecto, a la mañana
siguiente sus últimos deseos se verían cumplidos.
Después
de que los empleados del cementerio colocaran la urna con las cenizas en el
nicho y la sellaran con una sencilla lápida, donde solo aparecía: María del Carmen García Pita (1917-2017) tomó conciencia de
ahora sí que era el único miembro vivo de
su familia paterna, que era en realidad la única que había conocido: el último
“Padrón”; lo de último era seguro, después de varios años de casado y de
infinidad de pruebas y tratamientos era evidente que la imposibilidad de engendrar
un hijo era suya, y no de Marisa.
Asumieron con tranquilidad la situación y ni siquiera se plantearon el
tema de la adopción, ni por supuesto, la
adquisición de un perro. Se tenían uno al otro y el trabajo los llenaba
plenamente.
En estos
pensamientos se encontraba cuando percibió que jamás había visitado la tumba de
sus padres; desde su infancia, aquellos habían quedado en el olvido más
absoluto; no sabía nada de ellos. Cuando alguna vez preguntó a sus tíos, poco
pudieron decirle; solo que era el menor de los tres, que se llamaba Antonio y
que poco más recordaban de él, pues muy jóvenes abandonaron el hogar familiar.
De su madre, ni siquiera eso, jamás la habían visto y lo poco que se sabía fue de
cuando tuvieron que tramitarle el DNI; simplemente que era herrera y se llamaba
María Febles Castañeda.
Se
le ocurrió que había llegado el momento de visitar el lugar de origen de su
familia y donde había nacido. Cuando gran parte de peninsulares había conocido
la mayoría del Archipiélago, él, siendo canario, ni siquiera había visitado La
Herradura. Y en ese momento tomó la decisión; en cuanto resolviese los
problemas legales que implicaban la muerte de su madrina, iría a pasar unos
días a La Herradura, al fin y al cabo tenía una licencia abierta y el desenlace
se había demorado menos de lo esperado.
(Los
Pedregales, isla de La Herradura, 13 de julio de 1957)
La
mujer de Antonio Padrón estaba dando a luz en el caserío de Los Pedregales. El
calificativo le venía grande, en realidad lo que había sido un pequeño caserío
como otros muchos de la isla de La Herradura había corrido peor suerte que el
resto. Apenas quedaba una casa en pie, la suya,
rodeada por numerosas paredes de piedra seca a modo de esqueletos de lo
que en tiempos no muy lejanos fueron viviendas como la suya; pobres, sí, pero
con moradores laboriosos, en su mayoría pastores como él. Hacía muchos años que
sus últimos vecinos, medio familia, abandonaron Los Pedregales y en lo que
había sido su vivienda crecían pencas y matojos.
Él también debía haber abandonado aquel
lugar hacía años, como su hermanos Juan y Lupe, que se marcharon a Cuba muy
jóvenes y nunca más regresaron, ni tan siquiera cuando padre murió, ni tan
siquiera por una “bajada”. Pero su madre se negaba a abandonar la casa donde
nació, donde había parido a sus hijos y donde estaba a punto de nacer el último
“Padrón”. Años atrás podría haberse ido a Venezuela o a Tenerife, como otros
muchos pastores que abandonaron las tierras de Tisdafe y Jazofa en busca de una
vida mejor para ellos y sus familias, sobre todo tras la gran “seca” del 47. Cuando ya había perdido las esperanzas de
encontrar una mujer que quisiera compartir sus penas y las de su madre, se
tropezó con María Febles.
María
era mucho más joven que él, la había conocido en una de las últimas mudadas,
por el camino de Sinama, mientras bajaba con su madre y los animales al Valle
de El Refugio. María estaba sola, más que él, que al menos tenía a su madre; no
le importaron los cuarenta años que él había cumplido ni el lugar donde tendría
que vivir, en medio de la nada, entre San José y Fiñor. Enseguida se casaron en
la iglesia de San José; era la primera vez desde que su madre recordaba que se
celebraba un matrimonio con alguien que no fuese Padrón, y ahora, pasados unos
meses, estaba a punto de nacer el primer Padrón desde hacía casi medio siglo.
Era ya de madrugada y se alejó de la casa a echarse un cigarro y mirar a los
animales. En medio de la oscuridad se oían los gritos de María, pero solo los
escuchaba él, las viviendas más cercanas estaban a casi dos kilómetros. Bueno,
él y su madre, que a pesar de su vejez y ya medio ciega, la ayudaba como podía. Ella
siempre se había enorgullecido de haber
parido sola a sus tres hijos, como el ganado, los últimos “Padrones” de Los
Pedregales, mientras su marido estaba con las ovejas en el campo.
Ya
amanecía cuando cesaron los gritos y se acercó a la casa. María, en la
cama, trataba de darle el pecho a la criatura. A la luz de una vela vio por
primera vez a su hijo, ¡un Padrón! No
podía hacer nada más, eso eran cosas de mujeres, así que tras tomarse un tazón
de leche con gofio y unos higos pasados se dirigió a la gorona en busca de las
ovejas. Hoy iba a celebrar el nacimiento de su hijo, le apetecía hacerlo, así
que llevó consigo un cacharro de latón, la navaja la llevaba siempre. Pero antes de partir, le quedaba una última
tarea, no hizo falta que su madre le diera indicación alguna, sabía lo que
tenía que hacer, así que en silencio, para no despertar a las mujeres agotadas
por los trabajos pasados y a la criatura que seguramente dormiría, dejó en el
patio el borreguillo más pequeño del rebaño.
Un par de horas más tarde, su madre,
a tientas, salía al patio con un cuchillo en la mano.
Convencido
de que no había otros pastores por los alrededores, esa mañana, Antonio Padrón
se dio un verdadero “atracón”. Estaba contento por el nacimiento de su hijo y
había que festejarlo, pero lo cierto es que ya lo necesitaba, porque desde que
María vino a vivir con ellos no había vuelto a probarla.
(Tenerife,
13 de julio, 2017)
El puerto de Los Cristianos iba
quedando atrás y ante él aparecía una imagen de la isla completamente diferente
a la que había visto en infinidad de ocasiones, cuando los aviones preparaban el aterrizaje en
Los Rodeos. En apenas cuatro horas llegaría a La Herradura donde pasaría unos
días.
Atrás quedaba más de una semana de
complicaciones, notaría, abogados, catastro, etc. Una verdadera pesadilla;
jamás pensó que todo aquello iba a resultar tan complicado, a pesar de que se
trataba del único heredero. Pero al fin estaba casi todo resuelto. Lo único positivo de
estos días fue que en cuanto tenía tiempo libre, a cualquier hora, se
trasladaba a Las Teresitas y disfrutaba
de la playa como antes nunca había hecho. En las contadas ocasiones en
las que había pasado una semana con Marisa en cualquier playa de Levante o del
Cabo de Gata, permanecía la mayor parte de tiempo bajo la sombrilla, leyendo, y volvía a casa sin rastro en el color de su piel de aquellas semanas. Pero
ahora era todo diferente, el espejo del baño no engañaba, después del percance de Antequera su piel
había ido cogiendo color, ahora sí podría pasar “desapercibido” entre los
chicharreros. Seguro que si se volviese a encontrar con Pepe éste le haría
alguna observación al respecto, en todo caso, ya no quedaba rastro alguno de
aquel “modo salmonete”.
Había
heredado la casa familiar del Toscal y además algunos terrenos en La Herradura.
El tío Juan y su hermana Lupe, pasados
unos años de la muerte de sus hermano menor, habían organizado todo para que en
su momento él quedase como propietario como último de los “Padrón”; sin embargo,
nunca se había hablado de ello y aquellos documentos de propiedad que
permanecieron durante décadas en la notaría, solo deberían darse a conocer tras
la muerte de doña Carmen.
En realidad tenían un escaso valor
económico, tanto por su superficie como por la calidad de las tierras, y con certeza esta habría empeorado tras
décadas sin atención. La casa de Los Pedregales, dónde había vivido la familia
posiblemente durante siglos, había sido expropiada por el Cabildo años atrás
cuando se ejecutó un plan de mejora de aquel caserío en ruinas, a cambio de cancelar
la deuda que poseía la propiedad en impuestos que no se habían abonado en
décadas. Por otra parte, poco quedaba en el banco, la tía Carmen había estado
durante casi quince años en una de las residencias más caras de la ciudad y
esto había mermado considerablemente sus ahorros y los que heredó tanto de su
marido como de su cuñada.
Aunque
aún no los había visto, no tenía intención de
desprenderse de aquellos terrenos familiares de La Herradura, ya lo
había hablado con Marisa, y lo mismo pensaba de la casa del Toscal. Dado que se
había mantenido en tan perfecto estado después de quince años cerrada, pensaba
que podía continuar así algunos más y mientras meditaría con tranquilidad que
hacer; ahora su capacidad de aguante en temas legales había llegado al límite
seguramente por una larga temporada.
Al fin
atracó el barco en el Puerto del Poste, puerta de entrada y salida de La
Herradura durante más de seis siglos, al
menos hasta que se abrió el aeropuerto. Al bajar con el coche y adentrarse en la carretera que se dirigía a
Villaverde, capital de la isla, experimentó una impresión desconcertante, casi
angustiosa, la carretera ascendía serpenteante por aquellos paredones y
resecos, dejando atrás un pequeño núcleo de casitas blancas junto a la figura
descomunal del ferry. Le dio la impresión de que era imposible que personas
pudieran vivir en aquel ambiente. Sin embargo, aquella sensación cambió
completamente a los pocos minutos cuando entró en la Villa; ésta se extendía
entre pequeños lomos a lo largo de la carretera, que actuaba como calle
principal. A pesar de la sequedad del verano se respiraba cierto frescor debido
a la altitud y sobre todo una sensación de gran serenidad.
Durante
los días que había estado preparando el viaje encontró bastante información
sobre la isla y las recomendaciones iban siempre dirigidas al Valle de El
Refugio. Así que había reservado una habitación en un pequeño hotel en La
Linde, la capital municipal. Paró en un bar de la calle principal de Villaverde
y enseguida llamó su atención la forma de hablar del camarero. Por un momento
le vino a la cabeza su tío Juan, aquella forma de hablar tan diferente a todas
las personas que conocía, aquellas eses tan
sonoras; ni siquiera décadas en Cuba hicieron que perdiera su acento herrero,
que conservó hasta su muerte. La tía Lupe, en cambio, no lo conservaba, quizás
porque se trasladó a Cuba mucho más joven y enseguida adoptó buena parte de
aquel acento caribeño.
A
continuación se dirigió a pie a la iglesia de La Concepción donde había quedado
con el párroco por teléfono. Le había comentado sobre sus orígenes y su deseo
de conocer algo más de su familia, y para ello,
aparentemente la única fuente serían los registros parroquiales. El
sacerdote, que además de párroco de La Concepción de la Villa ostentaba la
condición de arcipreste de La Herradura,
era relativamente joven y muy cordial; le explicó que había tenido suerte en su
propósito, porque los archivos de todas las parroquias de la isla estaban
centralizados en Villaverde. En la década de los sesenta del siglo pasado
únicamente se dejaron en las sacristías de las diferentes parroquias los libros
de nacimientos, matrimonios y defunciones que estaban en uso; todo el resto de
los archivos parroquiales, algunos correspondientes al siglo XVII, se habían
trasladado a la sede del arciprestazgo. Esta decisión había sido tomada por
motivos de seguridad, debido a la gran oleada emigratoria de aquellos años que vació
la mayoría de los caseríos y redujo la población de La Herradura casi a la
mitad. Por desgracia en aquellos momentos no lo podría atender porque había
surgido un imprevisto, pero quedaron para la mañana del día siguiente.
En lugar de dirigirse al hotel
a través del túnel de Los Roquillos, decidió pasarse antes por Los Pedregales,
lugar donde había nacido justo hacía 60 años, puesto que aquel día era su
cumpleaños. Salió de la Villa y comenzó a ascender por la carretera camino de
Tisdafe; a los pocos minutos bordeó el caserío de Fiñor y algo más adelante
atravesó San José; quería antes de nada acercarse al mirador de Sinama, desde
donde era posible encontrar las mejores vistas del Valle de El Refugio. En
efecto, el panorama era extraordinario, un desnivel impresionante y un azul
increíble del cielo y el océano que se confundían en la distancia. Pero lo que
realmente más le había impresionado desde que se acercó a San José era la
horizontalidad del paisaje, algo que jamás había visto en Tenerife y que sin
embargo le recordaba, salvando las distancias, a los campos meseteños, a no ser por la infinidad de
muretes de piedra que delimitaban las parcelas y cuadriculaban el paisaje.
Volvió
sobre sus pasos hasta San José y siguiendo la reciente carretera que se dirigía
al centro de interpretación del Garoé, se desvió a la derecha hasta Los
Pedregales. A pesar de que era verano y la isla debería estar llena de turistas,
apenas se había tropezado con algunos coches desde que salió de la Villa y un
par de personas en San José; de resto, la única señal de vida con la que se encontró
había sido el escaso ganado que
descansaba en aquellos cercados.
Cuando
bajó del coche y comenzó a deambular por Los Pedregales sintió en varias
ocasiones un intenso escalofrío. Hacía sesenta años que había nacido en
cualquiera de aquellas casas en ruina, cuyo único recuerdo eran unos muros de
piedra seca colonizados por la vegetación, sobre todo las pencas que alcanzaban
unas dimensiones enormes. Allí seguramente habría correteado bajo la vista
atenta de sus padres y su abuela, pero no recordaba absolutamente nada.
En aquel silencio, que jamás
había experimentado en su vida, interrumpido solo por el sonido de sus pisadas,
sintió una sensación intensa de
“pertenencia”, posiblemente de vuelta a su verdadero hogar, el lugar donde con seguridad los “Padrón”
habían vivido y sufrido durante siglos. Allí permaneció un tiempo
indeterminado, explorando cada rincón, releyendo el panel informativo del
Cabildo e intentando encajar sus primeros años en aquellas notas asépticas y
frías; pero sobre todo, experimentando sensaciones únicas que le marcarían, con
certeza, para el resto de sus días.
Cuando
abandonó Los Pedregales tuvo la necesidad de llamar a Marisa y contarle esta
experiencia, pero fue en vano, tenía el móvil apagado, posiblemente estaría realizando
alguna intervención. Pero también salió
de allí con la convicción de que debería regresar a aquel lugar en cuanto
tuviera ocasión, por supuesto acompañado por Marisa. En lugar de continuar la
carretera hasta Tarazoca y desde allí tomar el túnel, que era la ruta más
corta, decidió coger la vía que tradicionalmente desde la Villa se dirigía al Valle de El
Refugio y donde casi sesenta años atrás se había producido aquel terrible
accidente que acabó con sus padres y cambió por completo su vida.
(La
Herradura, 14 de julio, 2014)
Después de unos meses de pruebas
entra en funcionamiento la central hidroeléctrica de La Herradura, la primera
central de producción de electricidad que aúna cinco generadores, dos depósitos
de agua de diferente altura, una estación de bombeo y una central
hidroeléctrica. La isla se convierte en referente mundial al producir la mayor
parte de la electricidad que necesita abasteciéndose únicamente con energías
renovables.
Lo más importante es que por fin se acaba con
la precariedad hídrica que durante siglos pesó sobre los herreros como una
maldición, porque esta electricidad producida con energías limpias hace
funcionar a las tres pequeñas desalinizadoras de agua del mar que abastecen a
la isla.
(Villaverde,
isla de La Herradura, 14 de julio 2017)
José
Padrón no había salido de la habitación
desde que llegó de Los Pedregales el día anterior; apenas un momento para comprar agua en la
recepción. El único alimento que había tomado en todo el día, además del
desayuno, fue una enorme piña tropical que el hotel había dejado como regalo de
cortesía en su mesilla de noche. Las emociones de la mañana habían sido muy
intensas y estaba agotado, necesitaba asimilarlas.
Se había levantado muy temprano y antes
de desayunar había dado una vuelta por los alrededores. Subió al pequeño cono
volcánico donde se ubicaba el campanario de la parroquia de La Candelaria, la
segunda más antigua de la isla y que se situaba a los pies del mismo. También se
fotografió junto al cartel de inicio
del antiguo camino de Sinama, el que con toda seguridad utilizarían sus
ancestros en las tradicionales “mudadas” desde Los Pedregales hasta el Valle de
El Refugio.
Había
quedado a las diez con el párroco de Villaverde, así que tomando el túnel, en
menos de media hora ya había llegado a la iglesia. El sacerdote le comentó que
el archivo, situado en la
sacristía, era todo suyo, que en
realidad había unas estrictas normas de uso pero tratándose de él no había
ningún inconveniente en que revisase lo que venía buscando. Le señaló la
estantería donde se encontraban todos los libros y documentos de la parroquia
de San José, excepto los más recientes, pero esos no tendrían interés para
él. Le indicó que cuando acabase, si él
no había llegado se lo indicase a las señoras que estaban a cargo de la iglesia
para que cerrasen las puertas.
Se puso manos a la obra y después de un
par de horas de investigar concluyó que los “Padrón” residían en Los
Pedregales, caserío perteneciente a la parroquia de San Andrés, desde la creación de ésta en el siglo XVII y
posiblemente desde mucho antes. También observó
que pese a la endogamia en espacios tan limitados como La Herradura era
un fenómeno normal, en el caso de su familia era exagerado; en realidad, a lo
largo de varios siglos salvo contadas excepciones, solo aparecía el apellido
Padrón en los libros de matrimonio, nacimiento y defunción. La más reciente de aquellas había sido su madre, María Febles
Castañeda, hija natural de Reyes Febles Castañeda, del caserío del Piñal. Había nacido en 1935, por lo que cuando se casó
apenas tenía 22 años y 25 cuando
falleció. Su padre, Antonio Padrón, había nacido en 1917 y ya tenía cuarenta
años cuando contrajo matrimonio; falleció en aquel accidente tres años más
tarde.
En
realidad no era mucha más la información que podría obtener de aquellos libros
sobre sus padres; así que se puso a
rebuscar entre algunas cajas que se encontraban en la parte baja de la
estantería. Daba la impresión de que no se habían abierto en décadas, incluso
antes de ser trasladadas desde la parroquia de San Andrés. La mayoría carecía
de interés y en su mayor parte eran ilegibles, dada su antigüedad y los efectos
de la humedad, tan constante en Tisdafe. De todo lo que allí había, llamó su atención
un pequeño cuaderno, cerrado herméticamente con varias cintas descoloridas y
que tuvo que abrir con mucho cuidado para no deshojarlo.
Estaba
fechado en 1918 y redactado por el sacerdote que se hacía cargo, por aquel
entonces, de las parroquias de San
Andrés y El Piñal. Le intrigaron los primeros párrafos, donde el sacerdote indicaba que la información que
allí se reflejaba procedía del secreto de confesión y por tanto, no podía hablar
de ella con nadie; sin embargo, después de haberlo meditado profundamente
durante un tiempo, consideraba que debía plasmarla, por lo menos por escrito,
para que su conciencia quedase tranquila.
Según parece, cuando a su llegada a la
parroquia procedió a visitar los caseríos que de ella dependían para
seleccionar a los niños y niñas que debía preparar para la primera comunión, había
encontrado ciertas reticencias en Los Pedregales; allí, en dos viviendas,
residían los miembros de una misma familia, que había puesto muchos
inconvenientes para que una niña de unos ocho años, María Guadalupe Padrón, asistiese a la
catequesis que se celebraba los domingos, a continuación de la misa. Alegaban
que la iglesia se encontraba algo alejada y no había nadie que la acompañase,
además de que tenía que ayudar a su madre con su hermano recién nacido. A pesar
de tales inconvenientes, tal como siguió relatando, consiguió que la niña
asistiese a misa y a la catequesis con relativa frecuencia, tras la promesa de que a la vuelta a casa la acompañarían
dos muchachas de San José.
José Padrón seguía leyendo mientras el corazón parecía
que iba a salir de su pecho por la velocidad que tomaban sus latidos; al mismo
tiempo, continuos escalofríos recorrían su cuerpo conforme avanzaba párrafo
tras párrafo. Era indudable, que aquella niña era su tía Lupe. Temía seguir
leyendo, porque no quería imaginar, ante lo críptico de la presentación de los
primeros párrafos, con lo que se podía encontrar.
Según
parece, el domingo antes de tomar la comunión, y temerosa de hablar de sus “pecados”, la niña en su inocencia, le había preguntado al sacerdote si una cosa
que quería contarle era o no pecado, para poder confesarse. Ésta le había
relatado que en su casa tenían una costumbre de la que no podían hablar a
nadie, ni siquiera entre ellos. Desde pequeños, a los Padrón se le mezclaba
sangre de los animales con la leche de vez en cuando, especialmente cuando eran
muy pequeños; ella misma preparaba el cazo para su hermano que había nacido
meses atrás. Según su madre esto se hacía para acostumbrarse a beber la sangre
de aquellos; así, cuando no hubiera agua, porque no llovía y se secaba el
aljibe, podrían beberla y lo morir de sed, como le pasaba a otras personas que
no conocían este remedio.
Su madre le contó que gracias a esta
costumbre, su familia había sobrevivido
a muchas “secas” en el pasado. Lo que pasaba es que luego cuando crecían,
aunque no faltara el agua, daban muchas ganas de beber sangre, casi siempre.
Pero no a todos, su hermano mayor Juan y su padre, nunca la bebían; pero ella y su madre, cuando se quedaban
solas, muchas veces cogían algunas gallinas y las desangraban cortándoles la
cabeza para beberla, porque los animales
grandes estaban en el campo.
Según refería el sacerdote en su
relato, quedó profundamente impresionado por las explicaciones de aquella
inocente y sintió una gran pena cuando al final de su relato, la niña le
preguntó si aquello era pecado y tenía que confesarlo. Le había contestado que
posiblemente no lo fuera, pero que el próximo domingo, antes de la comunión, lo
confesase. En realidad, y según escribió, era un modo de que toda aquella
información se mantuviese como secreto de confesión y no se viese en la
obligación de trasladarlo al párroco de La Concepción, superior de todos los de
la isla, o a las autoridades. Confesó también que después de varios días de
inquietud y muchas oraciones, había decidido reflejar por escrito aquel relato,
justo la misma tarde en que maría Guadalupe hizo su primera comunión.
El lector podrá imaginar la sensación de
ansiedad que generó aquella lectura a José Padrón, pero al mismo tiempo, un
sentimiento de tranquilidad; era como si por fin hubiese encontrado la ficha
que le restaba para completar aquel “puzzle” donde se resumía su historia y la
de todo su linaje.
Dejó
aquel manuscrito tal como lo había encontrado y abandonó el archivo parroquial
de Villaverde. A partir de ese momento se dedicó a recorrer todos los rincones
de aquella isla en la que tenía sus orígenes, embriagándose con sus paisajes,
sus olores y sus silencios. En cualquier rincón donde hacía una parada,
instintivamente ordenaba y reorganizaba sus recuerdos, ayudado por la luz que
había aportado aquella lectura y resolviendo todas las dudas que sobre ellos
tenía. La última noche que pasó en el hotel convenció a Marisa, por teléfono,
de que lo más pronto posible deberían retornar juntos a La Herradura. Y se
prometió que la historia quizás inconfesable del linaje de los Padrón se
mantendría en el más absoluto de los secretos y moriría con él, el último
Padrón.
El día de su partida salió muy temprano
del hotel, quería visitar la tumba de sus padres antes de embarcar en el ferry.
Desgraciadamente, a pesar de que se trataba de un camposanto de pequeñas
dimensiones, nada que ver con el que conocía de Madrid, le fue imposible
localizar la tumba de sus progenitores. A pesar de que revisó bien el patio
donde se ubicaban los nichos correspondientes a finales de los cincuenta y
principios de los sesenta no encontró nada. Preguntó a uno de los trabajadores
que por allí se encontraba realizando labores de mantenimiento y según él, no se había realizado ningún tipo
de obras desde aquellos años en ese sector. Lo más probable es que si los
nichos no eran “en propiedad”, pasado el periodo pertinente, los huesos pasaban
al osario si nadie los reclamaba antes
para trasladarlos a un nicho “de restos”.
A pesar de la frustración que sintió, no le apetecía acercarse al
osario, así que con un nudo en la garganta ante la imposibilidad de darle un
sencillo homenaje a sus padres, simplemente con su presencia después de casi
sesenta años, tomó en camino del ferry.
(Los
Rodeos, Tenerife, 17 de julio, 2017)
Después de tres semanas de su
partida, Juan Padrón regresaba a casa; se sentía otra persona diferente después
de haber resuelto tantos enigmas de su vida, y sobre todo, tenía el
convencimiento de que nunca más volverían a presentarse aquellas pesadillas que
desde que era niño le habían estado persiguiendo.
Tras dejar el coche en el aparcamiento de
la compañía de alquiler y entregar las llaves, se dirigió al mostrador de
facturación. Cuál no sería su sorpresa cuando
en que la fila vecina, de otra compañía aérea, volvió a encontrarse con Pepe, al que
acompañaba su mujer. Según le comentó, se dirigía con destino a Madrid y al día
siguiente partían rumbo a Jamaica donde pasarían unos días de vacaciones.
Mientras esperaban sus vuelos y charlaban
distendidamente tomando un café, José
Padrón no hacía sino pensar en las casualidades de la vida; estas le habían
hecho encontrarse con aquel tipo en tres momentos diferente, y que sin
conocerlo de nada, era la persona con la que más tiempo había hablado desde que
había salido de Madrid. Al despedirse, intercambiaron sus números de teléfono,
pues tenía previsto volver muy pronto a la Tenerife y quería invitarles a
almorzar, aunque solo fuese como modo de agradecimiento por aquel intercambio
de tickets del taxi-acuático que casi le salva la vida.
Simplemente… una cuestión de hemoglobina.
José Solórzano Sánchez ©
Intrigante historia que deja muchos cabos sueltos a disposición de la imaginación.
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